viernes, 12 de agosto de 2016

MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 3




Paula estaba trabajando en el establo cuando oyó el ruido de un coche aproximándose.


No podía ser él, aún no, se dijo, angustiada, pensando en lo sucia que tenía la ropa.


Se suponía que tenía que llegar tres horas después… menos mal que había terminado la limpieza de la casa con tiempo.


Arrojó la paletada de estiércol a la carretilla y se sacó los guantes para limpiarse las manos con el trapo que tenía en el bolsillo. Echó un vistazo a Emma, dormida en su canastilla sobre un banco de trabajo, le colocó bien la manta y le dio un beso en la frente.


—Sigue durmiendo, cielo mío —le susurro—. Mamá estará aquí fuera.


Emma siempre dormía unas siestas largas, pero a Paula le daba mucho apuro dejarla sola, aunque no se alejara demasiado.


Agarró a Tollie por el collar y lo llevó al redil de las cabras. El viejo perro estaba ciego y ya no sabía apartarse de las ruedas de los coches. Después se pasó los dedos por el pelo y deseó haber tenido tiempo para darse una ducha antes de conocer al famoso Pedro Alfonso.


Cuando salió al exterior, la limusina acababa de aparcar entre el establo y el edificio principal, a unos diez metros de ella. El conductor se bajó y abrió la puerta trasera.


Pedro Alfonso se bajó sin dejar de mirar a la casa y ella se quedó sin aliento. Aquel hombre era terriblemente guapo, mucho más de lo que aparecía en la fotografía que había visto en el libro.


Él no le prestó ninguna atención: o no la había visto o era tan maleducado como su agente.


Se dijo a si misma que no tenía importancia, que cuanto menos reparara en ella, mejor, sobre todo si tenía la intención de llevar a cabo el trabajo de dos.


Ella tuvo tiempo de recomponerse y estudiarlo: era alto, cerca de los dos metros, y tenía el pelo negro y bien cortado. 


Estaba bien vestido, con una chaqueta de tweed azul y gris que cubría sus amplios hombros, un jersey de cuello alto azul marino y pantalones grises perfectamente ajustados a sus estrechas caderas. Sus zapatos parecían caros y nuevos.


Desde donde estaba podía ver que tenía unas fuertes manos, con las uñas bien cuidadas y un reloj de oro que parecía muy caro. Se veía que era un hombre elegante, y ella nunca había visto un hombre más estiloso que Pedro Alfonso.


Consciente de su propio aspecto, Paula se alisó la camisa de franela que le colgaba hasta las rodillas y deseó no haber tenido las botas llenas de estiércol


Cuando trabajaba se solía poner la ropa vieja de Billy, para ahorrarle penurias a su escaso vestuario.


El conductor de la limusina la vio y se llevó la mano a la gorra a modo de saludo. Carraspeó un poco y el señor Alfonso se volvió hacia él con un interrogante pintado en la cara. 


Entonces la vio. Se quedó muy quieto, casi sorprendido, y después su expresión se tomó vacía mientras la miraba de arriba abajo.


Ella pudo ver que tenía los ojos muy azules, del mismo tono del cielo al atardecer, y tuvo que tomar una gran bocanada de aire. Tenía que parecer competente para llevar a cabo su trabajo. Se le daba bien aparentar ser más grande de lo que era, una habilidad necesaria para sobrevivir en el mundo en que había tenido que vivir ella.


Así, puso una enorme sonrisa y dio un paso al frente. No se le escapó el rayo de desconfianza que cruzó el atractivo rostro que tenía delante.


—¿Señor Alfonso?


Él dudó primero y después asintió con la cabeza, como si lo hubiera pillado alguien a quien no tenía ganas de ver. A ella no le dio tiempo a preguntarse el porqué de su curiosa reacción hacia ella.


Ella volvió a sonreír, nerviosamente, y se acercó más, para presentarse.


—Soy Paula Chaves.


—¿Es usted la ama de llaves? —su expresión se relajó ligeramente, pero se mantuvo en guardia—. Me alegro de conocerla, señorita Chaves —tenía una voz dulce, melodiosa y con un acento distinguido.


Paula pensó que no parecía alegrarse demasiado de haberla conocido, pero tuvo el buen criterio de no decir nada al respecto.


—Bienvenido a la Granja Blacksmith.


—Gracias —respondió él, educadamente.


Su aparente falta de interés la ayudó a sentirse más cómoda.


—¿Puedo enseñarle la casa? —preguntó, esperando que la respuesta fuera un «no».


No pensaba dejar a Emma sola en el establo, así que tendría que ir a buscarla, y lo cierto era que prefería no tener que dar explicaciones sobre la niña. Algo le decía que Emma sería una complicación que debía evitar abordar en su primer encuentro.


Él echó un vistazo a sus botas y sacudió la cabeza. Paula sintió una oleada de alivio y de comprensión: si ella estuviera en su pellejo, tampoco desearía que esas botas pisasen el suelo de su casa.


Entonces su cara se tomó en una mueca. Paula vio que su mirada se dirigía al vallado junto al establo donde dos de los tres caballos de la granja pastaban plácidamente. Max asomaba la cabeza sobre la valla, siguiéndola con sus andares cojos a donde ella estuviera.


—¿La señorita Sommers no le dijo que se deshiciera de los animales? —preguntó fríamente.


Paula asintió:


—Si. Los vecinos ya han comprado la vaca y el intermediario que se va a hacer cargo de los caballos pasará por aquí mañana.


Ella nunca había conseguido comprender por qué el anterior dueño había querido una vaca. Las pocas veces que había ido por allí no había bebido leche… La gente rica no tenía sentido práctico.


El señor Alfonso asintió y volvió a centrar su atención en la casa. Tenía un perfil espléndido, muy fuerte y masculino.


Paula se quedó allí, impaciente, esperando a que dijera algo. 


Tenía que volver con Emma y acabar el trabajo.


Se oyó un relincho procedente del vallado y Paula reconoció fácilmente a Max. Ese caballo era como un niño pequeño, pero sabía que lo iba a echar mucho de menos. Después intentó alejar los sentimentalismos de su mente. ¿Qué iba a hacer ella con un caballo cojo?


Estaba agotada de cuidar a su hija, la casa, los animales y toda la finca. Le simplificaría mucho la existencia el no tener que ocuparse de los animales, especialmente en aquel momento, que el frío invierno empezaba a abrirse paso. No echaría de menos ordeñar a la vaca dos veces al día, pero si la leche fresca. Había aprendido a hacer mantequilla y queso y eso le ahorraba mucho dinero de la compra, aparte de las molestias de ir al pueblo en el autobús.


Una ráfaga de aire helado le provocó un escalofrío, y entonces volvió a pensar en Emma. Estaba bien arropada en su canastilla, pero la temperatura era muy baja. No sabía cómo acelerar la despedida sin que fuera demasiado obvio, así que decidió hablar de trabajo.


—Supongo que desea el dinero de la venta de los animales en la cuenta de la finca…


—Supongo —dijo el señor Alfonso, encogiéndose de hombros—. ¿Se ocupa usted de las cuentas?


Paula asintió. Llevaba las cuentas de todos los gastos e ingresos de la cuenta de la granja, con gran pesar por su parte. Pronto tendría que comprar más combustible y pagar a los trabajadores del campo su salario semanal.


—Bien. Si necesita más dinero para operar, hable con mi contable. Él revisará sus cuentas y atenderá sus necesidades.


La venta de los caballos daría bastante dinero, así que suponía que no tendría que pedir nada en una temporada.
Por otro lado, le agradó escuchar que un contable se ocuparía de los asuntos de dinero. Es lo que haría alguien que no pensaba pasar mucho tiempo allí.


—¿Está seguro de que no quiere que le enseñe el interior? —volvió a preguntar ella, extrañada de verlo tanto tiempo observando la casa desde fuera.


—No —dijo él, pareciendo salir de su trance—. Puedo ir solo. ¿Está la puerta cerrada? —dijo, rebuscando en el bolsillo como si fuera a sacar la llave. Ella se preguntó si la tendría.


—No. Tanto la puerta de delante como la trasera están abiertas —tan pronto como las palabras salieron de su boca, se dio cuenta de que había cometido un error, pero en el campo parecía bastante razonable dejar las casas abiertas.


—Abierta —murmuró él, sonriendo—. Bien.


Fue la primera expresión medianamente de agrado que ella vio en su cara.


Después se giró y echó a caminar hacia la casa, haciendo crujir la grava del suelo bajo sus caros zapatos.


Ella lo observó andar y una vez estuvo dentro, le preguntó al conductor de la limusina:
—¿Cuánto tiempo va a estar aquí?


El conductor miró a su reloj.


—No demasiado, si quiere llegar a tiempo a su destino.


Paula suspiró aliviada y le sonrió. Estaba lista para prepararle la cena al señor Alfonso si se quedaba, pero aún tenía muchas cosas que hacer. Él era el nuevo propietario y posiblemente el hombre más guapo que Paula había visto en su vida, pero lo mejor sería que pasara el menor tiempo posible allí.


—Tengo que seguir trabajando en el establo, pero ¿podría avisarme con el claxon si quiere verme antes de marcharse?


—Claro —se despidió de ella con la mano y se metió de nuevo en el coche.


Un tipo listo, pues el frío volvía a dejarse sentir con intensidad. Ella echó a correr a toda prisa al establo. 


Mientras estaba trabajando, no había notado el frío, pero allí quieta, podía sentir cómo la atravesaba hasta los huesos.


Paula llegó por fin junto a la canastilla de la niña y volvió a sentir la oleada de amor que siempre le pillaba por sorpresa. 


Nunca antes había amado a alguien tanto, pensó mientras miraba su carita perfecta. Emma era lo único realmente bueno que le había pasado en la vida. La besó en la mejilla y aspiró el olor a bebé, susurrándole:
—Todo va a ir bien, cariño, estoy segura de ello.








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