lunes, 25 de julio de 2016

¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 5




Cuando llegaron a la casa, Dario dejó su mochila en el vestíbulo y subió a su habitación en el ático.


Paula sabía que iba derecho a su ordenador. No podía impedirlo ya que no tenía ni hermanos ni amigos cercanos con quien jugar.


La madre de Paula había sugerido muchas veces que lo mandara a un colegio interno, pero Paula no tenía dinero para ello y tampoco quería hacerlo ya que ella había odiado los internados.


Además, no podía imaginarse la vida sin él. Los primeros años habían sido muy difíciles. En el colegio y siendo aún adolescente había pasado mucho miedo cuando se dio cuenta de que estaba embarazada. Siempre se encontraba mal. Como había adelgazado mucho, no se le notó hasta los siete meses, pero cuando lo descubrieron, la mandaron a casa. Primero hubo recriminaciones. Luego intentaron arreglar la desgracia. Una prima de la madre estaba dispuesta a adoptar a su hijo y Paula podría olvidarse de todo.


Paula había aceptado, hasta que un parto de veinticuatro horas la había lanzado a la vida adulta. Entonces, todo cambió y, mirando al recién nacido, consiguió fuerzas para desafiar el ultimátum de su madre: «vuelve a casa sin el bebé, o no vuelvas».


Los servicios sociales la habían ayudado a encontrar un albergue. Su nueva responsabilidad la había hecho entrar en la vida real de forma muy dura. Pero dejó de sentirse desgraciada al oír las historias de las otras chicas. Novios irresponsables, padrastros que abusaban de ellas, o madres ebrias. Comparada con ellas, su niñez parecía un cuento de hadas.


En el albergue aprendió a cocinar y a limpiar. También a maldecir y a luchar por sí misma. Luego se mudó a un apartamento en Bristol.


Allí estuvo hasta que un día, cuando Dario tenía dos años, el niño se cayó en la escalera y se hizo una herida en la rodilla. 


Nada especial, pero al lado había una jeringa.


Eso la impulsó a tragarse el orgullo y volver a casa. Al verla, su madre no la reconoció de lo delgada y mal vestida que estaba, pero, después de repetirle mil veces «yo ya te lo había dicho», la dejó entrar en casa.


Rosa Chaves-Hamilton se había comportado tal y como Paula esperaba. Pero su reacción ante Dario fue una gran sorpresa. No le había hecho ningún caso mientras estuvo dormido en su coche, pero cuando se despertó y se quedó mirándola no pudo resistirse a su encanto.


—¡Qué niño tan guapo! —había exclamado sorprendida.


Paula había entendido la indirecta. ¿Cómo podía ser que alguien tan ordinario como su hija pequeña hubiera traído al mundo a un hijo así?


Aunque no permitía que la llamara abuela, y aparentaba indiferencia, Dario había conseguido ganársela.


Paula había vuelto al rebaño, pero solo en parte. Se había instalado en la casita y recibía algo de dinero de su madre a cambio de sus habilidades domésticas, hasta que por fin, al cumplir veintiún años, recibió un pequeño fondo de su madrina.


No era una vida muy emocionante, pero había sido satisfactoria. Pero ese día la aparición de Pedro representaba una amenaza. No pudo esperar para llamar a su madre.


—Cariño —Rosa Chaves-Hamilton llamaba así a casi todas las mujeres—. Iba a telefonearte esta noche. ¿Qué tal fue la entrevista?


Paula respiró hondo y sin contestar preguntó:
—Mamá, ¿sabías quién era el interesado?


Rosa hizo una pausa para pensar.


—Algún millonario de internet, creo. Alguien que paga al contado, según dijo el agente. ¿Por qué?


—Es Pedro Alfonso —espetó Paula.


—¿Pedro Alfonso? —la madre estaba intentando recordar el nombre.


—El hijo de la señora Alfonso.


—¿De la señora Alfonso? —repitió Rosa.


Paula suspiró.


—La señora Alfonso. Nuestra cocinera. La que vivía en la casita.


—Sí… sí… Ya sé quien dices. ¡Quién iba a pensarlo! ¡Después de tantos años e interesado en comprar! ¿Dijo que estaba interesado en Highfield?


—No, mamá. No lo dijo —la conversación no seguía el curso que Paula había previsto.


—Pues debe de estarlo —continuó la madre—. Él ya sabe cómo es Highfield puesto que no ha cambiado mucho desde que él era niño. La cuestión es si puede permitírselo o solo estaba haciendo una visita sentimental. Quizás Robin puede hacer alguna averiguación en la City.


La City era el centro financiero de Londres donde el padrastro de Paula hacía sus negocios.


—Aunque estuviera interesado, no querrías venderle Highfield a Pedro Alfonso, ¿verdad? —inquirió Paula.


—¿Y por qué no?


—Por todas las cosas que dijiste sobre él…


Para su madre, Pedro era un chico de clase obrera que se había atrevido a pensar que era adecuado para una de sus hijas, solo porque había sacado sobresalientes en Oxford.


—¿Dije cosas? —murmuró Rosa entre dientes—. ¿Quieres decir aquella vez que creyó que podría casarse con Anabella? Sí, aquello era absurdo. Pero mirando hacia atrás, seguramente le habría salido mejor que con el tipo ese con quien se casó —Paula se quedó sin habla. ¡Cómo habían cambiado las cosas! Su madre había estado encantada cuando Anabella se había casado con Franklin Homer, supuesto heredero de una fortuna estadounidense. Solo que la fortuna se había disuelto al tiempo que el matrimonio—. De todos modos —continuó Rosa—, si Pedro Alfonso quiere comprar Highfield, pues buena suerte.


—No lo dirás en serio, mamá.


—¿Por qué no? —Rosa sonaba impaciente—. Me sorprendes, Paula. Pensaba que estarías encantada. Tú eres quien siempre ha abogado por los de abajo, y mantenido que no hay diferencia entre la clase obrera y nosotros, aparte del dinero. Además, necesito el dinero. Y tú lo sabes, cariño. Ya te lo he explicado.


Paula podría haber dicho que no. Que Rosa tenía un marido rico. Pero su madre veía Highfield como su póliza de seguros en caso de que pasara algo con su segundo matrimonio.


—No tardarás en venderlo. No tienes que vendérselo a Pedro Alfonso


—No, pero sería perverso rechazar una oferta suya —arguyó Rosa—. Y no veo cuál es el problema. No es como si él y tú hubierais tenido algo que ver.


Hubo un silencio. Paula podía haberlo roto contándole a su madre lo que nunca le había contado, pero consideró que no cambiaría nada.


Cambió de táctica.


—Al menos, asegúrate de que el agente le deja bien claro lo que está incluido en la venta.


—¿Qué quieres decir, cariño?


—Él cree que la casita también está incluida. Le dije que no lo estaba, pero no me creyó. Quizás Cornell, Richards & Baines podrían aclarárselo.


—Sí… bueno… —hubo una pausa mientras la madre escogía las palabras.


—¿Mamá? —apremió Paula intranquila—. ¿No habrás cambiado de opinión? Dijiste que podía tenerlo de por vida.


—Lo sé, cariño, y lo dije en serio, pero James Cornell dice que no es posible parcelar la finca de ese modo. Pero no te preocupes, no te pasará nada. Tú tienes derechos adquiridos y no te pueden desalojar.


Paula no estaba convencida.


—Y si nos pasa, ¿qué vamos a hacer Dario y yo?


—Pues tendréis que buscaros otro sitio —replicó Rosa suspirando—. Pero eso no sería tan terrible, ¿no? Lo que quiero decir es que la casita es demasiado sencilla. Solo es una vivienda para empleados.


—A nosotros nos gusta —protestó Paula, furiosa—. Y si se compara con un albergue para mendigos, es un palacio.


—¡No seas ridícula, cariño! —replicó Rosa—. Tú tienes otras alternativas.


—¿Por ejemplo? —Paula estaba segura de que su madre no iba a invitarlos a Dario y a ella a vivir en su casa de cuatro pisos en Londres.


—No lo sé. Pero estoy segura de que hay muchos sitios donde podríais ir si dejaras de hacerte la mártir. He oído decir que Carlos Bell Fox se casaría contigo y no está nada mal.


Paula sabía que era cierto, pero no era un asunto de la incumbencia de su madre.


—Carlos y yo solo somos amigos.


—Solo porque no dejas que el pobre chico sea algo más —contradijo la madre—, y quién sabe por qué. Es rico, está soltero y es bastante guapo. ¿A qué esperas?


—A nada —replicó Paula contrariada—. Voy a llamarlo, ¿te parece?, y le pregunto si quiere que vivamos juntos.


Rosa suspiró impaciente.


—¿Pretendías ser graciosa?


—No en particular.


—Es que no lo has sido. Sabes muy bien que yo estaba hablando de matrimonio y no de cohabitar. De eso creo que ya has hecho bastante, ¿no te parece?


—¿Qué? —Paula se quedó extrañada. Nunca había vivido con nadie que no fuera su familia—. ¡Ah, sí! Mi caída en desgracia. No creo que tener sexo ocasional cuente como cohabitar.


—De verdad, Paula —dijo la madre en tono de censura—. Tener un hijo con alguien que apenas conoces no es como para estar orgullosa. ¿Qué le has contado a Carlos sobre Dario?


—Nada —Carlos siempre había evitado el tema.


—Bueno. Espero que cuando le digas algo —continuó Rosa—, lo adornes un poco. Meterse en la cama con un chico italiano que conociste en un café suena un poco mal.


Paula tuvo que controlarse para no soltar una carcajada. No conseguía entender que su madre se creyera una historia tan tonta.


—De acuerdo, mamá —contestó Paula con ironía—. Lo tendré en cuenta cuando Carlos me pida que me case con él.


—Me parece muy bien —la madre parecía no darse cuenta del tono irónico—, porque Carlos es tu mejor opción. No puedes esperar que sea yo quien siempre te saca de apuros. Bueno, ahora tengo que dejarte. Hay invitados para cenar.


Paula estuvo a punto de decir una impertinencia, pero su madre ya había colgado. Oyó un ruido detrás de ella y se volvió. Dario estaba en el rellano y parecía preocupado.


 ¿Habría oído algo? Se quedó mirándola.


—Tengo hambre. ¿Qué hay para cenar?


Las dudas de Paula se disiparon. Esa era la pregunta normal de un niño. Se dirigió hacia la cocina, mientras decía:
—Podemos escoger entre pizza, pizza y pizza.


Era la broma de costumbre y Dario hizo una mueca.


—Quiero la segunda.


—Eso es pizza con pimientos y aceitunas.


—¡Puaj! Cambié de opinión. Prefiero la primera.


—Dos veces puaj.


—¿Jamón y champiñones?


—Sí, supongo que no queda más remedio. Pero no vale quitar los champiñones —advirtió ella mientras sacaba la pizza del frigorífico—. Y tendrás que tomar zumo de naranja para que tomes algo saludable.


—Ya comí patatas fritas. Eso es una verdura.


—Las patatas sí, pero si las fríes ya es otra cosa —contestó Paula mientras luchaba con una bandeja del horno.


La cocina estaba anticuada. Ya lo estaba en tiempos de los Alfonso. Demasiado para una mujer como Maria Alfonso que era una cocinera estupenda.


Y una persona estupenda. Amable y comprensiva, y con muchísima paciencia. Así era como Paula la recordaba.


Había muerto el mismo año en que ella había concebido a Dario, así que no había conocido a su nieto.


La madre de Paula no dejaba que Dario la llamara abuela, lo cual era triste, pero con Maria Alfonso seguro que habría sido diferente.


¿Habría podido decírselo? Paula sospechaba que no habría sido necesario. Ella se habría dado cuenta. La sonrisa del niño era igual a la de Pedro, y el carácter también. 


Quizás reconocer los genes comunes era un instinto.


Por fortuna esa tarde no había ocurrido. ¿Pero y si Pedro compraba Highfield?


¿Sería inevitable el encuentro entre el hombre y el niño?


Paula pensó que sería inevitable, pero que no iba a suceder. 


No podía permitirlo.


No había ninguna razón lógica para esa certeza, pero Paula no quería creer otra cosa.






¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 4




Paula no estuvo llorando mucho rato. No podía permitírselo. 


Era por la tarde y tenía que ir a buscar a Dario.


Se lavó la cara con agua fría en el grifo de la cocina y guardó la tónica y la bandeja del hielo. Arrinconó la botella de ginebra pensando que si hubiera bebido tendría alguna excusa para su estúpido comportamiento.


La reaparición de Pedro en su vida no la había pillado totalmente desprevenida. Había imaginado miles de veces la escena, pero en su versión él había cambiado, no era tan atractivo ni tan listo, ni tan superior a otros hombres. Ella se preguntaba qué había visto en él y se había mostrado distante y digna. Ya no sentía el enamoramiento de adolescente, porque ya no era una niña.


Pero la realidad había puesto en ridículo a su imaginación. Él no había cambiado. La mayor parte del tiempo era frío y comedido, pero tenía una vena apasionada que daba miedo.


 ¿Y ella? Ella todavía reaccionaba como una niña, aunque había reemplazado el amor infantil por resentimiento.


O quizás era lo que él había insinuado, que su vida privada era demasiado tranquila. Hacía mucho tiempo, desde que había hecho el amor. Tres años de abstinencia eran la causa de que se hubiera dejado besar.


Era una buena explicación y Paula casi quedó convencida de que era verdad, si no hubiera sido por Carlos Bell Fox, lo más parecido a un novio que tenía. Lo conocía hacía años, siempre le había gustado y, animada por su madre, le había parecido un posible marido. Pero siempre había rechazado sus avances.


Carlos era un caballero. Nunca la besaba contra su voluntad, nunca la apremiaba para más intimidad. Quizás si lo hubiera hecho su relación habría progresado.


Paula comprobó que Pedro se hubiera marchado, cerró la puerta con pestillo y conectó la alarma antirrobo. Salió por la puerta de la cocina y, atravesando la parte trasera, llegó a su casa.


Construida en piedra tosca a finales del diecinueve, no era una casa bonita. Paula había intentado mejorar el exterior pintándolo de color terracota, un azul fuerte para las puertas y poniendo tiestos de flores a su alrededor. Estaba segura de que Pedro no la habría reconocido.


Se puso zapatos bajos, agarró una chaqueta, y sin molestarse en cerrar la puerta con llave se apresuró por un atajo a través del bosque. No quería arriesgarse a que el autobús escolar llegara pronto y dejara a Dario solo al borde de la carretera.


Como la verja estaba cerrada, salió de la finca por una puerta pequeña que había en el muro, y al llegar a la carretera observó que había un coche estacionado cerca de la verja.


Era un automóvil deportivo verde oscuro con cristales ahumados, por lo que no pudo ver al conductor. Pero intuyó quién era. ¿Quién si no iba a estar estacionado frente a Highfield, en una carretera de segunda donde no había nada interesante?


Seguramente él la habría visto, por lo que no podía volverse atrás. Además, el autobús estaba a punto de llegar.


—¡Vete! —murmuró entre dientes, y como por arte de magia el coche se puso en marcha. Pero su alegría duró poco, pues el coche giró en redondo y se paró junto a ella.


—¿Esperas a alguien? —preguntó Pedro con una de sus sonrisas. Paula asintió con la cabeza—. ¡Qué falta de responsabilidad, dejarte aquí sola! Podría venir cualquiera.


Su preocupación parecía falsa. Ella le contestó en tono cortante.


—Ya ha venido.


Él ignoró el comentario.


—Puedo llevarte a donde vayas.


—No, gracias.


—De acuerdo. Como quieras —dijo encogiéndose de hombros—. Esperaré aquí hasta que venga.


—No. No debes hacerlo.


Él la miró con curiosidad.


—¿Es celoso?


Estaba completamente equivocado, pero Paula no lo sacó de su error. Lo importante era que se fuera antes de que llegara el autobús.


—Sí, sí lo es. De verdad. Llegará de un momento a otro y si te ve…


Paula dejó que él completara la frase.


—¿Por eso te alteraste tanto cuando te besé?


Paula asintió. Era una excusa estupenda que no debía desperdiciar.


—Es muy posesivo. No le gusta que hable con otros hombres. Así que, Pedro, por favor, vete —imploró mirándolo con sus preciosos ojos azules. Pedro vislumbró a la pequeña Paula y le dolió. Se sentía responsable de ella y tenía la certeza de que un hombre tan posesivo no era algo bueno. 


¿Pero qué derecho tenía a inmiscuirse después de tanto tiempo de estar fuera?—. Por favor… —repitió Paula encarecidamente al oír que se acercaba el autobús.


—De acuerdo —se quedó mirándola unos instantes y arrancó.


Paula se sentía culpable, pero pensó que tenía razón. El coche de Pedro y el autobús se cruzaron.


—¿Qué te pasa? —preguntó Dario cuando ella prácticamente lo arrancó del autobús y lo hizo entrar por la puerta del muro.


—Nada —contestó Paula. Tenía miedo de que Pedro cambiara de opinión y regresara. Recordaba que a veces se sentía muy protector hacia ella y la cuidaba cuando se lastimaba, física o sentimentalmente—. ¿Qué tal el cole? —preguntó en tono forzado.


—Como siempre.


—¿Y esos chicos? —mostraba preocupación verdadera. Él contestó con una mueca que Paula interpretó como que algo iba mal—. Mira, si me dejas que vaya al colegio…


—¡No! —Dario la interrumpió—. Solo conseguirás empeorar las cosas.


Quizás él tuviera razón. Paula lo entendía. El que fuera la madre a quejarse de los gemelos Dwayne y Dean que provenían del barrio más duro de Southbury no iba a mejorar su imagen. Ella se sentía indefensa.


—¡Vale! ¡Vale! —le rodeó los hombros con un brazo y le dio un apretón—. Pero, si la situación empeora, tienes que decírmelo —él asintió y Paula prosiguió—: Por empeorar quiero decir…


—Lo sé, mamá. Que si me amenazan con una pistola debo decírtelo —Dario le sonrió con picardía.


—Ya sé que bromeas, Dario, pero ¿alguno de ellos lleva armas?


—No está permitido.


Eso no contestaba la pregunta. Su escuela tenía todo tipo de reglas contra el acoso y la intimidación, pero eso no había impedido que los chicos del curso superior tomaran a Dario como blanco de sus intimidaciones.


Paula lo observaba mientras caminaba delante de ella. No había motivo para que se burlaran de él. Era alto para su edad, bastante guapo. De pelo rubio y la cara delgada e inteligente, sin gafas ni defectos físicos ni amaneramientos que lo hicieran parecer raro.


Su profesor había sugerido que podía tratarse del acento, pues Dario hablaba en un inglés preciso y sin acento local. 


Pero eso no era todo. Era un chico inteligente. Aunque había aprendido a no levantar la mano ni llamar la atención en clase, no lo podía ocultar y lo asimilaba todo sin gran esfuerzo.


Paula no sabía si eso era una ventaja o no. Lo que sí sabía era que el mérito no era suyo. Ella solo era responsable del pelo rubio y la tez clara. En realidad se parecía al padre. No demasiado, pero sí en los ojos grises y algunos gestos. Lo suficiente como para que ella sintiera que debía mantenerlos alejados.




domingo, 24 de julio de 2016

¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 3




Llegaron al cuarto de aperos, pero estaba cerrado.


—¿Tienes la llave? —preguntó él.


—No. Está en… —iba a decir la casita, pero paró a tiempo—, la casa, en alguna parte —lo que intentaba era no mencionar la casita donde él había vivido y donde ella vivía con Dario.


Él se encogió de hombros y entró en el granero. Paula no lo siguió, temerosa de que hiciera alguna alusión al interludio amoroso que habían tenido años atrás. Una pasión improvisada alimentada por una botella de whisky.


Se sonrojó al recordarlo. Se sentía como si hubiera vuelto a la niñez.


La Remolacha, era uno de los nombres que Anabella le había puesto. Y ella se avergonzaba mucho cuando la llamaba así delante de la gente. En realidad había pasado mucha vergüenza durante su niñez, y en ese momento, delante de un fantasma del pasado, volvía a sentirla.


No más. Pensó que no iba a quedarse allí esperando a ver si el señor Pedro Alfonso decidía hacer alguna insinuación sobre el pasado. Regresó a la casa y lo dejó solo. Entró en la cocina y abrió el frigorífico para tomar un refresco. Solo había vino blanco, y tónicas para acompañar a la botella de ginebra que estaba en un estante. Ginebra y tónica era lo que su madre tomaba. Tiempo atrás, en demasía.


Paula se sirvió una tónica con hielo y estaba dando un trago cuando entró Pedro. Él la miró y luego miró la botella de ginebra. Paula adivinó lo que él pensaba. Decidió ser valiente.


—¿Quieres beber algo?


—Es un poco pronto para mí —contestó él—. Pero no te cortes.


—No me corto —murmuró Paula sin querer negar lo que él no iba a creer.


—¿Desde cuándo bebes?


Paula alzó la vista a tiempo de ver la expresión de desaprobación y de lástima de la cara de él.


Ella miró ostensiblemente el reloj.


—Desde hace tres minutos y veinticinco segundos.


—Quería decir en general.


—Lo sé —replicó Paula con una mueca.


—¿Y entonces?


¿Qué esperaba? ¿Una confesión sincera y completa? «Me llamo Paula y soy alcohólica».


—Solo para que conste. Esto es tónica pura —el descaro de él la hizo arriesgarse—. Pero tomé mi primera bebida de verdad cuando tenía dieciséis años. Fue whisky. No recuerdo bien quién me lo dio.


Claro que se acordaba, pero se preguntaba si él se acordaría.


La expresión en los ojos de Pedro cambió. 


¿Culpabilidad? ¿Desagrado?


Él no abandonó el tema.


—Tenías diecisiete años.


No era que fuera pedante. La edad era importante, y por eso ella le había mentido.


—En realidad solo dieciséis y un par de semanas.


—Tú me dijiste…


—¿Acaso importa? Tú estabas borracho. Yo estaba borracha. Y los dos queríamos vengarnos de mi madre. Fin de la historia.


Paula sabía que estaba siendo brusca, pero eso era mejor que sonrojarse.


Pedro soltó una carcajada. Se sentía aliviado. Siempre se había sentido culpable por la forma en que había utilizado a la hermana pequeña de Anabella, pero parecía que la había subestimado.


—No hay nada como decir las cosas como son —comentó—. De todos modos, tú eras la más honrada del montón… ¿Sin rencores? —se acercó a ella, tendiéndole la mano. 


Paula se quedó mirándolo y se apartó de él con evidente disgusto. Él no esperaba esa reacción. Lo había tratado como a un paria, pero no era justo. En efecto, ella era muy joven, quizás demasiado, cuando hicieron el amor aquella vez. Pero ella lo había deseado. Y mucho, según él lo recordaba. Él retiró la mano—. ¿No es demasiado tarde para que me trates como a un intocable?


—Vale más tarde que nunca —replicó Paula y trató de alejarse de él.


Él la agarró por el brazo.


—Si lo que quieres es que me disculpe, me disculparé. Sentí mucho, siento mucho la forma en la que te traté.


Pedro parecía sincero y Paula se sintió desarmada. Se le encogió el estómago al sentir la mano de él sobre su piel. Se preguntaba en qué momento su amor se había convertido en odio. ¿Durante esos diez años? ¿O en ese preciso momento?


—No quiero nada de ti —sentenció Paula con desdén—. Así que si me sueltas, te acompañaré a la puerta —Pedro estaba desconcertado. Ella no aceptaba sus disculpas, había atribuido su breve relación a la borrachera, y sin embargo estaba tan enfadada que temblaba—. ¡Suéltame! —ordenó tratando de zafarse.


Pedro la sujetó más fuerte.


—Aún no. Primero explícame qué te pasa.


—¿Explicarte?


—Hace diez años nos despedimos de manera más íntima. De acuerdo, en que fue con la ayuda de un whisky algo fuerte. Desde entonces no nos hemos visto ni hablado a excepción de una carta sin contestar. Y ahora me tratas con desprecio. Puede que yo sea lento de entendederas, pero creo que me he perdido algo —y Paula también. ¿Una carta sin contestar?—. O se trata de la diferencia de clases sociales — ella continuaba callada—. Nosotros los mozos de cuadra estamos bien para una sesión rápida sobre el heno, pero no para entrar en la gran casa…


—¡Eso es ridículo! —consiguió decir Paula. Ella nunca había sido una esnob.


—¿Lo es? —la retó él.


—¡Sí! Para empezar, tú nunca fuiste un mozo de cuadra. Es cierto que alguna que otra vez limpiaste los establos para ganar dinero de bolsillo, pero muy a menudo conseguías que lo hiciera yo. Palear excrementos de caballo era un trabajo demasiado bajo para el señor Cerebro Alfonso.


—De acuerdo. A lo mejor no era un mozo de cuadra, pero estaba lo bastante abajo en la escala social para que me miraras por encima del hombro.


—No es cierto —protestó convencida—. En todo caso, el condescendiente eras tú. Pobrecita estúpida y fea Paulita, vamos a hacerle un par de caricias y a ser amable con ella. Eso, cuando no me tratabas como si fuera invisible, claro.


—No recuerdo nada de eso.


—¡Cómo ibas a recordarlo!


—Yo nunca insinué que fueras fea ni estúpida.


—No hacía falta —lo acusó ella—. Era obvio. Y además, lo era.


—No, no lo eras —Pedro la miró consternado como si dudara de que estuviera bien—. Eras bonita y divertida, y…


—¡Déjalo! —lo cortó Paula—. Ya estás otra vez acariciándome y no lo necesito. Estoy satisfecha de mí misma y de mi vida. Solo estaba señalándote que si no dejo que me des coba no es por la clase social en la que hemos nacido.


—¿Acariciándote? —le alzó un brazo con la mano—. ¿Esto cae en la categoría de acariciar?


—No cambies de tema —contestó Paula.


—Lo siento, pero creo que me he perdido algo. Si esto es lo que tú consideras acariciar, debes de tener una vida privada muy aburrida. Si hubiera hecho esto —la rodeó con un brazo y la atrajo hacia sí—, o esto —levantó el otro brazo y con la mano le acarició la mejilla—, tendrías razón.


Pedro se había movido con tanta rapidez que Paula no pudo reaccionar hasta que él ya la había soltado.


Ella se quedó con el corazón palpitante, y llena de rabia que no pudo contener; le dio una bofetada con tanta fuerza que la palma de la mano le dolió.


Paula vio horrorizada cómo la mejilla de él enrojecía. Nunca le había dado una bofetada a nadie, ni tampoco había sentido ganas de hacerlo. Era un instinto básico y primitivo. 


Como el sexo.


Y como la reacción de Pedro, que pasó de la sorpresa a la venganza. Agarró a Paula por ambos brazos, la aprisionó contra los armarios de la cocina y, con una mano, la estiró del pelo y comenzó a besarla en los labios.


Era un asalto que le robó el aliento pero no la voluntad de luchar. Lo agarró por la chaqueta e intentó empujarlo, con furia y sin temor, al reconocer que él la subyugaba.


Pero él era más fuerte que ella y la furia y la pasión se confundieron y el beso continuó, haciendo que afloraran en Paula sentimientos dormidos. No hubo un momento exacto, ni una línea de división entre el odiado beso y las dulces sensaciones que lo siguieron.


Había empezado rechazándolo y había acabado implorándole, rodeándole el cuello con los brazos, vencida por su beso, hasta que pudo oír el latido de su corazón palpitando sobre sus senos. Y cuando él le apretó las caderas para acercarla a su cuerpo y que sintiera su excitación, ella comenzó a gemir.


La soltó para tomar aliento y la miró anhelante.


Durante unos instantes Paula se debatió entre la locura y la razón. Estaba llena de deseo y se habría dejado llevar, pero se apartó de él y conmocionada, avergonzada, desesperada, solo dijo:
—No puedo. Simplemente, no puedo. Déjame, por favor.


—Está bien —fue todo lo que él contestó, y la soltó, marchándose, sin discutir ni rogar, y cerrando la puerta tras de sí.


Pero ella no lo vio, porque sus ojos se llenaron de lágrimas por el terrible dolor de la herida que él había abierto.