domingo, 24 de julio de 2016
¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 3
Llegaron al cuarto de aperos, pero estaba cerrado.
—¿Tienes la llave? —preguntó él.
—No. Está en… —iba a decir la casita, pero paró a tiempo—, la casa, en alguna parte —lo que intentaba era no mencionar la casita donde él había vivido y donde ella vivía con Dario.
Él se encogió de hombros y entró en el granero. Paula no lo siguió, temerosa de que hiciera alguna alusión al interludio amoroso que habían tenido años atrás. Una pasión improvisada alimentada por una botella de whisky.
Se sonrojó al recordarlo. Se sentía como si hubiera vuelto a la niñez.
La Remolacha, era uno de los nombres que Anabella le había puesto. Y ella se avergonzaba mucho cuando la llamaba así delante de la gente. En realidad había pasado mucha vergüenza durante su niñez, y en ese momento, delante de un fantasma del pasado, volvía a sentirla.
No más. Pensó que no iba a quedarse allí esperando a ver si el señor Pedro Alfonso decidía hacer alguna insinuación sobre el pasado. Regresó a la casa y lo dejó solo. Entró en la cocina y abrió el frigorífico para tomar un refresco. Solo había vino blanco, y tónicas para acompañar a la botella de ginebra que estaba en un estante. Ginebra y tónica era lo que su madre tomaba. Tiempo atrás, en demasía.
Paula se sirvió una tónica con hielo y estaba dando un trago cuando entró Pedro. Él la miró y luego miró la botella de ginebra. Paula adivinó lo que él pensaba. Decidió ser valiente.
—¿Quieres beber algo?
—Es un poco pronto para mí —contestó él—. Pero no te cortes.
—No me corto —murmuró Paula sin querer negar lo que él no iba a creer.
—¿Desde cuándo bebes?
Paula alzó la vista a tiempo de ver la expresión de desaprobación y de lástima de la cara de él.
Ella miró ostensiblemente el reloj.
—Desde hace tres minutos y veinticinco segundos.
—Quería decir en general.
—Lo sé —replicó Paula con una mueca.
—¿Y entonces?
¿Qué esperaba? ¿Una confesión sincera y completa? «Me llamo Paula y soy alcohólica».
—Solo para que conste. Esto es tónica pura —el descaro de él la hizo arriesgarse—. Pero tomé mi primera bebida de verdad cuando tenía dieciséis años. Fue whisky. No recuerdo bien quién me lo dio.
Claro que se acordaba, pero se preguntaba si él se acordaría.
La expresión en los ojos de Pedro cambió.
¿Culpabilidad? ¿Desagrado?
Él no abandonó el tema.
—Tenías diecisiete años.
No era que fuera pedante. La edad era importante, y por eso ella le había mentido.
—En realidad solo dieciséis y un par de semanas.
—Tú me dijiste…
—¿Acaso importa? Tú estabas borracho. Yo estaba borracha. Y los dos queríamos vengarnos de mi madre. Fin de la historia.
Paula sabía que estaba siendo brusca, pero eso era mejor que sonrojarse.
Pedro soltó una carcajada. Se sentía aliviado. Siempre se había sentido culpable por la forma en que había utilizado a la hermana pequeña de Anabella, pero parecía que la había subestimado.
—No hay nada como decir las cosas como son —comentó—. De todos modos, tú eras la más honrada del montón… ¿Sin rencores? —se acercó a ella, tendiéndole la mano.
Paula se quedó mirándolo y se apartó de él con evidente disgusto. Él no esperaba esa reacción. Lo había tratado como a un paria, pero no era justo. En efecto, ella era muy joven, quizás demasiado, cuando hicieron el amor aquella vez. Pero ella lo había deseado. Y mucho, según él lo recordaba. Él retiró la mano—. ¿No es demasiado tarde para que me trates como a un intocable?
—Vale más tarde que nunca —replicó Paula y trató de alejarse de él.
Él la agarró por el brazo.
—Si lo que quieres es que me disculpe, me disculparé. Sentí mucho, siento mucho la forma en la que te traté.
Pedro parecía sincero y Paula se sintió desarmada. Se le encogió el estómago al sentir la mano de él sobre su piel. Se preguntaba en qué momento su amor se había convertido en odio. ¿Durante esos diez años? ¿O en ese preciso momento?
—No quiero nada de ti —sentenció Paula con desdén—. Así que si me sueltas, te acompañaré a la puerta —Pedro estaba desconcertado. Ella no aceptaba sus disculpas, había atribuido su breve relación a la borrachera, y sin embargo estaba tan enfadada que temblaba—. ¡Suéltame! —ordenó tratando de zafarse.
Pedro la sujetó más fuerte.
—Aún no. Primero explícame qué te pasa.
—¿Explicarte?
—Hace diez años nos despedimos de manera más íntima. De acuerdo, en que fue con la ayuda de un whisky algo fuerte. Desde entonces no nos hemos visto ni hablado a excepción de una carta sin contestar. Y ahora me tratas con desprecio. Puede que yo sea lento de entendederas, pero creo que me he perdido algo —y Paula también. ¿Una carta sin contestar?—. O se trata de la diferencia de clases sociales — ella continuaba callada—. Nosotros los mozos de cuadra estamos bien para una sesión rápida sobre el heno, pero no para entrar en la gran casa…
—¡Eso es ridículo! —consiguió decir Paula. Ella nunca había sido una esnob.
—¿Lo es? —la retó él.
—¡Sí! Para empezar, tú nunca fuiste un mozo de cuadra. Es cierto que alguna que otra vez limpiaste los establos para ganar dinero de bolsillo, pero muy a menudo conseguías que lo hiciera yo. Palear excrementos de caballo era un trabajo demasiado bajo para el señor Cerebro Alfonso.
—De acuerdo. A lo mejor no era un mozo de cuadra, pero estaba lo bastante abajo en la escala social para que me miraras por encima del hombro.
—No es cierto —protestó convencida—. En todo caso, el condescendiente eras tú. Pobrecita estúpida y fea Paulita, vamos a hacerle un par de caricias y a ser amable con ella. Eso, cuando no me tratabas como si fuera invisible, claro.
—No recuerdo nada de eso.
—¡Cómo ibas a recordarlo!
—Yo nunca insinué que fueras fea ni estúpida.
—No hacía falta —lo acusó ella—. Era obvio. Y además, lo era.
—No, no lo eras —Pedro la miró consternado como si dudara de que estuviera bien—. Eras bonita y divertida, y…
—¡Déjalo! —lo cortó Paula—. Ya estás otra vez acariciándome y no lo necesito. Estoy satisfecha de mí misma y de mi vida. Solo estaba señalándote que si no dejo que me des coba no es por la clase social en la que hemos nacido.
—¿Acariciándote? —le alzó un brazo con la mano—. ¿Esto cae en la categoría de acariciar?
—No cambies de tema —contestó Paula.
—Lo siento, pero creo que me he perdido algo. Si esto es lo que tú consideras acariciar, debes de tener una vida privada muy aburrida. Si hubiera hecho esto —la rodeó con un brazo y la atrajo hacia sí—, o esto —levantó el otro brazo y con la mano le acarició la mejilla—, tendrías razón.
Pedro se había movido con tanta rapidez que Paula no pudo reaccionar hasta que él ya la había soltado.
Ella se quedó con el corazón palpitante, y llena de rabia que no pudo contener; le dio una bofetada con tanta fuerza que la palma de la mano le dolió.
Paula vio horrorizada cómo la mejilla de él enrojecía. Nunca le había dado una bofetada a nadie, ni tampoco había sentido ganas de hacerlo. Era un instinto básico y primitivo.
Como el sexo.
Y como la reacción de Pedro, que pasó de la sorpresa a la venganza. Agarró a Paula por ambos brazos, la aprisionó contra los armarios de la cocina y, con una mano, la estiró del pelo y comenzó a besarla en los labios.
Era un asalto que le robó el aliento pero no la voluntad de luchar. Lo agarró por la chaqueta e intentó empujarlo, con furia y sin temor, al reconocer que él la subyugaba.
Pero él era más fuerte que ella y la furia y la pasión se confundieron y el beso continuó, haciendo que afloraran en Paula sentimientos dormidos. No hubo un momento exacto, ni una línea de división entre el odiado beso y las dulces sensaciones que lo siguieron.
Había empezado rechazándolo y había acabado implorándole, rodeándole el cuello con los brazos, vencida por su beso, hasta que pudo oír el latido de su corazón palpitando sobre sus senos. Y cuando él le apretó las caderas para acercarla a su cuerpo y que sintiera su excitación, ella comenzó a gemir.
La soltó para tomar aliento y la miró anhelante.
Durante unos instantes Paula se debatió entre la locura y la razón. Estaba llena de deseo y se habría dejado llevar, pero se apartó de él y conmocionada, avergonzada, desesperada, solo dijo:
—No puedo. Simplemente, no puedo. Déjame, por favor.
—Está bien —fue todo lo que él contestó, y la soltó, marchándose, sin discutir ni rogar, y cerrando la puerta tras de sí.
Pero ella no lo vio, porque sus ojos se llenaron de lágrimas por el terrible dolor de la herida que él había abierto.
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Wowwwwwwwww, qué intensa comenzó esta historia. Ya me atrapó.
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