lunes, 25 de julio de 2016

¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 5




Cuando llegaron a la casa, Dario dejó su mochila en el vestíbulo y subió a su habitación en el ático.


Paula sabía que iba derecho a su ordenador. No podía impedirlo ya que no tenía ni hermanos ni amigos cercanos con quien jugar.


La madre de Paula había sugerido muchas veces que lo mandara a un colegio interno, pero Paula no tenía dinero para ello y tampoco quería hacerlo ya que ella había odiado los internados.


Además, no podía imaginarse la vida sin él. Los primeros años habían sido muy difíciles. En el colegio y siendo aún adolescente había pasado mucho miedo cuando se dio cuenta de que estaba embarazada. Siempre se encontraba mal. Como había adelgazado mucho, no se le notó hasta los siete meses, pero cuando lo descubrieron, la mandaron a casa. Primero hubo recriminaciones. Luego intentaron arreglar la desgracia. Una prima de la madre estaba dispuesta a adoptar a su hijo y Paula podría olvidarse de todo.


Paula había aceptado, hasta que un parto de veinticuatro horas la había lanzado a la vida adulta. Entonces, todo cambió y, mirando al recién nacido, consiguió fuerzas para desafiar el ultimátum de su madre: «vuelve a casa sin el bebé, o no vuelvas».


Los servicios sociales la habían ayudado a encontrar un albergue. Su nueva responsabilidad la había hecho entrar en la vida real de forma muy dura. Pero dejó de sentirse desgraciada al oír las historias de las otras chicas. Novios irresponsables, padrastros que abusaban de ellas, o madres ebrias. Comparada con ellas, su niñez parecía un cuento de hadas.


En el albergue aprendió a cocinar y a limpiar. También a maldecir y a luchar por sí misma. Luego se mudó a un apartamento en Bristol.


Allí estuvo hasta que un día, cuando Dario tenía dos años, el niño se cayó en la escalera y se hizo una herida en la rodilla. 


Nada especial, pero al lado había una jeringa.


Eso la impulsó a tragarse el orgullo y volver a casa. Al verla, su madre no la reconoció de lo delgada y mal vestida que estaba, pero, después de repetirle mil veces «yo ya te lo había dicho», la dejó entrar en casa.


Rosa Chaves-Hamilton se había comportado tal y como Paula esperaba. Pero su reacción ante Dario fue una gran sorpresa. No le había hecho ningún caso mientras estuvo dormido en su coche, pero cuando se despertó y se quedó mirándola no pudo resistirse a su encanto.


—¡Qué niño tan guapo! —había exclamado sorprendida.


Paula había entendido la indirecta. ¿Cómo podía ser que alguien tan ordinario como su hija pequeña hubiera traído al mundo a un hijo así?


Aunque no permitía que la llamara abuela, y aparentaba indiferencia, Dario había conseguido ganársela.


Paula había vuelto al rebaño, pero solo en parte. Se había instalado en la casita y recibía algo de dinero de su madre a cambio de sus habilidades domésticas, hasta que por fin, al cumplir veintiún años, recibió un pequeño fondo de su madrina.


No era una vida muy emocionante, pero había sido satisfactoria. Pero ese día la aparición de Pedro representaba una amenaza. No pudo esperar para llamar a su madre.


—Cariño —Rosa Chaves-Hamilton llamaba así a casi todas las mujeres—. Iba a telefonearte esta noche. ¿Qué tal fue la entrevista?


Paula respiró hondo y sin contestar preguntó:
—Mamá, ¿sabías quién era el interesado?


Rosa hizo una pausa para pensar.


—Algún millonario de internet, creo. Alguien que paga al contado, según dijo el agente. ¿Por qué?


—Es Pedro Alfonso —espetó Paula.


—¿Pedro Alfonso? —la madre estaba intentando recordar el nombre.


—El hijo de la señora Alfonso.


—¿De la señora Alfonso? —repitió Rosa.


Paula suspiró.


—La señora Alfonso. Nuestra cocinera. La que vivía en la casita.


—Sí… sí… Ya sé quien dices. ¡Quién iba a pensarlo! ¡Después de tantos años e interesado en comprar! ¿Dijo que estaba interesado en Highfield?


—No, mamá. No lo dijo —la conversación no seguía el curso que Paula había previsto.


—Pues debe de estarlo —continuó la madre—. Él ya sabe cómo es Highfield puesto que no ha cambiado mucho desde que él era niño. La cuestión es si puede permitírselo o solo estaba haciendo una visita sentimental. Quizás Robin puede hacer alguna averiguación en la City.


La City era el centro financiero de Londres donde el padrastro de Paula hacía sus negocios.


—Aunque estuviera interesado, no querrías venderle Highfield a Pedro Alfonso, ¿verdad? —inquirió Paula.


—¿Y por qué no?


—Por todas las cosas que dijiste sobre él…


Para su madre, Pedro era un chico de clase obrera que se había atrevido a pensar que era adecuado para una de sus hijas, solo porque había sacado sobresalientes en Oxford.


—¿Dije cosas? —murmuró Rosa entre dientes—. ¿Quieres decir aquella vez que creyó que podría casarse con Anabella? Sí, aquello era absurdo. Pero mirando hacia atrás, seguramente le habría salido mejor que con el tipo ese con quien se casó —Paula se quedó sin habla. ¡Cómo habían cambiado las cosas! Su madre había estado encantada cuando Anabella se había casado con Franklin Homer, supuesto heredero de una fortuna estadounidense. Solo que la fortuna se había disuelto al tiempo que el matrimonio—. De todos modos —continuó Rosa—, si Pedro Alfonso quiere comprar Highfield, pues buena suerte.


—No lo dirás en serio, mamá.


—¿Por qué no? —Rosa sonaba impaciente—. Me sorprendes, Paula. Pensaba que estarías encantada. Tú eres quien siempre ha abogado por los de abajo, y mantenido que no hay diferencia entre la clase obrera y nosotros, aparte del dinero. Además, necesito el dinero. Y tú lo sabes, cariño. Ya te lo he explicado.


Paula podría haber dicho que no. Que Rosa tenía un marido rico. Pero su madre veía Highfield como su póliza de seguros en caso de que pasara algo con su segundo matrimonio.


—No tardarás en venderlo. No tienes que vendérselo a Pedro Alfonso


—No, pero sería perverso rechazar una oferta suya —arguyó Rosa—. Y no veo cuál es el problema. No es como si él y tú hubierais tenido algo que ver.


Hubo un silencio. Paula podía haberlo roto contándole a su madre lo que nunca le había contado, pero consideró que no cambiaría nada.


Cambió de táctica.


—Al menos, asegúrate de que el agente le deja bien claro lo que está incluido en la venta.


—¿Qué quieres decir, cariño?


—Él cree que la casita también está incluida. Le dije que no lo estaba, pero no me creyó. Quizás Cornell, Richards & Baines podrían aclarárselo.


—Sí… bueno… —hubo una pausa mientras la madre escogía las palabras.


—¿Mamá? —apremió Paula intranquila—. ¿No habrás cambiado de opinión? Dijiste que podía tenerlo de por vida.


—Lo sé, cariño, y lo dije en serio, pero James Cornell dice que no es posible parcelar la finca de ese modo. Pero no te preocupes, no te pasará nada. Tú tienes derechos adquiridos y no te pueden desalojar.


Paula no estaba convencida.


—Y si nos pasa, ¿qué vamos a hacer Dario y yo?


—Pues tendréis que buscaros otro sitio —replicó Rosa suspirando—. Pero eso no sería tan terrible, ¿no? Lo que quiero decir es que la casita es demasiado sencilla. Solo es una vivienda para empleados.


—A nosotros nos gusta —protestó Paula, furiosa—. Y si se compara con un albergue para mendigos, es un palacio.


—¡No seas ridícula, cariño! —replicó Rosa—. Tú tienes otras alternativas.


—¿Por ejemplo? —Paula estaba segura de que su madre no iba a invitarlos a Dario y a ella a vivir en su casa de cuatro pisos en Londres.


—No lo sé. Pero estoy segura de que hay muchos sitios donde podríais ir si dejaras de hacerte la mártir. He oído decir que Carlos Bell Fox se casaría contigo y no está nada mal.


Paula sabía que era cierto, pero no era un asunto de la incumbencia de su madre.


—Carlos y yo solo somos amigos.


—Solo porque no dejas que el pobre chico sea algo más —contradijo la madre—, y quién sabe por qué. Es rico, está soltero y es bastante guapo. ¿A qué esperas?


—A nada —replicó Paula contrariada—. Voy a llamarlo, ¿te parece?, y le pregunto si quiere que vivamos juntos.


Rosa suspiró impaciente.


—¿Pretendías ser graciosa?


—No en particular.


—Es que no lo has sido. Sabes muy bien que yo estaba hablando de matrimonio y no de cohabitar. De eso creo que ya has hecho bastante, ¿no te parece?


—¿Qué? —Paula se quedó extrañada. Nunca había vivido con nadie que no fuera su familia—. ¡Ah, sí! Mi caída en desgracia. No creo que tener sexo ocasional cuente como cohabitar.


—De verdad, Paula —dijo la madre en tono de censura—. Tener un hijo con alguien que apenas conoces no es como para estar orgullosa. ¿Qué le has contado a Carlos sobre Dario?


—Nada —Carlos siempre había evitado el tema.


—Bueno. Espero que cuando le digas algo —continuó Rosa—, lo adornes un poco. Meterse en la cama con un chico italiano que conociste en un café suena un poco mal.


Paula tuvo que controlarse para no soltar una carcajada. No conseguía entender que su madre se creyera una historia tan tonta.


—De acuerdo, mamá —contestó Paula con ironía—. Lo tendré en cuenta cuando Carlos me pida que me case con él.


—Me parece muy bien —la madre parecía no darse cuenta del tono irónico—, porque Carlos es tu mejor opción. No puedes esperar que sea yo quien siempre te saca de apuros. Bueno, ahora tengo que dejarte. Hay invitados para cenar.


Paula estuvo a punto de decir una impertinencia, pero su madre ya había colgado. Oyó un ruido detrás de ella y se volvió. Dario estaba en el rellano y parecía preocupado.


 ¿Habría oído algo? Se quedó mirándola.


—Tengo hambre. ¿Qué hay para cenar?


Las dudas de Paula se disiparon. Esa era la pregunta normal de un niño. Se dirigió hacia la cocina, mientras decía:
—Podemos escoger entre pizza, pizza y pizza.


Era la broma de costumbre y Dario hizo una mueca.


—Quiero la segunda.


—Eso es pizza con pimientos y aceitunas.


—¡Puaj! Cambié de opinión. Prefiero la primera.


—Dos veces puaj.


—¿Jamón y champiñones?


—Sí, supongo que no queda más remedio. Pero no vale quitar los champiñones —advirtió ella mientras sacaba la pizza del frigorífico—. Y tendrás que tomar zumo de naranja para que tomes algo saludable.


—Ya comí patatas fritas. Eso es una verdura.


—Las patatas sí, pero si las fríes ya es otra cosa —contestó Paula mientras luchaba con una bandeja del horno.


La cocina estaba anticuada. Ya lo estaba en tiempos de los Alfonso. Demasiado para una mujer como Maria Alfonso que era una cocinera estupenda.


Y una persona estupenda. Amable y comprensiva, y con muchísima paciencia. Así era como Paula la recordaba.


Había muerto el mismo año en que ella había concebido a Dario, así que no había conocido a su nieto.


La madre de Paula no dejaba que Dario la llamara abuela, lo cual era triste, pero con Maria Alfonso seguro que habría sido diferente.


¿Habría podido decírselo? Paula sospechaba que no habría sido necesario. Ella se habría dado cuenta. La sonrisa del niño era igual a la de Pedro, y el carácter también. 


Quizás reconocer los genes comunes era un instinto.


Por fortuna esa tarde no había ocurrido. ¿Pero y si Pedro compraba Highfield?


¿Sería inevitable el encuentro entre el hombre y el niño?


Paula pensó que sería inevitable, pero que no iba a suceder. 


No podía permitirlo.


No había ninguna razón lógica para esa certeza, pero Paula no quería creer otra cosa.






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