domingo, 10 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 26






Al día siguiente era el bautizo y a Paula le habría gustado estar en cualquier parte menos allí. Desde el momento en el que Paulo Alfonso y su padre habían llegado a la isla, el
primero no se había molestado en ocultar que Paula no le caía bien.


Habían cenado todos juntos la noche anterior en la suite de Rico y Teresa y ella había sorprendido más de una mirada recelosa y curiosa de Paulo, pero él no le había dicho gran cosa después del gruñido de saludo. Hasta ese día.


Estaban de nuevo todos reunidos en la sala de estar de Rico y Teresa antes de partir para la pequeña iglesia de la isla. Y la reticencia de Paulo de la noche anterior se había evaporado.


Paula se encogió bajo su mirada dura y luego se recordó que ella no era el malo allí. Bueno, desde el punto de vista de él, tal vez sí. Tenía pruebas contra su padre y había chantajeado a su hermano. Miró hacia donde estaba sentado Pedro, tranquilo y aparentemente indiferente a la charla de su hermano.


Paula veía el parecido entre los dos hermanos, pero para ella, Pedro era espectacular. Era más alto, más delgado, y su temperamento era mucho menos volátil.


Paula se movió incómoda en el sofá, donde se sentía como si estuviera en una vitrina. Todos los ojos parecían vueltos hacia ella, y aunque no podía culparlos, no disfrutaba con esa atención.


Teresa estaba sentada en el sofá al lado de su padre, Nick, que tenía a su primer nieto en los brazos. Rico estaba de pie al lado de la barra del bar y parecía tener ganas de meterle un calcetín en la boca a Paulo. Y Pedro se encontraba en el sofá al lado de Paula con rostro inexpresivo.


Entre ellos ya no había nada fingido, solo pasión. Paula había renunciado a intentar entender lo que le ocurría. Solo le quedaba admitir lo que sentía cuando estaba con él y disfrutarlo mientras pudiera.


Pero no era solo la pasión lo que disfrutaba. También simplemente estar con él. Le gustaba trabajar con él, dormir con él, que la abrazara en medio de la noche y le hiciera el amor despacio en la penumbra. Sabía que no había nada resuelto entre ellos, pero había conseguido no preocuparse por el futuro y disfrutar del momento.


–Tiene pruebas contra nuestro padre –decía Paulo en ese momento–. Y sin embargo, está ahí sentada como si fuera una de nosotros –alzó ambas manos en el aire y se acercó a la barra, donde Rico tenía una cerveza fría esperándolo.


Aquellas palabras fueron como una bofetada. Paula sabía que su sitio no estaba allí. Desde la muerte de su padre, no había encontrado su sitio. Y no podía por menos que envidiar lo que tenían los Alfonso.


–Paulo –dijo Teresa, intentando calmar las aguas–. Paula no va a delatar a papá.


La aludida la miró agradecida. Al menos había hecho una amiga esa semana.


Paulo rio con dureza.


–¿Tienes su palabra? ¿La palabra de una poli?


–Ya no soy policía –repuso Paula, entrando por fin a defenderse.


Miró con rabia a Pedro por seguir callado. No necesitaba que la rescatara, pero habría sido agradable oírle decir algo en su favor.


–Ni siquiera tengo ya un empleo, gracias a Jean Luc Baptiste –terminó.


Paulo tomó un trago largo de cerveza.


–Por favor. Eres una poli por dentro, que es donde más importa. Recorriste el mundo buscando pruebas contra nosotros y después chantajeaste a Pedro para que te ayudara a buscar a Jean Luc y recuperar un collar que habían robado delante de tus narices.


Paula se levantó y se enfrentó a él de pie.


–Lo dices como si fuera un insulto, pero no lo es. Mi padre era policía y su padre también. Tú estás orgulloso de tu familia, ¿no?


Él entornó los ojos, pero asintió.


–Pues yo también –replicó ella–. Entiendo que estés enfadado por mi presencia aquí, pero atacarme no es el mejor modo de afrontar eso.


Paulo resopló, pero ella vio un brillo de respeto en sus ojos. 


Pensó que probablemente eso sería lo máximo que conseguiría de él.


Un silencio atónito se prolongó durante unos segundos. 


Luego Pedro empezó a aplaudir. Los demás se volvieron a mirarlo. Él se levantó, tiró de Paula, la sentó a su lado y la mantuvo allí cuando ella hizo ademán de apartarse.


–Es suficiente, Paulo. Paula está conmigo y tú no dirás ni una palabra más sobre esto.


Su hermano abrió la boca como para discutir, pero Pedro lo interrumpió.


–Va en serio. Lo que hay entre Paula y yo seguirá siendo algo entre los dos.


–¿Y las pruebas que tiene?


Paula se movió incómoda. Pedro aumentó la presión de su brazo en torno a ella.


–Eso es asunto mío.


–Para ti es fácil decirlo cuando será papá el que vaya a la cárcel.


Paula miró al hombre mayor que mecía suavemente a su nieto dormido. Nick habló sin apartar la vista del bebé.


–No hay que tenerle miedo a la prisión, Paulo. Y si esta encantadora señorita cree que es lo que debe hacer, entregará las fotos a la policía y en paz.


–Papá… –Paulo se detuvo en cuanto su padre lo miró.


–Basta. Como dice Pedro, pasará lo que tenga que pasar. Hoy es el bautizo de mi nieto y no permitiré que nada lo estropee. ¿Entendido?


Los demás murmuraron su asentimiento. Pedro estrechó a Paula con fuerza y ella se apoyó en él, agradecida. Lo miró y él sonrió. Entonces se dio cuenta de que él había esperado a que se defendiera sola. A que se enfrentara a Paulo.


Esa era una cosa más que le gustaba de él. Pedro acudiría en su rescate si lo necesitaba, pero también tenía confianza en ella y disfrutaba viéndola cuidar de sí misma.


Estaba enamorada de él.


Reformado o no, era un ladrón y estaba orgulloso de ello. 


Procedía de una familia que violaba las leyes de todos los países que visitaba. Era todo lo que ella debería haber evitado… y todo lo que deseaba.






¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 25





–Buen trabajo –Rico asintió para sí mientras observaba a Franklin Hicks llevar a un hombre esposado hasta una de las lanchas del muelle.


Nubes blancas recorrían el cielo azul y veleros blancos navegaban por el mar disfrutando del día.


–Nos lo ha puesto muy fácil –dijo Pedro con una mueca de desprecio. Paula estaba a su lado y cuando él le pasó un brazo por los hombros, notó que ella se tensaba ligeramente.


En los dos últimos días habían hecho el amor muchas veces y cada vez había sido más increíble que la anterior. No se había cansado de ella como de tantas mujeres antes. Al contrario, su deseo por ella había aumentado hasta convertirse en un nudo constante en la boca del estómago. 


Ni podía calmarlo ni podía ignorarlo. Parecía que ella sentía lo mismo. Era apasionada en el sexo, pero cuando terminaban había límites que ninguno de ellos podía o quería cruzar.


¿Cómo podía confiar en ella? ¿Y de qué serviría hacerlo? 


No eran una pareja. Solo estaban juntos temporalmente y, cuando llegara el momento, ambos regresarían a sus rincones opuestos del mundo y volverían a las vidas que conocían.


–¿Qué delató al ladrón? –preguntó Rico.


–Noté que no miraba las joyas, sino que estaba comprobando los ángulos de las cámaras y, cuando creía que no lo veían, sacaba fotos con el móvil –contestó Paula.


Rico frunció el ceño.


–¿Entonces fue por eso? –preguntó Rico.


–Por eso y porque llevaba un bolígrafo láser en el bolsillo de la chaqueta –contestó Pedro.


–¿Cómo lo sabes?


–Cuando Paula me habló de él, le vacié los bolsillos.


–¡Oh, por…! –exclamó Rico, irritado–. Juraste que no robarías nada.


–Robarle a un ladrón no cuenta –comentó Pedro.


Miró a su cuñado, que luchaba por controlarse, y casi sonrió cuando Rico murmuró:
–Muy bien. Explícame por qué te preocupaba un bolígrafo láser.


Pedro lo miró a los ojos.


–Es algo nuevo descubierto por los piratas informáticos. Puedes usar un bolígrafo láser para piratear un ordenador, captar las contraseñas más usadas y entrar fácilmente en el ordenador.


–No comprendo –admitió Rico.


Paula continuó la explicación.


–Si pirateaba tus cámaras de seguridad, podría entrar de noche en el salón sin ser visto. No habría una violación de seguridad porque tendría vuestras contraseñas.


Rico resopló con disgusto.


–¿Y las cajas fuertes? ¿Cómo iba a robarlas?


–Había un amplificador de seguridad en su habitación.


–¿Amplificador? –repitió Rico.


–Es una especie de estetoscopio de tecnología punta –explicó Pedro–. Auriculares conectados a un artilugio electrónico que amplifican los sonidos al colocarse en su sitio. Un ladrón de talento puede abrir cualquier caja de seguridad en muy poco tiempo con una herramienta así.


–La palabra clave es «talento» –comentó Paula.


–Sí –asintió Pedro–. El ladrón al que hemos pillado no era muy experto en su campo. Como lo demuestra que he podido vaciarle los bolsillos en una sala llena de gente y no se ha dado cuenta –movió la cabeza con disgusto–. Una lástima. Ya no quedan artistas.


Rico lo miró sorprendido, pero Paula soltó una risita y Pedro le sonrió.


–Hablando de ladrones con poco talento –preguntó Paula a Rico–. ¿Descubristeis cómo escapó Jean Luc?


–Sí. Franklin lo investigó. Las cámaras lo captaron en el jardín del hotel y Franklin enseñó su foto en el pueblo y en el muelle. Parece ser que pagó a uno de los pescadores para que lo llevara a St. Thomas. Le dijo que tenía que volver rápidamente a su casa por una emergencia.


–Y supongo que se mostró muy generoso –comentó Paula.


Rico suspiró.


–Mucho. Le dio al pescador el equivalente a varios meses de ingresos.


Pedro miró a Paula y vio la frustración en su rostro. El francés había encontrado el modo de esquivarlos. Pero, en cierto sentido, Pedro se alegraba. Así podría estar más tiempo con ella. No estaba preparado para terminar todavía aquella… relación. Ahora lo de temporal le resultaba de pronto demasiado… temporal.


–O sea que no tenemos ni idea de adónde fue después de St. Thomas –dijo Paula, sombría.


–No –confirmó Rico–. Después de que el pescador lo dejara en los muelles, pudo ir a cualquier sitio. Yo sospecho que directo al aeropuerto. Pero una vez allí, quién sabe adónde se dirigió.


Paula miró a Pedro.


–¿Tú crees que fue a casa? ¿A Mónaco?


–No lo sé –admitió él–. Probablemente, pero no lo sabremos seguro hasta que vayamos allí a buscarlo.


Ella asintió y se mordió el labio inferior.


–¿Pero os quedáis hasta que termine la exposición de joyas? –preguntó Rico.


–Sí –repuso Pedro–. Le prometí a la Interpol que estaría hasta el final y no quiero fallarles a mis nuevos jefes.


Rico sonrió.


–Me alegra oírlo. Siempre compensa tener más ojos. ¿Nos vemos allí esta tarde?


–Sí –Pedro miró a Paula–. Allí estaremos.


–Paulo y tu padre llegan esta noche para el bautizo de mañana.


–Cierto –Pedro no podía apartar la vista de los ojos verdes que miraba los suyos con gran concentración.


–De acuerdo –Rico rio para sí–. Me voy al hotel. Os espero allí.


Se alejó un par de pasos, se detuvo y se volvió.


–¿Sabéis que formáis un buen equipo? –preguntó.




¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 24






–Tenemos que hablar –Paula se sentó en la cama, se apartó el pelo de los ojos y miró al hombre desnudo tumbado a su lado en todo su esplendor.


Él soltó una carcajada.


–¿Por qué las mujeres siempre tienen que hablar después del sexo?


–¿Qué pasa con Jean Luc?


Pedro suspiró y se encogió de hombros.


–Se ha ido, querida. Ni siquiera él es tan tonto como para quedarse en la isla sabiendo que conocemos su presencia aquí.


–Eso ya lo sé. Lo que quiero saber es qué vamos a hacer ahora.


–¿Sobre qué?


–Nuestra farsas. Tu familia sabe la verdad, Jean Luc se ha ido. ¿Qué hacemos ahora?


Él se apoyó en un codo, le tomó la mano y le acarició los nudillos con el pulgar.


–Lo que habíamos planeado al principio. Ya no tenemos que mentirle a mi familia, pero yo todavía tengo que vigilar la exposición de joyas para la Interpol.


–¿Y después?


–Después buscamos a Jean Luc, recuperamos tu collar y tú me das las pruebas que guardas todavía contra mi familia. No ha cambiado nada, querida –le sonrió y tiró de su mano hasta que se acercó más. Entonces la colocó debajo de él y se inclinó para prestar atención a sus pechos.


Ella suspiró y alzó la cabeza para mirar cómo le succionaba los pezones. En medio del placer, no pudo por menos de pensar: «Estás muy equivocado, Pedro. Ha cambiado todo».






sábado, 9 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 23




Paula odiaba estar al margen de lo que ocurría en el salón de la muestra. Tenía experiencia y podía ser de ayuda. Y odiaba más todavía estar encerrada. Sabía que se volvería loca en la suite, pensando qué podía estar ocurriendo y decidió bajar a la playa. Mientras no se acercara al salón de la muestra, no habría ningún problema.


Se detuvo al borde del agua y dejó que la marea le acariciara los dedos de los pies.


No sabía qué pensar del beso con Pedro. Él la tocaba y ella ardía. La besaba y ella estallaba en llamas. Quizá Teresa tenía razón y él sentía algo por ella. Y estaba dispuesta a admitir que ella también por él. Pero no era real. No podía serlo.


No hacía ni una semana que lo conocía. ¿Cómo podía sentir tanto por él?


–Sabía que eras tú.


Paula se volvió al oír aquella voz familiar. La luz de la luna lo iluminó y ella pensó cómo podía haberlo considerado atractivo. Su pelo rubio era demasiado fino y largo, sus ojos azules demasiado blandos y la mandíbula muy débil. Ni siquiera era tan alto como recordaba.


–Hola, Jean Luc.


Él la miró de arriba abajo.


–¿Qué haces tan lejos de casa? ¿Y por qué estás aquí con Pedro Alfonso?


Ella pensaba mentir, pero él debió captarlo, pues negó con la cabeza.


–No te molestes. Os vi juntos ayer. ¿Por qué, Paula? –preguntó con su espeso acento francés–. ¿Por qué estás aquí con él?


Paula movió sutilmente los pies en la arena para adoptar una postura defensiva, por si acaso.


–¿Lo has usado para buscarme? –él sonrió–. Me siento halagado. ¿Es porque nunca nos acostamos? ¿Te arrepientes de eso? –él extendió el brazo–. Yo también. Pero podemos arreglarlo esta noche.


Antes de que ella pudiera decir nada, la agarró y tiró de ella para besarla. Paula echó atrás el brazo derecho, cerró el puño y se dispuso a golpearlo con él.


Pero él desapareció.


Paula se tambaleó hacia atrás, sorprendida y sin saber lo que pasaba. Oyó la pelea antes de verla. Puños que golpeaban un cuerpo. Alguien que caía en la arena. Un gemido de dolor y luego Pedro apareció ante ella y la estrechó contra sí.


–¿Estás bien?


–Sí –ella le echó los brazos al cuello. Podía haber lidiado sola con Jean Luc, pero que Pedro hubiera acudido en su ayuda había sido… romántico. Y sentir la fuerza de su abrazo volvía aún más valioso aquel momento.


Colocó la cara en la curva del cuello y el hombro de él y respiró hondo. No sabía cómo había llegado allí, pero se alegró de que lo hubiera hecho en cuanto la besó con ansia. 


Paula le devolvió el beso, sabiendo que el momento que estaban viviendo lo cambiaría todo.


Pedro nunca en su vida había estado tan furioso. Ni siquiera sabía que era capaz de sentir tanta furia y pasión. Pero la idea de que otro hombre tocara a Paula le había hecho perder el control.


La miró a los ojos un momento largo y luego la besó en la boca. En ese beso no había seducción gentil, solo había llamas lamiéndolos a los dos. Fuego envolviéndolos y ambos hundiéndose en ese infierno como si fueran astillas.


Ella subió las piernas y le abrazó las caderas con ellas. Él le agarró el trasero. Sentía la impaciencia de ella y la compartía. Solo sabía que la deseaba y que tenía que llevarla al hotel. Pero antes…


Apartó la boca y respiró hondo para tomar aire. La miró a los ojos.


–Vamos a ocuparnos de Jean Luc y luego…


Ella miró más allá de él.


–Se ha ido.


–¿Qué?


Pedro se volvió, todavía con ella en brazos y miró la arena. 


Pero no había nada. Jean Luc había desaparecido.


–¡Maldita sea! Se ha ido.


Ella le puso la mano en la mejilla.


–¿A quién le importa?


Pedro la miró sorprendido. Jean Luc había sido el foco de la atención de ella desde que la conocía. Pero vio el calor en sus ojos, sintió los temblores que le cruzaban el cuerpo y supo que ella sentía lo mismo que él. Lo único que importaba en aquel momento era lo que había entre ellos.


–Tienes razón –dijo. La besó con fuerza en la boca–. Vámonos.


Cuando entraron en la suite, Pedro cerró de un portazo, se volvió y ella se echó en sus brazos, tan impaciente como él. 


Él la abrazó y, cuando ella le rodeó la cintura con las piernas, él le deslizó las manos debajo de la blusa.


Paula suspiró y arqueó la espalda y las manos de él tocaron sus pechos a través del sujetador de encaje. Sintió erguirse los pezones bajo las manos y casi gritó de satisfacción. 


Tenía la sensación de haber esperado años para tocarla.


–Tienes que ser mía –susurró, mordisqueándole el cuello.


–Sí –repuso ella, sin aliento–. Oh, sí.


La dejó de pie en el suelo, le quitó la blusa de seda por la cabeza y le bajó los tirantes del sujetador por los brazos hasta que la prenda cayó al suelo. Ella empezó a desabrocharle la camisa y él la ayudó en la tarea, impaciente por sentir la piel de ella contra la suya. Cuando la ropa de ambos estuvo en el suelo, la empujó sobre el colchón y ella rio sobresaltada.


Pedro sonrió, se tumbó a su lado y empezó a acariciarla de inmediato. Ella lo besó en los labios. La legua de él inició un baile erótico con la de ella, un baile impregnado de necesidad y de deseo.


Ella le rascó la espada con las uñas y él sentía cada contacto como llamaradas pequeñas. Deslizó una mano bajo el cuerpo de ella, hasta la unión de sus muslos, y ella abrió las piernas invitándolo a explorar y a acariciar. Pedro gimió en su boca. Estaban unidos por un fino hilo de deseo que los envolvía de un modo tan apretado que no podrían haberse separado aunque hubieran querido.


Pedro bajó la cabeza y se metió primero un pezón de ella y después el otro en la boca. Lamió y succionó y tiró de cada uno de ellos hasta que Paula empezó a retorcerse debajo de él. Le tocó el pubis y frotó aquel punto sensible con el canto de la mano. Ella gemía y él sintió una necesidad absoluta de estar dentro de ella.


Volvió a tocarla, introduciendo primero un dedo y después dos en sus profundidades, y ella alzó las caderas y se movió instintivamente con las caricias de él. Pedro alzó la cabeza para mirarla y vio un punto salvaje en sus ojos. Ella movía las caderas. Necesitaba más y no tenía miedo de buscar el clímax que andaba cerca. Pedro quería eso. Quería verla estremecerse. Quería ver sus ojos vidriosos por la pasión que solo él podía darle.


Redobló sus caricias, introduciendo cada vez más los dedos y creando una fricción destinada a volverlos a ambos locos de deseo. Ella se movió con él, luchando por respirar, susurrando:
–Sí, Pedro. Sí. Por favor.


–Llega al orgasmo conmigo y déjame verte –dijo él en voz baja y espesa.


Ella abrió los ojos, lo miró y asintió. Se movió en la mano de él, una y otra y otra vez. Sus pies desnudos resbalaban en el edredón de seda debajo de ellos, pero ninguno parecía notarlo. Estaban inmersos en el momento.


–Por favor, Pedro, te necesito. Necesito…


–Lo sé, querida. Veo lo que necesitas –contestó él.


Su pulgar frotó el botón de carne del núcleo de ella y Paula gritó su nombre. Sus caderas se movían salvajemente y jadeaba en su avance hacia el clímax.


Él la observaba y sentía henchido el corazón. Su deseo crecía y crecía con cada jadeo de ella. Sentía el cuerpo de ella tenso y convulsionando alrededor de sus dedos y, antes de que terminaran los últimos temblores, se puso en movimiento.


Paula tenía los ojos cerrados. Su cuerpo temblaba de la cabeza a los pies y su piel vibraba. Sentía tanto calor como si tuviera fiebre, pero el edredón de seda debajo de sus pies estaba fresco. Temblaba todavía por el orgasmo cuando abrió los ojos y vio a Pedro sacar un condón de la mesilla de noche y colocárselo.


Pedro.


Él era muy grande y muy duro. La llenaba por completo y ella estaba todavía tan sensible por el orgasmo anterior que tuvo otro solo con la fricción de su cuerpo estirándose para recibirlo.


Se aferró a los hombros de él, alzó las piernas y le abrazó las caderas. Se agarró así hasta que sus temblores disminuyeron lo suficiente para que respirar resultara menos difícil. Él empujó más hondo y empezó a moverse, entrando y saliendo de sus profundidades con un ritmo cada vez más fuerte, al que ella intentaba frenéticamente corresponder. No habría creído que fuera posible sentir más de lo que ya había sentido, pero miró a Pedro a los ojos y supo que aquello era solo el comienzo.


Él la iluminaba de la cabeza a los pies. Sus caricias electrificaban el cuerpo de ella. Su mirada poderosa retenía la de ella, exigiendo que lo viera y mirara mientras los dos
juntos volvían a crear algo incontrolable y maravilloso. Ella se ahogaba en sus ojos. Ardía por sus caricias y, cuando llegó al orgasmo, este fue tan abrumador, que ella solo pudo abrazarse a él y entregarse a las sensaciones que la transportaban a un mundo donde el final era solo el principio.


Su cuerpo temblaba todavía cuando sintió que él también se rendía a lo inevitable y se dejaba caer sobre ella.