sábado, 9 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 23




Paula odiaba estar al margen de lo que ocurría en el salón de la muestra. Tenía experiencia y podía ser de ayuda. Y odiaba más todavía estar encerrada. Sabía que se volvería loca en la suite, pensando qué podía estar ocurriendo y decidió bajar a la playa. Mientras no se acercara al salón de la muestra, no habría ningún problema.


Se detuvo al borde del agua y dejó que la marea le acariciara los dedos de los pies.


No sabía qué pensar del beso con Pedro. Él la tocaba y ella ardía. La besaba y ella estallaba en llamas. Quizá Teresa tenía razón y él sentía algo por ella. Y estaba dispuesta a admitir que ella también por él. Pero no era real. No podía serlo.


No hacía ni una semana que lo conocía. ¿Cómo podía sentir tanto por él?


–Sabía que eras tú.


Paula se volvió al oír aquella voz familiar. La luz de la luna lo iluminó y ella pensó cómo podía haberlo considerado atractivo. Su pelo rubio era demasiado fino y largo, sus ojos azules demasiado blandos y la mandíbula muy débil. Ni siquiera era tan alto como recordaba.


–Hola, Jean Luc.


Él la miró de arriba abajo.


–¿Qué haces tan lejos de casa? ¿Y por qué estás aquí con Pedro Alfonso?


Ella pensaba mentir, pero él debió captarlo, pues negó con la cabeza.


–No te molestes. Os vi juntos ayer. ¿Por qué, Paula? –preguntó con su espeso acento francés–. ¿Por qué estás aquí con él?


Paula movió sutilmente los pies en la arena para adoptar una postura defensiva, por si acaso.


–¿Lo has usado para buscarme? –él sonrió–. Me siento halagado. ¿Es porque nunca nos acostamos? ¿Te arrepientes de eso? –él extendió el brazo–. Yo también. Pero podemos arreglarlo esta noche.


Antes de que ella pudiera decir nada, la agarró y tiró de ella para besarla. Paula echó atrás el brazo derecho, cerró el puño y se dispuso a golpearlo con él.


Pero él desapareció.


Paula se tambaleó hacia atrás, sorprendida y sin saber lo que pasaba. Oyó la pelea antes de verla. Puños que golpeaban un cuerpo. Alguien que caía en la arena. Un gemido de dolor y luego Pedro apareció ante ella y la estrechó contra sí.


–¿Estás bien?


–Sí –ella le echó los brazos al cuello. Podía haber lidiado sola con Jean Luc, pero que Pedro hubiera acudido en su ayuda había sido… romántico. Y sentir la fuerza de su abrazo volvía aún más valioso aquel momento.


Colocó la cara en la curva del cuello y el hombro de él y respiró hondo. No sabía cómo había llegado allí, pero se alegró de que lo hubiera hecho en cuanto la besó con ansia. 


Paula le devolvió el beso, sabiendo que el momento que estaban viviendo lo cambiaría todo.


Pedro nunca en su vida había estado tan furioso. Ni siquiera sabía que era capaz de sentir tanta furia y pasión. Pero la idea de que otro hombre tocara a Paula le había hecho perder el control.


La miró a los ojos un momento largo y luego la besó en la boca. En ese beso no había seducción gentil, solo había llamas lamiéndolos a los dos. Fuego envolviéndolos y ambos hundiéndose en ese infierno como si fueran astillas.


Ella subió las piernas y le abrazó las caderas con ellas. Él le agarró el trasero. Sentía la impaciencia de ella y la compartía. Solo sabía que la deseaba y que tenía que llevarla al hotel. Pero antes…


Apartó la boca y respiró hondo para tomar aire. La miró a los ojos.


–Vamos a ocuparnos de Jean Luc y luego…


Ella miró más allá de él.


–Se ha ido.


–¿Qué?


Pedro se volvió, todavía con ella en brazos y miró la arena. 


Pero no había nada. Jean Luc había desaparecido.


–¡Maldita sea! Se ha ido.


Ella le puso la mano en la mejilla.


–¿A quién le importa?


Pedro la miró sorprendido. Jean Luc había sido el foco de la atención de ella desde que la conocía. Pero vio el calor en sus ojos, sintió los temblores que le cruzaban el cuerpo y supo que ella sentía lo mismo que él. Lo único que importaba en aquel momento era lo que había entre ellos.


–Tienes razón –dijo. La besó con fuerza en la boca–. Vámonos.


Cuando entraron en la suite, Pedro cerró de un portazo, se volvió y ella se echó en sus brazos, tan impaciente como él. 


Él la abrazó y, cuando ella le rodeó la cintura con las piernas, él le deslizó las manos debajo de la blusa.


Paula suspiró y arqueó la espalda y las manos de él tocaron sus pechos a través del sujetador de encaje. Sintió erguirse los pezones bajo las manos y casi gritó de satisfacción. 


Tenía la sensación de haber esperado años para tocarla.


–Tienes que ser mía –susurró, mordisqueándole el cuello.


–Sí –repuso ella, sin aliento–. Oh, sí.


La dejó de pie en el suelo, le quitó la blusa de seda por la cabeza y le bajó los tirantes del sujetador por los brazos hasta que la prenda cayó al suelo. Ella empezó a desabrocharle la camisa y él la ayudó en la tarea, impaciente por sentir la piel de ella contra la suya. Cuando la ropa de ambos estuvo en el suelo, la empujó sobre el colchón y ella rio sobresaltada.


Pedro sonrió, se tumbó a su lado y empezó a acariciarla de inmediato. Ella lo besó en los labios. La legua de él inició un baile erótico con la de ella, un baile impregnado de necesidad y de deseo.


Ella le rascó la espada con las uñas y él sentía cada contacto como llamaradas pequeñas. Deslizó una mano bajo el cuerpo de ella, hasta la unión de sus muslos, y ella abrió las piernas invitándolo a explorar y a acariciar. Pedro gimió en su boca. Estaban unidos por un fino hilo de deseo que los envolvía de un modo tan apretado que no podrían haberse separado aunque hubieran querido.


Pedro bajó la cabeza y se metió primero un pezón de ella y después el otro en la boca. Lamió y succionó y tiró de cada uno de ellos hasta que Paula empezó a retorcerse debajo de él. Le tocó el pubis y frotó aquel punto sensible con el canto de la mano. Ella gemía y él sintió una necesidad absoluta de estar dentro de ella.


Volvió a tocarla, introduciendo primero un dedo y después dos en sus profundidades, y ella alzó las caderas y se movió instintivamente con las caricias de él. Pedro alzó la cabeza para mirarla y vio un punto salvaje en sus ojos. Ella movía las caderas. Necesitaba más y no tenía miedo de buscar el clímax que andaba cerca. Pedro quería eso. Quería verla estremecerse. Quería ver sus ojos vidriosos por la pasión que solo él podía darle.


Redobló sus caricias, introduciendo cada vez más los dedos y creando una fricción destinada a volverlos a ambos locos de deseo. Ella se movió con él, luchando por respirar, susurrando:
–Sí, Pedro. Sí. Por favor.


–Llega al orgasmo conmigo y déjame verte –dijo él en voz baja y espesa.


Ella abrió los ojos, lo miró y asintió. Se movió en la mano de él, una y otra y otra vez. Sus pies desnudos resbalaban en el edredón de seda debajo de ellos, pero ninguno parecía notarlo. Estaban inmersos en el momento.


–Por favor, Pedro, te necesito. Necesito…


–Lo sé, querida. Veo lo que necesitas –contestó él.


Su pulgar frotó el botón de carne del núcleo de ella y Paula gritó su nombre. Sus caderas se movían salvajemente y jadeaba en su avance hacia el clímax.


Él la observaba y sentía henchido el corazón. Su deseo crecía y crecía con cada jadeo de ella. Sentía el cuerpo de ella tenso y convulsionando alrededor de sus dedos y, antes de que terminaran los últimos temblores, se puso en movimiento.


Paula tenía los ojos cerrados. Su cuerpo temblaba de la cabeza a los pies y su piel vibraba. Sentía tanto calor como si tuviera fiebre, pero el edredón de seda debajo de sus pies estaba fresco. Temblaba todavía por el orgasmo cuando abrió los ojos y vio a Pedro sacar un condón de la mesilla de noche y colocárselo.


Pedro.


Él era muy grande y muy duro. La llenaba por completo y ella estaba todavía tan sensible por el orgasmo anterior que tuvo otro solo con la fricción de su cuerpo estirándose para recibirlo.


Se aferró a los hombros de él, alzó las piernas y le abrazó las caderas. Se agarró así hasta que sus temblores disminuyeron lo suficiente para que respirar resultara menos difícil. Él empujó más hondo y empezó a moverse, entrando y saliendo de sus profundidades con un ritmo cada vez más fuerte, al que ella intentaba frenéticamente corresponder. No habría creído que fuera posible sentir más de lo que ya había sentido, pero miró a Pedro a los ojos y supo que aquello era solo el comienzo.


Él la iluminaba de la cabeza a los pies. Sus caricias electrificaban el cuerpo de ella. Su mirada poderosa retenía la de ella, exigiendo que lo viera y mirara mientras los dos
juntos volvían a crear algo incontrolable y maravilloso. Ella se ahogaba en sus ojos. Ardía por sus caricias y, cuando llegó al orgasmo, este fue tan abrumador, que ella solo pudo abrazarse a él y entregarse a las sensaciones que la transportaban a un mundo donde el final era solo el principio.


Su cuerpo temblaba todavía cuando sintió que él también se rendía a lo inevitable y se dejaba caer sobre ella.




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