martes, 5 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 9




Partieron inmediatamente en el coche de él hasta el hotel de dos estrellas de Paula. Pedro encontró aparcamiento delante de la puerta del hotel.


–¿El A mas del Príncipe? –preguntó.


–Armas –corrigió ella–. Falta la R.


–A este edificio parece que le faltan unas cuantas cosas –señaló él cuando salía del coche–. Tamaño, belleza de algún tipo…


–Lo dice el hombre que vive en un palacio de hielo –murmuró ella.


Pedro frunció el ceño.


–Me sorprendió que las sillas fueran tan incómodas –admitió él.


Ella se detuvo a mirarlo.


–¿No te sentaste en ellas antes de comprarlas?


–No las elegí yo, las eligió el decorador.


–Claro –ella movió la cabeza.


¿Cómo podía lidiar con un hombre que era tan rico que compraba cosas sin ni siquiera probarlas? Iba por la vida haciendo lo que quería, y si no le salía bien, probaba otra cosa. ¿Que odiaba las sillas? Las cambiaba por otras. ¿Se cansaba de ser ladrón? Hacía un trato. Para los hombres como él, no había consecuencias.


–Tú tienes sillas en las que no te sientas y paredes que están pidiendo a gritos algo de color –ella movió la cabeza–. Lo único estupendo de tu casa son las vistas.


Él frunció el ceño una vez más.


–Si crees que me importa algo lo que piense mi chantajista de mi casa, te equivocas.


Paula se encogió de hombros e intentó reprimir una punzada de culpabilidad.


Chantajista. Bonito nombre para una expolicía. ¿Pero qué otra opción tenía? Era preciso que recuperara el collar. Y no solo por Abby, sino también por ella misma. Si no lo conseguía, sería una fracasada. Peor aún, una estúpida por haberse dejado embaucar hasta bajar la guardia.


No importaba lo que tuviera que hacer para lograrlo. Se haría pasar por la prometida de Pedro y lo haría de un modo convincente. Fingiría estar loca por él e ignoraría la punzada de sensación que conocía siempre que se acercaba a él. Sería la mejor prometida falsa que había existido jamás.


Y cuando aquello acabara, volvería a Nueva York y recuperaría su vida.


Él la siguió por el vestíbulo del hotel. Su habitación estaba en el tercer piso, el último. El ascensor no funcionaba, así que se dirigió a la escalera y oyó a Pedro murmurar en italiano detrás de ella.


–¿Qué has dicho?


Él suspiró.


–He dicho que eres una mujer muy terca para tomar una habitación en la que tienes que subir escaleras como una cabra por una montaña.


–Siento no haber podido permitirme el Ritz.


–Yo también.


Paula se mordió el labio inferior y siguió subiendo las escaleras.


–Estás en el último piso, supongo.


–Sí.


–Por supuesto.


–¿En serio, Pedro? ¿Has pasado años robando en casas de dos y tres pisos y ahora te molestan unas pocas escaleras?


–No voy a admitir nada, que quede claro. Pero si eso fuera verdad, la recompensa por subir habría sido mucho más grande que la de ahora.


Ella se volvió a mirarlo. Tenía los dientes apretados y la boca tensa, pero seguía siendo el hombre más atractivo que había visto en su vida.


Paula sacó la llave de su bolso y abrió la puerta de la habitación. Esta era pequeña, solo una cama, una mesita, un armario antiguo, una televisión pequeña y una estufa eléctrica.


–Haré el equipaje en un momento –dijo.


Los dos últimos meses había ido de un sitio a otro en busca de los Alfonso y no tenía muchas cosas. Sacó su bolsa de cuero falso de debajo de la cama, la abrió y empezó a meter vaqueros, camisas y ropa interior de los estantes del armario. Guardó sus deportivas favoritas y se dirigió al baño a recoger los cosméticos. Cuando los hubo metido también en la bolsa, echó un último vistazo a la habitación y se volvió hacia Pedro, que miraba la calle por la ventana.


–Estoy lista.


Él se giró y alzó las cejas.


–Estoy impresionado –dijo–. Eres la primera mujer que conozco que puede hacer una maleta tan deprisa.


–He tenido mucha práctica en las últimas semanas –contestó ella.


–Ah, sí –asintió él–. Persiguiendo a los Alfonso.


Cruzó la pequeña habitación.


–Eres una mujer terca y decidida. Creo que serás una prometida formidable.


–¿Formidable?


Él se acercó tanto que ella se vio obligada a alzar la vista para mirarlo a los ojos. Tanto, que el calor que sentía entre ellos parecía chisporrotear de un modo tentador.


–He aprendido con los años que una mujer que tiene un plan es peligrosa.


Paula no se sentía peligrosa. Se sentía… inestable. Su plan no había funcionado como esperaba y ahora se mudaría a casa de Pedro y se haría pasar por su prometida. Eso sería permitirle asumir el control y la idea no le gustaba nada.


–¿Cuánto tiempo llevas haciendo esto? –preguntó él, devolviéndola al presente.


–¿Haciendo qué exactamente?


–Esto –él movió un brazo señalando la habitación–. Viajar por Europa hospedándote en estos sitios y siguiendo a mi familia.


–Un par de meses.


Él enarcó una ceja.


–¿Y te puedes permitir todo este… lujo? En Estados Unidos deben pagar muy bien los trabajos de seguridad.


Ella agarró su bolsa.


–No tan bien como se paga el robo, pero no me va mal.


Él le quitó la bolsa.


–Claro que la ropa que te he visto guardar ahora es inaceptable para una prometida mía.


Paula se sonrojó un poco. No tenía muchas cosas elegantes. 


De hecho, la ropa que llevaba puesta era la más femenina que tenía allí. Viajar sin parar por Europa implicaba viajar ligera de equipaje.


–Pues es una lástima, porque no tengo otra.


–En ese caso, tendremos que ir de compras mañana.


–No puedo permitirme ese tipo de compras –repuso ella.


–Eres mi prometida, pagaré yo.


–Me parece que no.


–Si te presentas en Tesoro con unos vaqueros desgastados y unas deportivas viejas, no podrás convencer a nadie de que estamos prometidos.


Aquello probablemente era verdad, pero a Paula no tenía por qué gustarle.


–Muy bien. Pero cuando esto se acabe, te quedarás la ropa.


–¡Ah, qué detalle tan generoso! –él se dirigió a la puerta–. Te la quedarás tú. Se la das a los pobres, si quieres. A mí me da igual.


Paula lo vio salir y contó hasta diez antes de seguirlo. 


Aquello iba a ser toda una prueba para su paciencia y su autocontrol.


Le parecía que lo único que le importaba a Pedro Alfonso era su familia. Cosa que a ella le parecía bien. ¿Por qué, entonces, empezaba a sentir de nuevo aquella punzada de culpabilidad? Los dos hacían lo que tenían que hacer.


Al menos tenían eso en común.




¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 8




–¿Prometida? ¿Estás loco?


–En absoluto. Si quieres acompañarme a la isla, tendrá que ser así. Mi familia no aceptaría que llevara a una desconocida a un bautizo…


–Oh, ¿pero aceptarán que te hayas prometido con una mujer de la que nunca han oído hablar?


Él se encogió de hombros.


–Mi familia no sabe nada de mi vida privada. Me creerán si les digo que me he enamorado perdidamente de ti.


Ella soltó una risita. Aquello no podía estar pasando. 


¿Prometida de Pedro Alfonso?


–No me gusta la idea de mentirle a mi familia, pero no veo otro modo de que esto funcione.


A Paula no le gustaba nada todo aquello. No porque se sintiera mal por mentir, sino porque se iba a sentir incómoda. 


Fingir un compromiso implicaba que tendrían que actuar como si estuvieran enamorados.


–¿Estás cambiando de idea? –preguntó él–. Es por tu alma de policía. Para vosotros es más difícil mentir. No tiene por qué ser así. Si prefieres esperar y que haga esto a mi modo…


–No.


Paula sabía que lo tenía pillado con la amenaza a su padre, pero si le daba ocasión, podía desaparecer y encontrar el modo de que su padre desapareciera también. No podía arriesgarse a eso. Tenía que permanecer cerca de él hasta que tuviera lo que había ido a buscar.


Respiró hondo.


–Como ya he dicho, no te perderé de vista hasta que recupere el Contessa.


–En ese caso, vamos a buscar tus cosas a tu hotel. Tendremos que empezar a practicar que nos adoramos –Pedro la miró de arriba abajo–. Esto va a requerir buenas dotes interpretativas.


–Muchas gracias.


Él sonrió y algo se movió dentro de ella. Aquello no era buena idea. Ya se sentía atraída por él. Pasar más tiempo juntos no haría que fuera fácil ignorar esa atracción. Solo tenía que recordar lo que le había hecho hacer Jean Luc. Y Pedro Alfonso era mucho más peligroso.


Pedro era guapísimo y posiblemente muy encantador cuando se lo proponía. En otras circunstancias ella quizá habría disfrutado de la farsa de ser su prometida, pero en aquella situación estaban en bandos opuestos.


–Última oportunidad para que cambies de idea –dijo él, mirándola–. Una vez que empiece esto, llegaremos hasta el final. No permitiré que mi familia tenga que preocuparse de que vayas a meter a mi padre en la cárcel.


Paula pensó que los ojos de él eran oscuros y casi sin fondo. 


Una punzada de culpabilidad la invadió, pero se disipó un momento después. Ella tampoco quería ver a Nick Alfonso en la cárcel. Era un ladrón pero había sido amable con ella. 


Se riñó. La junta directiva del hotel Wainwright había hecho bien en despedirla.


Simpatizaba con un ladrón mayor, se había dejado cortejar por otro más joven y ahora se sentía muy atraída por otro más.


–No voy a retroceder –dijo–. Estoy en esto hasta el fin.


Él asintió.


–Entonces estamos oficialmente enamorados.


A Paula le dio un vuelco el estómago cuando él bajó la cabeza hacia ella.


–¿Sellamos el trato con un beso?


–Sí –murmuró ella, con la vista fija en los labios de él, que se acercaban cada vez más. Retrocedió un paso–. No es necesario.


Él sonrió.


–Querida –dijo, fingiendo sentirse dolido–. ¿Crees que ese es modo de tratar al hombre que amas?


Paula casi se atragantó con la saliva.


Él dejó de sonreír. Hizo una mueca.


–Este es el único modo de que podamos hacer lo que quieres. Acostúmbrate.


–En público sí –dijo ella, con más seguridad de la que sentía.


–Y en privado. Mi familia esperará ver a una mujer que está loca por mí.


Desafortunadamente, no tendría que fingir mucho para interpretar a una mujer que lo deseaba profundamente. 


Fingir amor sería más difícil, pero podría lograrlo.


–He trabajado como policía infiltrada. Puedo arreglármelas.


–Eso lo veremos, ¿no crees? –él la tomó de la mano y tiró de ella hasta la sala de estar–. Vamos a instalarte en nuestro nido de amor para que podamos empezar a practicar nuestra adoración mutua.




¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 7




Pedro tomó un sorbo de té. Le habría gustado que fuera whisky. Estaba atrapado y lo sabía. Una furia fría le recorría las venas como si fuera agua helada.


En primer lugar, no le gustaban los intrusos. En segundo lugar, odiaba enterarse de que ella lo había seguido y odiaba todavía más no haberse dado cuenta. Pero lo que más odiaba era que ella tenía razón. Su papel de ciudadano respetuoso con la ley era tan nuevo que la policía de Londres e incluso la Interpol lo mirarían con dudas si Paula Chaves los contactaba. Últimamente había pasado mucho tiempo en las joyerías más prestigiosas de la ciudad y la policía creería que estaba vigilando las tiendas, investigando los sistemas de seguridad y planeando un golpe. Cuando en realidad buscaba un regalo para su hermana.


Pero la policía no se creería eso. Miró a Paula intentando buscar una salida, pero no la había. Si no hacía lo que decía aquella mujer, su padre podía acabar en la cárcel. Nick Alfonso no sobreviviría a una condena de cárcel. Era un hombre acostumbrado a las comodidades, a la compañía de mujeres, a la libertad de ir cuando y adonde quería. Estar encerrado le mataría el espíritu y Pedro no iba a permitir que ocurriera eso.


–Lo haré –dijo–. Recuperaré ese collar y, cuando lo tenga, me pondré en contacto contigo.


–Me parece que no –ella negó con la cabeza y su maravilloso cabello pareció bailar alrededor de su rostro en una masa de rizos fieros–. No te perderé de vista hasta que tenga el collar en mis manos.


–¿Vienes a pedirme ayuda pero no te fías de mí? –él hizo un gesto de burla.


–¿Esperas que confíe en ti cuando he tenido que chantajearte para que me ayudes? –ella sonrió y tomó otro sorbo de té–. Recuerda que he sido policía.


Pedro la miró irritado.


–Oye, dentro de unos días tengo que asistir a una reunión familiar en Isla Tesoro. No podré ir detrás de Jean Luc hasta después de eso.


Ella enarcó las cejas, sorprendida.


–Muy bien. Iré contigo.


Él tragó aire e intentó controlar la furia que empezaba a sentir en la boca del estómago. Una cosa era que lo chantajeara y otra que esperara que le presentara a su familia.


–Es el bautizo del niño de mi hermana. No puedo llevar a una extraña.


El rostro de ella no se alteró.


–Tendrás que encontrar un modo.


Pedro fijó la vista en la pared de cristal que había detrás de ella. En la distancia se veían las luces del Ojo de Londres. 


No podía eludir ir a Tesoro. Teresa, su hermana, no le perdonaría nunca que se perdiera el bautizo de su hijo. 


Además, esa semana habría una gran exposición de joyas en la isla y la Interpol lo quería allí.


Tomó otro sorbo de té y acabó por aceptar lo inevitable.


–Como quieras. Vendrás a Tesoro conmigo y después iremos a Mónaco a recuperar tu maldito collar.


–Me parece bien –ella se levantó y se colgó el bolso al hombro–. ¿Cuándo nos vamos?


Pedro se levantó a su vez.


–Dentro de tres días.


–¿Tres días? –ella se mordió el labio inferior y él adivinó lo que estaba pensando. Cómo lo iba a vigilar desde su hotel, dondequiera que estuviera, e impedir que se largara solo.


–Te quedarás aquí –dijo.


–¿Cómo dices?


–Necesitaremos los tres días para practicar.


–¿Para practicar qué?


Pedro la miró. Por fin veía dudas y preguntas en sus ojos. 


Por alguna razón, eso hizo que se sintiera algo mejor.


–Que somos pareja.


–¿Pareja de qué?


–Mi familia jamás aceptará que lleve a una extraña al bautizo de mi sobrino –hizo una pausa y observó la reacción de ella–. Así que, durante la próxima semana, serás mi prometida.





lunes, 4 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 6





–Explícate.


Paula lo miró.


–¿Puedo sentarme? –preguntó.


–¿Puedo impedírtelo?


–No sé –murmuró ella. Se dejó caer en el sofá, que era tan incómodo como parecía–. Me duelen los pies –admitió. Se quitó los zapatos y se frotó las plantas de los pies.


–En ese caso, desde luego –musitó él con voz tensa–. Ponte cómoda.


–Eso no es posible en este sofá –ella pasó una mano por la tela–. Parece hecho de acero blanco.


–¿Quieres que te traiga un cojín?


Paula lo miró a los ojos y respiró hondo.


–Lo siento. Vale, explicación.


–Te lo agradecería.


Se mostraba muy civilizado de pronto, pero Paula no se dejaba engañar. Sus ojos expresaban una mezcla de muchas emociones controladas.


Lo cual no era sorprendente. Ella había investigado a la familia Alfonso a lo largo de los últimos meses y todo lo que había encontrado sobre él le había llevado a pensar que era el más controlado de todos. El que estaría dispuesto a hacer más cosas para proteger a su familia. El que era más probable que la ayudara aunque no le gustara hacerlo.


–De acuerdo. Ya te he dicho que era policía.


–Sí.


–Vengo de una larga familia de policías –dijo ella–. Mi padre, mis tíos, mis primos… todos llevaron el uniforme en algún momento.


–Fascinante –dijo él con sequedad–. ¿Y en qué nos afecta eso a mi familia y a mí?


Estaban tan cerca que sus rodillas prácticamente se tocaban. Irritada, se puso en pie de un salto y él la miró sorprendido. Odiaba pensar que él mantenía un control rígido mientras ella empezaba a balbucear.


–Me vendría bien una taza de té –dijo–. ¿Tienes té?


–Te pido perdón por ser un anfitrión desconsiderado –murmuró él, levantándose a su vez–. Y por supuesto que tengo té. Estamos en Londres.


–Bien. Bien –ella echó a andar hacia la cocina, agarrando el bolso como si fuera un salvavidas. El horrible mármol blanco estaba frío bajo sus pies, pero al menos se había quitado los zapatos que le apretaban los dedos. Él iba justo detrás. Y ella no solo lo oía, también lo sentía.


–Siéntate y habla –dijo Pedro cuando entraron en la cocina.


Paula se sentó en una de las sillas fantasmas y miró el plexiglás blanco con el ceño fruncido.


–Estas sillas son odiosas, ¿sabes?


–Tomo nota –le aseguró él. Llenó una pava con agua en el fregadero y la enchufó–. No estás hablando de lo que quiero oír. –Ella respiró hondo y lo observó moverse por la estancia, preparar las tazas y una tetera blanca pequeña. Echó té en la tetera, se apoyó con ambas manos en la encimera blanca de granito y la miró.


–Hace unos años me ofrecieron un empleo como jefa de seguridad en el hotel Wainwright en Nueva York –dijo ella–. Dejé el Cuerpo y acepté el trabajo.


–Felicidades –dijo él.


–Gracias. Todo fue bien hasta hace unos meses. Entonces robaron a Abigail Wainwright.


–Wainwright –Pedro repitió el nombre. Arrugó la frente, pensando–. El collar Contessa.


–Exactamente –Paula cruzó los brazos sobre la mesa de cristal–. Abigail tiene más de ochenta años y ha vivido en el ático del hotel los últimos treinta.


Sintió una punzada de dolor al pensar en la agradable anciana. No merecía que le robaran en su propia casa un collar que había estado en su familia durante generaciones. 


Y el hecho de que hubiera ocurrido en el turno de Paula empeoraba aún más la situación.


Había sucedido porque Paula había bajado la guardia.


–Ni mi familia ni yo robamos ese collar –señaló Pedro


Desenchufó la pava cuando empezó a pitar y echó agua hirviendo en la tetera.


–Yo no he dicho que lo hicierais –replicó ella–. Sé quién fue el ladrón.


–¿En serio? ¿Quién?


–Jean Luc Baptiste.


Paula observaba atentamente a Pedro para no perderse su reacción. Él frunció un instante los labios con disgusto y sus ojos brillaron de rabia. Se quitó la corbata y la arrojó sobre la encimera. A continuación se quitó la chaqueta y se desabrochó el cuello de la camisa.


–He oído hablar de él.


Sin la chaqueta, su pecho parecía amplio y musculoso. Y cuando Paula lo vio remangarse la camisa y mostrar los antebrazos bronceados cubiertos de vello oscuro, tuvo que tragar saliva para deshacer el nudo de deseo que se aposentó en su garganta.


–Jean Luc –dijo él– es torpe, arrogante y suele engañar a una mujer para que le ayude.


Paula apretó los dientes.


–Jean Luc se hospedó en el hotel un par de semanas y se mostró… encantador.


¡Y cómo la avergonzaba admitir que se había dejado engatusar por aquel encanto! ¿Pero tan sorprendente resultaba? Él era atractivo, cautivador y muy… francés. La había cortejado, se había mostrado muy atento con ella y Paula se lo había tragado todo. Por lo menos no había sido tan tonta como para acostarse con él. Aunque si aquello hubiera durado una o dos semanas más, quizá lo habría hecho.


Pedro resopló. Llevó las tazas a la mesa, tomó la tetera y la dejó también allí antes de sacar un paquete de galletas de un armario. No habló hasta que se hubo sentado enfrente de ella.


–Jean Luc te engañó.


Paula se sonrojó. Había pasado toda su vida rodeada de policías. Su padre la había educado de modo que tuviera una cierta dosis de cinismo sano. Pero Jean Luc había logrado que se sintiera tan tonta como cualquier víctima de un embaucador.


–Sí.


–¿Y es tan buen amante como le gustaría hacer creer a todo el mundo?


Ella abrió mucho los ojos.


–No puedo saberlo. Ese fue el único error que no cometí.


Pedro soltó una risita.


–Jean Luc debe estar perdiendo facultades. O sea que te utilizó para conseguir información de tu hotel y las medidas de seguridad. Y luego robó la Contessa y desapareció.


Ella suspiró.


–Más o menos.


Pedro movió la cabeza y sirvió el té.


–¿Leche? ¿Azúcar?


–No, gracias –ella levantó su taza y tomó un sorbo–. ¿Por qué eres tan amable? ¿Té, galletas?


–No hay motivo para que no podamos ser civilizados, ¿verdad?


–Oh, no –asintió ella–. La policía y el ladrón sentados a la misma mesa compartiendo galletas. Es casi un cuento de hadas.


–Son buenas galletas –dijo él. Tomó una y empujó el paquete hacia ella.


Paula probó una y no pudo por menos que estar de acuerdo. 


Aquello era muy raro. No era así como había imaginado su primer encuentro con Pedro Alfonso.


–Volviendo a la historia… –dijo.


–Sí. Estoy deseando saber cómo termina.


Ella lo miró con el ceño fruncido. Los ojos de él tenían un brillo que podía ser de humor, pero no estaba segura.


–Abigail no me culpó a mí por el robo –dijo–, pero la junta directiva del hotel, sí. Me despidieron.


–No me sorprende. Bajaste la guardia con un ladrón –Pedro frunció el ceño–. Y ni siquiera es un buen ladrón.


–Eso me consuela mucho, gracias –no solo la habían engañado, sino que además la había embaucado un ladrón al que los demás ladrones no respetaban–. Cometí un error y lo pagó Abigail. Quiero recuperar su collar. No –murmuró–. Necesito recuperar su collar.


Él asintió, como si entendiera el sentimiento que la impulsaba.


–Te deseo mucha suerte.


–Necesito más que suerte. Te necesito a ti.


Él rio con suavidad, movió la cabeza y sacó otra galleta del paquete.


–¿Y por qué me va a importar a mí lo que necesites tú?


–Por esa foto.


El rostro de él se volvió inexpresivo.


–Ah, sí. Tu chantaje.


Paula respiró hondo.


–He hecho averiguaciones. Salí de Nueva York después del robo. Saqué mis ahorros, compré un billete de avión para Francia y he pasado los últimos meses viajando por Europa. Primero busqué a Jean Luc en París, pero no lo encontré.


–Vive en Mónaco.


–¿Lo ves? –ella lo apuntó con un dedo–. Esa es una de las razones por las que te necesito. Tú sabes cosas que yo no sé.


–Muchas –asintió él.


–Como no podía encontrarlo, comprendí que iba a necesitar ayuda –ella se recostó en la silla y volvió a enderezarse porque el respaldo era muy incómodo–. Europa es muy grande y encontrar a un ladrón parecía una tarea imposible. Pero toda la policía del mundo conoce a los Alfonso y vosotros no guardáis en secreto dónde vivís.


–¿Y por qué íbamos a hacerlo? –él se encogió de hombros–. No nos buscan por nada.


Ella optó por dejar pasar eso.


–Quería a los mejores y la familia Alfonso lo es.


–Nos sentimos muy halagados –gruñó él.


–Seguro que sí –ella sonrió–. Fui a Italia, pedí algunos favores a policías amigos míos y conseguí información para encontrar la casa de tu padre.


Paula notó que agarraba la taza con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.


–Entonces lo seguí.


–Seguiste a mi padre –él apretó los dientes.


Ella asintió.


–Estuve días en un hotel cercano y aprendí sus costumbres. 
Es muy amable. Una vez incluso me invitó a un café en su cafetería favorita. Me dijo que tenía un acento precioso y me deseó unas vacaciones felices en Italia.


Pedro suspiró y alzó los ojos al cielo.


–Tu padre es muy atractivo. Me recuerda a alguien.


–George Clooney –sugirió Pedro–. Mi hermana dice que es una versión más vieja e italiana de George Clooney.


Paula sonrió.


–Así es –lo observó un momento–. Tú debiste salir a tu madre.


Pedro hizo una mueca.


–Muy graciosa. ¿Esta historia tiene un final?


–Sí. La foto que le hice fue pura suerte –admitió ella–. Seguí a Nick hasta una fiesta en un palacio cercano y me quedé allí sentada viendo ir y venir a los ricos y famosos. Después de una hora, estaba tan aburrida que decidí marcharme. Y entonces vi a tu padre en el tejado del segundo piso, saliendo por la ventana.


Pedro mordió la galleta con fuerza suficiente como para lanzar migas por toda la mesa.


Paula sonrió. Comprendía su frustración. Ella tenía tíos que en ocasiones la enfurecían tanto como para desear morder acero.


–Él no me vio y se fue directamente a casa desde la fiesta –Paula tomó un sorbo de té–. Hice copias de las fotos, las almacené en distintos lugares y vine a buscarte.


–¿Por qué a mí? ¿Por qué no a mi padre o a Paulo?


–Porque tú eres el que más tiene que perder –dijo ella, mirándolo a los ojos–. Llevo una semana siguiéndote y creo que a la policía de Londres le interesaría mucho saber cuánto tiempo pasas mirando joyerías caras.


Él arrugó la frente y entornó los ojos.


–No he robado nada. Estaba buscando un regalo. Yo creo que la policía tiene cosas mejores que hacer –contestó él.


–Es posible –asintió ella–. Pero tenemos que pensar en la Interpol, ¿verdad? Estoy al tanto de tu trato. Tú te has retirado del negocio, pero tu familia no. Si muestro esta fotografía, tu padre irá a la cárcel y es incluso posible que la Interpol rompa tu trato de inmunidad.


–¿Qué te hace pensar eso?


Ella sonrió.


–Este tema del respeto a la ley es muy nuevo para ti, Pedro
Y no creo que se necesitara mucho para que las autoridades locales dudaran de tu devoción a la honradez.


Él se pasó una mano por el cuello y suspiró pesadamente.


–Muy bien. Dime qué es lo que quieres exactamente.


–Quiero que me ayudes a buscar a Jean Luc y recuperar el Contessa para Abigail Wainwright. Quiero limpiar mi reputación. Cuando tenga eso, te daré la foto de tu padre y desapareceré.