lunes, 4 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 6





–Explícate.


Paula lo miró.


–¿Puedo sentarme? –preguntó.


–¿Puedo impedírtelo?


–No sé –murmuró ella. Se dejó caer en el sofá, que era tan incómodo como parecía–. Me duelen los pies –admitió. Se quitó los zapatos y se frotó las plantas de los pies.


–En ese caso, desde luego –musitó él con voz tensa–. Ponte cómoda.


–Eso no es posible en este sofá –ella pasó una mano por la tela–. Parece hecho de acero blanco.


–¿Quieres que te traiga un cojín?


Paula lo miró a los ojos y respiró hondo.


–Lo siento. Vale, explicación.


–Te lo agradecería.


Se mostraba muy civilizado de pronto, pero Paula no se dejaba engañar. Sus ojos expresaban una mezcla de muchas emociones controladas.


Lo cual no era sorprendente. Ella había investigado a la familia Alfonso a lo largo de los últimos meses y todo lo que había encontrado sobre él le había llevado a pensar que era el más controlado de todos. El que estaría dispuesto a hacer más cosas para proteger a su familia. El que era más probable que la ayudara aunque no le gustara hacerlo.


–De acuerdo. Ya te he dicho que era policía.


–Sí.


–Vengo de una larga familia de policías –dijo ella–. Mi padre, mis tíos, mis primos… todos llevaron el uniforme en algún momento.


–Fascinante –dijo él con sequedad–. ¿Y en qué nos afecta eso a mi familia y a mí?


Estaban tan cerca que sus rodillas prácticamente se tocaban. Irritada, se puso en pie de un salto y él la miró sorprendido. Odiaba pensar que él mantenía un control rígido mientras ella empezaba a balbucear.


–Me vendría bien una taza de té –dijo–. ¿Tienes té?


–Te pido perdón por ser un anfitrión desconsiderado –murmuró él, levantándose a su vez–. Y por supuesto que tengo té. Estamos en Londres.


–Bien. Bien –ella echó a andar hacia la cocina, agarrando el bolso como si fuera un salvavidas. El horrible mármol blanco estaba frío bajo sus pies, pero al menos se había quitado los zapatos que le apretaban los dedos. Él iba justo detrás. Y ella no solo lo oía, también lo sentía.


–Siéntate y habla –dijo Pedro cuando entraron en la cocina.


Paula se sentó en una de las sillas fantasmas y miró el plexiglás blanco con el ceño fruncido.


–Estas sillas son odiosas, ¿sabes?


–Tomo nota –le aseguró él. Llenó una pava con agua en el fregadero y la enchufó–. No estás hablando de lo que quiero oír. –Ella respiró hondo y lo observó moverse por la estancia, preparar las tazas y una tetera blanca pequeña. Echó té en la tetera, se apoyó con ambas manos en la encimera blanca de granito y la miró.


–Hace unos años me ofrecieron un empleo como jefa de seguridad en el hotel Wainwright en Nueva York –dijo ella–. Dejé el Cuerpo y acepté el trabajo.


–Felicidades –dijo él.


–Gracias. Todo fue bien hasta hace unos meses. Entonces robaron a Abigail Wainwright.


–Wainwright –Pedro repitió el nombre. Arrugó la frente, pensando–. El collar Contessa.


–Exactamente –Paula cruzó los brazos sobre la mesa de cristal–. Abigail tiene más de ochenta años y ha vivido en el ático del hotel los últimos treinta.


Sintió una punzada de dolor al pensar en la agradable anciana. No merecía que le robaran en su propia casa un collar que había estado en su familia durante generaciones. 


Y el hecho de que hubiera ocurrido en el turno de Paula empeoraba aún más la situación.


Había sucedido porque Paula había bajado la guardia.


–Ni mi familia ni yo robamos ese collar –señaló Pedro


Desenchufó la pava cuando empezó a pitar y echó agua hirviendo en la tetera.


–Yo no he dicho que lo hicierais –replicó ella–. Sé quién fue el ladrón.


–¿En serio? ¿Quién?


–Jean Luc Baptiste.


Paula observaba atentamente a Pedro para no perderse su reacción. Él frunció un instante los labios con disgusto y sus ojos brillaron de rabia. Se quitó la corbata y la arrojó sobre la encimera. A continuación se quitó la chaqueta y se desabrochó el cuello de la camisa.


–He oído hablar de él.


Sin la chaqueta, su pecho parecía amplio y musculoso. Y cuando Paula lo vio remangarse la camisa y mostrar los antebrazos bronceados cubiertos de vello oscuro, tuvo que tragar saliva para deshacer el nudo de deseo que se aposentó en su garganta.


–Jean Luc –dijo él– es torpe, arrogante y suele engañar a una mujer para que le ayude.


Paula apretó los dientes.


–Jean Luc se hospedó en el hotel un par de semanas y se mostró… encantador.


¡Y cómo la avergonzaba admitir que se había dejado engatusar por aquel encanto! ¿Pero tan sorprendente resultaba? Él era atractivo, cautivador y muy… francés. La había cortejado, se había mostrado muy atento con ella y Paula se lo había tragado todo. Por lo menos no había sido tan tonta como para acostarse con él. Aunque si aquello hubiera durado una o dos semanas más, quizá lo habría hecho.


Pedro resopló. Llevó las tazas a la mesa, tomó la tetera y la dejó también allí antes de sacar un paquete de galletas de un armario. No habló hasta que se hubo sentado enfrente de ella.


–Jean Luc te engañó.


Paula se sonrojó. Había pasado toda su vida rodeada de policías. Su padre la había educado de modo que tuviera una cierta dosis de cinismo sano. Pero Jean Luc había logrado que se sintiera tan tonta como cualquier víctima de un embaucador.


–Sí.


–¿Y es tan buen amante como le gustaría hacer creer a todo el mundo?


Ella abrió mucho los ojos.


–No puedo saberlo. Ese fue el único error que no cometí.


Pedro soltó una risita.


–Jean Luc debe estar perdiendo facultades. O sea que te utilizó para conseguir información de tu hotel y las medidas de seguridad. Y luego robó la Contessa y desapareció.


Ella suspiró.


–Más o menos.


Pedro movió la cabeza y sirvió el té.


–¿Leche? ¿Azúcar?


–No, gracias –ella levantó su taza y tomó un sorbo–. ¿Por qué eres tan amable? ¿Té, galletas?


–No hay motivo para que no podamos ser civilizados, ¿verdad?


–Oh, no –asintió ella–. La policía y el ladrón sentados a la misma mesa compartiendo galletas. Es casi un cuento de hadas.


–Son buenas galletas –dijo él. Tomó una y empujó el paquete hacia ella.


Paula probó una y no pudo por menos que estar de acuerdo. 


Aquello era muy raro. No era así como había imaginado su primer encuentro con Pedro Alfonso.


–Volviendo a la historia… –dijo.


–Sí. Estoy deseando saber cómo termina.


Ella lo miró con el ceño fruncido. Los ojos de él tenían un brillo que podía ser de humor, pero no estaba segura.


–Abigail no me culpó a mí por el robo –dijo–, pero la junta directiva del hotel, sí. Me despidieron.


–No me sorprende. Bajaste la guardia con un ladrón –Pedro frunció el ceño–. Y ni siquiera es un buen ladrón.


–Eso me consuela mucho, gracias –no solo la habían engañado, sino que además la había embaucado un ladrón al que los demás ladrones no respetaban–. Cometí un error y lo pagó Abigail. Quiero recuperar su collar. No –murmuró–. Necesito recuperar su collar.


Él asintió, como si entendiera el sentimiento que la impulsaba.


–Te deseo mucha suerte.


–Necesito más que suerte. Te necesito a ti.


Él rio con suavidad, movió la cabeza y sacó otra galleta del paquete.


–¿Y por qué me va a importar a mí lo que necesites tú?


–Por esa foto.


El rostro de él se volvió inexpresivo.


–Ah, sí. Tu chantaje.


Paula respiró hondo.


–He hecho averiguaciones. Salí de Nueva York después del robo. Saqué mis ahorros, compré un billete de avión para Francia y he pasado los últimos meses viajando por Europa. Primero busqué a Jean Luc en París, pero no lo encontré.


–Vive en Mónaco.


–¿Lo ves? –ella lo apuntó con un dedo–. Esa es una de las razones por las que te necesito. Tú sabes cosas que yo no sé.


–Muchas –asintió él.


–Como no podía encontrarlo, comprendí que iba a necesitar ayuda –ella se recostó en la silla y volvió a enderezarse porque el respaldo era muy incómodo–. Europa es muy grande y encontrar a un ladrón parecía una tarea imposible. Pero toda la policía del mundo conoce a los Alfonso y vosotros no guardáis en secreto dónde vivís.


–¿Y por qué íbamos a hacerlo? –él se encogió de hombros–. No nos buscan por nada.


Ella optó por dejar pasar eso.


–Quería a los mejores y la familia Alfonso lo es.


–Nos sentimos muy halagados –gruñó él.


–Seguro que sí –ella sonrió–. Fui a Italia, pedí algunos favores a policías amigos míos y conseguí información para encontrar la casa de tu padre.


Paula notó que agarraba la taza con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.


–Entonces lo seguí.


–Seguiste a mi padre –él apretó los dientes.


Ella asintió.


–Estuve días en un hotel cercano y aprendí sus costumbres. 
Es muy amable. Una vez incluso me invitó a un café en su cafetería favorita. Me dijo que tenía un acento precioso y me deseó unas vacaciones felices en Italia.


Pedro suspiró y alzó los ojos al cielo.


–Tu padre es muy atractivo. Me recuerda a alguien.


–George Clooney –sugirió Pedro–. Mi hermana dice que es una versión más vieja e italiana de George Clooney.


Paula sonrió.


–Así es –lo observó un momento–. Tú debiste salir a tu madre.


Pedro hizo una mueca.


–Muy graciosa. ¿Esta historia tiene un final?


–Sí. La foto que le hice fue pura suerte –admitió ella–. Seguí a Nick hasta una fiesta en un palacio cercano y me quedé allí sentada viendo ir y venir a los ricos y famosos. Después de una hora, estaba tan aburrida que decidí marcharme. Y entonces vi a tu padre en el tejado del segundo piso, saliendo por la ventana.


Pedro mordió la galleta con fuerza suficiente como para lanzar migas por toda la mesa.


Paula sonrió. Comprendía su frustración. Ella tenía tíos que en ocasiones la enfurecían tanto como para desear morder acero.


–Él no me vio y se fue directamente a casa desde la fiesta –Paula tomó un sorbo de té–. Hice copias de las fotos, las almacené en distintos lugares y vine a buscarte.


–¿Por qué a mí? ¿Por qué no a mi padre o a Paulo?


–Porque tú eres el que más tiene que perder –dijo ella, mirándolo a los ojos–. Llevo una semana siguiéndote y creo que a la policía de Londres le interesaría mucho saber cuánto tiempo pasas mirando joyerías caras.


Él arrugó la frente y entornó los ojos.


–No he robado nada. Estaba buscando un regalo. Yo creo que la policía tiene cosas mejores que hacer –contestó él.


–Es posible –asintió ella–. Pero tenemos que pensar en la Interpol, ¿verdad? Estoy al tanto de tu trato. Tú te has retirado del negocio, pero tu familia no. Si muestro esta fotografía, tu padre irá a la cárcel y es incluso posible que la Interpol rompa tu trato de inmunidad.


–¿Qué te hace pensar eso?


Ella sonrió.


–Este tema del respeto a la ley es muy nuevo para ti, Pedro
Y no creo que se necesitara mucho para que las autoridades locales dudaran de tu devoción a la honradez.


Él se pasó una mano por el cuello y suspiró pesadamente.


–Muy bien. Dime qué es lo que quieres exactamente.


–Quiero que me ayudes a buscar a Jean Luc y recuperar el Contessa para Abigail Wainwright. Quiero limpiar mi reputación. Cuando tenga eso, te daré la foto de tu padre y desapareceré.








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