jueves, 9 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 26




Estaba sentada en la mesa de la cocina tomando un café, absorta en sus pensamientos, cuando entró Simon hecho una furia. La miró unos instantes y respiró profundamente para intentar tranquilizarse antes de comenzar a hablar con ella.


La noche había sido eterna en la comisaría y necesitaba echarse un rato para olvidar toda la información que tenía en su cabeza y que no era capaz de entender en absoluto.


Se sirvió un café en una taza de loza y se sentó frente a Pau. No tardó en darse cuenta de que ella tampoco había dormido mucho. Tenía los ojos hinchados, la cara cetrina, estaba ojerosa y la piel de las mejillas se le pegaba a los huesos.


Paula observó un instante a su hermano y entendió que estaba enfadado, pero desconocía el motivo. Levantó una ceja de forma interrogante y la expresión de suficiencia que le ofreció hizo que Simon explotara.


—¿Te has vuelto loca?


—No te entiendo.


—Sí, ya lo creo que me entiendes. No eres tan tonta, hermanita. Dime ¿te ha poseído algún espíritu demoníaco que te anula la voluntad y te empuja a hacer estas tonterías que haces últimamente? —preguntó Simon cabreado.


—Yo no hago tonterías. Solo hice lo que debía. Era él y ya está detenido, ¿no? —contestó ofendida.


—¡Paula, estás loca! ¿De veras crees que era él? No entiendo cómo es posible que hayas llegado a ser ayudante del Fiscal siendo tan tonta.


—¡Deja de decir eso! —le espetó nerviosa.


—¡No me da la gana! Tú eres una obstinada idiota y él es inocente, Paula, inocente ¿sabes qué es eso? Cuando alguien no tiene culpa. ¡Inocente!


Ella lo miró como si se hubiera vuelto loco. Su hermano confiaba en Pedro y eso la sorprendía sobremanera. Intentó controlar el torbellino de emociones que tenía en el estómago. No había dormido barajando las posibilidades de que se hubiera equivocado con Pedro. Había algo que no le encajaba en toda esta historia y que él estuviera en medio del pastel desentonaba. Pero por muchas vueltas que le diera, no conseguía ver cuál era la clave de todo y estaba segura de que la tenía delante de sus narices. Aun así, su naturaleza previsora le hacía sospechar, a esas alturas, de cualquiera a su alrededor.


—¿Cómo lo sabes? —preguntó sin mirarlo a la cara.


—Además de porque confío en él y me ha estado ayudando, porque tiene coartadas tan creíbles como las de un inocente. Todas confirmadas.


—¿Está libre?


—Sí, pero se ha quedado en comisaría a rellenar unos papeles. A sus jefes no les ha gustado nada que los llamásemos para confirmar lo que nos contaba. Sospecho que tendrá problemas cuando se marche.


—¿Se marcha? —preguntó alterada.


—Sí. Lo mandan a otra misión.



* * * * *


—Hola, Largo. Tengo lo que me pediste —dijo Mateo al teléfono.


—Bien, dispara.


—No ha sido tan fácil como me esperaba, no creas. Esa tía es difícil de rastrear hasta para un hacker como yo, pero no hay nada que se me resista, amigo.


—No te enrolles.


—Uf, estamos de pésimo humor hoy, ¿no? ¿Tiene algo que ver con cierta morenaza de ojos verdes? —preguntó guasón Mateo al que le gustaba meter el dedo en la llaga.


—Maty…


—Está bien. ¿Estás sentado? Si no lo estás hazlo porque esto te tirará de culo. Linda Trent no es Linda Trent, sino Lindsay Schencil. Y si ese nombre no te dice nada, quizás a tu amiga morenaza de ojos verdes sí le diga algo. El hermano de Lindsay fue juzgado por chantaje y asesinato en primer grado hará ya unos tres o cuatro años. ¿Adivina quién llevó el caso de la acusación? El tío se colgó en su celda unos meses después de entrar en prisión o algo así. De la hermana no he encontrado mucho, solo alguna foto de los Servicios Sociales de cuando eran pequeños. Ahora es Linda Trent, administrativa en la Oficina del Fiscal de Nueva York. ¿A que te he dejado pasmado?


—¡Mierda!

LO QUE SOY: CAPITULO 25



Esa misma tarde, Linda llegó pronto a casa. Había pasado por su restaurante de cocina italiana favorito y había pedido que le prepararan varios platos para llevar. Pensaba sorprender a Federico con una cena romántica y una sesión de sexo del bueno.


Se había comprado un camisón de seda negra casi transparente que se le ajustaba al cuerpo como una segunda piel. Se lo pondría para él. Tenía intención de decirle esa noche que lo amaba y quería que el momento fuera perfecto para que durara en sus recuerdos para toda la vida.


A las nueve de la noche comenzó a preparar la mesa y a calentar los platos en su horno microondas. Encendió algunas velas por el salón y perfumó el ambiente con un vaporizador de esencias nuevo que le había recomendado una de las chicas de la oficina.


Oyó las llaves en la puerta cuando Federico entró en el apartamento. Llevaban poco tiempo juntos, pero Linda le había dado una llave de su casa en señal de confianza y, aunque Federico se había quedado pocas veces a dormir, siempre se marchaba antes, ella insistió en que tuviera la llave por si acaso.


—Estoy en la cocina.


Federico se acercó por detrás y le mordió el cuello sensualmente. Ella gimió mientras removía la salsa para la pasta en un cazo sobre la vitrocerámica.


—Quieto, fiera. Primero cenaremos y luego…


—Mmm..., huele bien —dijo oliendo el pelo de ella—. Tengo hambre. —Le acarició los pechos por encima de la camiseta que llevaba puesta para cocinar. Ella rio y se apartó seductoramente de él para sacar la bandeja de pasta fría que había en la nevera y dejarla encima de la mesa.


Federico gruñó con pesar. Estaba excitado pero también cansado. Le vendría bien comer algo.


Recordó que debía encender el fax para recibir la información que esperaba si llegaba durante la noche. Le iban a mandar a la comisaría la foto de la voluntaria sospechosa de los chantajes pero también había dado el número del fax de casa de Linda para que le enviasen copia allí.


Linda pasó por su lado y le guiñó el ojo mientras le pasaba la mano suavemente por su duro trasero. Su miembro saltó dentro de los pantalones y Federico sonrió agradecido porque pronto satisfaría su necesidad con ella.


—No sé si durarás mucho con eso puesto —le dijo desde el vano de la puerta de la habitación cuando vio la prenda que ella dejaba caer por su cuerpo. Tenía la mirada velada por la pasión que lo envolvía. La habitación ya olía a sexo.


—Al menos la cena, ¿no? —preguntó acercándose sensualmente. Se acariciaba el vientre y las caderas para sentir el suave tacto de aquel maravilloso tejido en la piel.


Cuando llegó delante de él, le besó el cuello sutilmente, aspiró su olor a colonia de hombre y sudor y se excitó tanto que jadeó en su oído para que supiera lo que estaba sintiendo.


Federico reaccionó a su gemido con un hambre voraz. Deslizó las manos por sus caderas subiéndole el camisón hasta la cintura. No llevaba bragas, cosa que descubrió cuando su mano se abrió camino entre sus rizos cobrizos e introdujo un dedo entre sus pliegues ya húmedos y palpitantes.


Ella le desabrochó el cinturón y el pantalón con manos trémulas y deseosas de sentir su carne caliente en los dedos, y cuando encontró su miembro, lo frotó vigorosamente al mismo ritmo que marcaba él entre sus piernas con sus expertos dedos.


Pronto estaban en la cama, enredados en un lío de sábanas, piernas y brazos.


Federico la penetró con urgencia. No podría resistir mucho más sin estar dentro de ella. Lo había excitado desde el mismo momento en que entró a la casa y no tenía intención de muchos preámbulos. Necesitaba su liberación urgentemente.


Linda levantaba las caderas para introducirlo más y más adentro. Lo quería todo para ella, necesitaba sentir a ese hombre como algo propio, solo suyo, y esa era la mejor forma de retenerlo.


Le pellizcaba los pezones con tal fuerza que llegó a sentir un placentero dolor, le mordía los labios hasta sentir el sabor metálico de la sangre en su boca, la embestía con una violencia impensable, y cuando llegó al orgasmo, las olas de placer la arrollaron dejándola sin respiración durante lo que ella pensó que habían sido horas. Él se derramó con una última embestida desesperada que le produjo otro orgasmo cuando aún no había dejado de sentir el anterior.


Después de un rato de caricias y susurros en la oscuridad del cuarto, Linda se acordó de la cena.


—¿Tienes hambre? —le preguntó apoyando su cuerpo desnudo en un codo para poder mirarlo.


—De ti —contestó él rozándole el pezón con un dedo juguetón.


—No —le dio un manotazo—. ¿Quieres que te traiga algo de comer o no? Yo tengo hambre.


—Está bien —dijo con pesar—. Comeré alguna cosa antes de que me desmaye.


Linda dio un salto antes de que él la atrapara por los brazos para ponerla de espaldas en la cama. Con una sonrisa de triunfo por haber escapado, se movió sensualmente por la habitación, desnuda, insinuándose a Federico que ya volvía a tener la verga tiesa.


Fue hasta la cocina pero cuando pasaba por el salón vio que había algo colgando del fax. Un papel. Se acercó y las manos le temblaron cuando lo cogió y vio qué era. Cerró los ojos y una lágrima se le escapó y rodó por su mejilla.


Se la limpió con decisión y arrugó su foto hasta hacerla una bola que enterró en el fondo de la basura de la cocina.


Puso en una bandeja la ensalada de pollo, los canapés de gulas y la pasta fría con salsa y regresó a la habitación donde Federico se había quedado dormido.



LO QUE SOY: CAPITULO 24




El ambiente en la oficina era algo raro desde que habían encontrado al pobre Kalvin Merrywether muerto en el pasillo. 


La gente se miraba con desconfianza, susurraba sobre cualquier cosa y se había evaporado el alegre murmullo de oficina que había caracterizado su lugar de trabajo.


Paula pasó por la mesa de Linda y vio que no estaba. 


Preguntó a su compañera y le dijo que había salido a hacer un recado pero no le supieron explicar dónde. Quería saber si tenía la noche libre para que salieran a cenar, aunque fueran acompañadas de Ángelo y Martínez, que eran ya como de la familia. La esperaría en su despacho.


La recepcionista, a través del interfono, le comunicó que tenía una visita. «Es el señor Alfonso»


—Que espere, por favor —dijo sintiendo que algo le oprimía el pecho en ese momento. ¿Por qué se sentía tan acalorada cuando oía su nombre? Solo era un hombre con el que se había acostado, del que se había enamorado y que le había dejado claro que no podrían tener nada en el futuro. Solo eso.


Oyó voces en el pasillo y de repente la puerta se abrió. Pedro entró hecho una furia y cerró de inmediato, dejando a la recepcionista y a los dos policías que guardaban la puerta, de pie, dando voces.


Paula fue hasta la puerta y apartó a Pedro de un empujón nada cordial.


—No pasa nada, recibiré al señor Alfonso —dijo y cerró suavemente la puerta.


Volvió a su posición de seguridad detrás de la amplia mesa de caoba y se sentó dignamente sin mirar ni una sola vez al hombre que la esperaba de pie en medio de la habitación. Continuó haciendo su trabajo sabiendo que no avanzaría nada mientras él estuviera allí.


—Cuando creas conveniente decir lo que has venido a decir, hazlo, no te cortes. Y luego, márchate, tengo trabajo. —Sonaba decidida y serena pero el temblor de su mano al escribir la delataba. La tempestad estaba dentro y una rabia contenida empujaba en su garganta por salir.


—Mírame —dijo él enfadado—. ¡Maldita sea, Pau, mírame! —gritó.


Ella levantó la cabeza sorprendida y asustada ante aquel arranque de furia masculina, pero no se acobardó mucho más.


—No vuelvas a gritar en mi despacho, ¿me oyes? Ni se te pase por la cabeza volver a darme órdenes como si estuviera a tu merced. Di lo que hayas venido a decir y lárgate.


Pedro barajó diferentes opciones antes de contestar. Respiró hondo y soltó el aire lentamente con la mirada fija en ella. No quería alarmarla con sus sospechas hacia Linda, pero tampoco quería que se confiara pues, si su corazonada se cumplía, Linda estaría detrás de todo el lío. Su otra opción era llegar hasta donde estaba, quitarle la coleta que llevaba para que el pelo le cayera por la espalda y hacerle el amor hasta que todo el rencor y el enfado que le quedaba a ella dentro desapareciese.


Debía reconocer que la segunda opción le gustaba más que la primera, pero ninguna de las dos era la adecuada en ese momento. Tendría que recurrir a su lado más humano para ablandarla y sabía que no iba a ser una tarea fácil.


—Me preguntaba si te gustaría cenar conmigo esta noche en mi casa.


—No —dijo cortante.


—¿Por qué?


—Porque no.


—Eso no es una respuesta.


—Tengo planes —mintió.


—¿Con el tipo de las escaleras del juzgado? —preguntó celoso.


Paula abrió los ojos asustada y lo miró con una mirada tan aterradora que Pedro pensó que había visto un fantasma.


—¿Qué sucede?


—Tú… estabas allí, esta mañana. Tú…


Pedro se dio cuenta tarde de cuáles eran los pensamientos de ella en ese momento. Al reconocer que la había visto esa mañana, pensó que era él quien la estaba amenazando.


Todo encajaba, pensó Pau. Las llamadas empezaron cuando lo encontró en el bar aquella noche. Él sabía los detalles de sus encuentros, sabía dónde se encontraba y con quién. 


Había estado ausente en una supuesta misión y el número de la llamada cuando practicaron sexo telefónico estaba oculto como cuando la llamaba el que la amenazaba. Ese día, en la bañera, cuando sonó el teléfono, ella pensó que era otra llamada de amenaza. Y, de hecho, al principio lo parecía porque no se escuchaba su voz, solo ruidos lejanos como con las otras llamadas.


—¡Oh, Dios mío!


—No, Pau, no pienses eso ni por un minuto. —Pero ya era demasiado tarde.


Por la mente de Paula pasaron miles de imágenes de él acariciándola, consolándola, amándola, dándole un placer que no había sentido nunca, y esas imágenes se mezclaron con la mirada furiosa que él le dirigía en esos momentos. Sin pensar más, apretó el botón del pánico que tenía en el llavero de las llaves y, al instante, Ángelo y Martínez entraron en tropel.


Pedro se quedó sorprendido por la eficiencia y reconoció que el factor sorpresa lo había dejado sin defensa delante de aquellos dos amenazantes hombres.


—Es él —dijo Pau a punto de echarse a llorar.


Los dos policías cogieron a Pedro cada uno de un brazo, se los llevaron a la espalda y le colocaron las esposas. Pedro no opuso resistencia, era absurdo, y movía la cabeza en un gesto de resignación.


—Te estás equivocando, Paula.


Cuando el ascensor llegó a la planta de la oficina y las puertas se abrieron, Pedro solo pudo fijarse en el rostro que apareció dentro dispuesto a salir. Linda levantó la cabeza y se encontró con una mirada aterradora que la estremeció por dentro. Se llevaban a Pedro esposado y eso le hizo gracia aunque no rio. Levantó una ceja de modo interrogante y se apartó para dejar pasar a los tres hombres mientras el resto de la oficina murmuraba y especulaba sobre lo sucedido.


«Un obstáculo menos», pensó Linda cuando se dirigía al despacho de Pau.


La puerta estaba abierta y ella estaba sentada con la cabeza hundida en las manos. Pensó que lloraba pero al oír sus pasos entrar en la habitación, alzó la mirada y Linda comprobó que tenía los ojos secos.


—¿Qué ha sucedido? —preguntó fingiendo un interés que no sentía.


—Creo que es él. El tipo que me ha estado amenazando —dijo compungida.


—¡No puede ser! ¿Él? Pero si estabais juntos, ¿no? —Paula negó brevemente—. ¡Qué cabrón! —exclamó Linda acercándose a Pau y poniéndole una mano en el hombro para consolarla. —Sé que duele, cariño, pero estarás mejor sin él.


—Lo sé, pero no sé por qué tengo la sensación de que me equivoco aunque todo apunta a que es él. Esta mañana me estaba viendo en la puerta de los tribunales cuando he recibido otra llamada de esas.


—¿Qué dices? —preguntó con excesiva sorpresa—. Hay que ver cómo engañan las apariencias, cielo.


Pau se echó a llorar hundiendo de nuevo la cabeza en las manos y Linda sonrió satisfecha por su interpretación.


miércoles, 8 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 23





Tenía una foto de su hermano abrazándola en el centro de la pared. Había hecho esa ampliación pocos días después de que, el muy idiota, se suicidase en la cárcel, y pasaba horas y horas mirándola embelesada. Los dos eran pequeños e inocentes entonces, y no sabían que su madre moriría pocos días después. Era la única persona que le quedaba en el mundo y aquella maldita puta se lo había arrebatado. Ella era la culpable de que se quitara la vida, solo ella debía pagar. Pero se llevaría por delante a todo el que se pusiera en su camino, ya lo había demostrado con creces.


Alrededor de aquella foto se extendía un sinfín de fotografías de Paula. Algunas enteras, otras recortadas, primeros planos, fotos de lejos, con Simon, con su cuñada, con el tal Pedro. Nunca se daba cuenta de que le hacía fotos. 


Esas imágenes le daban la fuerza y el coraje que le faltaban a veces. Verla en ese estado de hundimiento era su sustento de cada día, su fuente de la eterna juventud, porque pronto podría descargar toda su venganza en esa tierna piel perfecta que tanto adoraban los hombres.


Un sonido atrajo su atención en la habitación de enfrente. 


Ahí estaba él. Su Federico, tan cándido e inocente. La noche anterior habían hecho el amor y él le dijo que la amaba, que era la mujer de su vida y que le gustaría formar una familia con ella. Por un momento se sintió conmovida pero no se dejó engañar. Él también la abandonaría antes o después. 


Se había conformado con ella porque no podría alcanzar nunca la cama de la «Gran Señora». Lo había visto en sus ojos todas las veces que hablaba de ella con adoración y devoción infinita. Que hombre más patético, le juraba amor eterno a ella cuando bebía los vientos por otra. Se merecía morir. Pero antes aprovecharía su situación.


Se levantó del sillón y cerró la puerta de la habitación con llave, como siempre. Le había dicho que era el cuarto trastero y que solo guardaba cosas inservibles. Avanzó lentamente los pocos metros que la separaban de la cama y de Federico, que dormía boca arriba, y se sentó a horcajadas sobre él. Lentamente empezó a frotarse contra su miembro que reaccionó a las caricias antes que su mente.


Linda metió las manos dentro de sus pantalones y sacó su verga dura para tocarla con un ansia fuera de lo común. La frotó, arriba y abajo, ejerciendo la presión precisa para que él empezara a jadear.


Vio que la punta se perlaba con algunas gotas de semen y entonces Linda bajó la cabeza y las recogió con su lengua, lentamente, haciendo que Federico gimiera más y más fuerte, y apretara los dientes como si así fuera a detener las sensaciones que la boca de ella le estaban transmitiendo a todo el cuerpo.


—Harás que me corra, Linda, para.


Pero ella seguía, lamiendo, sorbiendo, chupando, dándole un placer que Paula no le daría, pensó.


Ese pensamiento le hizo bajar la guardia, y Federico, con toda la fuerza de su juventud la hizo girar y la dejó de espaldas a la cama. Se miraron una décima de segundo y ella sonrió con una sonrisa amenazante y feroz que puso el vello de punta al inspector.


Bajó la boca para besarla y ella se entregó fieramente, mordiéndole el labio y haciéndole sangre. Lo estaba castigando.


Federico la agarró de los brazos y se los subió a cada lado de la cabeza inmovilizándola. A ella no le gustó e intentó zafarse de las ataduras, pero él se lo impidió.


—Ahora, mi fiera, te quedarás quieta mientras te follo como te mereces por ser una niñita muy traviesa y alterar mis dulces sueños contigo —le dijo en un susurro.


Linda se quedó muy quieta sorprendida por las palabras tan duras y el tono tan brusco que Federico había adquirido en un momento. Quizás no fuera el tonto que ella pensaba y hubiera un futuro a su lado. Quizás podría contarle su plan para hacer desaparecer a Paula, o encubrirla, o ayudarla…


Federico la penetró violentamente y la sacó de sus pensamientos cuando lo único que pudo hacer en ese instante fue disfrutar del placer que despertaba ese hombre en su interior. Fue sexo salvaje, placentero y doloroso a partes iguales, la boca de él le mordía los pezones mientras empujaba cada vez más fuerte. Linda gritaba su nombre cuando él le susurraba bruscamente palabras eróticas que rozaban lo irrazonable. Le mordió el lóbulo de la oreja y su cuerpo se estremeció llegando al éxtasis final. Federico se derramó dentro de ella con un rugido sobrenatural que cortó el aire, denso y cargado, de la habitación de Linda.


Todos sus temores, todas las dudas y vacilaciones que pudieran haber quedado sobre su plan de acabar con la ayudante del Fiscal se evaporaron y una sensación de poder y satisfacción renació dentro de ella al comprobar que ese hombre la deseaba, y si Federico la deseaba era porque la amaba, y si la amaba haría lo que fuera por ella.


Sus respiraciones se serenaron y sus cuerpos se relajaron cuando él salió de su interior y se recostó en la almohada a su lado.


—Eres increíble, Linda —le dijo antes de quedarse dormido.


—No sabes cuánto, cariño, no sabes cuánto —respondió pensando de nuevo que su venganza, el final de todo, estaba cada vez más cerca.



* * * * *


Paula estaba concentrada en los documentos que tenía delante de la mesa. Los había ojeado una y otra vez sin ver nada. Sus pensamientos se desviaban hacia Carmen, hacia Pedro, hacia la persona que la estaba amenazando.


Miró el reloj y vio que era el momento de volver a la sala del tribunal. Ese juicio estaba siendo un verdadero tostón y por mucho que el abogado de la defensa se empeñara en pedir recesos, el chico era culpable e iría a la cárcel.


Pau había hecho su última oferta en cuanto a llegar a un acuerdo y que cumpliera una pena considerable, pero la defensa se empeñaba en afirmar sin remilgos que el chico era inocente y lucharían, estaba segura.


Sonó el teléfono justo antes de salir por la puerta. Miró la pantalla y vio que era Pedro. Colgó. No estaba dispuesta a enfrentarse a él en esos momentos, justo antes de entrar en el tribunal. Volvió a sonar y, de nuevo, colgó. Abrió la puerta y le dijo a Ángelo:
—Guárdame el móvil, por favor. Y llame quien llame, no respondas.


Ángelo y Martínez se miraron con gesto interrogante dirigiendo miradas al pequeño aparato como si no hubieran visto uno igual en su vida.


—Sí, señora —dijo el policía, siguiéndola hasta la puerta de la sala tres de audiencias.


A la salida de los tribunales, Pau iba hablando con un abogado que había conocido hacía un par de años en un juicio. Era un hombre agradable, de unos cuarenta, con un físico bastante aceptable y un poder de convicción en el estrado, brutal. Le había llamado la atención cuando se conocieron porque el hombre siempre tiraba por tierra sus argumentos cuando era abogada y se tenían que enfrentar, pero sin embargo no era capaz de hacerlo desde que ella se convirtió en ayudante del Fiscal del Distrito de Nueva York. 


Mucha gente le había dicho que se sentía atraído por ella y que era probable que también algo intimidado por su posición. Pero ella no dio importancia a ese tipo de chismes de pasillo y dejó de prestar atención al hombre. Unos años más tarde, ahí estaban los dos, hablando como si fueran amigos de toda la vida a pesar del tiempo que llevaban sin verse.


Pedro se fijó en que ella se reía abiertamente con aquel tipo y sintió una punzada de celos. Nunca se había reído así con él, pensó. Pero la verdad es que no habían pasado tanto tiempo juntos como para compartir el tipo de comentarios que la harían sonreír de esa forma. Hizo memoria de los ratos a su lado y siempre le venía la misma sucesión de imágenes: ella con el pelo revuelto gritando su nombre contra la pared, en su cama llevada por la pasión, en la ducha haciéndolo arder de deseo. Siempre eran imágenes de sus relaciones con ella, pero nunca de sus momentos compartidos porque no los había. De repente quiso esos recuerdos más que nada en el mundo. Deseó vivir con ella, tener hijos, llevar una vida simple llena de instantes maravillosos, pero siempre con ella. Se vio cuidando de Paula el resto de su vida y tomó una decisión sin pensar más.


Un taxi se llevó al hombre que la acompañaba y ella quedó esperando en la acera a que llegara su coche. Ángelo y Martínez se encontraban unos pasos más atrás disimulando su escrutinio de la zona mientras leían el periódico de manera fingida.


El teléfono móvil de Pau vibró en el bolsillo de Ángelo que dio un respingo al sentir el suave movimiento pegado a su cuerpo. Lo sacó mirando acusadoramente el aparatito y se lo dio a ella. No se detuvo a mirar quién podía ser. 


Simplemente descolgó y preguntó quién era.


—Otro caso ganado, ¿verdad? Se te ve en la cara de zorra satisfecha, como si el Juez Duffcold te hubiera comido el coño hace un momento. —Paula abrió los ojos como platos y miró a sus acompañantes. Tapó levemente el micrófono del teléfono y dijo en un susurro:
—Es él. Está aquí.


De pronto, los dos hombres se pusieron alerta, mirando fijamente a cualquier persona que estuviera hablando con un móvil en dirección a ellos.


La voz rio fuertemente.


—No, pequeña puta, dile a tus perros que no busquen, que no conseguirán encontrar nada. Te veo, pero tú a mí no.


—¿Qué quieres? —preguntó con decisión.


—¿Qué quiero? —Rio de nuevo—. Verte muerta, puta. Eso es lo que quiero. —Y colgó.


Pedro vio que los dos policías se ponían a buscar algo entre la gente mientras ella hablaba por teléfono con expresión asustada. Supo qué estaba sucediendo al instante y pensó en quedarse en la sombra por si veía algo extraño. Pero lo único que vio fue a Linda acercándose a las escaleras de los tribunales por la calle central. También hablaba por teléfono y llevaba algo más en la mano pero no vio de qué se trataba. 


Volvió su atención a Pau que ya había colgado y cuando Linda pasó por su lado, él la llamó.


—Hola —dijo sorprendida y cauta. Había un brillo extraño en sus ojos—. ¿Estás esperando a Pau?


—Sí, iba a hablar con ella.


—Pues creo que se te escapa —dijo Linda con una sonrisa mirando hacia las escaleras. Paula estaba subiendo en un taxi en ese mismo momento junto a los dos hombres que la acompañaban siempre.


—¡Maldita sea! —exclamó Pedro.


Linda lo miró con una mezcla de pena y satisfacción en los ojos que no gustó nada a Pedro. Había algo en esos ojos que lo ponía nervioso. Un mal presentimiento se instaló en su pecho en cuanto la había visto y ahora le oprimía más y más.


De pronto tuvo una idea.


—¿Me podrías dejar tu teléfono para llamarla? Me he dejado el mío en casa.


Ella vaciló unos segundos. Abrió el bolso que llevaba colgado debajo del brazo, pegado a la axila, miró y lo volvió a cerrar.


—No, no lo he cogido, debí olvidarlo yo también.


Pedro la miró sabiendo que mentía. La había visto hablando por teléfono en la calle. Algo sucedía con esa chica que no le gustaba nada.


—Bueno, pues entonces creo que tendré que ir al despacho para hablar con ella.


—Sí, lo siento.


Pedro hizo un gesto con la mano para despedirse y paró un taxi de inmediato. Algo no encajaba en todo eso.


Cuando se hubo alejado de la zona de los juzgados, sacó su móvil del bolsillo trasero de los pantalones vaqueros y llamó a Mateo.


—¿Tú puedes conseguirme la información que necesito sobre una persona en concreto?


—¿Qué información? —preguntó Mateo con la boca llena. Era la hora del almuerzo.


—Número de la seguridad social, permiso de conducir, facturas, no sé, cualquier cosa que proporcione dirección e identificación.


—Sin problemas, pero necesitaré un nombre y algo más.


—¿Como qué?


—Un teléfono, una cuenta de correo electrónico, algo así.


—Bien, te llamo en un minuto.


Colgó y marcó otro número de inmediato.


—¿Chaves?


—¡Alfonso! ¿Te has equivocado o qué?


—Déjate de tonterías. Necesito el número de teléfono móvil o la dirección de correo electrónico de Linda Trent.


—¿Para qué?


—Eso no te importa. Tú solo dímelo.


—Alfonso, si estás pensando acosar a mi hermana a través de Linda, no voy a participar dándote el medio.


—Simon, la vida de tu hermana está en peligro, lo sé y lo sabes. Necesito el número o el correo de Linda para comprobar una cosa.


—¿Qué ha pasado? —preguntó asustado.


—¡Maldita sea, Simon! Dame lo que te pido y deja de preguntar. No tengo tiempo.


—Está bien. Toma nota. —Simon le dio el número que pedía y la cuenta de correo que tenía de la chica aunque le dijo que no era seguro que siguiera usando la misma. Hacía tiempo que no le mandaba nada.


Pedro le pasó los datos a Mateo y este le prometió que en una hora tendría la información.