martes, 31 de mayo de 2016
DURO DE AMAR: CAPITULO 34
Mi primer sábado de vuelta de Aspen, Guillermo había arreglado para nosotros, ver una función de El cascanueces y estaría esperando en cualquier momento para recogerme.
Me vestí con un vestido de suéter de color rojo vino, medias de color gris y mis botas marrones de caña alta, dejando mi cabello suelto sobre mis hombros. Observé desde la ventana delantera al coche de Guillermo. Por lo general corría a su encuentro en la acera, ya que prefería no tenerlo solo en mi
apartamento. Aunque me gustaba pasar tiempo con él, no estaba lista para dormir con él, con él ni con nadie. Pero hasta ahora, Guillermo había sido muy paciente, conformándose con ligeros besos de buenas noches en su coche cuando me dejaba. Me deslicé en su Lexus, y se inclinó sobre la consola y le dio a mi mejilla un rápido beso. —Te ves bien. ¿Cómo estuvo Aspen?
—Fue agradable. Mucho tiempo en las pistas con mi papá y mucho tiempo en el spa con mi mamá. —Lo dejé en eso. Se sentía un poco extraño hablarle a Guillermo sobre mis padres, ya que trabajaba para mi padre, pero no presionó por detalles. Vestía con un jersey de punto grueso, y yo no podía dejar de reírme. No era el tipo de cosa que un hombre escogía y tenía que ser un regalo de Navidad de su mamá.
Me acomodé en mi asiento y traté de relajarme, a disfrutar el día por lo que era. Aun no me acostumbraba al olor de su coche nuevo. Abrumaba mis sentidos, como si estuviera bombeando a través de las rejillas de ventilación. Nos dirigimos en silencio hacia el teatro y me encontré
bostezando. Las noches sin dormir de las últimas semanas me habían alcanzado.
—¿Te importa si paramos por café antes del show?
Miró el reloj en su tablero. —Si lo hacemos rápido, estará bien.
Unos minutos más tarde, apunté a la señal verde de la cadena de café llegando en la siguiente salida.
Guillermo salió de la carretera y entró al estacionamiento, haciendo fila detrás de los clientes que llegaron primero.
Conté los coches delante de nosotros. Siete. —Mierda.
Guillermo deslizó la palanca de cambios en el estacionamiento y dejó salir un suspiro.
Me quité mi cinturón de seguridad. —Voy a correr dentro. Será rápido.
—Paula, ya estamos en línea. —Miró en el espejo retrovisor—. Y ahora estoy bloqueado.
—No te preocupes, será como una carrera. Tú espera aquí y yo voy dentro.
—Una carrera, ¿eh? —Sonrió.
Asentí y salté fuera del coche. —Sí. Y voy a ganar. Vuelvo enseguida.
Una vez dentro, noté que había sólo dos personas delante de mí en el mostrador.
Un pedazo de pastel. Contemplé mi pedido, recordando que a Guillermo le gusta el chocolate caliente con crema batida, cuando el sonido rico, una risa masculina, encontró mis oídos desde el otro lado de la habitación. Hubo algo sorprendentemente familiar sobre ello y el pánico creció en mi estómago. De mala gana giré y vi a Pedro sentado en una pequeña mesa redonda frente a una mujer.
Deseé poder esconderme, que el suelo se abriera y me trague toda, pero por supuesto eso no pasó. Él no me había notado. Había aún una oportunidad de que pudiera escapar sin ser vista, pero no pude resistir una mirada más.
Pedro era exactamente como lo recordaba, todo músculo duro y rasgos masculinos, una sombra de barba en crecimiento desempolvando su mandíbula. Se inclinó hacia delante, apoyando sus codos en la mesa, escuchando con atención a la mujer. Podía ver sólo su perfil, pero parecía
familiar y mi mente intenté ubicarla. ¿Era una de las niñeras que usaba? Algo sobre el cabello castaño colgando por su espalda tenía mi mente trabajando horas extras. No importaba.
Tenía que salir de aquí.
Di un paso atrás y golpeé directo a una torre de tazas de renos, haciendo vibrar la pantalla.
Pedro escogió ese preciso momento para levantar la mirada.
Sus ojos se posaron en los míos y una línea arrugó su frente. —¿Paula? —Se puso de pie dirigiéndose hacia mí antes de que pudiera contemplar escapar—. ¿Qué estás
haciendo aquí?
—Pedro —murmuré incoherentemente, encontrando su mirada preocupada.
—Sí, es Pedro. —Presionó una palma en mi mejilla—. ¿Estás bien? Te vez un poco sonrojada.
Mis ojos se dirigieron al otro lado de la habitación a la pelirroja en su mesa. Había girado para vernos, y se veía completa, de inmediato supe quien era. Mis rodillas temblaron y una oleada de náusea se estrelló contra mí. Pedro estaba en una cita con la chica de su primer rodaje. Desiree, creo. Me recordé a mí misma respirar, pero poco me sirvió. Mi cabeza nadaba con este descubrimiento.
¿Era ella la razón por la que eligió su trabajo sobre mí?
¿Cuánto tiempo habían estado viéndose fuera del trabajo?
Pedro volvió a mirar a la mujer y espetó una disculpa cortada. —Lo siento. Déjame presentarte a Sara. —Le hizo señas otra vez.
¿Sara? Supuse que Desiree era su nombre artístico.
Cuando se levantó de la mesa, su mano se movió para acunar su hinchado vientre redondo y la comprensión golpeó. Estaba embarazada de varios meses. Mis piernas se salieron de debajo de mí.
Cuando reaccioné, estaba tendida en el piso, Pedro sostenía mi cabeza en su regazo acariciándome con los dedos la frente, mis ojos nebulosos se enfocaron en sus consternados ojos.
—¿Pastelito? —preguntó.
Me moví para sentarme pero sus grandes manos me mantuvieron firme donde estaba. —No te muevas, tuviste una fuerte caída y te golpeaste en la cabeza antes de que pudiera agarrarte. —Me masajeó la parte trasera de mi
cuello donde tenía una parte hinchada.
—Ouch. —Me estremecí por el contacto.
—Eso es lo que pensé.
Cuando recordé que era lo que me había enviado a estrellarme en el piso en primer lugar —ver el vientre embrazado de Sara— un sollozo se escapó de mi garganta y me esforcé por liberarme del agarre de Pedro. No quería que me sostuviera, tratando de consolarme en estos momentos.
Por no hablar que causaba bastante revuelo en la cafetería por la forma que estaba en el suelo.
Pedro le hizo un gesto a una mesera que se acercaba a nosotros para que se fuera, su cara era de preocupación. —Yo la tengo.
—Pedro, déjame levantarme.
Abrió la boca para discutir, pero la determinación en mis ojos debió convencerlo. Me ayudó a levantarme del suelo y me sentó en un sillón de piel frente a la chimenea, limpié las lágrimas de mis mejillas pero el esfuerzo era inútil, las lágrimas se negaban a detenerse.
Sara se movía inquieta a mi lado y escuché a Pedro preguntarle si podía ir por unos pañuelos desechables para mí.
Guillermo entró caminando a través de la cafetería. —Vamos, Paula, vamos a ser… —Se detuvo frente a mí, mirando las lágrimas en mi cara—. ¿Paula?
Mierda, me olvidé completamente de Guillermo, tomé los pañuelos que Sara me ofreció y los presioné en mis mejillas.
Pedro se arrodilló al lado del sillón donde estaba, tomando un pañuelo para ayudarme a limpiar las lágrimas.
—¿Paula qué pasó y quién es este chico? —preguntó Guillermo.
—Lo siento Guillermo—contesté—, él es Pedro.
Los ojos de Guillermo se dirigieron a él, observando cómo estaba arrodillado a mi lado. —¿Este chico?
Guillermo no sabía mucho acerca de Pedro, sólo que era el hombre con el que salía antes de él y que esa era la razón por la que no quería saber nada de alguna relación ahora y debido a la forma en que habían terminado las cosas entre nosotros. Pude ver la sorpresa de Guillermo de que había salido con un chico como Pedro—desaliñado, jeans desgastados, botas de trabajo y un suéter ajustado de manga larga que hacían sobresalir sus bien marcados músculos, y Guillermo era el polo opuesto con el cabello con gel, con saco y mocasines italianos, sentí como si hubiera sido golpeada por un tren.
Pedro miró entre Guillermo y yo. —Voy a llevarla a casa —nos informó a los dos.
Chillé una protesta y Guillermo dio un paso más cerca pero Pedro se puso de pie imponente, se volteó hacia Sara poniendo una mano sobre su vientre y se inclinó para susurrarle algo al oído.
Un dolor apuñaló mi pecho.
Guillermo puso una mano en mi hombro pero se volvió para dirigirse a Pedro.
—No la vas a llevar a ninguna parte, primero que nada, nosotros estamos en una cita. Segundo estoy seguro que eres la razón por la que está llorando justo ahora.
Sara besó la mejilla de Pedro y se dirigió a la puerta. No la culpo por desaparecer, eso sonaba muy atractivo justo ahora.
—No tenemos que ir, Guillermo —Lo último que quería en este momento era ir al ballet que incluía una historia dulce de amor.
—Yo… ah… no te lo dije antes, Paula, pero tengo estos boletos de mi tío, nos uniremos a él y su esposa allá.
Me había engañado para llevarme a una extraña salida, ¿en familia? No había forma de que conociera a su tía y tío ahora o nunca.
—Sólo quiero ir a casa —murmuré.
Los dos me miraron.
—La llevaré a casa —repitió Pedro.
Guillermo suspiró. —De acuerdo, me tengo que ir o llegaré tarde ¿Segura que estás bien con que él te lleve a tu casa?
No era como si tuviera muchas opciones, Guillermo prácticamente me dejó varada a kilómetros de casa. —Está bien, sólo vete, Guillermo.
Se agachó y me besó en la cabeza. —Te llamaré después.
No te molestes, dije para mí.
Nunca había estado en el interior de la camioneta de Pedro antes, la cabina necesitaba una buena limpieza, había botellas de agua que cubrían el suelo y un libro para colorear de Cenicienta en el asiento entre nosotros, olía
como una mezcla de sutil de su perfume y la esencia de un olor picante de hombre después de un día duro de trabajo.
No dijo nada mientras manejada, sólo miraba fijamente hacia enfrente descansando una mano en la parte superior del volante.
Cuando se detuvo en mi complejo de apartamentos, me di cuenta que no le había dado mi dirección y no me la había preguntado. Se estacionó junto mi coche y apagó el motor.
Nos sentamos en silencio por un momento, afortunadamente mis sollozos se habían calmado y ahora eran pequeños hipos. —Gracias por traerme a casa. —Empujé la puerta de la camioneta y bajé con cuidado dándome cuenta que el piso estaba más lejos de lo que había pensado.
Me dio la mano deteniéndome. —Espera, deja que te explique.
No sé qué se apoderó de mí, quizá el cierre que deseaba o mi curiosidad morbosa acerca de su novia embarazada, pero asentí. Envolví mis brazos alrededor de mi cintura preparándome para la explicación.
—Aquí no, invítame a entrar, Pau.
Asentí y lo guié adentro, aventé mi bolsa y llaves en la mesa que está en la entrada y fui hacia el sillón, sin saber cuánto tiempo más podrían aguantarme mis piernas temblorosas, me senté y de inmediato me hice un ovillo en el sillón, esperaba a Pedro estuviera justo detrás de mí pero extrañamente lo escuché hurgando en la cocina.
Levanté la cabeza y lo vi caminar hacia mí con un vaso con jugo de naranja, una caja de pañuelos desechables y un frasco de pastillas para mitigar el dolor. Me tendió el vaso mientras abría el frasco de pastillas, una vez que me las tomé se sentó a mi lado, lo que tenía que decirme debía ser peor de lo que imaginé ya que estaba siendo muy amable conmigo, tal vez Sara estaba embarazada de gemelos, o estaban comprometidos. Maldición ¿Por qué no presté atención a su mano izquierda? No es que importará, me recordé.
Tomé una respiración profunda. —Entonces… ¿cuándo tiene fecha?
Su rostro se retorció con confusión —¿Quién? ¿Sara?
Obviamente, asentí.
—¡Ah! Creo que a fínales de abril.
—Bueno, siento la reacción que tuve… sólo que me tomó por sorpresa — Me disculpe por mi ataque de ansiedad en público pero dibujé la línea de ofrecer mis felicitaciones o abrir una botella de champán.
Pedro estudió mis facciones cansadas y se pasó una mano por detrás del cuello. —Demonios, pastelito, el bebé no es mío.
DURO DE AMAR: CAPITULO 33
El otoño pasó rápidamente y para la primera nevada en diciembre, mi corazón había comenzado a sanar, aunque yo sabía que nunca olvidaría a Pedro. O Lily para el caso.
Todavía los extrañaba a ambos terriblemente, pero mi orgullo no me dejaba contactarlo. Él había hecho su elección. En algunos aspectos, era el mismo patrón de como yo crecí. Mi padre eligió trabajar todo el tiempo y mi madre deshacerse de mí. Sólo pensar en el trabajo de Pedro, la traición se volvía más profunda.
Durante las últimas semanas, de alguna manera caí en la rutina de activas citas con Guillermo. Tal vez fue porque era fácil estar alrededor y aliviaba la sensación de estar sola, o tal vez porque hacía a mi madre era tan ridículamente feliz, pero cualquiera que sea la razón, yo ahora salía con él varias veces a la semana. Me había llevado a paseos a caballo y fuera para almuerzos informales y elegantes cenas. Incluso fue a una cena de domingo en el club ante la
insistencia de mi madre.
Pasé las vacaciones de navidad en Aspen con mis padres, esquiando, comiendo mucho y visitando el spa. Fueron unas buenas vacaciones, pero por supuesto, incluso ahí —al otro lado del país— no pude mantener mis pensamientos de Pedro y Lily. Especialmente después de que él me enviara un pastelito con una nota que decía que me extrañaba sólo unos días antes de irme.
Pasé los primeros días en Aspen pegada a mi celular, segura de que él iba a llamar. Pero la llamada nunca llegó.
Quizá las fiestas o la primera nevada del año lo habían puesto sentimental, eso era todo. Sin embargo, me encontré
acostada en la cama despierta por la noche, preguntándome si debería haberle enviado a Lily un regalo de navidad, o si Pedro les cocinó la cena de Navidad.
Por alguna razón, me deprimió pensar en ellos dos sentados en la pequeña mesa de su cocina con un plato de huevos revueltos y alas de pollo. Me pregunté si les gusta la langosta, que fue lo que mis padres y yo tuvimos. No importa. Necesitaba sacarlos de mi cabeza. Cuando regresase de Aspen, me tiraría de nuevo a mi regular rutina, incluyendo ver a Guillermo otra vez.
DURO DE AMAR: CAPITULO 32
Por qué mi cama de repente se sentía tan fría y vacía sin Paula, estaba más allá de mí. Normalmente no tenía problemas para dormir, por lo general caía exhausto en la cama cada noche y dormía profundamente hasta la mañana.
Ahora estaba en la cama, mirando las hojas de mi ventilador de techo girar, preguntándome si había hecho lo correcto en dejarla alejarse. No sabía si ella habría escuchado si hubiera intentado detenerla. Y demonios, poniéndome en sus zapatos, yo no estaría de acuerdo con ella filmando porno.
Desde que Paula se había ido, la comida había perdido su sabor. Días mezclados en semanas. Y se sentía como si no pudiera hacer ya más una sola cosa bien cuando se trataba de Lily. No tenía ni idea de qué fuera tan difícil hacer albóndigas, pero Lily se aseguró de señalar que yo lo estaba haciendo mal, que así no era como lo hacía Pau, con eso, y con otras cosas también.
Mi único intento, de dejar saber a Paula que todavía estaba pensando en ella, fue recibido con silencio. La idea me golpeó cuando pasé por esa panadería que a ella y a Lily les gustaba. Yo había comprado un solo pastelito blanco, cubierto con una gruesa capa de glaseado rosa, y lo había envuelto para regalo y entregado a ella. En la tarjeta se había leído simplemente, te echo de menos, pastelito.
Mi casa se sentía vacía y fría sin ella. Lily lo notó también, yo sé que ella lo hizo, pero ambos seguimos adelante, a pesar del aplastante peso de la pérdida de Paula. Yo alternaba mi tiempo entre el trabajo y el gimnasio, necesitando un escape de mi propia casa después de que Lily se iba a la cama.
Los recuerdos de estar con Paula, después de poner a Lily en la cama, eran demasiados. Apenas podía mirar mi maldito sofá sin recordar todas las cosas traviesas que le había hecho a ella en ese mismo lugar.
La actividad sin sentido de empujar mis músculos al límite disipaba los pensamientos arremolinados de ella, aunque sólo por un rato. Tan pronto como yo estaba solo en la silenciosa ducha, después de mi entrenamiento, volvía a mi mente. El dulce aroma de ella, sus grandes ojos azules, su pícara sonrisa torcida.
Mi pastelito.
Dejé que el rocío fuerte del agua golpeara mi espalda, y agarré la barra de jabón. Lavé mi pecho, debajo de mis brazos y mi estómago, antes de que mis manos viajaran más abajo. Con pensamientos de Paula ocupando mi cerebro, mi polla saltó a la vida. No lo hagas, hombre, advertí. Yo no quería masturbarme recordándola, deslizándose sobre sus rodillas y chasqueando su pequeña lengua traviesa para probarme antes de chuparme profundamente en la caverna de su boca caliente. El recuerdo era demasiado. Pero no podía evitarlo.
Me imaginé su cara dulce, esa boca llena y la forma en que ella gemía cada vez que yo le hacía una caricia sucia. Mi mano jabonosa encontró mi eje y comenzó a bombear. Duro y rápido, necesitando liberación de los recuerdos inquietantes de ella. Apoyé una mano contra la pared de la ducha, el chorro de agua golpeando contra mi columna vertebral, y cerré los ojos.
—Pau —susurré mientras los chorros de agua caliente brotaban de mí y caían al suelo de baldosas.
domingo, 29 de mayo de 2016
DURO DE AMAR: CAPITULO 31
Maldita sea, justo delante de ella y mi voluntad se estaba
debilitando. Estuve a dos segundos de arrastrarla fuera, estilo hombre de las cavernas, para hacerla decirme lo que estaba en su mente cuando cortó conmigo.
La auténtica sorpresa de Paula al verme me dijo que Martina mintió.
Maldición. No podía creer que creyera en la mentira de que Paula era una miserable sin mí. No parecía miserable, ella se veía preciosa. Tanto es así, que fue como una patada en el estómago, rasgando el aire formado en mis pulmones.
Pero el escuchar la amargura en sus palabras, el ver la furia evidente en sus ojos fue como una dura advertencia de mantenerme alejado de ella.
Lástima que yo no podía.
Su ausencia dejó un agujero de dolor en mí y no tenía miedo de admitirlo. Ahora, si tan sólo pudiera pensar en una manera de convencerla de que yo valía la pena su tiempo.
¿Pero llegaría a confiar en mí otra vez? La mirada muerta que me lanzó en el bar, me dijo que iba a tener una batalla
cuesta arriba. Pero ella valía la pena. Lo era todo. Maldita sea, sonaba como un tonto enamorado.
Mientras la veía desaparecer en el baño, mi mente brevemente registró que sus pantalones vaqueros eran lo suficientemente bajos como para dejar al descubierto una franja bronceada en la parte baja de su espalda, y la tela abrazaba las curvas de su culo. Demonios, hombres más jóvenes se habrían derrumbado por ahora.
Me dirigí al baño detrás de ella. Me recordé que ella había sido la que se marchó esa mañana, dudé que algo de lo que pudiera haber dicho hubieran hecho una diferencia, pero esta noche ella huía otra vez y yo tenía que intentarlo.
Abrí la puerta de la habitación de damas para encontrarla vacía. Pero podía oír suaves sollozos procedentes de la cabina al final de la fila.
—¿Pau? —Toqué suavemente a la puerta—. ¿Podemos empezar de nuevo? ¿Hablar de esa mañana que te fuiste?
Ella sorbió. —No hay nada de que hablar, Pedro. El daño está hecho.
Mis hombros se hundieron. ¿Podría esta cosa entre nosotros realmente estar tan dañada que no había posibilidades de sanar? Dios, esperaba que no.
Un grupo de chicas se abrieron paso en el interior del baño, riendo y charlando. —Oye, no puedes estar aquí —dijo una de ellas—. Tienes dos segundos para salir.
Llamé a la puerta de Paula con más insistencia. —Vamos, déjame entrar.
Silencio.
—¿Pastelito? —rogué, mi voz suave.
La cerradura giró. No esperé a que ella abriera la puerta. La empujé a un lado y de pronto estaba cara a cara con ella en la minúscula cabina. Los círculos oscuros bajo sus ojos me dijeron que no podría estarle yendo tan bien como ella dejaba ver. Pasé un solo dedo sobre el hueco debajo de su ojo. —¿Estás segura de que has estado bien?
Tragó saliva, poniéndose rígida bajo mi tacto. —No puedo hacer esto de nuevo, lo siento.
—Yo también. —Ahuequé su mandíbula, inclinándome más cerca para colocar un beso suave en su boca.
Ella dejó escapar un pequeño gemido, y un pulso de deseo bajó por mi espina dorsal. Dios, ¿por qué tenía que follar con ella? Era perfecta. Todavía no me había alejado, así que me incliné de nuevo y encontré su boca, esta vez separando sus labios para probarla. Mi lengua buscó la suya, no satisfecha hasta que ella me devolvió el beso. Podría haber estado enojada conmigo, pero su cuerpo todavía respondía como yo recordaba, sensual y necesitado. Joder, yo ya estaba duro.
Empujé mis caderas hacia las suyas, sujetándola contra la pared y rozando mi erección contra su vientre.
Llevó sus manos a mi pecho y me empujó hacia atrás. —No puedo. —Su voz era débil, pero sus ojos eran determinados.
Quería empujarla, y sabía que probablemente podría. Pero ella probablemente me odiaría aún más por la mañana si yo hacía eso. —¿Qué puedo hacer? —Le pregunté.
—No hay nada que puedas hacer. —Me rodeó y salió de la cabina, dejándome muy duro y muy decepcionado al verla alejarse de mí una vez más.
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