domingo, 29 de mayo de 2016

DURO DE AMAR: CAPITULO 31




Maldita sea, justo delante de ella y mi voluntad se estaba
debilitando. Estuve a dos segundos de arrastrarla fuera, estilo hombre de las cavernas, para hacerla decirme lo que estaba en su mente cuando cortó conmigo.


La auténtica sorpresa de Paula al verme me dijo que Martina mintió.


Maldición. No podía creer que creyera en la mentira de que Paula era una miserable sin mí. No parecía miserable, ella se veía preciosa. Tanto es así, que fue como una patada en el estómago, rasgando el aire formado en mis pulmones. 


Pero el escuchar la amargura en sus palabras, el ver la furia evidente en sus ojos fue como una dura advertencia de mantenerme alejado de ella.


Lástima que yo no podía.


Su ausencia dejó un agujero de dolor en mí y no tenía miedo de admitirlo. Ahora, si tan sólo pudiera pensar en una manera de convencerla de que yo valía la pena su tiempo. 


¿Pero llegaría a confiar en mí otra vez? La mirada muerta que me lanzó en el bar, me dijo que iba a tener una batalla
cuesta arriba. Pero ella valía la pena. Lo era todo. Maldita sea, sonaba como un tonto enamorado.


Mientras la veía desaparecer en el baño, mi mente brevemente registró que sus pantalones vaqueros eran lo suficientemente bajos como para dejar al descubierto una franja bronceada en la parte baja de su espalda, y la tela abrazaba las curvas de su culo. Demonios, hombres más jóvenes se habrían derrumbado por ahora.


Me dirigí al baño detrás de ella. Me recordé que ella había sido la que se marchó esa mañana, dudé que algo de lo que pudiera haber dicho hubieran hecho una diferencia, pero esta noche ella huía otra vez y yo tenía que intentarlo.


Abrí la puerta de la habitación de damas para encontrarla vacía. Pero podía oír suaves sollozos procedentes de la cabina al final de la fila.



—¿Pau? —Toqué suavemente a la puerta—. ¿Podemos empezar de nuevo? ¿Hablar de esa mañana que te fuiste?


Ella sorbió. —No hay nada de que hablar, Pedro. El daño está hecho.


Mis hombros se hundieron. ¿Podría esta cosa entre nosotros realmente estar tan dañada que no había posibilidades de sanar? Dios, esperaba que no.


Un grupo de chicas se abrieron paso en el interior del baño, riendo y charlando. —Oye, no puedes estar aquí —dijo una de ellas—. Tienes dos segundos para salir.


Llamé a la puerta de Paula con más insistencia. —Vamos, déjame entrar.


Silencio.


—¿Pastelito? —rogué, mi voz suave.


La cerradura giró. No esperé a que ella abriera la puerta. La empujé a un lado y de pronto estaba cara a cara con ella en la minúscula cabina. Los círculos oscuros bajo sus ojos me dijeron que no podría estarle yendo tan bien como ella dejaba ver. Pasé un solo dedo sobre el hueco debajo de su ojo. —¿Estás segura de que has estado bien?


Tragó saliva, poniéndose rígida bajo mi tacto. —No puedo hacer esto de nuevo, lo siento.


—Yo también. —Ahuequé su mandíbula, inclinándome más cerca para colocar un beso suave en su boca.


Ella dejó escapar un pequeño gemido, y un pulso de deseo bajó por mi espina dorsal. Dios, ¿por qué tenía que follar con ella? Era perfecta. Todavía no me había alejado, así que me incliné de nuevo y encontré su boca, esta vez separando sus labios para probarla. Mi lengua buscó la suya, no satisfecha hasta que ella me devolvió el beso. Podría haber estado enojada conmigo, pero su cuerpo todavía respondía como yo recordaba, sensual y necesitado. Joder, yo ya estaba duro. 


Empujé mis caderas hacia las suyas, sujetándola contra la pared y rozando mi erección contra su vientre.


Llevó sus manos a mi pecho y me empujó hacia atrás. —No puedo. —Su voz era débil, pero sus ojos eran determinados.


Quería empujarla, y sabía que probablemente podría. Pero ella probablemente me odiaría aún más por la mañana si yo hacía eso. —¿Qué puedo hacer? —Le pregunté.


—No hay nada que puedas hacer. —Me rodeó y salió de la cabina, dejándome muy duro y muy decepcionado al verla alejarse de mí una vez más.



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