jueves, 28 de abril de 2016

MI CANCION: CAPITULO 12



–Oye, eso ha estado muy bien. ¿Dónde has aprendido a tocar así?


Mauro Casey estaba sentado en el suelo del salón con las piernas cruzadas, descalzo y con el pelo alborotado. Tenía la guitarra apoyada sobre los muslos y observaba a Paula con admiración. Ella acababa de ofrecerle una versión muy personal de una conocida canción. Había hecho todos los cambios de acordes más complejos y también había introducido algunos propios. Se preguntaba si Pedro o Raul la habrían oído tocar…


Paula no solo tocaba «un poco», tal y como había dicho durante la prueba, sino que sabía tocar el instrumento con la soltura de alguien para quien la guitarra era una extensión de sus brazos.


Dejando el instrumento a un lado para beber un sorbo de la bebida que le había dado Mauro, Paula contestó a su pregunta.


–Fui a clases cuando era pequeña. Le di la lata a mi madre hasta que se cansó de oírme y me dejó ir a clase de guitarra. En realidad quería que aprendiera a tocar el piano,
así que yo me comprometí a aprender a tocarlo también –sonrió de oreja a oreja–. Después de un tiempo dejé de ir a clase y seguí aprendiendo yo sola.


Se encogió de hombros. No quería alardear de su habilidad. 


Había aprendido a tocar ambos instrumentos porque había querido. Lo cierto era que la música y los libros se habían convertido en un refugio en el que perderse cuando la vida se complicaba. Gracias a ellos había sobrevivido a momentos tan difíciles como la marcha de sus padres.


Su hermano Daniel siempre había sido el hijo predilecto, el que nunca se equivocaba. Paula apretó los labios y reprimió esa punzada de resentimiento que tan familiar le resultaba ya. Entonces se había sentido abandonada y la música había sido su único anclaje en un mundo en el que todo había perdido el sentido. Muchas veces se había preguntado si había terminado con Sean por ese motivo. Él había entrado en su vida en un momento en el que era especialmente vulnerable y la había engatusado con su sonrisa de niño, sus bromas divertidas y su actitud rebelde.


Mauro se quedó pensativo. Estaba realmente entusiasmado con Paula y todo lo que podía aportar al grupo.


–Lo que acabas de hacer ha estado más que bien, Paula. Sabes tocar muy bien.


–Gracias –la sonrisa de Paula fue tímida, pero agradecida.


Después del humillante incidente que había vivido con Pedro la noche anterior, definitivamente necesitaba ese elogio.


¿Cómo había podido hacer el ridículo de esa manera? Su corazón empezó a latir más lentamente a medida que llegaban los recuerdos. Había sido un error dejarle ver cuánto le deseaba.


–¿Has tenido oportunidad de aprenderte las dos nuevas canciones que te di? –le preguntó Mauro, recorriéndola con la mirada rápidamente.


–Cuando me fui a casa después del concierto, me puse a mirarlas –le dijo ella, reprimiendo un bostezo. Sacó un papel doblado del bolsillo de sus vaqueros desgastados–. ¿Quieres probarlas?


–Sí. Claro. Eso estaría genial –agarró su guitarra de nuevo y comenzó a afinar.


De repente sonó el timbre de la puerta. Mauro se puso en pie de un salto y fue a abrir. Durante su ausencia, Paula aprovechó para recostarse un poco en el butacón donde estaba sentada y estiró un poco las piernas. Sus dedos jugaban de manera inconsciente con las cuerdas y los ojos se le cerraban lentamente. Se preguntaba cómo iba a aguantar durante el resto el día sin…


De pronto sintió que alguien la observaba. Abrió los ojos y ahí estaba Pedro.


Se incorporó de un salto y asió la guitarra como si fuera un escudo.


–Hola.


–Esta tarde no vamos a ensayar. Vamos a salir.


–¿Ah, sí?


Mauro había regresado al salón. La mirada de Paula se dirigió hacia el guitarrista y después hacia Pedro.


–Mauro no –dijo Pedro con rotundidad–. Solo tú y yo. Te voy a llevar de compras.


–Pero no quiero ir de compras.


–Bueno, esto sí que es increíble. ¿Una chica que no quiere ir de compras? ¿Pero dónde has estado durante toda mi vida? –le preguntó Mauro, bromeando.


Pedro no pareció hacerle gracia la broma.


–Ve a por tu abrigo –dijo, con cara de pocos amigos.


Paula se puso tensa.


–Pero Mauro y yo…


–Me da igual. Solo quiero que busques tu abrigo y que te des prisa, por favor. No quiero que tardemos más tiempo del necesario en esto.


Paula no daba crédito a lo que estaba oyendo. La noche anterior él mismo le había sugerido que practicara un poco con la guitarra y por eso había ido a ver a Mauro.


–No puedes entrar aquí sin más y decirme lo que tengo que hacer.


El guitarrista de Blue Sky bajó la vista de repente como si sus zapatos se hubieran convertido en la cosa más interesante del mundo en cuestión de segundos.


–Bueno, pues eso es lo que acabo de hacer –Pedro arqueó una ceja con desparpajo–. Bueno, y ahora, si quieres seguir en esta banda, te aconsejo que hagas lo que se te dice y que lo hagas rápido. Vamos en coche a Londres y a este paso no llegaremos antes de la una. No tendremos tiempo suficiente.


–Tiempo suficiente… ¿Para qué?


Claramente furiosa, Paula se puso en pie por fin, asiendo su preciada guitarra por el mástil como si fuera el cuello de Pedro. Tenía las mejillas rojas y sus ojos verdes parecían en llamas.


Pedro sabía que se estaba comportando así con ella porque estaba enfadado consigo mismo por desearla tanto. La vida podía llegar a ser muy dura. Si hubiera tenido alguna posibilidad de encontrar a una cantante incluso la mitad de buena, se hubiera planteado seriamente la posibilidad de prescindir de ella. Raul y los miembros de la banda sin duda hubieran puesto el grito en el cielo, pero tener que enfrentarse a ellos siempre era mejor que perder el juicio por una mujer.


–¿Pedro?


No contestó de inmediato, sino que la atravesó con la mirada, como si quisiera lanzarle una advertencia. ¿Por qué estaba tan furioso con ella? ¿Qué había hecho para merecer tanta hostilidad?


–Necesitas algo de ropa. Ropa de trabajo. La banda tiene el primer concierto en Londres la próxima semana y tenemos que dejar resuelto este tema. He quedado con una estilista con la que llevo años trabajando… alguien en quien confío mucho. Se llama Ronnie. Raul se ha ido al norte a resolver unas cosas, así que hoy es un buen día para ocuparnos de eso. Y ahora, ve a por tu abrigo, por favor…


Mesándose el cabello, Pedro bajó la mirada un momento. 


Parecía que se le estaba agotando la paciencia. La mente de Paula corría a toda velocidad. ¿Iba a llevarla a comprar ropa?


Si era así, entonces tendría que desfilar ante él, y también ante la estilista. Tendría que cambiarse de ropa una y otra vez en probadores diminutos y acabaría sintiéndose culpable cuando las prendas no le quedaran bien.


¿Era estrictamente necesario que fuera con ella? 


¿Realmente necesitaba una estilista profesional para comprar ropa adecuada? ¿Por qué no confiaba en su propio criterio para elegir el vestuario?


Bastó con mirarle a los ojos durante un instante y enseguida obtuvo la respuesta a todas sus preguntas. Su rostro era pura arrogancia.


Podía quedarse allí de pie, discutiendo con él hasta que se hicieran viejos, pero él seguiría insistiendo en acompañarla.


–Odio ir de compras –le dijo. Dio media vuelta y tomó su abrigo del respaldo del butacón–. Y si piensas que voy a meterme en uno de esos trajes horribles de gata, entonces es que andas muy desencaminado –añadió, y pasó por su lado con indiferencia.



MI CANCION: CAPITULO 11





No había nadie en toda la sala cuyos ojos no estuvieran puestos en la cantante sexy que se paseaba por el escenario. Era una rubia pequeña y con curvas, con unos ojos azules cautivadores a rebosar de perfilador negro. Nikki Drake sostenía el micrófono con fuerza y se hacía dueña del pequeño escenario elevado a golpe de caderas, pero su voz, grave y algo ronca, tampoco dejaba indiferente.


Su cuerpo esbelto y escultural estaba perfectamente dibujado por un vestido de satén negro y ceñido acompañado por un cinturón ancho de color rojo alrededor de su cinturilla de avispa. Sus pechos, grandes y turgentes, estaban bien sujetos por un sostén tipo pushup.


La actuación resultó ser extraordinaria. Mientras la música vibraba a su alrededor, Paula experimentó una descarga de adrenalina increíble, algo que nunca había sentido en un concierto. ¿Era eso lo que Pedro quería para ella? ¿Quería que fuera sexy, enérgica, que llevara ropa ceñida y provocativa?


Tenía la garganta seca y un sudor caliente le corría por la piel. Había demasiada gente en aquel local diminuto. 


Mientras bebía un sorbo del ron con cola que había pedido, Paula se sobresaltó. Pedro acababa de moverse a sus espaldas. De repente le sintió demasiado cerca, pegado a su espalda. Su aliento caliente, con sabor a bourbon, le llegaba desde atrás.


–¿Qué te parece? –le preguntó.


–¿Qué? –Paula fue capaz de pronunciar las palabras a duras penas.


–Nikki y la banda. Claro. ¿A qué creías que me refería?


Paula casi pudo ver la sonrisa de Pedro, aunque no le tuviera delante. Se lo estaba pasando muy bien a su costa.


–Es muy buena. Todos tienen mucho talento. Estoy disfrutando mucho de la música.


–Sin duda alguna, tú cantas mucho mejor. Lo único que tenemos que hacer ahora es encontrar la imagen adecuada para ti.


–Siempre y cuando no tengas pensado meterme en un vestido de esos, no hay problema. Ahí están mis límites, me parece.


Para hacer acopio de coraje, Paula levantó su copa y se bebió lo que le quedaba. La cabeza le dio algunas vueltas en cuanto el alcohol hizo efecto, pero eso no era nada
comparado con la inquietud que sentía ante la creciente cercanía de Pedro.


–Creo que deberíamos buscar algo con un poco más de clase. Sexy… pero con clase.


Paula sintió su mano cerca de la cadera y después sobre la cintura. Sus dedos se deslizaban suavemente sobre la fina seda del vestido blanco que se había puesto. Contuvo la respiración y levantó la mano con la intención de apartar la de él, pero fue en vano. Pedro atrapó sus dedos rápidamente y los sujetó con fuerza. Las palabras que estaba a punto de decir no llegaron a salir de su boca. Cerró los ojos y le sintió acercarse un poco más. Un estremecimiento sutil la recorrió de pies a cabeza cuando él le apartó el cabello para darle un beso en la base del cuello.


La caricia, inesperada, desencadenó emociones que la atravesaron de pies a cabeza y casi la hicieron gemir de placer. Los pezones se le endurecieron y un deseo impaciente comenzó a gestarse en su interior.


Empeñada en recuperar la compostura, no obstante, Paula se puso erguida y se dio la vuelta hacia él.


–No. Por favor, no.


Mientras pronunciaba las palabras, pensó que no tenían sentido. Nada de lo que hacía tenía sentido. El susurro se perdió en el ritmo de la música pulsante y también entre las risas de la pareja que estaba situada junto a ellos.


–¿A qué te refieres? –le preguntó Pedro, tirándole de la mano y atrayéndola aún más hacia él.


La miró a los ojos y todo se desvaneció a su alrededor; la vibración de la música, las ovaciones del público, el tintineo de los vasos de cristal proveniente de la barra… Todo desapareció. En ese momento solo quería hacerle el amor y olvidarse de todo lo demás, pero sabía que eso solo iba a llevarle al desastre. Además, aún no estaba listo para volver a confiar en una mujer, no después de lo que Juliana le había hecho.


Haciendo acopio de todo el autocontrol que fue capaz de encontrar dentro de sí mismo, Pedro deslizó las manos hasta los hombros de Paula y las mantuvo ahí durante unos segundos.


–No quiero hacerte daño –le dijo.


Sorprendida, Paula se mordió el labio e inclinó la cabeza, asintiendo. Se volvió hacia la banda y cruzó los brazos como si quisiera protegerse




MI CANCION: CAPITULO 10




El sonido de un claxon hizo saltar a Paula. Había un coche justo delante de su puerta. Mientras se preparaba a toda prisa para salir, miró el reloj que estaba sobre la repisa. Era mucho más tarde de lo que esperaba. Mascullando un juramento, se cepilló un poco el pelo y se pintó los labios con el nuevo pintalabios color ciruela que se había comprado. La mano le temblaba y, para colmo de males, acababa de darse cuenta de que el tono era demasiado dramático, pero no le quedaba más remedio que sonreír y llevarlo puesto. Ya empezaba a ponerse tensa de nuevo ante la idea de llevarse otra reprimenda por su tardanza. Hubiera sido la tercera vez esa semana y a lo mejor resultaba ser la gota que colmaba el vaso para Pedro.


Corriendo por la casa, agarró su chaqueta de cuero de la silla donde la tenía colgada y se la puso. Tomó su cartera, se la metió en un bolsillo y bajó por las estrechas escaleras como si la persiguieran mil demonios. Sin aliento, se dirigió hacia el ominoso Jeep negro que la esperaba junto a la acera, con el motor encendido.


Pedro se inclinó para abrirle la puerta del acompañante.


–Hola.


Su expresión no revelaba nada y la incertidumbre de Paula se disparó. Iban a ver a una banda esa noche e iba a tener que pasar mucho tiempo con él… y solo con él. Sin duda la experiencia iba a ser una auténtica prueba para los dos.


–Hola.


Había tres asientos en la parte de delante del vehículo, así que Paula se sentó en el más próximo a la ventana de manera automática. Cerró la puerta con fuerza.


–Siéntate a mi lado.


–¿Qué?


Paula se sintió atravesada por su mirada penetrante. 


Hubiera querido aducir algún motivo para negarse, pero la mente se le había quedado en blanco bajo el influjo de su mirada.


–Hoy nos sentimos un poco solos, ¿no? –le dijo, y entonces se cambió al asiento más cercano a él.


Pedro esbozó una sonrisa de oreja a oreja.


–Ya no.


–Bueno, me alegra haberte hecho feliz –al inclinarse para abrocharse el cinturón de seguridad, su cabello color azabache le acarició la mejilla–. Por una vez.


Riéndose a carcajadas, Pedro puso la primera marcha y se incorporó a la vía. Paula debería haber tomado como una buena señal el hecho de que pareciera estar de buen humor esa noche, pero su corazón se lo impedía. El desconcierto y el deseo más repentino ya se habían apoderado de ella, cosa que siempre le ocurría cuando estaba junto a él. 


Además, llevaba todo el día recordando una y otra vez ese beso que se habían dado. La atracción entre ellos no hacía más que crecer y bastaría con una pequeña chispa para desencadenar una conflagración.


Paula no podía evitar mirarle con disimulo de vez en cuando. 


Siempre fiel a su estilo, iba vestido de negro y no parecía haberse puesto nada especial para esa noche, aunque tampoco necesitaba ponerse ropa llamativa para captar la atención de una mujer.


Pedro Alfonso despedía carisma por los cuatro costados. No obstante, como si todo eso fuera poco, tenía ese halo de misterio que acompañaba a una persona que había pasado la mayor parte de su vida rodeada de músicos, alguien que lo había visto todo, peleas entre los miembros, habitaciones de hotel destrozadas, los excesos del alcohol, las drogas, las groupies… y que había sobrevivido para contarlo. Pedro había estado ahí.


Suspirando, Paula se alisó el frente de los vaqueros que se había puesto. ¿Qué pensaría la gente de ella cuando se parara en un escenario a cantar? ¿La pondrían en el saco de las cantantes prefabricadas automáticamente? ¿La creerían una inocente sin experiencia de nada? En ese caso no podían equivocarse más.


Pedro debió de notar su estremecimiento porque en ese momento se volvió hacia ella.


–¿Todo bien?


–Sí. Todo bien.


–Entiendo que tu ropa no se va a convertir en harapos si no te llevo a casa antes de medianoche.


Las mejillas de Paula se enrojecieron de repente. Era evidente que se refería a su hábito de acostarse pronto, si le era posible. Cuando estaba con Sean había vivido largas noches de espera e inquietud. Si le hubieran dado una libra por cada oración que había pronunciado durante esos dos años infelices, a esas alturas hubiera sido una mujer rica.


Cuando no llegaba a casa a la hora habitual, solo podía esperar que la policía no le hubiera detenido, o que un traficante no le hubiera dado una paliza por no pagar, o algo peor. Cuando le mentía y le robaba dinero, rezaba para tener la fuerza suficiente para soportar todo aquello, creyendo que podía rescatarle, salvarle de ese oscuro camino. Pero llegó el día en que comenzó a atacarla, a amenazarla, y finalmente iba a terminar golpeándola.


Había tenido que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para abandonarle, pero lo había conseguido. Había acabado con la relación, antes de que la relación acabara con ella.


–Bueno, hay tantas posibilidades de que eso ocurra como de que te conviertas en el Príncipe Azul.


Para sorpresa de Paula, una sonrisa apareció en los labios de Pedro. No fue más que una pequeña mueca, apenas perceptible.


Frunciendo los labios, Paula miró al frente al tiempo que un aguacero repentino empapaba el parabrisas. Pedro tuvo que activar los limpiaparabrisas porque no se veía nada.


–Y yo que pensaba que íbamos a tener una noche despejada, con una luna romántica y llena de estrellas.


–¿De verdad era eso lo que esperabas?


Encogiendo un hombro, él volvió a sonreír, esa vez con más libertad.


–¿Por qué? ¿Crees que no puedo ser romántico?


–¿Cómo quieres que lo sepa? No te conozco lo bastante bien.


–Bueno, entonces es el momento de hacer algo al respecto, ¿no crees?


Pedro no se volvió hacia ella para mirarla. Las palabras provocativas se quedaron suspendidas en el aire, como un cable de alta tensión a punto de romperse.


–Bueno… –dijo Paula, ansiosa por cambiar el tema de conversación–. ¿A qué banda vamos a ver esta noche? No me lo has dicho.


–Se llaman Ace of Hearts. La cantante principal es Nikki Drake y me gustaría que la vieras. No es la mejor cantante del mundo, pero lo que no tiene en cuanto a registro vocal, lo compensa con su actuación. Es algo increíble. La banda es su vida y se nota.


–¿Y albergas la esperanza de que tome algunas ideas?


La lluvia cesó tan repentinamente como había empezado. 


Pedro la miró un momento.


–Sí. Claro.


–¿La conoces bien? A Nikki, quiero decir.


Al oír la curiosidad que teñía su voz, Pedro sonrió.


–Sí. La conozco bien. Pero conozco bien a mucha gente en este negocio.


No por primera vez, Paula reparó en el hecho de que Pedro era un hombre parco en palabras. Sin embargo, lo poco que decía estaba cargado de significado.


De repente, y de la manera más absurda, se dio cuenta de que había empezado a envidiar a esa chica a la que ni siquiera había visto cantar todavía. Aunque le costara reconocerlo, sabía que hubiera dado cualquier cosa por oírle hablar de ella alguna vez tal y como acababa de hablar acerca de Nikki Drake.


–Bueno, entonces estoy deseando verla –dijo, esbozando una sonrisa que esperaba fuera lo bastante cordial y convincente.



miércoles, 27 de abril de 2016

MI CANCION: CAPITULO 9





Al final de un día cargado de emociones, Paula se hundió en la bañera humeante y suspiró. Las velas arrojaban sombras caprichosas sobre las paredes del cuarto de baño pequeño y humilde.


Cerrando los ojos, aspiró el perfume exótico que despedían las velas, mezclado con su aceite de baño aromático favorito. Deslizó las yemas de los dedos sobre la superficie del agua, trazando dibujos aleatorios, y se dejó divagar un poco. Aunque se hubiera marchado de la tienda, tampoco se había cerrado una puerta porque Lisa le había dicho que podía volver cuando quisiera. Sin embargo, todavía la asustaba la idea de haber dejado algo estable en pos de un empleo que era totalmente lo contrario.


Echándose un poco de agua sobre los hombros, Paula abrió los ojos y observó cómo corrían las gotas de agua sobre su piel, aromatizada por las fragancias que saturaban el aire. 


Frunciendo el ceño, pensó en los ensayos de esa tarde. Pedro no había hecho más que llamarle la atención, reprochándole una falta de concentración. En más de una ocasión, además, había levantado el tono de voz más de la cuenta, tanto que el resto de miembros del grupo había intercambiado miradas de desconcierto, como si no se atrevieran a preguntar qué estaba pasando.


¿Acaso se estaba comportando así con ella porque se arrepentía de haberla besado? Ella no le había pedido que lo hiciera. Puede que no hubiera estado todo lo concentrada que debiera haber estado esa tarde, pero… ¿Qué era lo que esperaba si acababa de dejar el trabajo que le había dado una seguridad de vida durante más de cinco años? No era tan fácil separarse de los sitios y las personas que le importaban.


Al menos Raul y los otros se habían mostrado más comprensivos. Incluso le habían llevado una botella de champán para celebrarlo, pero Pedro no se había unido al brindis que habían hecho durante el descanso. Había tomado su chaqueta de cuero y había salido fuera un rato.


–¡Maldito seas, Pedro Alfonso! Me estoy esforzando todo lo que puedo. Dame un respiro, ¿quieres?


Paula agarró el patito amarillo de plástico que flotaba sobre el agua y lo lanzó con impotencia. El juguete impactó contra el agua, salpicándola. Sin embargo, no fue suficiente para aplacar la ira que crecía en su interior.


De repente, sonó el timbre de la puerta.


Paula masculló un juramento y esperó, decidida a ignorarlo, pero cuando sonó por segunda y tercera vez, ya no fue capaz de quedarse quieta. Salió de la bañera rápidamente, agarró el albornoz azul que colgaba de la puerta y se lo puso, refunfuñando sin parar.


Atravesó el salón, bajó los fríos peldaños de linóleo y se dirigió hacia la puerta principal. ¿Quién osaba interrumpir su pasatiempo favorito de esa manera?


Pedro.


Toda la fuerza que había recuperado tras darse ese balsámico baño la abandonó de repente al verse cara a cara con el inesperado visitante. Iba vestido de negro de pies a cabeza y su silueta se veía realzada por el resplandor dorado de una farola cercana. Ningún otro hombre tenía el poder de alterarla tanto. Su presencia siempre le producía un cortocircuito mental y cada vez que le tenía delante le costaba respirar.


–¿Qué pasa? ¿Ocurre algo? –le preguntó, mirándole a los ojos.


–¿Puedo pasar?


Como la petición la había tomado por sorpresa, Paula terminó asintiendo sin saber muy bien qué hacía. Retrocedió hacia el pasillo poco iluminado, con su papel de pared de estampados dorados y la vieja alfombra roja. Se había recogido el pelo de cualquier manera, pero aún lo tenía muy húmedo y varios mechones se le habían escapado del moño y le caían sobre la mejilla. No había tenido tiempo de secarse apenas, así que también tenía casi todo el cuerpo mojado.


Pedro pasó por su lado esbozando una sonrisita disimulada que no hizo más que agravar la inquietud que ya sentía.


–Por las escaleras –le dijo al tiempo que cerraba la puerta.


–Tú primero –le dijo él, contemplando las escaleras que conducían a su apartamento.


Paula temía que dijera eso y, en ese momento, su peor temor se hizo realidad. Con las mejillas ardiendo, pasó por su lado y comenzó a subir las escaleras.


Cada paso que daba con sus pies descalzos era una agonía, sobre todo porque era consciente en todo momento de la cercanía de Pedro a sus espaldas.


–Entra –le dijo, al llegar al salón.


Pedro miró a su alrededor para no pensar mucho en lo que había ocurrido entre ellos la noche anterior.


Había una antigua chimenea de estilo victoriano en un rincón, ocupada en ese momento por un calefactor eléctrico que sin duda era demasiado pequeño para calentar todo el lugar. Había un jarrón de cerámica de color rosa con hojas de palmera a un lado de la repisa y un sofá rojo con cojines multicolor contra la pared. Encima había una reproducción de Sol ardiente de junio, de Frederic Leighton.


Pedro absorbió toda la información en cuestión de segundos, pero su mirada se vio inevitablemente arrastrada de vuelta a Paula.


Al ver que no decía nada, ella se alisó el frente del albornoz con las manos y señaló el sofá.


–¿Por qué no te sientas? Tengo que ir a vestirme. Me estaba dando un baño cuando llamaste al timbre.


–No hace falta que vayas a vestirte por mí –le dijo él, permaneciendo de pie.


Paula sintió que la cara se le ponía al rojo vivo.


–Todavía estoy mojada.


Nada más pronunciar las palabras, se arrepintió de lo que acababa de decir. Pedro parecía desnudarla con la mirada una y otra vez.


–Quiero decir que tengo que…


Paula sintió que la mano le temblaba. Los ojos de Pedro acababan de oscurecerse hasta límites insospechados. Sentía su mirada sobre los labios.


–¿Qué vamos a hacer, Paula? –le preguntó él en un tono suave.


–¿Sobre qué?


–Sobre nosotros. No finjas que no sabes a qué me refiero. Dios. El beso que nos dimos la otra noche cuando te llevé a casa no fue un beso inocente de buenas noches. Me dio la impresión de que lo habías disfrutado tanto como yo.


–Mira, de verdad que tengo que ir a vestirme. Espérame aquí un momento. Voy a cambiarme, preparo café y después podemos hablar.


Pedro sonrió. Ella le miraba como si estuviera hipnotizada.


–Bien, porque tarde o temprano tendremos que hacer algo al respecto.


Paula sintió que las mejillas se le ponían todavía más rojas. 


Dio media vuelta y huyó hacia el dormitorio para vestirse.


Suspirando, Pedro se dejó caer en el sofá rojo. Agarró un cojín y entonces lo tiró al suelo, enojado consigo mismo. 


¿Qué estaba haciendo allí? Había ido hasta su casa para disculparse por la forma en que la había tratado durante el ensayo, pero nada más verla con ese albornoz, se había dado cuenta de que no llevaba nada más debajo y todo su autocontrol se había ido por el desagüe en un abrir y cerrar de ojos. Impaciente, se puso en pie y comenzó a caminar de un extremo a otro de la estancia. El salón era muy pequeño. 


Había algunas fotos de familia sobre la repisa y también una jarra llena de cristales de colores.


Pedro estaba demasiado distraído como para examinar las fotos de cerca, así que miró a su alrededor. Había una estantería de libros que abarcaba toda una pared, y todas las baldas estaban repletas de libros. Miró algunos de los títulos y vio que la temática predominante era la autoayuda y la filosofía. ¿Se habría interesado por esos temas antes o después de la nefasta relación con el drogadicto? 


Seguramente habría necesitado algún tipo de ayuda para superar el mal trago. Le había confesado que lo había perdido todo, incluyendo su casa.


Sin darse cuenta, Pedro cerró los puños y apretó los dedos hasta que los nudillos se le pusieron blancos.


–¿Qué quieres tomar? ¿Un café? ¿Un té?


La voz de Paula le tomó por sorpresa. Al darse la vuelta, no pudo evitar mirar sus piernas largas y bien formadas. Se había puesto unos vaqueros desgastados y un top de color rosa con botones perlados. Debido a la prisa, se había dejado los dos últimos sin abrochar y la hendidura entre sus pechos quedaba a la vista.


–Ninguna de las dos cosas. ¿Por qué no vienes aquí para que podamos hablar?


Paula accedió y, entonces, reparó en el cojín que estaba en el suelo. Frunció el ceño. Su corazón latía sin ton ni son.


–Hoy he sido un poco duro contigo –todavía de pie en el medio de la habitación, Pedro se frotó la barbilla, cubierta de una fina barba de unas horas–. Siento que te debo una disculpa.


–¿Por qué?


–Porque te he llevado al límite. Me he excedido un poco.


–No tienes por qué disculparte. Sé que tengo mucho por hacer y necesito toda la ayuda y la orientación que me puedan dar. Raul dice que tú eres el mejor, y los demás también. Yo tengo ganas de aprender, Pedro. No te has excedido tanto, y, si lo hubieras hecho, puedes estar seguro de que te lo hubiera hecho saber en el momento.


Apretando los dientes, Pedro intentó contener esas ganas irrefrenables de abrazarla que no era capaz de mantener a raya.


–¿Siempre eres tan razonable? –le preguntó, arqueando una ceja.


–No –le dijo Paula. Una sonrisa asomaba en la comisura de sus labios–. Sean solía decirme que era muy poco razonable todo el tiempo.


–¿Sean?


–Mi ex.


–El drogadicto.


Paula se puso en pie de repente y comenzó a juguetear con los pequeños botones perlados del top que llevaba.


–Bueno, entre otras cosas, también era pintor y decorador, pero no tenía trabajo con regularidad, por motivos evidentes –su expresión fue de dolor momentáneamente–. Pero, como me dijiste, que fuera un adicto no significa necesariamente que tuviera que ser mala persona. Se dejó llevar por las malas compañías. Ese fue el problema principal.


Paula bajó la cabeza y Pedro no pudo evitar dar un paso hacia ella.


–Entonces, ¿fuiste poco razonable porque trataste de alejarle de esos supuestos amigos?


–Sí… Por eso y porque no le daba dinero con la suficiente frecuencia para que pudiera comprarse sus drogas. Yo intentaba no perder la casa. Tenía un piso muy bonito que había comprado con una herencia que me había dejado mi abuela, pero al final me vi obligada a venderla por culpa de Sean. Tenía unas deudas enormes por las drogas.


–¿Y dónde está ahora?


–Cuando rompimos me dijo que se iba a Londres. Su hermano vive allí y se iba a quedar con él una temporada para ver si podía poner algo de orden en su vida. Yo espero que lo haya logrado, pero me alegro mucho de que haya salido de mi vida. Creí que iba a volverme loca estando con él. Ya no sabía ni quién era yo. A veces no puedo ni creerme que haya sido tan estúpida como para confiar en él y creer que cambiaría. Una cosa está clara… No volveré a darle mi confianza a un hombre con tanta facilidad.


Sus ojos color esmeralda emitieron un destello y Pedro tragó con dificultad.


–En cualquier caso, no sé por qué estoy aquí parada, contándote todo esto.


–Yo te lo pedí. ¿Qué me dices de tu familia? ¿Te apoyaron cuando averiguaron lo que te estaba pasando?


–Mis padres y mi hermano están en los Estados Unidos. Él fue el primero que se fue y mis padres fueron detrás. Han montado un negocio allí. De todos modos…


Paula se encogió de hombros y le miró a los ojos un instante.


–No quería que se preocuparan por mí, así que no les dije nada. Me las arreglé yo sola. Ellos querían que me fuera con ellos, pero yo preferí quedarme. Además, siempre me decían que era importante saber mantenerse en pie por uno mismo, y no iba a salir corriendo tras ellos en cuanto tuviera un problema. Quería demostrarme a mí misma que podía darle un giro a mi vida y estar orgullosa de mí misma.


–Bueno, eso es muy loable, pero yo entiendo que las familias están ahí para ayudar cuando algún miembro tiene problemas, ¿no?


–¿La tuya lo hace? ¿Te ayuda cuando tienes problemas?


Pedro no esperaba que le diera la vuelta a la pregunta y, durante una fracción de segundo, se encontró inmerso en un maremágnum de emociones que normalmente intentaba suprimir.


–No… No lo hacen. No pueden hacerlo. No sé quiénes son. Me crié en un centro de acogida para niños.


La mirada de Paula se ablandó de inmediato.


–Oh, Pedro, lo siento.


–No tienes por qué. No tardé mucho en aprender a no depender de la gente para obtener felicidad o bienestar. Sobreviví a la experiencia. Eso es todo lo que necesitas saber. Eso es lo único que tiene que saber la gente.


Paula entrelazó las manos y las retorció un poco antes de hablar.


–Has hecho algo más que sobrevivir, Pedro. Has tenido una vida exitosa.


–¿Eso crees? –la pregunta era dolorosamente irónica.


–Bueno, en cuanto a mi familia, estamos… Digamos que respetamos nuestras diferencias. Ellos tienen su vida y yo tengo la mía.


–¿Quieres decir que no les has dicho que te has unido a la banda?


–Se lo diré… más adelante. Pero ahora mismo no.


Pedro se encogió de hombros.


–Es cosa tuya.


–Dijiste que habías aprendido a no depender de nadie para ser feliz. ¿Pero qué pasa con las relaciones? ¿Te has llevado alguna que otra decepción?


–¿Quién no?


Una sonrisa reticente dejaba claro que lo último que quería era hablar de sus propias experiencias.


Paula, no obstante, respiró hondo y se decidió a hacerle la pregunta que llevaba un tiempo queriendo hacerle.


–Mi amiga Lisa, la dueña de la tienda donde yo trabajaba, me dijo que una vez leyó en los periódicos que habías estado casado.


Tal y como esperaba, Pedro se cerró como un libro.


–Entonces, ¿por qué me preguntas si he tenido alguna relación que no haya funcionado? Es evidente que mi matrimonio no funcionó, si tu amiga leyó algo en los periódicos.


Pedro dejó escapar un suspiro de irritación, pero Paula también detectó algo de cansancio en su voz.


–Supongo que también te habrá dicho que mi esposa me dejó y que se fue a venderles una sórdida historia a los medios.


Paula se sonrojó. De repente se sentía tremendamente culpable.


–Sí… Me lo dijo.


–Entonces, debió de quedarte claro que ese matrimonio fue una mala elección. Mi ex era una mentirosa manipuladora. ¿Qué más quieres saber?


–Por favor, no te pongas a la defensiva. Yo esperaba que me contaras la otra versión de la historia. No conozco los detalles. No he leído nada. Si te soy sincera, ni siquiera te reconocí cuando te vi por primera vez, y no suelo consumir mucha prensa de sociedad. Puedes estar seguro de que no pienso decirle nada a nadie de esta conversación… ni siquiera a mi amiga.


–Entonces, ¿tengo tu palabra?


Con el corazón latiendo a toda velocidad, Paula asintió.


–Claro.


–Se llamaba Juliana. Era una modelo que quería convertirse en cantante de pop. Por aquel entonces, yo no sabía cuál era su mayor ambición. Bueno, en cualquier caso, nos conocimos en una fiesta y salimos unas cuantas veces. Era preciosa y supo captar mi atención muy bien. Durante un fin de semana que pasamos en Roma, fui lo bastante estúpido como para pedirle que se casara conmigo.


Pedro sacudió la cabeza con incredulidad.


–En cuanto nos casamos, empezó a presionarme para que le consiguiera un contrato discográfico. No paraba de decirme que yo era lo mejor que le había pasado y que estaba locamente enamorada de mí. Debería haber sido más inteligente –Pedro dejó escapar una risotada amarga–. Ella no sabía cantar, y cuando se dio cuenta de que yo no iba a ayudarla con su carrera tuvo una aventura con Mel Justice, el guitarrista de la banda de rock más famosa del planeta. Aprovechando que yo estaba de viaje por Suramérica, se fue a vivir con él y, al volver, me dijo que quería el divorcio. Entonces, cuando las cosas llegaron a los tribunales, ella alegó crueldad mental porque yo supuestamente le había prometido que la ayudaría a ser una estrella y no lo había hecho… En la historia que se inventó, yo era una especie de Svengali que se había aprovechado de su inocencia y la había llevado por mal camino. Si las cosas no hubieran sido tan dolorosas para mí y, si no hubiera arruinado mi reputación, casi hubiera resultado gracioso. Bueno, gracias a la ayuda de un abogado americano, pagado por su nuevo novio, logró el divorcio que quería y me obligaron a pagarle un dineral absurdo por daños y perjuicios. Después, se casó con su nuevo amante y se convirtió en la señora Justice.


Aliviado por haber terminado de contar la historia, Pedro se acercó a ella. Dejando escapar un suspiro, le acarició la mejilla con los nudillos y, nada más hacerlo, supo que estaba perdido.


Aunque la hubiera besado, tocarla era toda una revelación. 


Su piel tenía la textura de la seda más pura.


–Bueno, creo que ya he dicho bastante. Gracias por contarme lo de Sean. Espero que no hayas pasado por un mal trago contándomelo.


–No. No tiene importancia –le dijo ella, alejándose un poco y poniéndose a salvo del turbador influjo de su mirada–. Estoy muy cansada –fingió un bostezo, pero entonces se vio asaltada por uno de verdad.


Pedro se puso en pie de inmediato.


–Casi había olvidado lo tarde que es. Sé que no hemos hablado de esta situación que tenemos, pero eso tendrá que esperar. Al final del día, el grupo es la prioridad. Te veo mañana en el ensayo. A las tres, en el sitio de siempre.


–Allí estaré –Paula se puso en pie.


–Muy bien. Me marchó. No hace falta que me acompañes. Conozco el camino.


Paula le acompañó hasta el rellano y le observó mientras bajaba las escaleras.


–¿Pedro?


Él se detuvo al llegar al piso inferior. Levantó la vista hacia ella.


–Gracias por pasarte y por… la pequeña charla que hemos tenido.


–De nada.


Como si tuviera una prisa repentina, Pedro abrió la puerta bruscamente y se marchó dando un pequeño portazo.