jueves, 28 de abril de 2016

MI CANCION: CAPITULO 12



–Oye, eso ha estado muy bien. ¿Dónde has aprendido a tocar así?


Mauro Casey estaba sentado en el suelo del salón con las piernas cruzadas, descalzo y con el pelo alborotado. Tenía la guitarra apoyada sobre los muslos y observaba a Paula con admiración. Ella acababa de ofrecerle una versión muy personal de una conocida canción. Había hecho todos los cambios de acordes más complejos y también había introducido algunos propios. Se preguntaba si Pedro o Raul la habrían oído tocar…


Paula no solo tocaba «un poco», tal y como había dicho durante la prueba, sino que sabía tocar el instrumento con la soltura de alguien para quien la guitarra era una extensión de sus brazos.


Dejando el instrumento a un lado para beber un sorbo de la bebida que le había dado Mauro, Paula contestó a su pregunta.


–Fui a clases cuando era pequeña. Le di la lata a mi madre hasta que se cansó de oírme y me dejó ir a clase de guitarra. En realidad quería que aprendiera a tocar el piano,
así que yo me comprometí a aprender a tocarlo también –sonrió de oreja a oreja–. Después de un tiempo dejé de ir a clase y seguí aprendiendo yo sola.


Se encogió de hombros. No quería alardear de su habilidad. 


Había aprendido a tocar ambos instrumentos porque había querido. Lo cierto era que la música y los libros se habían convertido en un refugio en el que perderse cuando la vida se complicaba. Gracias a ellos había sobrevivido a momentos tan difíciles como la marcha de sus padres.


Su hermano Daniel siempre había sido el hijo predilecto, el que nunca se equivocaba. Paula apretó los labios y reprimió esa punzada de resentimiento que tan familiar le resultaba ya. Entonces se había sentido abandonada y la música había sido su único anclaje en un mundo en el que todo había perdido el sentido. Muchas veces se había preguntado si había terminado con Sean por ese motivo. Él había entrado en su vida en un momento en el que era especialmente vulnerable y la había engatusado con su sonrisa de niño, sus bromas divertidas y su actitud rebelde.


Mauro se quedó pensativo. Estaba realmente entusiasmado con Paula y todo lo que podía aportar al grupo.


–Lo que acabas de hacer ha estado más que bien, Paula. Sabes tocar muy bien.


–Gracias –la sonrisa de Paula fue tímida, pero agradecida.


Después del humillante incidente que había vivido con Pedro la noche anterior, definitivamente necesitaba ese elogio.


¿Cómo había podido hacer el ridículo de esa manera? Su corazón empezó a latir más lentamente a medida que llegaban los recuerdos. Había sido un error dejarle ver cuánto le deseaba.


–¿Has tenido oportunidad de aprenderte las dos nuevas canciones que te di? –le preguntó Mauro, recorriéndola con la mirada rápidamente.


–Cuando me fui a casa después del concierto, me puse a mirarlas –le dijo ella, reprimiendo un bostezo. Sacó un papel doblado del bolsillo de sus vaqueros desgastados–. ¿Quieres probarlas?


–Sí. Claro. Eso estaría genial –agarró su guitarra de nuevo y comenzó a afinar.


De repente sonó el timbre de la puerta. Mauro se puso en pie de un salto y fue a abrir. Durante su ausencia, Paula aprovechó para recostarse un poco en el butacón donde estaba sentada y estiró un poco las piernas. Sus dedos jugaban de manera inconsciente con las cuerdas y los ojos se le cerraban lentamente. Se preguntaba cómo iba a aguantar durante el resto el día sin…


De pronto sintió que alguien la observaba. Abrió los ojos y ahí estaba Pedro.


Se incorporó de un salto y asió la guitarra como si fuera un escudo.


–Hola.


–Esta tarde no vamos a ensayar. Vamos a salir.


–¿Ah, sí?


Mauro había regresado al salón. La mirada de Paula se dirigió hacia el guitarrista y después hacia Pedro.


–Mauro no –dijo Pedro con rotundidad–. Solo tú y yo. Te voy a llevar de compras.


–Pero no quiero ir de compras.


–Bueno, esto sí que es increíble. ¿Una chica que no quiere ir de compras? ¿Pero dónde has estado durante toda mi vida? –le preguntó Mauro, bromeando.


Pedro no pareció hacerle gracia la broma.


–Ve a por tu abrigo –dijo, con cara de pocos amigos.


Paula se puso tensa.


–Pero Mauro y yo…


–Me da igual. Solo quiero que busques tu abrigo y que te des prisa, por favor. No quiero que tardemos más tiempo del necesario en esto.


Paula no daba crédito a lo que estaba oyendo. La noche anterior él mismo le había sugerido que practicara un poco con la guitarra y por eso había ido a ver a Mauro.


–No puedes entrar aquí sin más y decirme lo que tengo que hacer.


El guitarrista de Blue Sky bajó la vista de repente como si sus zapatos se hubieran convertido en la cosa más interesante del mundo en cuestión de segundos.


–Bueno, pues eso es lo que acabo de hacer –Pedro arqueó una ceja con desparpajo–. Bueno, y ahora, si quieres seguir en esta banda, te aconsejo que hagas lo que se te dice y que lo hagas rápido. Vamos en coche a Londres y a este paso no llegaremos antes de la una. No tendremos tiempo suficiente.


–Tiempo suficiente… ¿Para qué?


Claramente furiosa, Paula se puso en pie por fin, asiendo su preciada guitarra por el mástil como si fuera el cuello de Pedro. Tenía las mejillas rojas y sus ojos verdes parecían en llamas.


Pedro sabía que se estaba comportando así con ella porque estaba enfadado consigo mismo por desearla tanto. La vida podía llegar a ser muy dura. Si hubiera tenido alguna posibilidad de encontrar a una cantante incluso la mitad de buena, se hubiera planteado seriamente la posibilidad de prescindir de ella. Raul y los miembros de la banda sin duda hubieran puesto el grito en el cielo, pero tener que enfrentarse a ellos siempre era mejor que perder el juicio por una mujer.


–¿Pedro?


No contestó de inmediato, sino que la atravesó con la mirada, como si quisiera lanzarle una advertencia. ¿Por qué estaba tan furioso con ella? ¿Qué había hecho para merecer tanta hostilidad?


–Necesitas algo de ropa. Ropa de trabajo. La banda tiene el primer concierto en Londres la próxima semana y tenemos que dejar resuelto este tema. He quedado con una estilista con la que llevo años trabajando… alguien en quien confío mucho. Se llama Ronnie. Raul se ha ido al norte a resolver unas cosas, así que hoy es un buen día para ocuparnos de eso. Y ahora, ve a por tu abrigo, por favor…


Mesándose el cabello, Pedro bajó la mirada un momento. 


Parecía que se le estaba agotando la paciencia. La mente de Paula corría a toda velocidad. ¿Iba a llevarla a comprar ropa?


Si era así, entonces tendría que desfilar ante él, y también ante la estilista. Tendría que cambiarse de ropa una y otra vez en probadores diminutos y acabaría sintiéndose culpable cuando las prendas no le quedaran bien.


¿Era estrictamente necesario que fuera con ella? 


¿Realmente necesitaba una estilista profesional para comprar ropa adecuada? ¿Por qué no confiaba en su propio criterio para elegir el vestuario?


Bastó con mirarle a los ojos durante un instante y enseguida obtuvo la respuesta a todas sus preguntas. Su rostro era pura arrogancia.


Podía quedarse allí de pie, discutiendo con él hasta que se hicieran viejos, pero él seguiría insistiendo en acompañarla.


–Odio ir de compras –le dijo. Dio media vuelta y tomó su abrigo del respaldo del butacón–. Y si piensas que voy a meterme en uno de esos trajes horribles de gata, entonces es que andas muy desencaminado –añadió, y pasó por su lado con indiferencia.



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