domingo, 6 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 17





No estaba sola. A través del vaho de la mampara de la ducha, Paula vio a Pedro apoyado en la puerta del baño, con los brazos cruzados sobre el torso desnudo. Estaba tan relajado que parecía una rutina que hiciera todos los días. 


Sin embargo Paula no estaba lo más mínimo relajada; no lo había estado desde que había entrado en el salón y lo había visto con los vaqueros desabrochados mostrando ligeramente el tatuaje. Y bajo ellos, una fuerte evidencia de que estaba excitado, igual que ella. Y lo seguía estando.


Pero no le sorprendía precisamente la visita. Después de todo, ella estaba en su dominio privado y había dejado la puerta entreabierta para que no se empañara demasiado el baño. O aquello era lo que se había dicho, pues en su inconsciente esperaba que Pedro se aventurara a entrar; en silencio se moría de ganas de que se despojara de la ropa y de la resistencia y se uniera a ella para más juegos acuáticos. Pero en vez de ello, él siguió de pie observando, y ella continuó frotándose el cuerpo lentamente, con el mismo jabón que había percibido en la piel de Pedro en más de una ocasión, como si no hubiera notado su presencia. El simple acto de ducharse tomó un significado totalmente nuevo. Se imaginó sus manos diestras sobre ella. Con cada pasada sobre los senos, recordó sus apasionadas caricias. 


Con cada latido, un calor asfixiante la asaltaba en lo más profundo. La cabeza de Paula había empezado a fantasear y su cuerpo a retorcerse al pensar a lo que podía llevar todo aquello.


Pronto se dio cuenta de que a ningún sitio, al terminar de lavarse y ver que él no había hecho el menor movimiento. 


Pensó que quizá no la encontraba atractiva, que quizá no le gustaban las estrías de la parte superior de sus muslos, la ligera redondez de su tripa o sus grandes caderas. Pero él ya había visto todos aquellos detalles en el jacuzzi y entonces no lo habían detenido. Definitivamente algo lo detenía ahora.


Resignada a que no fuera a hacer nada, Paula cerró el grifo, abrió la mampara y tomó la toalla negra. Se secó despacio, siendo aún muy consciente de que la observaba, pero no se atrevió a mirarlo hasta que puso los pies en el suelo de madera con el albornoz. Entonces fingió tranquilidad al levantar la vista después de haberse apretado el cinturón.


–¿He tardado mucho? –preguntó, mostrando indiferencia.


–En absoluto –respondió él, con voz muy profunda y áspera.


–Salgo en un minuto. Solo deja que me dé un cepillado rápido.


Se sentó en el tocador y se peinó los rizos, sin ver mucho más que el reflejo de Pedro en el espejo. Este seguía con la expresión calmada, tan desapasionada como mientras la miraba ducharse, pero sus ojos no traslucían tal calma y control. Estaban oscuros e inquietos, muy inquietos. Ella se giró en el taburete con el cepillo en la mano y él la miró de arriba abajo.


–Te sangra la pierna –le informó, con un rastro de preocupación.


–Lo siento –contestó ella, al ver un caminito rojo que manaba de un pequeño corte en el tobillo–, no me he dado cuenta.


Sin hablar, Pedro fue a ella a zancadas dejándola casi sin aliento y con el corazón latiendo a toda prisa. Se agachó y abrió un cajón y Paula miró el contenido mientras él revolvía; sobre todo se fijó en una enorme caja de preservativos de formato industrial.


El doctor sacó una venda, se arrodilló y se puso el pie sobre la pierna. Ella no pudo olvidar el hecho de que estaba sentada en un taburete con nada más que un albornoz de felpa rosa que le llegaba por las rodillas, con un pie en la pierna de él y el corazón en la garganta. Se le puso la carne de gallina, a pesar del calor que hacía en el baño o de la mirada cálida que Pedro tenía fija en sus ojos.


Después de ponerle la venda, se quedó quieto, como si esperara alguna respuesta. Paula supuso que debía darle las gracias pero fue incapaz de hablar cuando él le empezó a acariciar el empeine con el pulgar. Pedro seguía mirando a Paula en silencio y la tensión era tan espesa como el vapor de la ducha. Ella no tenía ni idea de lo que esperaba pero sospechaba que debía de ser una señal por su parte, algo que le indicara que lo deseaba, y sin duda lo hacía. Con él parecía no importar lo que no debía hacer. Lo único que sabía era que lo deseaba con una urgencia que desafiaba a toda lógica.


Los últimos restos de sentido común de Paula se desvanecieron junto con su respiración normal. Como por sí mismas, sus piernas se abrieron y el albornoz cayó a los lados en una invitación descarada. Sin retirar la mirada de la de ella, Pedro levantó el pie de Paula junto con la cadencia de su corazón. Le dio un dulce beso en el tobillo encima de la venda, luego otro en la pantorrilla y después en la rodilla.


Consciente de su escalada y su posible objetivo, a Paula le costaba respirar mientras él continuaba con su atrevida exploración. No podía sentirse mejor y apretó los ojos mientras él le dejaba con la lengua un camino húmedo y abrasador en la parte interior del muslo. Su boca, tan suave sobre la piel desnuda, generaba un calor tan sofocante que Paula solo podía pensar en lo mucho que lo necesitaba.


En lo más profundo de su conciencia, sabía que sería más prudente detener lo que sabía que él estaba a punto de hacer. Pero su mente estaba tan débil como su cuerpo y tan
flojo como el cinturón que él le desataba. Tuvo que agarrarse a los bordes del taburete cuando él le abrió del todo el albornoz, dejando al descubierto los senos. Al mismo tiempo abrió los ojos y descubrió su boca a escasos centímetros de terreno íntimo.


Paula no reconocía a aquella mujer desinhibida que residía bajo su piel. La antigua habría protestado, se habría cuestionado su raciocinio, la pretensión del médico, o al menos habría mirado hacia otro lado. Pero la nueva versión no podía resistirse a Pedro Alfonso, no podía evitar mirar, ni siquiera cuando él puso los labios entre sus muslos temblorosos, ni cuando le abrió la piel vulnerable con la lengua, le apretó los pechos con sus expertos dedos, o la siguió explorando mientras ella se balanceaba al borde de algo que no estaba segura de poder soportar.


Al ver la escena surrealista, al verlo mirándola, sintió un clímax cegador. La intensa sensación estuvo a punto de hacerla apartarse del tormento de Pedro, pero no pudo. Solo pudo apoyar la barbilla en el pecho mientras se retorcía de puro placer.


Antes de que Paula se recuperara del todo, Pedro la abrazó y le dio un beso que amenazó con disolverla, un cruce de lenguas, dientes y sabores que le afectaron al equilibrio.


Buscando donde agarrarse, lo abrazó por la cintura. 


Necesitaba sentir cada parte de él, cada centímetro, y le abrió la cremallera del pantalón. Como él no la detuvo, le metió las manos en los calzoncillos. Él le puso las manos sobre los hombros y los estrujó cuando ella lo tocó con movimientos firmes.


Al oírlo gemir, Paula creyó que la agarraría y la llevaría a la cama, pero él siguió tocándola del mismo modo en que ella lo tocaba a él, y la besaba con pasión irrefrenable. Ella carecía por completo de voluntad. Un atisbo de aprensión intentó captar su atención, pero no le hizo caso, decidida a concentrarse exclusivamente en su propósito, hacer perder el control a Pedro. Como respuesta, este murmuró unas palabras en su lengua materna, frases que sabía que Paula no entendería. Eran palabras sexuales; la reacción de su cuerpo no necesitaba interpretación alguna. Estaba más duro de lo que hubiera estado en su vida, y más desesperado por ella de lo que hubiera estado por ninguna otra mujer.


Las caricias suaves y sólidas de Paula pudieron con la resistencia de Pedro, lo llevaron al límite y terminaron con su sentido común, sin que él pudiera hacer nada por evitarlo.


Con la mente en una bruma carnal y el cuerpo gritando en busca de alivio, tumbó a Paula en el suelo y se quitó los vaqueros y los calzoncillos. Sacó un preservativo del cajón y dudó, pero la duda se desvaneció cuando ella emitió un sonido de súplica. Entonces lo abrió con los dientes y se lo puso. Sin ninguna formalidad, sin ninguna pausa, se introdujo dentro de ella. El placer extremo que sintió en aquel momento lo expresó en un ronco suspiro mientras luchaba por mantener la compostura. Desinhibidos y sin control, rodaron hasta que Paula se colocó encima, tomando las riendas que él estuvo más que feliz de concederle. Él jugó con los rizos empapados de ella mientras mantenía la mirada firme en la suya, buscando alguna resistencia, alguna señal de que la había malinterpretado. Solo vio el retrato perfecto de una mujer bella y sensual en busca de liberación que se movía con un ritmo erótico y lo montaba como si quisiera robarle la salud.


Decidido a retardar el clímax lo más posible, Pedro se acercó a Paula hasta llegar a sus pezones rosados con la boca, le agarró las caderas y empujó suavemente hasta introducirse por completo en su atrayente calor. Ella se incorporó y echó la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados y los labios temblorosos. Pedro adivinó que estaba próxima a otro orgasmo, y no anduvo muy desencaminado.


A partir de aquel punto, Pedro dejó de pensar, dejó de considerar cualquier cosa que no fuera la salvaje pasión que le bloqueaba todo razonamiento al tiempo que sintió un clímax por todo el cuerpo que lo llevó más allá del reino de la consciencia, donde no existía más que el orgasmo de Paula, que lo metía más dentro.


Un rato después, Paula se tumbó sobre su pecho con la respiración entrecortada. Pedro la sujetó con fuerza y saboreó, entre el aroma a limpio de la ducha proveniente de su cabello de seda y su piel suave, el sabor de ella aún latente en la lengua y en los labios. Paula Chaves era más de lo que había imaginado como amante, hasta en sus sueños más íntimos. A pesar de todo lo que le había hecho a su cuerpo y a su mente, no podía compararse con el hueco que había abierto en su corazón. Había abierto algo en él que nunca hubiera esperado, algo más allá de la satisfacción física, y Pedro sabía que nunca volvería a ser el mismo. 


También reconoció que ella necesitaba algo más que sexo. 


Necesitaba un hombre que la quisiera bien, día a día. Un hombre seguro y estable al que no le importara ceder su libertad para adecuarse a la rutina. No estaba seguro de poder abrirse algún día a un compromiso para siempre, a pesar de que Paula era la única mujer que se había acercado a despertar aquellos sentimientos en él. 


Sentimientos que le aterrorizaba reconocer.


Con tantas preocupaciones en la cabeza, Pedro empezó a arrepentirse de haber cedido a sus instintos. Disfrutaba de un sexo caliente, duro y rápido si la situación lo requería, y en efecto, Paula había participado de buena gana, pero no se lo había pedido exactamente, al menos no de forma verbal. Había llegado a la conclusión de que había empezado él, algo que había jurado no hacer, y había terminado sin importarle lo que ella necesitara, algo lento, tierno y considerado en una cómoda cama y no el suelo de un cuarto de baño, sobre todo la primera vez.


En aquel instante Pedro necesitó alejarse de ella para meditar, para castigarse lo suficiente por haber perdido el control. La quitó de encima despacio, rompiendo todo contacto íntimo y sintiéndose vacío. Se puso de pie y fue a la puerta. Le pesaban las piernas por la satisfacción, pero la cabeza y el corazón le pesaban por el sentimiento de culpa.


Sin recoger la ropa y ni siquiera mirar hacia detrás, murmuró.


–Lo siento.





CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 16




Tras dos largos partos, Pedro llegó pronto a casa el viernes, poco antes del amanecer. Preparó un fuego, se quitó la camiseta y se tiró en el sofá con Gaby. Desde que Paula se había ido a vivir con él hacía dos semanas, apenas se habían visto por sus horarios incompatibles. Habían cenado juntos un par de noches y debía admitir que había disfrutado de las comidas que le había preparado, de sus conversaciones y sobre todo de la forma en que siempre lo hacía sonreír con alguna historia divertida sobre su hijo. 


Apreciaba que siempre lo escuchara cuando había tenido un día duro y apreciaba compartir sus preocupaciones sobre sus pacientes. Pero también había sentido su intranquilidad las veces que, incapaz de resistirse, le había tocado la cara o la mano.


Pedro decidió que debía considerarse afortunada, pues él deseaba tocarla en otros sitios y besarla por todas partes. 


Había luchado consigo mismo para tener las manos quietas, para no ponerse detrás de ella cuando estaba cocinando y él deseaba con todas sus fuerzas subir la temperatura metiéndole una mano por dentro de los pantalones anchos que se ponía al llegar a casa y hacerla reaccionar como lo había hecho en el jacuzzi. Pero había decidido mantenerse firme y dejar que fuera ella quien diera el siguiente paso, aunque aquello lo matara.


Pensar en hacer el amor de verdad con ella lo puso muy duro y lo hizo querer gemir de frustración. Se bajó un poco la cremallera para aliviarse, pero no ayudó mucho. Solo había una cosa que podía ayudarlo, y estaba arriba, profundamente dormida. Se quitó la cinta de la cabeza, apoyó esta en el respaldo del sofá de cuero y los pies en la mesita. Con Gaby a su lado hecha un ovillo, encendió la televisión y puso la teletienda. Normalmente habría puesto algo más interesante o algo que lo ayudara a dormir el par de horas que le quedaban antes de regresar al hospital. Pero en aquel momento tenía todos sus pensamientos en Paula, en el hecho de que estaba arriba en la cama, sola, y que él estaba en el sofá ardiendo en deseos por ella.


Pero había hablado muy en serio cuando le había dicho que no harían el amor hasta que ella fuera a él. Tenía que ser una decisión consciente la que la llevara a su cama. Tenía que decidir que estaba dispuesta a entablar una relación que podría no consistir más que en dos adultos disfrutando de su intimidad. Deseaba poder ofrecerle algo más, pero no estaba seguro de poder. Una parte de él temía la falta de libertad, pues había renunciado a mucha en su vida. Pero lo más importante era que no estaba seguro de estar hecho para el matrimonio o la paternidad, pues su propio ejemplo no había sido nada satisfactorio. A veces había pensado en jugar aquel papel, pero nunca había encontrado una mujer que despertara en él sentimientos que lo llevaran a un compromiso serio.


Salvo la mujer del piso de arriba. Quizá por ello le empezaba a asustar tanto tener a Paula Chaves en su vida. Se había equivocado al pensar que podría llevar bien tenerla allí y no tenerla del todo. No le gustaba su propia debilidad, pero tampoco quería dejarse llevar por el deseo sin saber a ciencia cierta que ella estaba dispuesta a aceptar las condiciones. Pero dudaba de cuánto tiempo podría mantenerse fuerte ante su presencia, tanto emocional como físicamente.


Gaby aulló, giró la cabeza a un lado y se quedó mirando a la puerta. Pedro miró por encima del hombro para ver dibujada la figura de Paula, vestida con una camiseta de franela hasta los muslos y calcetines, y el pelo un maremágnum de rizos. 


No recordaba haber deseado a nadie como la deseaba en aquel momento. Se le había empezado a calmar el cuerpo hacía solo unos minutos hasta que apareció ella y este volvió a cobrar vida. Si hubiera sido un caballero, se habría tapado con un cojín, pero por el aspecto de Paula no parecía que esta se fuera a dar mucha cuenta.


–¿Qué haces levantada tan pronto? –le preguntó cuando ella se sentó en el rincón del sofá.


Cuando inconscientemente se llevó una mano al torso descubierto, la mirada de ella siguió el movimiento y bajó por el abdomen hasta donde los vaqueros estaban abiertos a medias, lo cual lo hizo sentir más incómodo.


–¿Qué haces levantado tú? –preguntó ella, desviando la vista al televisor.


–Todavía no me he acostado; de hecho, acabo de llegar a casa. He tenido una noche muy movida así que aún tengo un subidón de adrenalina.


Tenía también un subidón de ella, de imaginarse quitándole el camisón despacio y haciendo el amor durante mucho tiempo y de forma salvaje frente a la chimenea. La llama se había apagado pero el fuego bajo su cinturón generaba suficiente calor para calentar toda la ciudad. Paula se estiró y bostezó.


–No podía dormir más. Demasiadas cosas en la cabeza, supongo.


–¿No va bien el trabajo? –preguntó él, cuya preocupación por ella al verla tan afligida lo ayudó a calmar sus ansias.


–El trabajo va bien –contestó ella, agitando la cabeza–. Ayer recibí una carta de mi madre y Jose.


–¿Algo va mal? –preguntó él, con creciente preocupación.


–No demasiado. Jose va bien en el colegio, con sobresalientes, pero tiene un pequeño problema con hablar en clase –explicó, y sonrió–. Lo ha sacado de su padre.


–Echas de menos a tu hijo –dijo Pedro, tras quitar los pies de la mesa e incorporarse.


–Lo echo de menos todas las noches y todos los días, sobre todo cuando hace frío. Me recuerda a cuando nació, en noviembre. El día que lo llevé a casa hacía un grado en la calle. Era tan pequeño y yo estaba tan asustada. Pensar en moldear una vida es sobrecogedor, pero me gusta recordar aquel día en que éramos solo él y yo, empezando a conocernos.


–¿Y tu marido?


–Oh, estaba fuera celebrando que había tenido un hijo. Empezó a celebrarlo ese día y siguió durante una semana.


–Pero estuvo contigo en el parto.


–La verdad es que no. A Adam no se le daban muy bien esas cosas, pero tuve suerte y solo fueron cuatro horas de parto.


–Tuviste suerte en el parto. No puedo decir lo mismo sobre tu elección de maridos.


–Era un embaucador con labia –dijo, y señaló con la cabeza a la televisión donde el presentador resaltaba las virtudes de un limpiador–. Como ese tipo. Lo que te cuenta suena muy bien y pronto descubres que has comprado un producto con taras. Aprendí que cuando algo parece demasiado bueno para ser verdad, lo más seguro es que sea así.


Con cada revelación, Pedro despreciaba cada vez más al ex de Paula sin siquiera conocerlo. Pero lo que sí sabía era que lo que ella le contaba era cierto, justificación suficiente para su odio.


–¿Te dio ese bastardo alguna vez lo que necesitabas?


–Me dio a Jose.


–Debería darte dinero.


–¿De dónde lo iba a sacar, de su cara bonita? –dijo, con la voz airada de una mujer desdeñada–. Fue incapaz de mantener un empleo cuando yo iba a la escuela; dudo mucho que tenga uno ahora.


–¿Ibas a la escuela cuando nació el niño?


–Escuela de Medicina, a segundo. Así es como terminamos en San Antonio.


–¿Escuela de Medicina? –preguntó él, a quien lo había sorprendido sobremanera.


–Sí; no es que pensara tener un niño entonces –contestó ella, agarrándose las piernas con las manos–. Quería esperar a terminar pero… Creí como una tonta que con un hijo Adam se relajaría un poco, pero es obvio que me equivoqué.


–Obvio. Pero no te arrepientes de haberlo tenido.


–No, él es mi vida.


–No tenía ni idea de que quisieras ser médico –dijo él, enfermo por su repentina sensación de no ser adecuado para ella, de lo poco que le podía ofrecer.


–Hay un par de cosas que no sabes sobre mí.


–Me gustaría saber más sobre ti, Paula –se encontró diciendo con sinceridad.


–Creo que nos hemos saltado un par de pasos –dijo ella con una sonrisa–, teniendo en cuenta que ya sabes cómo soy desnuda.


–La oferta respecto a Jose sigue en pie –le volvió a ofrecer Pedro, a quien le había sobrado el último comentario–. Así podría estar contigo todos los días.


–De verdad te lo agradezco –suspiró ella–, pero ya te dije que debe acabar el curso allí.


–Vale, pero si cambias de opinión quiero que sepas que será bien recibido.


Para sorpresa de Pedro, Paula se levantó, fue al sofá y se inclinó sobre él.


–¿Te vas a ir a la cama pronto? –le preguntó.


–Dentro de un rato –contestó él, que deseaba irse a la cama con ella, pero no si ella no lo invitaba.


–Supongo que estás muy cansado, ¿no?


–¿Necesitas algo? –preguntó él, que pensaba que no estaba lo suficiente cansado como para que, si se lo pidiera, no hicieran el amor hasta que amaneciera en un par de horas.


Se hizo un largo silencio en el que ella permaneció de pie mordiéndose el labio inferior, y en que a Pedro le costó mucho no agarrarle las manos, sentarla a horcajadas sobre él y hacerle saber que necesitaba estar dentro de ella más que dormir. Por un momento pensó que de verdad iría a él y le calmaría el dolor casi insoportable de la entrepierna. El momento terminó cuando ella retiró la mirada.


–La verdad es que tengo que decirte una cosa, pero puede esperar; necesitas descansar.


–Unos minutos más no van a cambiar nada –dijo él, que además de necesitarla en un modo muy básico, necesitaba saber lo que le preocupaba.


–Es sobre Allison Cartwright –dijo ella al fin, tras sentarse en la otra esquina del sillón–. Creo que ha decidido tener el niño en el Centro.


–Entiendo sus motivos –contestó él, que no parecía muy sorprendido.


–Pero estás enfadado.


–Enfadado no, preocupado.


Pedro –dijo ella, acercándose a él, que sintió su aroma y la imaginó bajo él–, te prometo que estará bien. El embarazo está yendo muy bien, ¿no?


–Sí –replicó él, que no podía ocultar su aprensión más que su deseo por Paula, y fijó la mirada en la televisión–. Pero puede pasar cualquier cosa.


–O puede no pasar nada salvo que nazca un niño sano. Los dos lo sabemos.


Pedro notó que lo estaba escudriñando con la mirada, pero en aquel momento estaba demasiado cansado para discutir, demasiado herido para pensar en otra cosa que no fuera escapar antes de apagar toda su frustración tomando a Paula entre sus brazos e intentando persuadirla.


–Solo prométeme que si pasa algo me la traerás al hospital.


–Te llamaré si pasa algo, pero sinceramente lo dudo.


–Bien –aceptó él, y se levantó, para darse cuenta de hasta dónde llegaba su agotamiento.


Pedro –lo llamó Paula, con una voz dulce que hizo levantar de nuevo su libido.


–¿Sí?


–¿Sabes? Aún podrías estar en el parto si quieres.


–No, gracias.


–Espero que algún día tengas la suficiente confianza en mí para contarme qué te pasó para que te opongas tanto a los métodos no hospitalarios.


–No me pasó nada –dijo, excepto que había visto morir a una joven cuando apenas tenía edad para verla dar a luz–. Solo considérame extremadamente cauteloso.


–¿Vas a tu habitación?


–Antes voy por el periódico y a tomarme un café.


–Entonces tengo que pedirte un favor.


–Dispara.


–¿Te importa que use tu ducha? No tardaré mucho.


–Ningún problema.


Sí era un problema. Saber que Paula estaba en su ducha, desnuda y mojada, no lo dejaría dormir en absoluto. Pero aquello no le iba a impedir negárselo; de hecho, empezaba a pensar que le iba a costar mucho negarle cualquier cosa.



CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 15




La tarde del lunes siguiente Paula pensó en las dos largas noches sin descanso que había pasado, mientras se preparaba para su paciente. Había sido un día igualmente caótico. Al abrir el agua caliente de la pila de la consulta la asaltó un flash back de luces azules, manos expertas, piel desnuda y el paraíso.


Se tropezó con el tensiómetro, tiró la pizarra y volcó el café, que por suerte rodó hasta el lavabo, evitando que la moqueta se empapara, y evitándole a Paula una serie de juramentos dedicados a Pedro Alfonso.


Tenía que dejar de pensar en él y en lo que había pasado en la noche del sábado, tanto como en lo que no había pasado, que era lo único que tenía en la mente desde que se había levantado al amanecer, sola.


Suponía que debía agradecerle a Pedro que no hubiera cambiado de opinión y no hubiera ido a buscarla, pero no era así. Por poco sensato que le pareciera, lo habría recibido dentro de su cama y de su cuerpo sin pensarlo dos veces, y probablemente no sin arrepentirse.


Sí, debería estarle agradecida por haberse mantenido alejado y por haberla esquivado también el día anterior. Pero en lugar de ello, estaba frustrada y necesitada y aún lo deseaba tanto como hacía dos noches. Tanto como la primera noche cuando la había besado.


–Perdona –la interrumpió Allison Cartwright, que llamaba a la puerta abierta–. ¿Tienes un momento?


–Entra –contestó Paula mientras se secaba las manos, deseando poder deshacerse con la misma facilidad de los pensamientos sobre Pedro–. Mi próxima paciente no llega hasta dentro de diez minutos. ¿Qué pasa?


Allison entró a zancadas y dejó caer su ligero cuerpo en una silla, soltó un suspiro forzado y estiró las largas piernas.


–Se me están empezando a hinchar los pies y las caderas están tomando proporciones peligrosas, y voy al baño cada cuarto de hora porque creo que el niño está sentado en mi vejiga. Pero está bien, porque en unas seis semanas lo tendré aquí y le perdonaré todo.


–¿Sigues convencida de que es niño?


–Me apuesto lo que quieras –dijo Allison, dándose golpecitos en la tripa–. Es tan activo que no puedo evitar pensar que va a ser futbolista.


–Siempre puedes averiguarlo con una ecografía.


–No, quiero que sea sorpresa.


–Por cierto, ¿has visto últimamente al doctor Alfonso?


–Precisamente de eso es de lo que quería hablarte, del doctor Alfonso.


Paula intentó no pulsar aún el botón de alarma interno, pero no pudo evitar preocuparse por que la gente supiera ya dónde vivía. Lo cual le pareció ridículo, pues pensó que Allison no tenía forma de saberlo ya que trabajaba al otro lado de la ciudad. A menos que se lo hubiera contado Pedro, lo cual no era probable.


–¿Qué pasa con el doctor Alfonso?


–He decidido tener el niño aquí en el centro, siempre que seas tú quien me atienda en el parto. Pero no sé cómo decírselo, ha sido tan bueno conmigo y es un gran médico, pero la verdad es que no quiero tener a mi hijo en el hospital.


–¿Estás completamente segura? –dijo Paula, después de acercarse a ella–. Me habías dicho que estabas pensando en usar la epidural y sabes que aquí no la proveemos.


–Estoy segura. Y ya no me preocupa tanto el dolor porque sé que estarás conmigo. Si te soy sincera, hay otros motivos por los que no quiero tener al niño en el Memorial.


–No tienes por qué decírmelo –dijo Paula, frunciendo el ceño–, pero ¿tiene algo que ver con el padre del bebé?


–Podría decirse –titubeó Allison–, pero preferiría no hablar más.


–Entiendo –contestó la comadrona, a quien pareció obvio que el padre trabajaba en el hospital, y se preguntó si estaría casado, lo cual le daba mucha pena, aunque le costaba creer que Allison hubiera caído en aquella trampa, pero sabía por experiencia lo persuasivos que podían ser los hombres, y lo decepcionantes–. ¿Quieres que le comunique yo al doctor Alfonso tu decisión?


–Para ser justa tengo que decírselo yo, pero si pudieras, digamos, allanarme el camino para que no le pille tan de sopetón.


–Ningún problema –dijo, aunque no le hacía gracia–. Se lo mencionaré esta noche.


–¿Esta noche?


–Eh, ah, sí –titubeó ella, que no sabía cómo salir de aquello–, si lo veo esta noche, por algún motivo. Es posible, si hay alguna razón para que lo vea esta noche.


–Creo que la comadrona protesta demasiado –dijo Allison con una sonrisa, e, inclinándose hacia delante, bajó la voz–. ¿Es tan bueno como parece?


–No lo sé –contestó ella, que estaba sudando por todo el cuello.


–¿Estás segura?


–Uy, mira –cortó Paula mirando el reloj–, va a llegar mi paciente.


–De acuerdo, enfermera Chaves –dijo Allison, que se levantó de la silla con un estilo que Paula siempre había deseado tener y se dirigió a la puerta. Rodeó el pomo con sus finos dedos y se volvió a Paula con una sonrisa ladina–, no te voy a molestar puesto que todos tenemos derecho a nuestros secretos. Pero en cuanto averigües lo bueno que es el doctor, no te olvides de contármelo.


Con aquello se marchó. Paula se resistió a echarse agua por la cara para refrescarse el repentino sudor. Entonces pensó en agua, agua relajante y caliente, burbujas enroscándose alrededor de su cuerpo, dedos suaves sobre su piel tierna…


Se llevó las manos a las mejillas como si intentara sacudirse los recuerdos, y maldijo a Pedro. Pensó que en cuanto lo viera se preocuparía por comentarle lo de Allison Cartwright. 


Y le dejaría muy claro que se habían terminado los juegos, así que sería mejor que guardara las distancias. Solo deseó recordar guardarlas ella también.