domingo, 6 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 16




Tras dos largos partos, Pedro llegó pronto a casa el viernes, poco antes del amanecer. Preparó un fuego, se quitó la camiseta y se tiró en el sofá con Gaby. Desde que Paula se había ido a vivir con él hacía dos semanas, apenas se habían visto por sus horarios incompatibles. Habían cenado juntos un par de noches y debía admitir que había disfrutado de las comidas que le había preparado, de sus conversaciones y sobre todo de la forma en que siempre lo hacía sonreír con alguna historia divertida sobre su hijo. 


Apreciaba que siempre lo escuchara cuando había tenido un día duro y apreciaba compartir sus preocupaciones sobre sus pacientes. Pero también había sentido su intranquilidad las veces que, incapaz de resistirse, le había tocado la cara o la mano.


Pedro decidió que debía considerarse afortunada, pues él deseaba tocarla en otros sitios y besarla por todas partes. 


Había luchado consigo mismo para tener las manos quietas, para no ponerse detrás de ella cuando estaba cocinando y él deseaba con todas sus fuerzas subir la temperatura metiéndole una mano por dentro de los pantalones anchos que se ponía al llegar a casa y hacerla reaccionar como lo había hecho en el jacuzzi. Pero había decidido mantenerse firme y dejar que fuera ella quien diera el siguiente paso, aunque aquello lo matara.


Pensar en hacer el amor de verdad con ella lo puso muy duro y lo hizo querer gemir de frustración. Se bajó un poco la cremallera para aliviarse, pero no ayudó mucho. Solo había una cosa que podía ayudarlo, y estaba arriba, profundamente dormida. Se quitó la cinta de la cabeza, apoyó esta en el respaldo del sofá de cuero y los pies en la mesita. Con Gaby a su lado hecha un ovillo, encendió la televisión y puso la teletienda. Normalmente habría puesto algo más interesante o algo que lo ayudara a dormir el par de horas que le quedaban antes de regresar al hospital. Pero en aquel momento tenía todos sus pensamientos en Paula, en el hecho de que estaba arriba en la cama, sola, y que él estaba en el sofá ardiendo en deseos por ella.


Pero había hablado muy en serio cuando le había dicho que no harían el amor hasta que ella fuera a él. Tenía que ser una decisión consciente la que la llevara a su cama. Tenía que decidir que estaba dispuesta a entablar una relación que podría no consistir más que en dos adultos disfrutando de su intimidad. Deseaba poder ofrecerle algo más, pero no estaba seguro de poder. Una parte de él temía la falta de libertad, pues había renunciado a mucha en su vida. Pero lo más importante era que no estaba seguro de estar hecho para el matrimonio o la paternidad, pues su propio ejemplo no había sido nada satisfactorio. A veces había pensado en jugar aquel papel, pero nunca había encontrado una mujer que despertara en él sentimientos que lo llevaran a un compromiso serio.


Salvo la mujer del piso de arriba. Quizá por ello le empezaba a asustar tanto tener a Paula Chaves en su vida. Se había equivocado al pensar que podría llevar bien tenerla allí y no tenerla del todo. No le gustaba su propia debilidad, pero tampoco quería dejarse llevar por el deseo sin saber a ciencia cierta que ella estaba dispuesta a aceptar las condiciones. Pero dudaba de cuánto tiempo podría mantenerse fuerte ante su presencia, tanto emocional como físicamente.


Gaby aulló, giró la cabeza a un lado y se quedó mirando a la puerta. Pedro miró por encima del hombro para ver dibujada la figura de Paula, vestida con una camiseta de franela hasta los muslos y calcetines, y el pelo un maremágnum de rizos. 


No recordaba haber deseado a nadie como la deseaba en aquel momento. Se le había empezado a calmar el cuerpo hacía solo unos minutos hasta que apareció ella y este volvió a cobrar vida. Si hubiera sido un caballero, se habría tapado con un cojín, pero por el aspecto de Paula no parecía que esta se fuera a dar mucha cuenta.


–¿Qué haces levantada tan pronto? –le preguntó cuando ella se sentó en el rincón del sofá.


Cuando inconscientemente se llevó una mano al torso descubierto, la mirada de ella siguió el movimiento y bajó por el abdomen hasta donde los vaqueros estaban abiertos a medias, lo cual lo hizo sentir más incómodo.


–¿Qué haces levantado tú? –preguntó ella, desviando la vista al televisor.


–Todavía no me he acostado; de hecho, acabo de llegar a casa. He tenido una noche muy movida así que aún tengo un subidón de adrenalina.


Tenía también un subidón de ella, de imaginarse quitándole el camisón despacio y haciendo el amor durante mucho tiempo y de forma salvaje frente a la chimenea. La llama se había apagado pero el fuego bajo su cinturón generaba suficiente calor para calentar toda la ciudad. Paula se estiró y bostezó.


–No podía dormir más. Demasiadas cosas en la cabeza, supongo.


–¿No va bien el trabajo? –preguntó él, cuya preocupación por ella al verla tan afligida lo ayudó a calmar sus ansias.


–El trabajo va bien –contestó ella, agitando la cabeza–. Ayer recibí una carta de mi madre y Jose.


–¿Algo va mal? –preguntó él, con creciente preocupación.


–No demasiado. Jose va bien en el colegio, con sobresalientes, pero tiene un pequeño problema con hablar en clase –explicó, y sonrió–. Lo ha sacado de su padre.


–Echas de menos a tu hijo –dijo Pedro, tras quitar los pies de la mesa e incorporarse.


–Lo echo de menos todas las noches y todos los días, sobre todo cuando hace frío. Me recuerda a cuando nació, en noviembre. El día que lo llevé a casa hacía un grado en la calle. Era tan pequeño y yo estaba tan asustada. Pensar en moldear una vida es sobrecogedor, pero me gusta recordar aquel día en que éramos solo él y yo, empezando a conocernos.


–¿Y tu marido?


–Oh, estaba fuera celebrando que había tenido un hijo. Empezó a celebrarlo ese día y siguió durante una semana.


–Pero estuvo contigo en el parto.


–La verdad es que no. A Adam no se le daban muy bien esas cosas, pero tuve suerte y solo fueron cuatro horas de parto.


–Tuviste suerte en el parto. No puedo decir lo mismo sobre tu elección de maridos.


–Era un embaucador con labia –dijo, y señaló con la cabeza a la televisión donde el presentador resaltaba las virtudes de un limpiador–. Como ese tipo. Lo que te cuenta suena muy bien y pronto descubres que has comprado un producto con taras. Aprendí que cuando algo parece demasiado bueno para ser verdad, lo más seguro es que sea así.


Con cada revelación, Pedro despreciaba cada vez más al ex de Paula sin siquiera conocerlo. Pero lo que sí sabía era que lo que ella le contaba era cierto, justificación suficiente para su odio.


–¿Te dio ese bastardo alguna vez lo que necesitabas?


–Me dio a Jose.


–Debería darte dinero.


–¿De dónde lo iba a sacar, de su cara bonita? –dijo, con la voz airada de una mujer desdeñada–. Fue incapaz de mantener un empleo cuando yo iba a la escuela; dudo mucho que tenga uno ahora.


–¿Ibas a la escuela cuando nació el niño?


–Escuela de Medicina, a segundo. Así es como terminamos en San Antonio.


–¿Escuela de Medicina? –preguntó él, a quien lo había sorprendido sobremanera.


–Sí; no es que pensara tener un niño entonces –contestó ella, agarrándose las piernas con las manos–. Quería esperar a terminar pero… Creí como una tonta que con un hijo Adam se relajaría un poco, pero es obvio que me equivoqué.


–Obvio. Pero no te arrepientes de haberlo tenido.


–No, él es mi vida.


–No tenía ni idea de que quisieras ser médico –dijo él, enfermo por su repentina sensación de no ser adecuado para ella, de lo poco que le podía ofrecer.


–Hay un par de cosas que no sabes sobre mí.


–Me gustaría saber más sobre ti, Paula –se encontró diciendo con sinceridad.


–Creo que nos hemos saltado un par de pasos –dijo ella con una sonrisa–, teniendo en cuenta que ya sabes cómo soy desnuda.


–La oferta respecto a Jose sigue en pie –le volvió a ofrecer Pedro, a quien le había sobrado el último comentario–. Así podría estar contigo todos los días.


–De verdad te lo agradezco –suspiró ella–, pero ya te dije que debe acabar el curso allí.


–Vale, pero si cambias de opinión quiero que sepas que será bien recibido.


Para sorpresa de Pedro, Paula se levantó, fue al sofá y se inclinó sobre él.


–¿Te vas a ir a la cama pronto? –le preguntó.


–Dentro de un rato –contestó él, que deseaba irse a la cama con ella, pero no si ella no lo invitaba.


–Supongo que estás muy cansado, ¿no?


–¿Necesitas algo? –preguntó él, que pensaba que no estaba lo suficiente cansado como para que, si se lo pidiera, no hicieran el amor hasta que amaneciera en un par de horas.


Se hizo un largo silencio en el que ella permaneció de pie mordiéndose el labio inferior, y en que a Pedro le costó mucho no agarrarle las manos, sentarla a horcajadas sobre él y hacerle saber que necesitaba estar dentro de ella más que dormir. Por un momento pensó que de verdad iría a él y le calmaría el dolor casi insoportable de la entrepierna. El momento terminó cuando ella retiró la mirada.


–La verdad es que tengo que decirte una cosa, pero puede esperar; necesitas descansar.


–Unos minutos más no van a cambiar nada –dijo él, que además de necesitarla en un modo muy básico, necesitaba saber lo que le preocupaba.


–Es sobre Allison Cartwright –dijo ella al fin, tras sentarse en la otra esquina del sillón–. Creo que ha decidido tener el niño en el Centro.


–Entiendo sus motivos –contestó él, que no parecía muy sorprendido.


–Pero estás enfadado.


–Enfadado no, preocupado.


Pedro –dijo ella, acercándose a él, que sintió su aroma y la imaginó bajo él–, te prometo que estará bien. El embarazo está yendo muy bien, ¿no?


–Sí –replicó él, que no podía ocultar su aprensión más que su deseo por Paula, y fijó la mirada en la televisión–. Pero puede pasar cualquier cosa.


–O puede no pasar nada salvo que nazca un niño sano. Los dos lo sabemos.


Pedro notó que lo estaba escudriñando con la mirada, pero en aquel momento estaba demasiado cansado para discutir, demasiado herido para pensar en otra cosa que no fuera escapar antes de apagar toda su frustración tomando a Paula entre sus brazos e intentando persuadirla.


–Solo prométeme que si pasa algo me la traerás al hospital.


–Te llamaré si pasa algo, pero sinceramente lo dudo.


–Bien –aceptó él, y se levantó, para darse cuenta de hasta dónde llegaba su agotamiento.


Pedro –lo llamó Paula, con una voz dulce que hizo levantar de nuevo su libido.


–¿Sí?


–¿Sabes? Aún podrías estar en el parto si quieres.


–No, gracias.


–Espero que algún día tengas la suficiente confianza en mí para contarme qué te pasó para que te opongas tanto a los métodos no hospitalarios.


–No me pasó nada –dijo, excepto que había visto morir a una joven cuando apenas tenía edad para verla dar a luz–. Solo considérame extremadamente cauteloso.


–¿Vas a tu habitación?


–Antes voy por el periódico y a tomarme un café.


–Entonces tengo que pedirte un favor.


–Dispara.


–¿Te importa que use tu ducha? No tardaré mucho.


–Ningún problema.


Sí era un problema. Saber que Paula estaba en su ducha, desnuda y mojada, no lo dejaría dormir en absoluto. Pero aquello no le iba a impedir negárselo; de hecho, empezaba a pensar que le iba a costar mucho negarle cualquier cosa.



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