sábado, 5 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 12





–Tienes una fuente en la piscina.


–¿Una piscina, en serio? No me había dado cuenta. Debería salir al jardín más a menudo.


Pedro no pudo evitar meterse con ella un poco. Se terminó el sándwich y se volvió a sentar en la silla, disfrutando de ver a Paula mirar extasiada por la ventana. Observó sus rizos oscuros y su mano apoyada en el cristal, con las uñas cortas y cuidadas.


Le gustó, pues pensaba que las uñas largas implicaban arañazos difíciles de esconder tras hacer el amor. Luego se preguntó por qué estaba pensando en que aquello fuera a ocurrir entre ellos, pero algo le decía que iba a pasar. La tensión física entre ellos iba tomando fuerza, se avecinaba como una tormenta de verano, aunque ella no lo reconocería, al menos por el momento.


Pedro se levantó de la mesa y fue junto a ella, pero sin pegarse demasiado, consciente de que probablemente la paciencia sería la mejor forma de manejar lo que había entre ellos, lo que ocurría desde Nochevieja. Aunque la paciencia era algo casi desconocido para él; era de los que iba siempre con los pies por delante y preguntaba después. Pero en aquel caso no era una buena idea. Miró al jardín, donde estaba tumbada Gaby con un hueso.


–Hay un pequeño jacuzzi en la esquina de la piscina, con sitio para tres.


–¿Para ti, Gaby y tu novia del momento?


–¿Estás intentando que te cuente mi vida privada, Paula?


–No es asunto mío –dijo ella, acercándose aunque manteniendo la distancia–, pero supongo que ya habrás tenido a alguna mujer en tu jacuzzi.


–He estado muy ocupado últimamente como para utilizarlo –contestó él, que lo había hecho hacía mucho–. Pero hoy no lo estoy, ¿te apetece?


–¿Estás loco? Si hace cuatro grados.


–Por eso es un jacuzzi; tiene agua caliente.


–Además aún es de día.


Él colocó una mano en el cristal tras la cabeza de Paula, acercó la cabeza y bajó la voz.


–¿Eres tímida, Paula Chaves?


–Soy madre, por amor de Dios.


–¿Y las madres no pueden meterse en un jacuzzi?


–Las madres no tienen el cuerpo de una veinteañera. Por lo menos esta no lo tiene.


Él se permitió recorrer con la mirada el esbelto cuerpo de Paula, recreándose en ciertas zonas. Deseaba hacer lo mismo con las manos.


–Tengo serias dudas.


–Pues estás seriamente equivocado –aseguró ella, avergonzada–. Además, no tengo ningún bañador decente.


–¿Quién ha hablado de bañador?


–¿Qué hay en ese edificio de ahí? –preguntó ella, volviéndose a la ventana.


–Es un cobertizo con un garaje. Ahí guardo mi moto.


–¿Qué moto?


–Una Harley.


–Tienes una moto y una mansión. Yo diría que eres la contradicción personificada.


–¿Eso es un problema?


–En realidad no. Es solo que no eres en absoluto como pensé que serías. Al menos al principio.


–¿Y cómo creías que era?


–El típico macho. Me sorprende tu generosidad, pero también tu amor hacia las cosas materiales.


Él dio un paso atrás, lleno de culpa, regresó a la mesa y se volvió a sentar.


–Ya he oído eso antes, eso de que el amor por el dinero es la raíz de todos los males. Pero cuando no lo has tenido, el dinero no es algo tan malo. Supongo que tú ya lo sabes.


–Lo sé –contestó ella, y se sentó frente a él, mirándolo con sus ojos azules–. Entiendo que no tuviste mucho cuando creciste.


–Apenas tenía nada. Mis padres eran emigrantes granjeros, siempre en busca del siguiente trabajo. Cuando mi padre murió, mi madre se trasladó de California a Texas. Trabajaba recolectando fruta durante la temporada y como empleada de hogar el resto del año –explicó, sin añadir que también era comadrona por las noches.


–¿Qué le pasó a tu padre?


Pedro no le gustaba revolver en el pasado, pero ya se había abierto a las preguntas de Paula.


–Un accidente laboral relacionado con algún tipo de maquinaria. No sé muchos detalles.


–Lo siento –dijo ella, con sinceridad.


–No lo sientas, apenas me acuerdo de él. Yo era muy pequeño.


–¿Y qué hizo que te decidieras por la medicina?


–Mi madre trabajaba para un coronel retirado –empezó él, que decidió acortar una larga historia–. Él sabía que me interesaba la medicina, así que, como no tenía hijos, me acogió.


–¿Te metió en una Escuela de Medicina? –preguntó ella, acercándose.


–Sí –respondió él, pensando para sus adentros que también le había llevado al infierno–, pero también me metió en un internado al cumplir los dieciséis. Lo odiaba. Me hicieron cortarme el pelo y me robaron mi herencia para que me adaptara. Llevo el pelo largo desde entonces.


–Tu cultura es muy importante para ti, ¿verdad?


–Algunos aspectos sí; otros no.


–Pero crees en tu… ¿Cómo era?


–Mi onen. Es mitología maya. El dios sol es un jaguar, y prevé la llegada de extraños.


–¿De extraños?


–Sí. Yo creo que mi madre lo eligió por nacer en los Estados Unidos, aunque ella juraba que lo había soñado, pero a mí me cuesta creerlo.


Nunca había creído mucho en los sueños hasta conocer a Paula Chaves y que esta se metiera en los suyos. Sueños surrealistas, sueños sexuales.


Pero entonces pensó que quizá su madre había acertado al darle su onen. Paula había entrado en su vida siendo una extraña, con una total entrega hacia su hijo y una fuerte convicción por la ética de su trabajo. La madre perfecta, una mujer que merecía un hombre considerado que cumpliera todas sus expectativas, algunas de las cuales él estaba dispuesto a ofrecer, pero de otras no estaba tan seguro.


De repente se preguntó si aquella sería la mujer de la que le había hablado su madre, la extraña que cambiaría su vida a mejor. Pero él no creía en el amor, y no deseaba sentar la cabeza y adaptarse a lo que la sociedad dictaba, una licencia matrimonial y los típicos dos hijos.


Paula seguía en silencio, con la cabeza apoyada en los brazos y la mirada perdida.


–Estás pensando en tu hijo, ¿verdad?


–La verdad es que sí –contestó ella, sobresaltada.


–¿Cuándo fue la última vez que hablaste con él?


–Hace dos días –respondió–, cuando le conté a mi madre que me mudaba.


–Supongo que le resulta muy duro vivir lejos de ti.


–Sí –dijo ella con sonrisa triste–. Es duro para los dos, pero es un niño muy fuerte.


–¿Fue un divorcio difícil? –preguntó Pedro, que quería saber más sobre ella.


–En cierto modo, sí. Sobre todo para Jose, aunque tampoco es que tuviera una buena relación con su padre.


–Entonces, ¿su padre ha desaparecido de su vida?


–Totalmente. Ni siquiera sé dónde está. Claro que tampoco es que me interese mucho.


–¿Jose pregunta por él?


–A veces, pero, igual que tú, era muy pequeño como para recordar mucho a su padre. Jose es lo mejor que saqué de ese matrimonio.


–Llámalo ahora.


–¿Estás seguro? –preguntó ella, sorprendida y al mismo tiempo agradecida.


–Claro, seguro.


–Me gustaría, pero insisto en pagarte…


–Olvídalo. Solo llama a tu hijo –insistió él.


Ella se levantó corriendo y fue a zancadas al teléfono. Él pensó en marcharse para darle intimidad, pero por algún motivo no lo hizo.


–Jose, soy mamá –la oyó, y vio que se le iluminó el rostro–. ¿Estás jugando con tu trenecito? Qué bien, me alegro de que te guste.


Pedro miraba a Paula con el rabillo del ojo mientras recogía los platos. Esta jugaba con el cable, enrollándoselo en el dedo, se llevaba la mano a la cara de vez en cuando y en alguna ocasión se cubrió la boca. Pedro se dio cuenta de que intentaba con todas sus fuerzas no llorar, y deseó poder hacer algo por evitarlo, por quitarle sus problemas, aunque fuera solo por un rato.


Al fin Paula colgó.


–Ven, quiero enseñarte algo.


–¿Dónde me llevas?


–Es una sorpresa.


–No será al jacuzzi.


–No, quiero enseñarte mi sitio preferido.





CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 11




El día de la mudanza Paula llevó sus pocas posesiones y muchísimos recelos. Estar cerca de él amenazaba a su sentido común, descubría anhelos latentes que prefería que permanecieran ocultos y le recordaba que tenía necesidades femeninas básicas. Pero pensaba que tenía que hacerlo por Jose.


Se repitió esto último una y otra vez mientras esperaba cargada de perchas con ropa en el porche de Pedro a que este abriera la puerta. Iba vestido con unos vaqueros hechos jirones y una chaqueta de cuero, y se había sujetado el pelo en una media coleta, dejando suelto el resto. Parecía el sueño de cualquier mujer, igual que su residencia.


Paula había oído hablar del barrio del Rey Guillermo, pero no podía compararse a verlo en su esplendor. La casa, muy bien mantenida, recordaba a un caserón inglés, preciosa y mucho más grande que cualquier casa en la que ella hubiera vivido en sus treinta y cuatro años. Al contrario que en su vecindario, en aquella zona no había coches ruidosos ni música ensordecedora, ni personajes amenazadores ni actividad criminal.


–Tengo que decirte una cosa.


Aquello atrajo la atención de Paula hacia Pedro, que tenía la mano en el picaporte y una caja bajo el brazo, pero ninguna expresión que mostrara a qué se refería. Ella se apartó un poco del porche para mirar la fachada de abajo hacia arriba hasta el tercer piso.


–Déjame adivinar, vives en una comuna.


–No, pero sí tengo una compañera de piso.


–Tenías que habérmelo dicho antes de que aceptara venir.


–No quería darte ningún motivo para cambiar de opinión. Además, creo que os llevaréis bien. Gaby es fantástica –dijo él lleno de orgullo y cariño.


–¿Y qué opina de que me venga a vivir aquí? –preguntó Paula, intentando ocultar su frustración.


–Aún no se lo he dicho –respondió él con una sonrisa que mostraba todos los dientes.


–¿No se lo has dicho? –repitió Paula, de piedra.


–No lo entendería.


Maravilloso, pensó Paula, que se preguntó qué haría si aquella mujer no quería que viviera allí; tendría que irse a vivir al coche o a un hotel de mala muerte.


–Entonces quizá lo mejor es que espere fuera hasta que te asegures de que no le importa.


–No le importará; es muy amistosa.


–¿Estás seguro de que no quieres hablar con ella antes?


–No. Solo prepárate para el recibimiento –dijo él, y le abrió la puerta para que pasara.


Se olvidó por completo de la compañera al entrar en el vestíbulo circular. El majestuoso suelo de mármol refulgía como si fuera de hielo. Del techo colgaba una lámpara de araña con cristales que brillaban como diamantes. En frente, una escalera con barandilla de forja subía hasta girar a la izquierda en un gran descansillo, sobre el cual dejaba pasar la luz una ventana con vidrieras de colores con la forma de un felino negro con ojos dorados que quitaba el aliento, pero que estaba casi fuera de lugar entre tanta elegancia clásica. 


Paula se quedó observando fijamente la mirada metálica del animal.


–Qué vidriera tan bonita.


–Gracias, la diseñé yo.


Miró a Pedro Alfonso, que la observaba desde debajo de la escalera, y se sorprendió por lo mucho que le recordaba al animal, por la capacidad que tenía de cautivarla con sus ojos color ámbar. Pensó que quizá aquella era la idea que tenía Pedro de un autorretrato, pues en su opinión también él contrastaba con el entorno.


Unos ruidos de pasos como de pezuñas provenientes del pasillo llamaron la atención de Paula, y entonces una enorme cosa con manchas negras y grises entró a saltitos al vestíbulo, la pasó de largo y se acercó a Pedro.


–Menudo perro guardián –saludó el doctor, mientras el animal se ponía sobre sus patas traseras y le apoyaba las delanteras en el pecho–. Bájate, Gaby.


Así que aquella era Gaby, la misteriosa compañera de habitación. Pedro dejó la caja y al perro en el suelo y se quitó la chaqueta, que colgó de la barandilla. Rascó la cabeza a la perra de belfos caídos y orejas puntiagudas.


–Gaby, esta es Paula. Paula, esta es Gaby.


–Muy gracioso. Creí que te referías a que vivías con…


–Una mujer. Ya lo sé, pero no sabía cómo te sentirías con un perro faldero crecidito.


Paula miró a la perra, a la que le colgaba la lengua de un lado y que parecía estar totalmente embelesada por su dueño, de lo que no podía culparla.


Se apretó las perchas contra el pecho cuando aquella se movió para olisquearle los pies. Al menos movía el rabo, lo cual pensó que era algo bueno. No estaba muy segura de qué hacer.


–Hola, Gaby –saludó, pero la perra no le hizo caso y volvió con su amo.


–La encontré en una cuneta hace tres años –explicó, rascándole detrás de las orejas–. Estaba muerta de hambre, creo que incluso la habían mordido. Me costó un año que confiara en mí.


–Ahora parece muy sana. Y grande.


–Es un cachorro grande –dijo Pedro, y señaló al suelo–. Túmbate.


Gaby metió el rabo entre las patas y se estiró sobre la alfombra oriental al pie de la escalera, apoyando la cabeza sobre las patas cruzadas. Pedro señaló a la escalera.


–Usted, señorita Chaves, puede venir conmigo.


Paula lo siguió en silencio, esforzándose por retirar la mirada del trasero del anfitrión. Pero cuando llegaron al segundo piso seguía mirándolo, imaginando, recordando la noche que la besó, la noche que se quitó la camiseta, el tatuaje, y debajo del tatuaje.


–Mi habitación está aquí –dijo Pedro, señalando a la izquierda.


–¿Ah, sí?


–Sí, ¿quieres verla?


–A lo mejor después –se excusó ella, que deseaba no verla nunca.


–Hay dos cuartos de baño y otras tres habitaciones más pequeñas al final del pasillo –dijo Pedro, señalando en la otra dirección.


–¿Qué hay en esas habitaciones?


–No mucho. Una es mi despacho y las otras dos tienen algunos trastos, pero no están amuebladas.


–Ah, ¿y yo dónde me quedo?


–Por aquí –dijo él, que cruzó el pasillo y abrió una puerta que llevaba a otra escalera de paredes estrechas–. Ten cuidado, está muy empinada.


Al final de la escalera, Pedro abrió una puerta y entró en la habitación. Paula se quedó boquiabierta al entrar tras él. 


Toda la habitación estaba envuelta en luz solar proveniente de la triple ventana. El dosel de volantes blancos salpicado de lilas, el vestidor antiguo, el suelo inmaculado de madera cubierto en parte por alfombras, todo parecía de tiempos victorianos.


–Vaya –fue todo cuanto pudo decir.


La habitación era casi el doble de su antiguo apartamento, y no tenía ni punto de comparación en cuanto a comodidad. Ni en sus fantasías más salvajes se habría imaginado algo semejante.


–Sí, está bien –dijo Pedro, con las manos en la nuca y lleno de satisfacción–. No es exactamente mi tipo de decoración, pero no tuve valor para cambiar nada; tiene su propia personalidad.


Paula no podía estar más de acuerdo. Fue a la cama y acarició uno de los cuatro postes del dosel.


–Es fantástica.


–El baño está aquí –dijo Pedro, abriendo una puerta y apoyándose en la pared–. No es muy grande y solo tiene una bañera, una vieja de patas, pero restaurada. Si prefieres ducharte puedes usar uno de los baños de abajo, o el mío. Es grande.


Paula se quedó clavada en su sonrisa sensual. Se imaginó con todo detalle en la ducha con Pedro Alfonso, incluyendo el cristal empañado por la respiración costosa, no por el vapor; cuerpos resbaladizos, manos incansables…


–¿Puedo colgar esto en algún sitio? –preguntó, alarmada por lo que estaba pensando.


–En el armario.


–¿Un armario? Qué bien, hacía mucho que no tenía uno.


También hacía mucho que no tenía un amante, un hecho que Pedro le recordaba cada vez que lo veía. Cuando colgó sus cosas en el armario, se volvió a él.


–Supongo que iré por el resto de las cajas para subirlas.


–Ya lo hago yo. ¿Quieres comer algo?


–Claro. Pensaba ir a la tienda a comprar algo.


–Ya le dije ayer a mi asistenta que lo hiciera.


–¿Tienes asistenta?


–Sí. Yo no puedo limpiar todo esto solo, ni tampoco quiero. Viene dos veces por semana.


–Me creo que estoy en el cielo.


–¿Tu idea del cielo es una asistenta?


–Una de mis ideas –dijo, fue a la cama y se sentó en el borde. Entonces se rio y se tumbó sobre el blando colchón con los brazos sobre la cabeza–. Y esta cama.


–Estoy de acuerdo –dijo Pedro, que se tumbó a su lado–, un buen colchón de lana está muy cerca del cielo. Otras cosas también.


–¿Qué otras cosas?


–Andar descalzo por el césped –dijo él muy serio–, nadar desnudo en un lago, hacer el amor a la luz de la luna.


–Muy poético, doctor.


–No es poesía; es perfección.


Paula pensó que él era perfecto de pies a cabeza, al menos en la superficie. Pero sabía muy bien que la perfección no era más que ilusión, que todo el mundo tenía sus taras y Pedro Alfonso no era ninguna excepción. Pero también sabía que tenía un halo, un campo magnético muy sensual que la atraía como si fuera de metal. Temió no poder ser suficientemente fuerte si él hacía un movimiento. Así que saltó de la cama y se puso de pie.


–Muy bien, ¿qué idea de comida tienes?


La mirada que le lanzó Pedro indicaba cualquier cosa menos comida. Y su sexy sonrisa le hizo pensar a ella lo mismo.


–Estaría bien mantequilla de cacahuete con mermelada.


–La favorita de mi hijo.


–¿Sabes, Paula? –dijo él en tono serio–. Tu hijo es bien recibido aquí. Si quieres ir por él podemos arreglarle una de las habitaciones.


–Te agradezco mucho la oferta, pero ahora mismo está en un colegio y no quiero sacarlo de su ambiente hasta que tenga un sitio propio. Quizá para este verano.


–No llevas aquí ni una hora y ya estás pensando en dejarme –dijo él, poniéndose de pie.


–No me voy a quedar aquí para siempre. Pero agradezco este acuerdo más de lo que puedas imaginar. Me dará una oportunidad de levantar cabeza.


–Poco a poco. Pero mientras, vamos a comer algo. Me muero de hambre.


Paula también lo hacía, pero de cosas que no se atrevía a querer.




CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 10




No había dicho que sí, pero tampoco había dicho que no, razón por la cual Pedro decidió abordar el tema con Paula Chaves a primera hora de la mañana, en cuanto saliera del hospital.


La noche anterior le había dejado quedarse solo el tiempo suficiente para que terminara el revuelo del portal con la detención de varios punkies. Él se había ofrecido a dormir en el sillón, hasta que averiguó que el sillón era la cama. Claro que aquello no le había hecho retirar la oferta, pero ella se había negado rotundamente. Al menos el coche ya arrancaba, y ella parecía estar agradecida. Pedro no había intentado aprovecharse de su gratitud intentando volverla a besar, aunque lo había deseado. Y aún lo hacía.


Pero lo más importante era que su seguridad estaba en juego, y su orgullo podía hacerle daño o algo peor. No pensaba dejar que aquello ocurriera, pero para ello tenía que convencerla de que se mudara con él.


Tampoco era tonto como para negar que la deseaba, pero no pretendía presionarla. Pensaba que después de un tiempo juntos, nadie sabía lo que podía llegar a ocurrir. 


Quizá todo, quizá nada.


Tras terminar sus rondas matutinas, fue andando hasta la clínica de partos alternativos, bajo un cielo claro y soleado. 


Disfrutó del paseo, del sol en el rostro, del aire fresco que llenaba sus pulmones y de la perspectiva de volver a ver a Paula Chaves. Con aquel pensamiento en mente, aceleró los pasos hasta que casi corrió en los últimos bloques.


Cuando llegó al edificio de ladrillo blanco, se detuvo a recuperar el aliento en una columna cuya insignia decía «Maternidad Edna P. Waterson». Se preguntó quién sería la tal Edna e imaginó que sería la viuda de algún millonario que quería ser recordada. Pero si no hubiera sido por Paula Chaves, él nunca habría parado en aquel lugar.


Pedro traspasó la puerta de cristal, sorprendido por el entorno agradable. La sala de espera era cálida y acogedora, con sillones de cuadros azules y verdes, arte contemporáneo y suelos relucientes de madera noble salpicados por diversas plantas. Una música tenue se filtraba por los altavoces mientras unos niños jugaban en la zona de juegos bajo las atentas miradas de sus madres.


No estaba seguro de qué era lo que había imaginado, pero desde luego no era aquello. Quizá había esperado algo más desfasado, una vuelta atrás a un tiempo y un lugar de su pasado en el que la atención médica normal para mujeres embarazadas no estaba siempre a disposición de aquellas. 


El entorno que él había presenciado de adolescente cuando ayudaba a su madre a atender a mujeres que no se podían permitir más que una clínica para mujeres sin recursos. Le llegaron muy malos recuerdos de la falta de higiene, de una mujer muy enferma, de su propia madre utilizando material obsoleto heredado de antiguas generaciones. De una noche oscura en que las limitadas habilidades de aquella la habían fallado a ella y a la joven a su cargo.


Pedro echó a un lado sus recuerdos y anduvo a grandes zancadas hasta la recepción. Una mujer joven que estaba sentada al otro lado del mostrador lo recibió con una amplia sonrisa.


–¿Puedo ayudarlo en algo?


–Busco a la señorita Chaves, ¿está?


–Sí, señor. ¿Tiene una cita?


El doctor dudó si darle su nombre, pues pensó que si Paula sabía que había ido a visitarla, quizá no querría verlo.


–Es personal.


–¿Me dice su nombre, por favor?


–Es una visita sorpresa –contestó él con una sonrisa radiante.


–Pues no creo que a Paula le gustan esa clase de sorpresas –contestó ella, sin borrar la sonrisa del rostro, mientras él maldecía su suerte.


–Solo dígale que soy un médico del Memorial, ¿de acuerdo? Es todo lo que necesita.


–No estoy segura… –dijo ella, mordiéndose el labio inferior.


Pedro se agachó sobre el mostrador para mirar el nombre de la recepcionista en el cartelito que colgaba de su bata.


–Te agradecería mucho que lo hicieras, Stephanie.


Sin retirar la mirada de Pedro, la joven descolgó el teléfono y repitió el mensaje.


–Espere aquí; vendrá en un momento –afirmó la recepcionista, que apiló unas carpetas y lo volvió a mirar con otra sonrisa–. Bueno, ¿y qué especialidad de médico es?


–Obstetra.


–¿De verdad? –preguntó ella, con la mejilla apoyada en una mano, y le sonrió con picardía.


–Sí, de verdad.


Estaba ligando con él. Quizá en otro momento él la habría seguido, pero la única mujer que le interesaba en aquellos momentos estaba a punto de llegar.


Entonces escuchó la voz de Paula, dulce y relajante. Saber que estaba cerca hizo que su cuerpo reaccionara de un modo poco apropiado para un hombre adulto, especialmente en un lugar como aquel.


La puerta que tenía a su izquierda se abrió y por ella salió una mujer muy embarazada seguida de Paula. Enseguida reconoció a la paciente, Allison Cartwright, «su» paciente.


Pedro no sabía quién estaba más asombrada, Allison o Paula. Las dos se quedaron mirándolo, pero Allison habló antes.


–Hola, doctor Alfonso. Tiene gracia encontrarlo aquí.


–Supongo que yo podría decir lo mismo –contestó él–. ¿Qué hace aquí?


–No se enfade –contestó ella, levantando un hombro–, solo estoy de visita. Paula me estaba explicando los métodos del centro.


–No hay problema –mintió, y miró a Paula–. ¿Tiene un momento, señorita Chaves?


–Yo ya me voy, así que lo tiene –contestó Allison por ella, y salió corriendo.


–¿En qué puedo ayudarlo, doctor Alfonso? –preguntó Paula en tono profesional.


–No querrá discutir eso aquí, ¿verdad, señorita Chaves?


–Sígame –le contestó ella, sonrojada, mientras le abría la puerta–, pero solo tengo unos minutos.


–Es todo lo que necesito –dijo él–. Por ahora.


Si no quería presionarla, sería mejor que dejara las insinuaciones para otro momento. Pero por algún motivo que desconocía, Paula Chaves sacaba su lado más perverso y le hacía perder el control. La siguió por el pasillo, observando el suave contoneo de sus caderas, envueltas en un pantalón negro, que no eran vaqueros, pero en él producían el mismo impacto.


–Todas las consultas están llenas, así que tendrá que valernos esto –dijo Paula, y se paró en una habitación apartada del pasillo principal.


Pedro le pareció la habitación de una pensión, con cama de matrimonio, mecedora y una chimenea de ladrillo rojo. 


Encontró la decoración sorprendentemente elegante, con flores y lazos, y le recordó a la habitación de su ático, la que había ofrecido a Paula Chaves y la razón por la que estaba en aquel lugar. Pero antes tenía otra pregunta.


–¿Qué hacía aquí Allison Cartwright?


–Está pensando en venir al centro en lugar de al hospital.


–¿Por qué?


–Bueno, aún no está fija en su nuevo trabajo así que no tiene seguro y no puede pagar la factura del hospital.


–¿Y qué hay del padre del niño?


–Me dijo que está totalmente fuera del asunto.


–A mí me dijo lo mismo.


Sus pensamientos sobre Allison empezaron a palidecer al fijarlos en la boca de Paula, y se preguntó por qué no podía quitarle los ojos de encima. Entonces retiró la mirada.


–Estoy seguro de que el hospital estaría de acuerdo en solucionar alguna financiación. Y yo también.


–Eso lo tendrá que decidir ella, ¿no cree?


–Ya veremos –dijo él, pensando que sonaba un poco imbécil.


No se oponía a lo que se dedicara Paula Chaves, incluso comprendía la necesidad en algunos casos, pero no podía deshacerse de su desconfianza sobre los partos fuera de los de los métodos hospitalarios. Aunque debía admitir que aquel lugar no era en absoluto como se había imaginado. 


Miró por la puerta abierta a su derecha y vio una bañera de hidromasaje en un cuarto de baño enorme. Entonces paseó por la habitación y se detuvo en la cama, cuya firmeza comprobó con la mano.


–¿Y cuál es la tarifa de esta suite de luna de miel?


–Para su información, es la Habitación Rosa, uno de nuestros servicios para el parto –informó ella, con un tono de impaciencia en la voz–. Y nuestras tarifas son como un tercio de las de una habitación normal en un hospital.


–Bonita cama, bonito lugar. ¿No hay estribos? –preguntó Pedro, tomándole el pelo.


–No hay estribos, no los necesitamos. Pero tenemos equipos de ultrasonido y monitores fetales, y muchas de las otras pequeñas maravillas médicas que hay en un hospital.


–¿Para qué es el hidromasaje? –preguntó, como si no lo supiera.


–Para partos bajo el agua.


–Oh, pensé que esto serviría también de habitación para la concepción.


–Eso normalmente pasa antes de venir aquí.


–¿Normalmente? Así que alguien la ha usado para alguna actividad extracurricular –comentó él, imaginándose a sí mismo en ella con Paula Chaves.


–Nadie ha hecho nada que no debiera hacer en esta habitación –dijo ella, mirando al techo–. No que yo sepa. Al menos yo no.


–Creo que se le sacaría mejor uso con una botella de champán, unas velas y un hombre y una mujer haciendo al bebé, no teniéndolo.


–Muy divertido, doctor.


–¿Tiene algo en contra del romanticismo, señorita Chaves?


–No tengo tiempo para romanticismos; tengo muchos pacientes que atender, así que, ¿qué es lo que quiere?


Pedro volvió a mirar a la cama y al centrar otra vez la atención en Paula vio que ella estaba mirando al mismo sitio, quizá incluso imaginándose a ellos en aquella cama, o en cualquier cama, envueltos en sábanas, sudor y sexo. O quizá era lo que él desearía.


–Yo tampoco tengo mucho tiempo así que iré al grano.


–Aleluya.


–He venido para saber si te has decidido ya respecto a lo de mudarte conmigo.


Ella abrió mucho los ojos; parecía aterrorizada. Corrió a la puerta y la cerró antes de volverse a él.


–Baje la voz, por favor, no quiero que los compañeros piensen que voy a vivir con usted.


–Entonces ¿vas a vivir conmigo?


–Yo no he dicho eso.


–Sí lo has dicho.


–Lo que he dicho es que… –empezó, y se mordió el labio inferior–. No me acuerdo de lo que he dicho.


–Deja que te refresque la memoria –dijo él, mientras andaba lentamente hacia ella con las manos en los bolsillos para no tocarla–. Anoche dijiste que lo pensarías, y hace un momento has dicho que sí.


–Eso no es verdad.


Él se acercó más hasta que estaban casi tocándose y apoyó una mano en la puerta sobre la cabeza de ella.


–A lo mejor no con esas palabras, pero el mensaje que yo he captado estaba muy claro. Bueno, ¿cuándo quieres hacerlo?


–¿Hacer qué?


–Mudarte conmigo. ¿Qué te parece este fin de semana?


–No se da por vencido fácilmente, ¿eh?


–No, no me rindo fácilmente, y menos cuando está en peligro la vida de una mujer. Así que, ¿te viene bien el sábado?


A Paula se le veía en la cara que era toda indecisión. Abrió la boca, la volvió a cerrar y por fin volvió a abrirla.


–De acuerdo, supongo. No tengo guardia, así que me viene bien este fin de semana.


–Genial, yo tampoco tengo guardia –afirmó él, cuyo primer instinto fue el de besarla hasta que ambos se quedaran sin aire, pero se decidió por el segundo, una simple sonrisa–. ¿Qué te ha hecho decidirte?


–Mi hijo.


Esperaba aquella respuesta, incluso la admiraba, pero le habría gustado pensar que vivir con él no sería una perspectiva tan lamentable para ninguno de los dos. Aunque, si lo pensaba bien, nunca había vivido más de un fin de semana con una mujer, y no estaba seguro de cómo se adaptaría a tenerla con él todo el tiempo, al alcance de la mano. Pero estaba más que dispuesto a intentarlo, a ver en qué derivaba.


–Eh, no estés tan seria –dijo, echándose hacia atrás–. Podemos pasarlo bien.


–No busco pasarlo bien, doctor Alfonso –contestó ella cruzándose de brazos y con un suspiro–. Busco un lugar seguro, un sitio donde vivir de forma temporal.


Lo dijo con mucha convicción, remarcando la palabra «temporal». A Pedro le pareció perfecto; nunca se le había pasado por la cabeza una relación seria, por no hablar de que Paula Chaves le parecía una mujer que se merecía algo sólido y estable.


–Primera regla, háblame de tú. Segunda, puedes quedarte el tiempo que te haga falta. Aparte de eso, no hay más reglas.


–Con nuestros horarios, ni siquiera sabrás que estoy aquí –aseguró ella, con una sonrisa muy tímida, pero suficiente para levantar la libido de Pedro.


–Créeme, sabré que estás –dijo, sin poder evitar quitarle un rizo de la cara