sábado, 5 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 11




El día de la mudanza Paula llevó sus pocas posesiones y muchísimos recelos. Estar cerca de él amenazaba a su sentido común, descubría anhelos latentes que prefería que permanecieran ocultos y le recordaba que tenía necesidades femeninas básicas. Pero pensaba que tenía que hacerlo por Jose.


Se repitió esto último una y otra vez mientras esperaba cargada de perchas con ropa en el porche de Pedro a que este abriera la puerta. Iba vestido con unos vaqueros hechos jirones y una chaqueta de cuero, y se había sujetado el pelo en una media coleta, dejando suelto el resto. Parecía el sueño de cualquier mujer, igual que su residencia.


Paula había oído hablar del barrio del Rey Guillermo, pero no podía compararse a verlo en su esplendor. La casa, muy bien mantenida, recordaba a un caserón inglés, preciosa y mucho más grande que cualquier casa en la que ella hubiera vivido en sus treinta y cuatro años. Al contrario que en su vecindario, en aquella zona no había coches ruidosos ni música ensordecedora, ni personajes amenazadores ni actividad criminal.


–Tengo que decirte una cosa.


Aquello atrajo la atención de Paula hacia Pedro, que tenía la mano en el picaporte y una caja bajo el brazo, pero ninguna expresión que mostrara a qué se refería. Ella se apartó un poco del porche para mirar la fachada de abajo hacia arriba hasta el tercer piso.


–Déjame adivinar, vives en una comuna.


–No, pero sí tengo una compañera de piso.


–Tenías que habérmelo dicho antes de que aceptara venir.


–No quería darte ningún motivo para cambiar de opinión. Además, creo que os llevaréis bien. Gaby es fantástica –dijo él lleno de orgullo y cariño.


–¿Y qué opina de que me venga a vivir aquí? –preguntó Paula, intentando ocultar su frustración.


–Aún no se lo he dicho –respondió él con una sonrisa que mostraba todos los dientes.


–¿No se lo has dicho? –repitió Paula, de piedra.


–No lo entendería.


Maravilloso, pensó Paula, que se preguntó qué haría si aquella mujer no quería que viviera allí; tendría que irse a vivir al coche o a un hotel de mala muerte.


–Entonces quizá lo mejor es que espere fuera hasta que te asegures de que no le importa.


–No le importará; es muy amistosa.


–¿Estás seguro de que no quieres hablar con ella antes?


–No. Solo prepárate para el recibimiento –dijo él, y le abrió la puerta para que pasara.


Se olvidó por completo de la compañera al entrar en el vestíbulo circular. El majestuoso suelo de mármol refulgía como si fuera de hielo. Del techo colgaba una lámpara de araña con cristales que brillaban como diamantes. En frente, una escalera con barandilla de forja subía hasta girar a la izquierda en un gran descansillo, sobre el cual dejaba pasar la luz una ventana con vidrieras de colores con la forma de un felino negro con ojos dorados que quitaba el aliento, pero que estaba casi fuera de lugar entre tanta elegancia clásica. 


Paula se quedó observando fijamente la mirada metálica del animal.


–Qué vidriera tan bonita.


–Gracias, la diseñé yo.


Miró a Pedro Alfonso, que la observaba desde debajo de la escalera, y se sorprendió por lo mucho que le recordaba al animal, por la capacidad que tenía de cautivarla con sus ojos color ámbar. Pensó que quizá aquella era la idea que tenía Pedro de un autorretrato, pues en su opinión también él contrastaba con el entorno.


Unos ruidos de pasos como de pezuñas provenientes del pasillo llamaron la atención de Paula, y entonces una enorme cosa con manchas negras y grises entró a saltitos al vestíbulo, la pasó de largo y se acercó a Pedro.


–Menudo perro guardián –saludó el doctor, mientras el animal se ponía sobre sus patas traseras y le apoyaba las delanteras en el pecho–. Bájate, Gaby.


Así que aquella era Gaby, la misteriosa compañera de habitación. Pedro dejó la caja y al perro en el suelo y se quitó la chaqueta, que colgó de la barandilla. Rascó la cabeza a la perra de belfos caídos y orejas puntiagudas.


–Gaby, esta es Paula. Paula, esta es Gaby.


–Muy gracioso. Creí que te referías a que vivías con…


–Una mujer. Ya lo sé, pero no sabía cómo te sentirías con un perro faldero crecidito.


Paula miró a la perra, a la que le colgaba la lengua de un lado y que parecía estar totalmente embelesada por su dueño, de lo que no podía culparla.


Se apretó las perchas contra el pecho cuando aquella se movió para olisquearle los pies. Al menos movía el rabo, lo cual pensó que era algo bueno. No estaba muy segura de qué hacer.


–Hola, Gaby –saludó, pero la perra no le hizo caso y volvió con su amo.


–La encontré en una cuneta hace tres años –explicó, rascándole detrás de las orejas–. Estaba muerta de hambre, creo que incluso la habían mordido. Me costó un año que confiara en mí.


–Ahora parece muy sana. Y grande.


–Es un cachorro grande –dijo Pedro, y señaló al suelo–. Túmbate.


Gaby metió el rabo entre las patas y se estiró sobre la alfombra oriental al pie de la escalera, apoyando la cabeza sobre las patas cruzadas. Pedro señaló a la escalera.


–Usted, señorita Chaves, puede venir conmigo.


Paula lo siguió en silencio, esforzándose por retirar la mirada del trasero del anfitrión. Pero cuando llegaron al segundo piso seguía mirándolo, imaginando, recordando la noche que la besó, la noche que se quitó la camiseta, el tatuaje, y debajo del tatuaje.


–Mi habitación está aquí –dijo Pedro, señalando a la izquierda.


–¿Ah, sí?


–Sí, ¿quieres verla?


–A lo mejor después –se excusó ella, que deseaba no verla nunca.


–Hay dos cuartos de baño y otras tres habitaciones más pequeñas al final del pasillo –dijo Pedro, señalando en la otra dirección.


–¿Qué hay en esas habitaciones?


–No mucho. Una es mi despacho y las otras dos tienen algunos trastos, pero no están amuebladas.


–Ah, ¿y yo dónde me quedo?


–Por aquí –dijo él, que cruzó el pasillo y abrió una puerta que llevaba a otra escalera de paredes estrechas–. Ten cuidado, está muy empinada.


Al final de la escalera, Pedro abrió una puerta y entró en la habitación. Paula se quedó boquiabierta al entrar tras él. 


Toda la habitación estaba envuelta en luz solar proveniente de la triple ventana. El dosel de volantes blancos salpicado de lilas, el vestidor antiguo, el suelo inmaculado de madera cubierto en parte por alfombras, todo parecía de tiempos victorianos.


–Vaya –fue todo cuanto pudo decir.


La habitación era casi el doble de su antiguo apartamento, y no tenía ni punto de comparación en cuanto a comodidad. Ni en sus fantasías más salvajes se habría imaginado algo semejante.


–Sí, está bien –dijo Pedro, con las manos en la nuca y lleno de satisfacción–. No es exactamente mi tipo de decoración, pero no tuve valor para cambiar nada; tiene su propia personalidad.


Paula no podía estar más de acuerdo. Fue a la cama y acarició uno de los cuatro postes del dosel.


–Es fantástica.


–El baño está aquí –dijo Pedro, abriendo una puerta y apoyándose en la pared–. No es muy grande y solo tiene una bañera, una vieja de patas, pero restaurada. Si prefieres ducharte puedes usar uno de los baños de abajo, o el mío. Es grande.


Paula se quedó clavada en su sonrisa sensual. Se imaginó con todo detalle en la ducha con Pedro Alfonso, incluyendo el cristal empañado por la respiración costosa, no por el vapor; cuerpos resbaladizos, manos incansables…


–¿Puedo colgar esto en algún sitio? –preguntó, alarmada por lo que estaba pensando.


–En el armario.


–¿Un armario? Qué bien, hacía mucho que no tenía uno.


También hacía mucho que no tenía un amante, un hecho que Pedro le recordaba cada vez que lo veía. Cuando colgó sus cosas en el armario, se volvió a él.


–Supongo que iré por el resto de las cajas para subirlas.


–Ya lo hago yo. ¿Quieres comer algo?


–Claro. Pensaba ir a la tienda a comprar algo.


–Ya le dije ayer a mi asistenta que lo hiciera.


–¿Tienes asistenta?


–Sí. Yo no puedo limpiar todo esto solo, ni tampoco quiero. Viene dos veces por semana.


–Me creo que estoy en el cielo.


–¿Tu idea del cielo es una asistenta?


–Una de mis ideas –dijo, fue a la cama y se sentó en el borde. Entonces se rio y se tumbó sobre el blando colchón con los brazos sobre la cabeza–. Y esta cama.


–Estoy de acuerdo –dijo Pedro, que se tumbó a su lado–, un buen colchón de lana está muy cerca del cielo. Otras cosas también.


–¿Qué otras cosas?


–Andar descalzo por el césped –dijo él muy serio–, nadar desnudo en un lago, hacer el amor a la luz de la luna.


–Muy poético, doctor.


–No es poesía; es perfección.


Paula pensó que él era perfecto de pies a cabeza, al menos en la superficie. Pero sabía muy bien que la perfección no era más que ilusión, que todo el mundo tenía sus taras y Pedro Alfonso no era ninguna excepción. Pero también sabía que tenía un halo, un campo magnético muy sensual que la atraía como si fuera de metal. Temió no poder ser suficientemente fuerte si él hacía un movimiento. Así que saltó de la cama y se puso de pie.


–Muy bien, ¿qué idea de comida tienes?


La mirada que le lanzó Pedro indicaba cualquier cosa menos comida. Y su sexy sonrisa le hizo pensar a ella lo mismo.


–Estaría bien mantequilla de cacahuete con mermelada.


–La favorita de mi hijo.


–¿Sabes, Paula? –dijo él en tono serio–. Tu hijo es bien recibido aquí. Si quieres ir por él podemos arreglarle una de las habitaciones.


–Te agradezco mucho la oferta, pero ahora mismo está en un colegio y no quiero sacarlo de su ambiente hasta que tenga un sitio propio. Quizá para este verano.


–No llevas aquí ni una hora y ya estás pensando en dejarme –dijo él, poniéndose de pie.


–No me voy a quedar aquí para siempre. Pero agradezco este acuerdo más de lo que puedas imaginar. Me dará una oportunidad de levantar cabeza.


–Poco a poco. Pero mientras, vamos a comer algo. Me muero de hambre.


Paula también lo hacía, pero de cosas que no se atrevía a querer.




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