sábado, 5 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 12





–Tienes una fuente en la piscina.


–¿Una piscina, en serio? No me había dado cuenta. Debería salir al jardín más a menudo.


Pedro no pudo evitar meterse con ella un poco. Se terminó el sándwich y se volvió a sentar en la silla, disfrutando de ver a Paula mirar extasiada por la ventana. Observó sus rizos oscuros y su mano apoyada en el cristal, con las uñas cortas y cuidadas.


Le gustó, pues pensaba que las uñas largas implicaban arañazos difíciles de esconder tras hacer el amor. Luego se preguntó por qué estaba pensando en que aquello fuera a ocurrir entre ellos, pero algo le decía que iba a pasar. La tensión física entre ellos iba tomando fuerza, se avecinaba como una tormenta de verano, aunque ella no lo reconocería, al menos por el momento.


Pedro se levantó de la mesa y fue junto a ella, pero sin pegarse demasiado, consciente de que probablemente la paciencia sería la mejor forma de manejar lo que había entre ellos, lo que ocurría desde Nochevieja. Aunque la paciencia era algo casi desconocido para él; era de los que iba siempre con los pies por delante y preguntaba después. Pero en aquel caso no era una buena idea. Miró al jardín, donde estaba tumbada Gaby con un hueso.


–Hay un pequeño jacuzzi en la esquina de la piscina, con sitio para tres.


–¿Para ti, Gaby y tu novia del momento?


–¿Estás intentando que te cuente mi vida privada, Paula?


–No es asunto mío –dijo ella, acercándose aunque manteniendo la distancia–, pero supongo que ya habrás tenido a alguna mujer en tu jacuzzi.


–He estado muy ocupado últimamente como para utilizarlo –contestó él, que lo había hecho hacía mucho–. Pero hoy no lo estoy, ¿te apetece?


–¿Estás loco? Si hace cuatro grados.


–Por eso es un jacuzzi; tiene agua caliente.


–Además aún es de día.


Él colocó una mano en el cristal tras la cabeza de Paula, acercó la cabeza y bajó la voz.


–¿Eres tímida, Paula Chaves?


–Soy madre, por amor de Dios.


–¿Y las madres no pueden meterse en un jacuzzi?


–Las madres no tienen el cuerpo de una veinteañera. Por lo menos esta no lo tiene.


Él se permitió recorrer con la mirada el esbelto cuerpo de Paula, recreándose en ciertas zonas. Deseaba hacer lo mismo con las manos.


–Tengo serias dudas.


–Pues estás seriamente equivocado –aseguró ella, avergonzada–. Además, no tengo ningún bañador decente.


–¿Quién ha hablado de bañador?


–¿Qué hay en ese edificio de ahí? –preguntó ella, volviéndose a la ventana.


–Es un cobertizo con un garaje. Ahí guardo mi moto.


–¿Qué moto?


–Una Harley.


–Tienes una moto y una mansión. Yo diría que eres la contradicción personificada.


–¿Eso es un problema?


–En realidad no. Es solo que no eres en absoluto como pensé que serías. Al menos al principio.


–¿Y cómo creías que era?


–El típico macho. Me sorprende tu generosidad, pero también tu amor hacia las cosas materiales.


Él dio un paso atrás, lleno de culpa, regresó a la mesa y se volvió a sentar.


–Ya he oído eso antes, eso de que el amor por el dinero es la raíz de todos los males. Pero cuando no lo has tenido, el dinero no es algo tan malo. Supongo que tú ya lo sabes.


–Lo sé –contestó ella, y se sentó frente a él, mirándolo con sus ojos azules–. Entiendo que no tuviste mucho cuando creciste.


–Apenas tenía nada. Mis padres eran emigrantes granjeros, siempre en busca del siguiente trabajo. Cuando mi padre murió, mi madre se trasladó de California a Texas. Trabajaba recolectando fruta durante la temporada y como empleada de hogar el resto del año –explicó, sin añadir que también era comadrona por las noches.


–¿Qué le pasó a tu padre?


Pedro no le gustaba revolver en el pasado, pero ya se había abierto a las preguntas de Paula.


–Un accidente laboral relacionado con algún tipo de maquinaria. No sé muchos detalles.


–Lo siento –dijo ella, con sinceridad.


–No lo sientas, apenas me acuerdo de él. Yo era muy pequeño.


–¿Y qué hizo que te decidieras por la medicina?


–Mi madre trabajaba para un coronel retirado –empezó él, que decidió acortar una larga historia–. Él sabía que me interesaba la medicina, así que, como no tenía hijos, me acogió.


–¿Te metió en una Escuela de Medicina? –preguntó ella, acercándose.


–Sí –respondió él, pensando para sus adentros que también le había llevado al infierno–, pero también me metió en un internado al cumplir los dieciséis. Lo odiaba. Me hicieron cortarme el pelo y me robaron mi herencia para que me adaptara. Llevo el pelo largo desde entonces.


–Tu cultura es muy importante para ti, ¿verdad?


–Algunos aspectos sí; otros no.


–Pero crees en tu… ¿Cómo era?


–Mi onen. Es mitología maya. El dios sol es un jaguar, y prevé la llegada de extraños.


–¿De extraños?


–Sí. Yo creo que mi madre lo eligió por nacer en los Estados Unidos, aunque ella juraba que lo había soñado, pero a mí me cuesta creerlo.


Nunca había creído mucho en los sueños hasta conocer a Paula Chaves y que esta se metiera en los suyos. Sueños surrealistas, sueños sexuales.


Pero entonces pensó que quizá su madre había acertado al darle su onen. Paula había entrado en su vida siendo una extraña, con una total entrega hacia su hijo y una fuerte convicción por la ética de su trabajo. La madre perfecta, una mujer que merecía un hombre considerado que cumpliera todas sus expectativas, algunas de las cuales él estaba dispuesto a ofrecer, pero de otras no estaba tan seguro.


De repente se preguntó si aquella sería la mujer de la que le había hablado su madre, la extraña que cambiaría su vida a mejor. Pero él no creía en el amor, y no deseaba sentar la cabeza y adaptarse a lo que la sociedad dictaba, una licencia matrimonial y los típicos dos hijos.


Paula seguía en silencio, con la cabeza apoyada en los brazos y la mirada perdida.


–Estás pensando en tu hijo, ¿verdad?


–La verdad es que sí –contestó ella, sobresaltada.


–¿Cuándo fue la última vez que hablaste con él?


–Hace dos días –respondió–, cuando le conté a mi madre que me mudaba.


–Supongo que le resulta muy duro vivir lejos de ti.


–Sí –dijo ella con sonrisa triste–. Es duro para los dos, pero es un niño muy fuerte.


–¿Fue un divorcio difícil? –preguntó Pedro, que quería saber más sobre ella.


–En cierto modo, sí. Sobre todo para Jose, aunque tampoco es que tuviera una buena relación con su padre.


–Entonces, ¿su padre ha desaparecido de su vida?


–Totalmente. Ni siquiera sé dónde está. Claro que tampoco es que me interese mucho.


–¿Jose pregunta por él?


–A veces, pero, igual que tú, era muy pequeño como para recordar mucho a su padre. Jose es lo mejor que saqué de ese matrimonio.


–Llámalo ahora.


–¿Estás seguro? –preguntó ella, sorprendida y al mismo tiempo agradecida.


–Claro, seguro.


–Me gustaría, pero insisto en pagarte…


–Olvídalo. Solo llama a tu hijo –insistió él.


Ella se levantó corriendo y fue a zancadas al teléfono. Él pensó en marcharse para darle intimidad, pero por algún motivo no lo hizo.


–Jose, soy mamá –la oyó, y vio que se le iluminó el rostro–. ¿Estás jugando con tu trenecito? Qué bien, me alegro de que te guste.


Pedro miraba a Paula con el rabillo del ojo mientras recogía los platos. Esta jugaba con el cable, enrollándoselo en el dedo, se llevaba la mano a la cara de vez en cuando y en alguna ocasión se cubrió la boca. Pedro se dio cuenta de que intentaba con todas sus fuerzas no llorar, y deseó poder hacer algo por evitarlo, por quitarle sus problemas, aunque fuera solo por un rato.


Al fin Paula colgó.


–Ven, quiero enseñarte algo.


–¿Dónde me llevas?


–Es una sorpresa.


–No será al jacuzzi.


–No, quiero enseñarte mi sitio preferido.





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