sábado, 5 de marzo de 2016

CON UN EXTRAÑO: CAPITULO 10




No había dicho que sí, pero tampoco había dicho que no, razón por la cual Pedro decidió abordar el tema con Paula Chaves a primera hora de la mañana, en cuanto saliera del hospital.


La noche anterior le había dejado quedarse solo el tiempo suficiente para que terminara el revuelo del portal con la detención de varios punkies. Él se había ofrecido a dormir en el sillón, hasta que averiguó que el sillón era la cama. Claro que aquello no le había hecho retirar la oferta, pero ella se había negado rotundamente. Al menos el coche ya arrancaba, y ella parecía estar agradecida. Pedro no había intentado aprovecharse de su gratitud intentando volverla a besar, aunque lo había deseado. Y aún lo hacía.


Pero lo más importante era que su seguridad estaba en juego, y su orgullo podía hacerle daño o algo peor. No pensaba dejar que aquello ocurriera, pero para ello tenía que convencerla de que se mudara con él.


Tampoco era tonto como para negar que la deseaba, pero no pretendía presionarla. Pensaba que después de un tiempo juntos, nadie sabía lo que podía llegar a ocurrir. 


Quizá todo, quizá nada.


Tras terminar sus rondas matutinas, fue andando hasta la clínica de partos alternativos, bajo un cielo claro y soleado. 


Disfrutó del paseo, del sol en el rostro, del aire fresco que llenaba sus pulmones y de la perspectiva de volver a ver a Paula Chaves. Con aquel pensamiento en mente, aceleró los pasos hasta que casi corrió en los últimos bloques.


Cuando llegó al edificio de ladrillo blanco, se detuvo a recuperar el aliento en una columna cuya insignia decía «Maternidad Edna P. Waterson». Se preguntó quién sería la tal Edna e imaginó que sería la viuda de algún millonario que quería ser recordada. Pero si no hubiera sido por Paula Chaves, él nunca habría parado en aquel lugar.


Pedro traspasó la puerta de cristal, sorprendido por el entorno agradable. La sala de espera era cálida y acogedora, con sillones de cuadros azules y verdes, arte contemporáneo y suelos relucientes de madera noble salpicados por diversas plantas. Una música tenue se filtraba por los altavoces mientras unos niños jugaban en la zona de juegos bajo las atentas miradas de sus madres.


No estaba seguro de qué era lo que había imaginado, pero desde luego no era aquello. Quizá había esperado algo más desfasado, una vuelta atrás a un tiempo y un lugar de su pasado en el que la atención médica normal para mujeres embarazadas no estaba siempre a disposición de aquellas. 


El entorno que él había presenciado de adolescente cuando ayudaba a su madre a atender a mujeres que no se podían permitir más que una clínica para mujeres sin recursos. Le llegaron muy malos recuerdos de la falta de higiene, de una mujer muy enferma, de su propia madre utilizando material obsoleto heredado de antiguas generaciones. De una noche oscura en que las limitadas habilidades de aquella la habían fallado a ella y a la joven a su cargo.


Pedro echó a un lado sus recuerdos y anduvo a grandes zancadas hasta la recepción. Una mujer joven que estaba sentada al otro lado del mostrador lo recibió con una amplia sonrisa.


–¿Puedo ayudarlo en algo?


–Busco a la señorita Chaves, ¿está?


–Sí, señor. ¿Tiene una cita?


El doctor dudó si darle su nombre, pues pensó que si Paula sabía que había ido a visitarla, quizá no querría verlo.


–Es personal.


–¿Me dice su nombre, por favor?


–Es una visita sorpresa –contestó él con una sonrisa radiante.


–Pues no creo que a Paula le gustan esa clase de sorpresas –contestó ella, sin borrar la sonrisa del rostro, mientras él maldecía su suerte.


–Solo dígale que soy un médico del Memorial, ¿de acuerdo? Es todo lo que necesita.


–No estoy segura… –dijo ella, mordiéndose el labio inferior.


Pedro se agachó sobre el mostrador para mirar el nombre de la recepcionista en el cartelito que colgaba de su bata.


–Te agradecería mucho que lo hicieras, Stephanie.


Sin retirar la mirada de Pedro, la joven descolgó el teléfono y repitió el mensaje.


–Espere aquí; vendrá en un momento –afirmó la recepcionista, que apiló unas carpetas y lo volvió a mirar con otra sonrisa–. Bueno, ¿y qué especialidad de médico es?


–Obstetra.


–¿De verdad? –preguntó ella, con la mejilla apoyada en una mano, y le sonrió con picardía.


–Sí, de verdad.


Estaba ligando con él. Quizá en otro momento él la habría seguido, pero la única mujer que le interesaba en aquellos momentos estaba a punto de llegar.


Entonces escuchó la voz de Paula, dulce y relajante. Saber que estaba cerca hizo que su cuerpo reaccionara de un modo poco apropiado para un hombre adulto, especialmente en un lugar como aquel.


La puerta que tenía a su izquierda se abrió y por ella salió una mujer muy embarazada seguida de Paula. Enseguida reconoció a la paciente, Allison Cartwright, «su» paciente.


Pedro no sabía quién estaba más asombrada, Allison o Paula. Las dos se quedaron mirándolo, pero Allison habló antes.


–Hola, doctor Alfonso. Tiene gracia encontrarlo aquí.


–Supongo que yo podría decir lo mismo –contestó él–. ¿Qué hace aquí?


–No se enfade –contestó ella, levantando un hombro–, solo estoy de visita. Paula me estaba explicando los métodos del centro.


–No hay problema –mintió, y miró a Paula–. ¿Tiene un momento, señorita Chaves?


–Yo ya me voy, así que lo tiene –contestó Allison por ella, y salió corriendo.


–¿En qué puedo ayudarlo, doctor Alfonso? –preguntó Paula en tono profesional.


–No querrá discutir eso aquí, ¿verdad, señorita Chaves?


–Sígame –le contestó ella, sonrojada, mientras le abría la puerta–, pero solo tengo unos minutos.


–Es todo lo que necesito –dijo él–. Por ahora.


Si no quería presionarla, sería mejor que dejara las insinuaciones para otro momento. Pero por algún motivo que desconocía, Paula Chaves sacaba su lado más perverso y le hacía perder el control. La siguió por el pasillo, observando el suave contoneo de sus caderas, envueltas en un pantalón negro, que no eran vaqueros, pero en él producían el mismo impacto.


–Todas las consultas están llenas, así que tendrá que valernos esto –dijo Paula, y se paró en una habitación apartada del pasillo principal.


Pedro le pareció la habitación de una pensión, con cama de matrimonio, mecedora y una chimenea de ladrillo rojo. 


Encontró la decoración sorprendentemente elegante, con flores y lazos, y le recordó a la habitación de su ático, la que había ofrecido a Paula Chaves y la razón por la que estaba en aquel lugar. Pero antes tenía otra pregunta.


–¿Qué hacía aquí Allison Cartwright?


–Está pensando en venir al centro en lugar de al hospital.


–¿Por qué?


–Bueno, aún no está fija en su nuevo trabajo así que no tiene seguro y no puede pagar la factura del hospital.


–¿Y qué hay del padre del niño?


–Me dijo que está totalmente fuera del asunto.


–A mí me dijo lo mismo.


Sus pensamientos sobre Allison empezaron a palidecer al fijarlos en la boca de Paula, y se preguntó por qué no podía quitarle los ojos de encima. Entonces retiró la mirada.


–Estoy seguro de que el hospital estaría de acuerdo en solucionar alguna financiación. Y yo también.


–Eso lo tendrá que decidir ella, ¿no cree?


–Ya veremos –dijo él, pensando que sonaba un poco imbécil.


No se oponía a lo que se dedicara Paula Chaves, incluso comprendía la necesidad en algunos casos, pero no podía deshacerse de su desconfianza sobre los partos fuera de los de los métodos hospitalarios. Aunque debía admitir que aquel lugar no era en absoluto como se había imaginado. 


Miró por la puerta abierta a su derecha y vio una bañera de hidromasaje en un cuarto de baño enorme. Entonces paseó por la habitación y se detuvo en la cama, cuya firmeza comprobó con la mano.


–¿Y cuál es la tarifa de esta suite de luna de miel?


–Para su información, es la Habitación Rosa, uno de nuestros servicios para el parto –informó ella, con un tono de impaciencia en la voz–. Y nuestras tarifas son como un tercio de las de una habitación normal en un hospital.


–Bonita cama, bonito lugar. ¿No hay estribos? –preguntó Pedro, tomándole el pelo.


–No hay estribos, no los necesitamos. Pero tenemos equipos de ultrasonido y monitores fetales, y muchas de las otras pequeñas maravillas médicas que hay en un hospital.


–¿Para qué es el hidromasaje? –preguntó, como si no lo supiera.


–Para partos bajo el agua.


–Oh, pensé que esto serviría también de habitación para la concepción.


–Eso normalmente pasa antes de venir aquí.


–¿Normalmente? Así que alguien la ha usado para alguna actividad extracurricular –comentó él, imaginándose a sí mismo en ella con Paula Chaves.


–Nadie ha hecho nada que no debiera hacer en esta habitación –dijo ella, mirando al techo–. No que yo sepa. Al menos yo no.


–Creo que se le sacaría mejor uso con una botella de champán, unas velas y un hombre y una mujer haciendo al bebé, no teniéndolo.


–Muy divertido, doctor.


–¿Tiene algo en contra del romanticismo, señorita Chaves?


–No tengo tiempo para romanticismos; tengo muchos pacientes que atender, así que, ¿qué es lo que quiere?


Pedro volvió a mirar a la cama y al centrar otra vez la atención en Paula vio que ella estaba mirando al mismo sitio, quizá incluso imaginándose a ellos en aquella cama, o en cualquier cama, envueltos en sábanas, sudor y sexo. O quizá era lo que él desearía.


–Yo tampoco tengo mucho tiempo así que iré al grano.


–Aleluya.


–He venido para saber si te has decidido ya respecto a lo de mudarte conmigo.


Ella abrió mucho los ojos; parecía aterrorizada. Corrió a la puerta y la cerró antes de volverse a él.


–Baje la voz, por favor, no quiero que los compañeros piensen que voy a vivir con usted.


–Entonces ¿vas a vivir conmigo?


–Yo no he dicho eso.


–Sí lo has dicho.


–Lo que he dicho es que… –empezó, y se mordió el labio inferior–. No me acuerdo de lo que he dicho.


–Deja que te refresque la memoria –dijo él, mientras andaba lentamente hacia ella con las manos en los bolsillos para no tocarla–. Anoche dijiste que lo pensarías, y hace un momento has dicho que sí.


–Eso no es verdad.


Él se acercó más hasta que estaban casi tocándose y apoyó una mano en la puerta sobre la cabeza de ella.


–A lo mejor no con esas palabras, pero el mensaje que yo he captado estaba muy claro. Bueno, ¿cuándo quieres hacerlo?


–¿Hacer qué?


–Mudarte conmigo. ¿Qué te parece este fin de semana?


–No se da por vencido fácilmente, ¿eh?


–No, no me rindo fácilmente, y menos cuando está en peligro la vida de una mujer. Así que, ¿te viene bien el sábado?


A Paula se le veía en la cara que era toda indecisión. Abrió la boca, la volvió a cerrar y por fin volvió a abrirla.


–De acuerdo, supongo. No tengo guardia, así que me viene bien este fin de semana.


–Genial, yo tampoco tengo guardia –afirmó él, cuyo primer instinto fue el de besarla hasta que ambos se quedaran sin aire, pero se decidió por el segundo, una simple sonrisa–. ¿Qué te ha hecho decidirte?


–Mi hijo.


Esperaba aquella respuesta, incluso la admiraba, pero le habría gustado pensar que vivir con él no sería una perspectiva tan lamentable para ninguno de los dos. Aunque, si lo pensaba bien, nunca había vivido más de un fin de semana con una mujer, y no estaba seguro de cómo se adaptaría a tenerla con él todo el tiempo, al alcance de la mano. Pero estaba más que dispuesto a intentarlo, a ver en qué derivaba.


–Eh, no estés tan seria –dijo, echándose hacia atrás–. Podemos pasarlo bien.


–No busco pasarlo bien, doctor Alfonso –contestó ella cruzándose de brazos y con un suspiro–. Busco un lugar seguro, un sitio donde vivir de forma temporal.


Lo dijo con mucha convicción, remarcando la palabra «temporal». A Pedro le pareció perfecto; nunca se le había pasado por la cabeza una relación seria, por no hablar de que Paula Chaves le parecía una mujer que se merecía algo sólido y estable.


–Primera regla, háblame de tú. Segunda, puedes quedarte el tiempo que te haga falta. Aparte de eso, no hay más reglas.


–Con nuestros horarios, ni siquiera sabrás que estoy aquí –aseguró ella, con una sonrisa muy tímida, pero suficiente para levantar la libido de Pedro.


–Créeme, sabré que estás –dijo, sin poder evitar quitarle un rizo de la cara




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