sábado, 27 de febrero de 2016

EL SECRETO: CAPITULO 14





El avión aterrizó suavemente. Dejaron de hablar mientras desembarcaban. Un coche con chófer los esperaba.


Era por la mañana temprano y hacía fresco. A ella le vino bien la ropa que llevaba, pero, al montarse en la limusina, se dio cuenta de que no encajaba. Seguro que había un determinado tipo de ropa para viajar en ella, que, desde luego, no era la que llevaba puesta.


Aunque a la madre de Pedro no le gustaran las modelos, estas encajaban con las limusinas, con las casas caras y los aviones privados.


De repente, tuvo un ataque de timidez, una característica que la había acompañado toda la vida.


Aunque la madre de Pedro soñara con que su hijo encontrara una mujer práctica y buena, se daría cuenta enseguida de que esa clase de mujeres no estaba diseñada para vivir a lo grande.


Pedro tenía razón: ella no tendría que fingir porque era imposible que su madre no se percatara de que formaban una pareja mal avenida. No engañaría a nadie. Tendría que limitarse a ser ella misma.


Iba a ser una pequeña aventura, nada por lo que angustiarse. La vida le había ofrecido una oportunidad e iba a aprovecharla.


¿Cuándo volvería a hallarse en aquella situación, libre de toda responsabilidad, sin nada ni nadie que la esperara en Londres?


Apoyó la cabeza en el asiento y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos y miró a Pedro, él la estaba mirando. Tenía los ojos más oscuros que cupiera imaginar y unas pestañas que ya desearían muchas mujeres. La perfecta y hermosa simetría de su rostro delgado lo haría demasiado guapo si no fuera por su potente y poderosa fuerza, que lo convertía en un macho alfa cien por cien.


Era ridículo pensar que pudiera tener una relación sentimental con ella, ni siquiera que se dignara a mirarla. 


Pero durante unos segundos, Paula se imaginó cómo se sentiría si la tocara, si la sedujera con su voz aterciopelada, si le acariciara el cuerpo desnudo.


Ahogó un grito al sentir humedad entre las piernas y un cosquilleo que se le inició en los senos y se le extendió por todo el cuerpo hasta sofocarla.


Fue una reacción física tan inesperada y poderosa que la dejó mareada y sin fuerzas. No recordaba haber sentido nada igual con Roberto. Era consciente de su cuerpo de un modo nuevo: quería que se lo acariciaran y que le aliviaran el cosquilleo que sentía entre las piernas.


Apartó la vista del rostro masculino, mortificada ante la posibilidad de que él le hubiera leído el pensamiento, y más mortificada aún cuando recordó que le había dicho que no pensara cosas raras.


–¿Cuánto falta para llegar a casa de tu madre? –preguntó, ya que hablar tal vez la distrajera de lo que le estaba ocurriendo.


Algo más de una hora. Una hora sentada al lado de él, tratando de dominar sus pensamientos; una hora fingiendo que no observaba la fuerza musculosa de sus brazos y sus muslos, la longitud de sus dedos, la sensualidad de su boca, el modo en que la envolvía su voz, con la suavidad del mejor de los chocolates.


Las confusas sensaciones que experimentaba le demostraron de forma concluyente su falta de experiencia con el sexo opuesto. Y para colmo, ni siquiera podía fiarse del sentido común para que le indicara el camino correcto porque, de otro modo, no estaría sentada allí, apretada contra la puerta del coche para que hubiera el máximo espacio entre ambos y parloteando como la tonta del pueblo porque era mejor eso que un tenso silencio.


Al cabo de media hora sabía más cosas de Madrid que de su propio pueblo, porque no había dejado de hacer preguntas a Pedro. Al acercarse a Salamanca podría haber hecho un doctorado sobre el tema.


La madre de Pedro tenía una casa allí y otra en Madrid, para cuando le apetecía ir de compras o ir a ver a sus amigos.


–Tranquila –le dijo Pedro–. No vas a meterte en la boca del lobo.


–No lo pensaba –mintió ella.


–Claro que lo pensabas. Por eso no te has dado un respiro desde que me has pedido que te haga una guía verbal de Madrid y sus alrededores. Si estuviéramos otra hora en el coche, probablemente tendría que ampliarla al resto de España, porque crees que hablar te calma los nervios.


–No estoy nerviosa. Hemos llegado al acuerdo de que ninguno de los dos tiene que fingir ser distinto de lo que es.


–Estás nerviosa. Tranquilízate.


Pedro la agarró suavemente por la barbilla para que dejara de mirarlo y mirara hacia delante, a la mansión a la que se aproximaban.


–Hemos llegado.


Paula se quedó con la boca abierta. La casa, blanca y de tejado rojo, estaba rodeada de árboles, flores y arbustos. El cielo, de un azul intenso, resaltaba el color de las flores. 


Parecía una postal.


Frente a la puerta se hallaba una mujer alta, apoyada en un bastón. Llevaba el cabello negro recogido y su rostro era hermoso.


–No sé por qué mi madre no deja que abra una de las doncellas –apuntó él.


Pero había afecto en su voz, y Paula tuvo una vívida imagen del niño que se ocultaba en el hombre, del ser confiado bajo la fachada cínica y dura del adulto que controlaba un imperio. Quería a su madre y, durante unos segundos, Paula se sintió completamente feliz por haber accedido a participar en aquella farsa.


–Probablemente se muera de ganas de verte.


–De vernos.


La limusina se detuvo. Cuando bajaron, ella sintió el peso de su brazo sobre los hombros.


–Al fin y al cabo, estamos enamorados –susurró él–. Al menos hasta que rompamos.


Y para demostrarlo, le acarició la nuca.


Y después, sin dejar de andar, con tanta naturalidad que a cualquiera se le hubiera perdonado por creer que lo que había entre ellos era verdad, inclinó la cabeza y la besó en la boca.


Sus lenguas se encontraron brevemente, pero fue suficiente para que el cuerpo de ella sufriera una revolución. Después, él se apartó sin dejar de acariciarle la nuca. Era el vivo ejemplo de un hombre enamorado.


No podía haber tenido más éxito en conseguir que le desaparecieran los nervios porque, ¿cómo iba a estar nerviosa por conocer a su madre cuando solo podía pensar en el beso que le acababa de dar?






EL SECRETO: CAPITULO 13





Entonces, ¿cómo, solo día y medio después, se hallaba sentada en un lujoso avión privado que se dirigía a Salamanca?


A su lado, Pedro estaba absorto en la pantalla del ordenador.


Ella suspiró. Sabía por qué estaba allí: porque era demasiado buena, una característica que era prima hermana de la de ser confiada, que le había hecho creer que un multimillonario con avión privado era monitor de esquí y que el canalla de Roberto estaba enamorado de ella.


–Suspiras. No me digas que has cambiado de opinión.


Pedro cerró el portátil y se recostó en el amplísimo asiento, que era una de las muchas ventajas de tener un avión propio: disponer de todo el espacio que necesitara.


La miró. Ella llevaba el pelo recogido, pero, como siempre, algunos rizos le caían, rebeldes, sobre el rostro.


–¿Qué harías si te dijera que lo he hecho? Estamos en pleno vuelo. ¿Me echarías del avión? Sigo sin creerme que sea tuyo.


–No recurro al uso de la fuerza, Paula. Y me estoy cansando de oírte decir que no te crees que soy rico.


–No me eches la culpa. No conozco a muchas personas que tengan un chalé de montaña y un avión.


–Supongo que debiera estarte agradecido porque hayas dejado de sermonearme por ser un canalla mentiroso como tu exprometido. ¿Por qué suspiras? Si queremos representar aceptablemente el papel de enamorados, sobran los suspiros tristes.


Paula volvió a suspirar, en respuesta, mientras miraba distraídamente el hermoso rostro de Pedro, que la contemplaba con cierta impaciencia.


–No me has dicho por qué eres contrario a sentar la cabeza.


–Es verdad, no te lo he dicho.


–¿Por qué? Yo te he contado montones de cosas sobre mí. Lo menos que podías hacer es darme información sobre ti. ¿O se supone que soy tu novia y no sé nada de ti?


Pedro se quedó callado durante unos segundos.


–No cuento cosas sobre mí.


–Y yo no finjo ser quien no soy.


–¡Qué cabezota! –masculló él–. Muy bien. De joven, tuve una mala experiencia. Una hermosa chica me hizo creer todo lo que había planeado, incluyendo un falso
embarazo. Solo le interesaba mi dinero. Eso me hizo decidir que, a partir de entonces, el único compromiso a largo plazo que tendría sería con el trabajo. Aprendo rápido de los errores y no vuelvo a cometerlos.


–¡Qué horror! ¿Cuántos años tenías?


–No quiero seguir hablando del tema.


–¿Cuántos?


Él, irritado, negó con la cabeza.


–Diecinueve.


–Así que ¿has dejado que una mala experiencia de joven te arruine la vida adulta?


–¿Arruinar? No es la palabra adecuada. Yo diría «afectar». Ya te he dicho que aprendo de los errores.


–Pero ¿y si un día te enamoras?


–No está previsto. Y vamos a dejarlo ya,Paula.


–Tampoco estaba previsto que yo fuera a mentir a gran escala, y aquí me tienes.


Mentir no estaba en su naturaleza, pero se hallaba inmersa en la mayor mentira de su vida, y todo porque se había imaginado a la madre de Pedro frágil, vulnerable y muy triste y decepcionada al enterarse de que había sido víctima de las mentiras de la exnovia de su hijo.


Sabía por experiencia propia el daño que hacían las mentiras. También sabía que los seres humanos se volvían ciegos en lo referente a la salud. Si a alguien recientemente atropellado por un autobús se le preguntaba cómo estaba y respondía que bien, el ciudadano medio se lo creería.


Asimismo, era muy probable que el ciudadano medio subestimara el impacto de la decepción en una persona anciana y enferma. ¿Quién sabía cómo reaccionaría Antonia, la madre de Pedro, si descubría que le habían mentido? Todo el mundo sabía que el estrés mataba.


Sin embargo, si ella se daba cuenta por sí misma de que Pedro no era adecuado para Paula, el final de su supuesta relación no sería un drama tan grande.


Y desde luego que no estaban hechos el uno para el otro, sobre todo después de lo que él le acababa de decir.


Además estaban las ventajas que harían mucho más llevadera la situación en que se hallaba: trabajo y alojamiento asegurados.


Podría tranquilizar a su abuela diciéndole que su vida había recuperado la normalidad.


–Supongo que a tu madre no le gustaría que no estuvieras dispuesto a casarte con tu novia y supongo que no sabe nada de tus traumas.


Quería saber más, ya que estaban de camino hacia territorio desconocido y comenzaba a ponerse nerviosa.


–Mis traumas… Tienes una forma de expresarte… Mi madre quiere que siente la cabeza, pero, a pesar de eso, se dio cuenta de que Isobel no era la candidata ideal para ser mi esposa.


–¿Por qué?


–Porque Isobel es una mujer de la jet set, no el tipo de mujer hogareña que se queda en casa a esperar a su esposo. Supongo que es lo propio siendo una modelo. Te tratan como a una diosa, cuando en realidad solo eres una cara bonita.


–¿Una mujer de la jet set?


–Sí, a la que le gusta desmedidamente el oropel, el glamour y ser el centro de atención de las cámaras.


–Es el tipo de mujer con el que sueles salir.


–¿A qué viene este interrogatorio, Paula?


–A que estoy nerviosa.


La forma en que Pedro había descrito a su ex era un buen ejemplo de que se relacionaba con mujeres con las que no corría el peligro de querer comprometerse, con las que solo tenía sexo.


–Piensa en la recompensa que obtendrás y los nervios desaparecerán. Hazme caso.


Paula frunció el ceño porque, por maravillosa que fuera la recompensa, no era la razón de que hubiera aceptado participar en aquella ficción. Cuanto más se acercaba el avión a su destino, más se preguntaba si había sido una buena idea seguir su impulso de hacer lo correcto.


–No he accedido debido a la recompensa.


Pedro enarcó las cejas y le sonrió con expresión incrédula.


–¿Me estás diciendo que la única razón de haber accedido a fingir que eres mi prometida es que te da pena mi madre, una mujer a la que ni siquiera conoces?


–Más o menos.


–Esa es una bonita expresión. Está abierta a toda clase de interpretaciones opuestas.


–A veces me sacas de quicio, Pedro.


Deseó que volviera a ponerse a trabajar con el portátil y dejara de prestarle atención, porque se sentía acalorada y molesta.


Como no había metido en la maleta ropa adecuada para temperaturas cálidas, llevaba una camiseta térmica, unos vaqueros, calcetines gruesos y zapatillas deportivas. Le picaba todo el cuerpo.


–Lo único que intento es… Me pregunto qué hay que hacer para fingir ser alguien que no eres.


–¿Te refieres a ser alguien que tiene una relación sentimental conmigo?


–Nunca he hecho una cosa así. No me gusta engañar a los demás. No me parece honrado y, lo creas o no, a pesar de que la recompensa hará mi vida mucho más sencilla cuando vuelva a Londres, lo hago porque no me gusta pensar que tu madre está llena de esperanza y que se va a llevar una cruel decepción. Sinceramente, me resulta imposible creer que alguien sea capaz de mentir de esa manera a alguien que acaba de estar enfermo solo para vengarse porque la has abandonado.


Paula suspiró.


–¿Le ha gustado a tu madre alguna de tus amigas?


–No que recuerde.


Y eso no le había preocupado hasta que ella había comenzado a decirle que debía sentar la cabeza porque no sabía cuánto tiempo más seguiría viviendo.


Sabía lo que su madre pensaba de las mujeres de su vida, de la sarta interminable de modelos que sonreían como tontas y se adaptaban a sus necesidades. A él le daba igual. Bastante tenía con el estrés que le generaba el trabajo para tener que añadir el de una novia exigente. Pero su madre no era de la misma opinión.


Paula, por el contrario, era una mujer normal y espontánea.


Si no fuera porque él sospechaba de todos, se creería que hacía aquello por bondad. Era una persona íntegra, pero él nunca la consideraría como posible compañera para toda la vida. Si alguna vez decidía casarse, lo haría con alguien que concibiera el matrimonio como él, con alguien que no necesitara su dinero, que entendiera la fragilidad de la institución y que aceptara que el matrimonio tenía más posibilidades de tener éxito si se consideraba un acuerdo comercial.


Si su madre veía por sí misma lo inadecuado que su hijo era para una mujer como Paula, y para todas las que se la parecieran, no solo aceptaría la ruptura de la relación, sino que entendería que sus sueños sobre el enamoramiento y las relaciones románticas no eran los de Pedro.


–Mi madre cree firmemente en el amor y en los finales felices –afirmó con cinismo–. Se casó con el hombre del que se enamoró en su adolescencia. Mis padres siguieron juntos y enamorados hasta que él murió. Tiene la esperanza de que yo continúe la tradición, pero no ve que pueda hacerlo en brazos de las modelos con las que salgo.


–No hay nada malo en creer en el amor y en los finales felices. Por una mala experiencia no puedes renunciar a ellos.


–Me sorprende que digas eso después de lo que te ha pasado.


Pero no le sorprendía. Ella era una romántica sin remedio que alimentaba en secreto sueños de ser llevada al altar vestida de blanco; que deseaba probar sus habilidades culinarias en su propia cocina mientras sus hijos correteaban a sus pies.


Era la clase de mujer que su madre imaginaba para él, precisamente a la que él jamás se acercaría porque ya había tenido suficiente de aquella tontería del amor.


–Solo porque me hayan decepcionado…


–Te ha abandonado un tipo para irse con tu mejor amiga.


Paula se puso colorada hasta las orejas.


–No hace falta que me lo repitas.


–La realidad es la que es.


–Si con eso quieres decir que, porque la realidad es la que es, debo dejar de creer en el amor y el matrimonio, prefiero no enfrentarme a ella.


–Pues teniendo en cuenta que no me interesan ninguna de las dos cosas, será fácil demostrarle a mi madre lo incompatibles que somos.


–Si tan incompatibles somos, ¿cómo es posible que tengamos una relación? –preguntó ella en tono cortante–. Tengo el corazón destrozado y me siento vulnerable después de la ruptura de mi compromiso. Y tú apareces en mi vida y decides que soy la mujer adecuada para ti, a pesar de ser la última con la que te relacionarías sentimentalmente. ¿Cómo puede ser eso, Pedro?


–Ya te he dicho que a mi madre le gustan los cuentos de hadas.


–Entonces, no te conoce.


–¿Es que no puedes aceptar nada sin tener que ponerlo en tela de juicio?


Pedro negó con la cabeza al tiempo que suspiraba con una mezcla de irritación y resignación.


–La gente cree lo que quiere creer incluso cuando tiene delante pruebas de lo contrario. Mi madre cree en el amor, así que no le parecerá raro que me haya enamorado perdidamente de ti.


–¿Sabe lo de tu experiencia con esa chica? Un error disculpable debido a tu juventud.


–¿Es esa tu forma de analizar la experiencia? –él la miró con impaciencia y ella le devolvió la mirada sin pestañear–. Me estoy arrepintiendo de habértelo contado. No, no lo sabe, lo cual me lleva a mencionarte dos normas básicas que debes respetar.


¿Qué necesitaría un hombre como Pedro para enamorarse perdidamente? A alguien increíble. Y esa persona existía, aunque él no lo creyera. Sus padres se habían querido, y los de ella también. Durante su infancia, no se cansaba de ver fotos de los dos juntos ni de oír lo que le contaba su abuela sobre su relación y su amor, que nunca había desfallecido.


Tal vez por eso se había convertido en la persona que era: idealista y llena de esperanza de encontrar un día al hombre ideal.


Era inconcebible que alguien como Pedro, cínico y hastiado, se sintiera atraído por ella; tan inconcebible como que ella, optimista y romántica, se sintiera atraía por él.


–Dos normas básicas –repitió él haciéndola volver a la realidad.


–Dime.


–Regla número uno: es importante recordar que esta simulación es temporal.


Paula lo miró con los ojos como platos.


–Ya lo sé.


–Con eso quiero decir que no empieces a pensar cosas raras.


–¿De qué demonios me hablas?


De pronto, cayó en la cuenta. Él la miraba sin pestañear.


–Ah, ya entiendo –dijo lentamente mientras se sonrojaba y el corazón comenzaba a latirle a toda velocidad–. No quieres que crea que este juego es real. Eres de lo que no hay. ¿Crees sinceramente que soy tan estúpida como para enamorarme de ti? Sobre todo después de lo que me has dicho.


–¿Cómo dices?


–Crees que porque eres guapo y tienes mucho dinero eres irresistible. Y puede que lo seas para todas esas modelos a las que les gusta colgarse de tu brazo y que les saquen fotos. Pero hablaba en serio cuando te dije que no se me ocurría que pudiera haber nada peor. Sobre todo con alguien que considera el matrimonio una transacción comercial.


–¿Estás segura? –preguntó él, nada acostumbrado a la crítica.


–Muy segura. Un hombre como tú no me interesa. Estoy segura de que tienes magníficas cualidades… –hizo una pausa al tratar de imaginar cuáles serían. Ciertamente, no la sensibilidad ni la reflexión.


«Aunque», le susurró una voz interior, «¿no demuestra su actitud hacia su madre que dichas cualidades existen bajo su fría y dura fachada?».


–Me gustan los hombres cariñosos, abiertos y divertidos.


–¿Sí? Pues, aunque te resulte sorprendente, ninguna mujer de las que ha estado conmigo se ha quejado de falta de diversión.


–No hablo de sexo –respondió ella con desprecio al tiempo que se sonrojaba.


¿Qué sabía ella de sexo? No había tenido montones de pretendientes que hubieran intentado llevársela a la cama. 


Había habido hombres interesados, desde luego, e incluso había salido con un par, pero no había resultado nada de todo ello. No era lo suficientemente inteligente para emplear los trucos que la mayor parte de las mujeres usaban, los que atrapaban a los hombres. Aunque tampoco había querido atrapar a aquellos con los que había salido brevemente.


Se preguntó cómo reaccionaría Pedro si supiera que era virgen.


¡Una virgen y un vividor! ¡Menuda pareja!


–Hablo de un hombre cariñoso y entregado que comparta mi sistema de valores, que desee lo que yo deseo: amor, amistad y una compañera de por vida.


–¡Qué emocionante! –exclamó él con sequedad–. Te olvidas de la pasión. ¿O es que no entra dentro de la amistad y la unión de por vida? Da igual, ya me hago una idea. En ese caso, no tendrás que fingir. Supongo que nuestras personalidades enfrentadas serán suficientes para demostrar a mi madre que nuestra relación no está destinada a durar.


Se encogió de hombros e hizo una mueca.


–No dejes de decirle lo que piensas de mí –añadió.


–Lo haré, no lo dudes. Y otra cosa.


El avión comenzó a descender preparándose para aterrizar.


–No vengo preparada con ropa para el tiempo que haga aquí. No esperaba venir a España.


–Aunque no te lo creas, también aquí hay tiendas. La ropa forma parte de tu sueldo.


–No me parece bien.


–Entonces, podemos llegar a un acuerdo para que me devuelvas el dinero, aunque querrás empezar a trabajar en Londres antes de comenzar a transferir dinero a mi cuenta por unas cuantas prendas.


–No sabes lo irritante que puedes llegar a ser.


–Esa es una de las cosas que puedes decirle a mi madre que te desagradan de mí. Aunque, no sé cómo reaccionará al ver que una mujer que está conmigo dice lo que piensa. Recuerda que acaba de recuperarse de un infarto cerebral.


–¿Es que ninguna decía lo que pensaba de ti?


–Sinceramente, no. Pero tú vas a compensarlo.




viernes, 26 de febrero de 2016

EL SECRETO: CAPITULO 12





Pedro se sonrojó al recordar cómo se le había disparado el deseo al mirarla. Era cierto que había sopesado la idea de llevársela a la cama. ¿Se habría manifestado esa idea en su expresión cuando le hicieron la foto? ¿Acaso la cámara de un idiota lo había pillado desprevenido con una mirada que podía ser malinterpretada?


A Paula se le desencajó la mandíbula. No sabía si horrorizarse o echarse a reír. Aunque no, no debía reírse. Él estaba muy serio. Si se reía, no la acompañaría.


–Pero eso es ridículo.


«¿Quién en su sano juicio creería que estamos unidos sentimentalmente?», pensó.


–Llevo aquí dos días –prosiguió–. ¿Cómo va a creerse alguien que tenemos una relación sentimental? Además, estoy aquí pare recuperarme de un desengaño amoroso. Recuerda que iba a casarme hace menos de un mes.


–Isobel ha contado a mi madre que probablemente nos conozcamos de antes. Sabe lo que pienso de un compromiso a largo plazo porque se lo he contado, y también sabe que no quiero, bajo ningún concepto, verme inmerso en una situación que haga creer a mi madre que voy a abandonar mi vida de soltero.


–¿Qué opinas sobre el compromiso a largo plazo?


–Ahora no, Paula. De momento, te basta con saber que no forma parte de mi estilo de vida.


Paula soltó una carcajada.


–¡Es que no me lo imagino! No te imagino entrando de incógnito en mi minúscula vivienda para consolarme por la ruptura. No eres un hombre que pase desapercibido. Y después, ¿qué? ¿Planeamos encontrarnos aquí en secreto con la ayuda de Sandra? No cuadra. Cualquier imbécil se daría cuenta en unos segundos –dejó de reírse–. Pero ha sido una sucia jugada. Supongo que se había enamorado de ti. Pobre mujer.


Pedro enarcó las cejas, desconcertado.


–Iré al grano. Por lo que le ha contado Isobel, mi madre tiene la impresión de que vamos a casarnos. ¿Cómo, si no fuéramos en serio, según mi ex, estaría con una mujer tan distinta de las que me suelen gustar?


–¿Cuáles te suelen gustar?


Ella misma se contestó la pregunta antes de haber terminado de formularla. A un hombre como él, increíblemente guapo y rico, solo le gustaba un tipo de mujer, del que ella no formaba parte.


–No, no me respondas. Te gustan las que parecen modelos. Seguro que Isobel es alta, delgada, con el tipo de una modelo.


–Es modelo.


–Así que se le ha ocurrido el hábil truco de enseñar a tu madre una foto de mí, bajita y rellenita, porque, ¿cómo, si no fuéramos en serio, estarías conmigo en la misma habitación? ¿No es así?


–Más o menos. Y mi madre se ha tragado todo lo que le ha contado.


–¿Sabes una cosa, Pedro?


Paula respiró hondo, maravillada ante lo complicada que se le había vuelto la vida desde que Roberto había entrado en ella, antes tan agradable y tranquila. Y, por si fuera poco, el destino había decidido continuar donde Roberto lo había dejado y la había llevado hasta un hombre que la miraba con atención.


–Creo que voy a tomarme un descanso con respecto al sexo masculino, que tal vez sea permanente. De todos modos, no sé por qué me cuentas todo esto. Lamento que tu madre crea que has encontrado el amor de tu vida, pero tendrás que decirle la verdad.


–Hay otra posibilidad…


Se levantó y se estiró por haber estado sentado demasiado tiempo, cuando lo que hubiera querido era moverse, deambular por la casa para calmar su inquietud.


–¿Cuál?


Paula lo miró con recelo mientras caminaba por el amplio espacio. Todo suyo. Aún se le hacía difícil aceptar que todo aquello le pertenecía.


–Estás sin blanca, sin trabajo y lo más probable es que cuando vuelvas a Londres te encuentres tus posesiones en la acera frente a la que era tu casa.


–Mi casero no me haría una cosa así –apuntó ella con frialdad–. Los inquilinos tenemos ciertos derechos.


–No tantos como el casero, cuyo principal derecho es que se le pague el alquiler.


Se paró para mirarla, y ella alzó la cabeza para hacer lo propio.


–Esto es lo que te propongo. Te contrato durante dos semanas, tres como máximo, para que hagas el papel de mi futura esposa. Nos alojaremos en casa de mi madre, que no está muy lejos de Madrid, y allí romperemos nuestra relación. Mi madre se entristecerá, pero lo superará.


Lanzó un suspiro sin dejar de mirarla.


–Normalmente no me tomaría tantas molestias, pero ya te he dicho que ha estado enferma y que, mentalmente, todavía no se ha recuperado. No quiero contarle una sarta de mentiras que la enfadarán y confundirán, sobre todo por lo mucho que desea que siente la cabeza. Le daré lo que quiere, y cuando vea que soy una persona imposible, entenderá que el matrimonio no entre en mis planes en el futuro.


–Y esto es lo que obtendrás a cambio: una cantidad sustancial de dinero, unas vacaciones de lujo pagadas en España y, después, te buscaré un buen empleo en uno de los tres restaurantes que poseo en Londres y te prestaré uno de los pisos de la empresa durante seis meses, hasta que encuentres una vivienda para alquilar. Fuera lo que fuera lo que ganaras en tu anterior trabajo… Digamos que te lo cuadruplicaré.


–Y a cambio, tendré que mentir a tu madre.


–Yo no lo veo así.


–Y supongo que también a mi abuela. Porque ¿qué voy a decirle cuando no vuelva a Londres? Gracias, Pedro, pero no.