sábado, 27 de febrero de 2016

EL SECRETO: CAPITULO 14





El avión aterrizó suavemente. Dejaron de hablar mientras desembarcaban. Un coche con chófer los esperaba.


Era por la mañana temprano y hacía fresco. A ella le vino bien la ropa que llevaba, pero, al montarse en la limusina, se dio cuenta de que no encajaba. Seguro que había un determinado tipo de ropa para viajar en ella, que, desde luego, no era la que llevaba puesta.


Aunque a la madre de Pedro no le gustaran las modelos, estas encajaban con las limusinas, con las casas caras y los aviones privados.


De repente, tuvo un ataque de timidez, una característica que la había acompañado toda la vida.


Aunque la madre de Pedro soñara con que su hijo encontrara una mujer práctica y buena, se daría cuenta enseguida de que esa clase de mujeres no estaba diseñada para vivir a lo grande.


Pedro tenía razón: ella no tendría que fingir porque era imposible que su madre no se percatara de que formaban una pareja mal avenida. No engañaría a nadie. Tendría que limitarse a ser ella misma.


Iba a ser una pequeña aventura, nada por lo que angustiarse. La vida le había ofrecido una oportunidad e iba a aprovecharla.


¿Cuándo volvería a hallarse en aquella situación, libre de toda responsabilidad, sin nada ni nadie que la esperara en Londres?


Apoyó la cabeza en el asiento y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos y miró a Pedro, él la estaba mirando. Tenía los ojos más oscuros que cupiera imaginar y unas pestañas que ya desearían muchas mujeres. La perfecta y hermosa simetría de su rostro delgado lo haría demasiado guapo si no fuera por su potente y poderosa fuerza, que lo convertía en un macho alfa cien por cien.


Era ridículo pensar que pudiera tener una relación sentimental con ella, ni siquiera que se dignara a mirarla. 


Pero durante unos segundos, Paula se imaginó cómo se sentiría si la tocara, si la sedujera con su voz aterciopelada, si le acariciara el cuerpo desnudo.


Ahogó un grito al sentir humedad entre las piernas y un cosquilleo que se le inició en los senos y se le extendió por todo el cuerpo hasta sofocarla.


Fue una reacción física tan inesperada y poderosa que la dejó mareada y sin fuerzas. No recordaba haber sentido nada igual con Roberto. Era consciente de su cuerpo de un modo nuevo: quería que se lo acariciaran y que le aliviaran el cosquilleo que sentía entre las piernas.


Apartó la vista del rostro masculino, mortificada ante la posibilidad de que él le hubiera leído el pensamiento, y más mortificada aún cuando recordó que le había dicho que no pensara cosas raras.


–¿Cuánto falta para llegar a casa de tu madre? –preguntó, ya que hablar tal vez la distrajera de lo que le estaba ocurriendo.


Algo más de una hora. Una hora sentada al lado de él, tratando de dominar sus pensamientos; una hora fingiendo que no observaba la fuerza musculosa de sus brazos y sus muslos, la longitud de sus dedos, la sensualidad de su boca, el modo en que la envolvía su voz, con la suavidad del mejor de los chocolates.


Las confusas sensaciones que experimentaba le demostraron de forma concluyente su falta de experiencia con el sexo opuesto. Y para colmo, ni siquiera podía fiarse del sentido común para que le indicara el camino correcto porque, de otro modo, no estaría sentada allí, apretada contra la puerta del coche para que hubiera el máximo espacio entre ambos y parloteando como la tonta del pueblo porque era mejor eso que un tenso silencio.


Al cabo de media hora sabía más cosas de Madrid que de su propio pueblo, porque no había dejado de hacer preguntas a Pedro. Al acercarse a Salamanca podría haber hecho un doctorado sobre el tema.


La madre de Pedro tenía una casa allí y otra en Madrid, para cuando le apetecía ir de compras o ir a ver a sus amigos.


–Tranquila –le dijo Pedro–. No vas a meterte en la boca del lobo.


–No lo pensaba –mintió ella.


–Claro que lo pensabas. Por eso no te has dado un respiro desde que me has pedido que te haga una guía verbal de Madrid y sus alrededores. Si estuviéramos otra hora en el coche, probablemente tendría que ampliarla al resto de España, porque crees que hablar te calma los nervios.


–No estoy nerviosa. Hemos llegado al acuerdo de que ninguno de los dos tiene que fingir ser distinto de lo que es.


–Estás nerviosa. Tranquilízate.


Pedro la agarró suavemente por la barbilla para que dejara de mirarlo y mirara hacia delante, a la mansión a la que se aproximaban.


–Hemos llegado.


Paula se quedó con la boca abierta. La casa, blanca y de tejado rojo, estaba rodeada de árboles, flores y arbustos. El cielo, de un azul intenso, resaltaba el color de las flores. 


Parecía una postal.


Frente a la puerta se hallaba una mujer alta, apoyada en un bastón. Llevaba el cabello negro recogido y su rostro era hermoso.


–No sé por qué mi madre no deja que abra una de las doncellas –apuntó él.


Pero había afecto en su voz, y Paula tuvo una vívida imagen del niño que se ocultaba en el hombre, del ser confiado bajo la fachada cínica y dura del adulto que controlaba un imperio. Quería a su madre y, durante unos segundos, Paula se sintió completamente feliz por haber accedido a participar en aquella farsa.


–Probablemente se muera de ganas de verte.


–De vernos.


La limusina se detuvo. Cuando bajaron, ella sintió el peso de su brazo sobre los hombros.


–Al fin y al cabo, estamos enamorados –susurró él–. Al menos hasta que rompamos.


Y para demostrarlo, le acarició la nuca.


Y después, sin dejar de andar, con tanta naturalidad que a cualquiera se le hubiera perdonado por creer que lo que había entre ellos era verdad, inclinó la cabeza y la besó en la boca.


Sus lenguas se encontraron brevemente, pero fue suficiente para que el cuerpo de ella sufriera una revolución. Después, él se apartó sin dejar de acariciarle la nuca. Era el vivo ejemplo de un hombre enamorado.


No podía haber tenido más éxito en conseguir que le desaparecieran los nervios porque, ¿cómo iba a estar nerviosa por conocer a su madre cuando solo podía pensar en el beso que le acababa de dar?






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