sábado, 6 de febrero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO 19



Se dirigió a su habitación con la intención de serenarse un poco. No iba a llorar, desde luego que no iba a llorar. 


Hubiese sido mejor no tener ni idea de con quién pasó aquella noche a haberle puesto un rostro, y que ese rostro fuese de alguien como Alfonso. Demasiado apuesto, demasiado agradable, demasiado encantador. Demasiado todo para su tranquilidad. Con él su imaginación había volado demasiado alto, ¿cómo pudo albergar la esperanza siquiera de que él no dudaría en aceptar su proposición? 


«¡Ay, Clara, te voy a matar! Y mi hermano me matará a mí cuando descubra lo que he hecho, y cómo me he humillado proponiéndole matrimonio a un hombre.»


Al abrir la puerta de su dormitorio se detuvo en seco al ver allí a Amalia, rebuscando entre sus cajones como una poseída.


—¡Señorita! —exclamó la joven, volviéndose de inmediato, cuando la vio.


—¿Qué estás haciendo? —le preguntó sorprendida de encontrarla en su cuarto. Después de todo, confiaba en esa muchacha, fue quien la ayudó a llegar a su casa aquella noche. Aún tenía el demonio metido en el cuerpo por haber llegado a pedirle a Alfonso matrimonio y que éste la rechazara... y hete aquí que tenía a una víctima para su coraje.


—No se enfade, por favor —se apresuró a disculparse la otra—, su tío me ha amenazado con matarme si no le llevó los documentos que estaban en su abrigo. El que usted llevaba puesto la otra noche —le explicó la muchacha.


—¿Y por eso entras como una vulgar ladrona en mi habitación? Podrías habérmelos pedido sin más. —¿Estaría hablando de los documentos que había encontrado y que aún no había tenido tiempo de devolver, donde figuraba el nombre del marqués? Claro que sí, no podían ser otros. En ese momento le hubiese gustado saber qué decían.


—Puede dármelos ahora —le pidió, levantando la mano hacia ella, esperando llevarse consigo los papeles—, yo se los llevaré, y así su tío no me hará daño.


Algo en la expresión de la joven hizo que desconfiara. Allí había algo que no andaba bien. Tuvo un presentimiento, una sensación de que algo no iba como debiera. Observó a la mujer y le pareció ver una frialdad en sus ojos de la que no se había percatado antes. La miró nuevamente. Paula pensó que nadie se atrevería a meterse de esa forma en una habitación donde no había sido invitada, de manera furtiva, y registrarla con sigilo para evitar ser descubierta. No sabía por qué, pero intuyó que esos papeles eran muy importantes, tanto como para que alguien se arriesgara de ese modo. Sin embargo, no se mostró nerviosa, e intentó tranquilizarse al recordar que Amalia no daría con los documentos.


—La verdad es que no puedo —dijo con fingido pesar. «Te estás volviendo una mentirosa consumada»—. Se los di por error a lord Alfonso, pensaba que serían suyos, puesto que llevaban su nombre. Tal vez he cometido un disparate, pero seguro que puede arreglarse, podrías pedírselos a él. —Intentó poner cara de estúpida, la que ponía cuando Ricardo la regañaba como si no comprendiese las consecuencias de sus actos.


—¿Qué ha hecho qué? —gritó la criada con la cara descompuesta y echando chispas por los ojos.


En realidad los tenía en el bolsillo oculto de la falda del vestido; los había cogido esa mañana para devolvérselos a su tío en cuanto lo viera, lo que ocurría era que todavía no
había tenido tiempo de hacerlo. Tampoco supo qué la impulsó a decir aquello, pero tenía el presentimiento de que en aquellas viejas páginas se ocultaba un mensaje de mucho valor para alguien, quizá para el marqués, cuyo nombre aparecía en el membrete del sobre.


Tal vez debió dejar que Clara los leyera.


—No creo que sea tan grave, podemos pedírselos.


—¿Usted ha leído esos documentos? —le preguntó la joven mirándola fijamente.


Paula no supo qué decir.


—Si los hubiese leído, no me estaría proponiendo que se los pidiésemos al marqués, puesto que fue a él a quien se los robó su tío.


Amalia ya no mostraba el respeto de los criados hacia sus patrones. Una vez le dijo que no era una criada común, y ahora veía a qué se estaba refiriendo en ese momento.


—Y tú se los pensabas robar a Rodolfo —le dijo sin pensar.
Sin saber cómo, había dado con la teoría acertada. ¿Qué pondría en aquellos dichosos papeles? Si los hubiera leído Clara, seguro que ahora Alfonso estaría casado con ella, de eso se hubiera encargado su amiga.


—Chica lista —le dijo sacando un arma, la misma que le había robado a Alfonso—. Paula entrecerró los ojos cuando vio la pistola, pero no hizo nada, tenía la sensación de que la abnegada Amalia se había convertido en alguien muy diferente, incluso su rostro parecía transformado—. Bien, adoptemos un plan alternativo. Me acompañará entonces, usted me ayudará a recuperarlos. Después de todo, es un pequeño precio a pagar por cómo la ayudé.


Ella sabía que se estaba refiriendo a la noche en que comenzaron sus preocupaciones.


—Creo que estás un poco alterada —se estaba empezando a preocupar cuando vio la mirada decidida de la mujer—, seguramente no es necesario todo esto. Si son de lord Alfonso, y él los tiene de nuevo en su poder, ¿no deberías robárselos a él?


—Prepárese para salir, señorita, es usted una mala mentirosa.


«Soy mala en muchas cosas.»



***

Rodolfo observaba a su sobrino con gesto malhumorado. El muy imbécil se había negado a pagar sus últimas deudas de juego, y no es que ello le afectase mucho, porque gracias al negocio que había cerrado tenía los bolsillos repletos; lo que realmente le molestaba era que no bailase al son que le tocaba. De un tiempo a esta parte, Ricardo se había vuelto muy dictatorial, y eso no le convenía. Sonrió mentalmente pensando que los rusos pagaban muy bien, y que sólo tendría que culminar el trabajo que había empezado para cobrar la otra mitad de lo pactado, y a lo mejor un poco más.


Se habían puesto en contacto con él desde las más altas esferas de la aristocracia rusa para encargarle que se hiciera con el acta del primer matrimonio del zar, así como del acta de nacimiento del hijo nacido fruto de esas nupcias. Fue por eso por lo que descubrió los orígenes del marqués de Alfonso. ¡Quién lo hubiera dicho! ¡Un estimado lord inglés el primogénito de uno de los hombres más poderosos del mundo! Aquello podría desestabilizar un imperio si se llegase a descubrir que la zarina Carlota no era la primera esposa de éste, y que su hijo Alejandro tampoco era el primogénito, por lo que no había límites a lo que él pidiera mientras obtuviese resultados. Primero se apoderó de los documentos de casa de la marquesa viuda, la abuela de Alfonso. Luego, cuando los perdió por culpa de la idiota de Amalia, recibió el encargo de orquestar la muerte del joven marqués, una muerte accidental por supuesto, para que nadie pudiera pensar en el asesinato.


Lo había intentado en varias ocasiones desde que descubrió que había perdido los documentos, pero no había tenido éxito: una de las veces, porque Paula lo había salvado; después incendió la casa que tenía alquilada Alfonso pensando que estaría durmiendo, pero él no estaba allí esa noche, y lo del atropello tampoco le salió bien.


La tonta de la criada de su esposa se despidió ella misma cuando él la regañó por haber perdido su abrigo y tras explicarle que allí había unos papeles muy importantes; ese mismo día, la muy estúpida, se marchó. Aunque no le importó. Para lo que le servía, siempre escuchando a escondidas tras alguna puerta y vigilando cada uno de sus movimientos. La muchacha pensaba que no sabía para quién trabajaba, y lo cierto era que poseía mucha más información que cualquiera de ellos, porque para eso tenía una cómplice infiltrada en el Ministerio. Gracias a eso los rusos doblaron sus honorarios. Los ingleses querían tener esos documentos para usarlos en sus negociaciones con el imperio, y la zarina quería esos papeles para destruirlos, y, si no era así, había que eliminar a la persona que podría suponer un obstáculo en la sucesión.


Él mismo los recuperaría, después de todo sabía quién los tenía. Paula le había devuelto el abrigo sin la documentación, así que o los tenía su sobrina o finalmente se habían perdido. Con lo que la muerte de Alfonso era un hecho.


Centrándose nuevamente en su sobrino, frunció el entrecejo. 


Ya le gustaría darle su merecido a ese arrogante que aprovechaba la menor oportunidad para meterse entre las piernas de su esposa. Esos imbéciles creían que él era ajeno a sus encuentros, pero no lo era, simplemente lo dejaba estar esperando el momento oportuno de actuar. 


Primero tenía que morir el abuelo de su esposa para que ésta heredara, luego podría quedarse viudo. Apretó los puños. El hombre que evitaba a toda costa el escándalo se acostaba con la esposa de su tío... asombroso, ¿verdad? 


Pues lo sería aún más cuando el marqués muriera en su casa y se descubriera que Paula andaba metida en burdeles, y, para rematar, la muerte de su esposa.


Sí, ésa sería su venganza para Hastings.


Hizo una mueca para evitar sonreír, pero en su mirada se podía vislumbrar la maldad que emanaba de su alma.


Alzó su copa de coñac y brindó por su audacia.





INCONFESABLE: CAPITULO 18




«Piensa que soy una mala mujer, estoy segura. Debe opinar eso de mí. ¿Qué otra cosa puede justificar mi comportamiento ante sus ojos?» Ella lo miró de reojo. «Lo más sorprendente es que no me importa.» El espigado y adusto mayordomo había entrado ya dos veces al saloncito donde Paula se encontraba tomando su desayuno. Ella se percató de que evitaba mirarla pero, también, de que intentaba decirle algo sin atreverse a hacerlo. Lo miraba por encima de su taza de té, avergonzada por las circunstancias en las que el hombre la había sorprendido últimamente: primero, la madrugada que llegó a casa acompañada por Amalia, envuelta en una capa masculina; luego, la noche pasada, cuando llamó a la habitación del marqués en un discreto intento de sacarla de una situación comprometida. 


Paula no llegaba a comprender el motivo por el cual no había acudido a Ricardó para quejarse del atroz comportamiento de su hermana, de lo cual, por cierto, le estaba más que agradecida.


Lo miró nuevamente cuando hizo el intento de hablarle, pero en ese instante la puerta se abrió, dando paso a la persona que ocupaba sus pensamientos desde la noche anterior.


—Buenos días —saludó Alfonso mirándola con intención, esperando algún tipo de reacción en la mujer: después de todo, se había metido en su habitación sin ser invitada y había intentado seducirlo, de nuevo. Es más, su miembro había estado en el mismo lugar hacia donde ella llevaba, en ese instante, la taza de té. Su boca. Pedro gimió.


—Milord. —Thomas le devolvió el saludo con semblante serio.


—Lord Alfonso —susurró Paula sin girarse para mirarlo, mientras continuaba bebiendo su té, comportándose como era habitual en ella cuando se hallaban a plena luz, y provocando en el hombre una serie de reacciones que podrían haberlo llevado a cometer algún acto violento contra la chica de no haber estado presente el mayordomo.


—¿Le importaría dejarme a solas con la señorita Chaves? —le preguntó al anciano en un tono que no daba opciones a réplicas. De ese día no pasaba que aclararan de una vez por todas aquella inusual situación. Ya era hora de poner las cosas en claro. Paula no podía ir por ahí provocándolo y después actuando como si sólo los uniese la mera cortesía. ¡Ni pensarlo! No lo iba a consentir más —. Por supuesto, la puerta permanecerá entreabierta.


Éste lo miró con hostilidad ante tal petición; después de lo ocurrido la noche anterior, no se fiaba de dejarlos solos. A pesar de ello, se vio obligado a obedecer, pues no podía negarse a acatar una orden directa de un noble invitado en la casa de su patrón. Así que se marchó, pero dejó la puerta abierta de par en par, indicándole a lord Alfonso lo poco sensato que le parecía.


—Tenemos que hablar, ahora mismo —le dijo a la mujer.


Ésta se sonrojó.


—Sería lo más acertado.


Paula seguía sin mirarlo y eso sólo provocaba que su ira se fuese acrecentando por segundos.



—Por lo que puedo ver, te seguirás comportando como una hipócrita —le reprochó al ver que no dejaba su actitud distante.


—¿Disculpe? —preguntó sorprendida, mirándolo por primera vez, mientras se ajustaba bien las lentes sobre el puente de la nariz—. No he sido yo quien ha actuado como si no hubiese ocurrido nada entre nosotros. —Al decir aquello sintió quebrarse su voz, pero en seguida volvió a controlarse.


Él la miró sorprendido por sus palabras. Sorprendido y dolido.


—¿Estás intentando echarme a mí la culpa de tu indiferencia? —le preguntó cogiendo la silla que había a la derecha de ella y sentándose bruscamente, obligándola a mirarlo.


—No he querido decir eso. —Paula no iba a alzar la voz, nunca lo hacía y no iba a empezar ahora. No obstante, tenía una conversación pendiente con él, aunque hubiese querido ser ella quien la iniciara, y de otra forma. Y se encontraba molesta, furibunda, porque su necesidad estaba insatisfecha.


—Debo corregirte, querida: no he sido yo quien ha actuado 
como si no hubiese habido nada entre nosotros. —Bajo la voz para repetir sus palabras, mirándola fijamente, y ella sintió cómo su azul y profunda mirada le acariciaba el rostro.


—Yo tampoco. —¡Ay, madre! Ella había perdido el coraje de la noche anterior.


—Por favor, Paula —explotó indignado—, si actuaste como si te fuese a violar la noche en la que supe quién eras, sólo te faltó escupirme a la cara. Hasta me diste una patada. Me ignoras continuamente.


—No…, no es cierto.


—¿De verdad? —le preguntó apretando los labios—. Pues entonces debo tener un grave problema, porque no entiendo tu actitud. —El acento que tanto lo caracterizaba se hizo más evidente—. Primero te me entregas con una pasión arrolladora, y luego me ignoras y haces como que no existo. Créeme, es algo difícil de comprender para un hombre, sobre todo porque no creo haber hecho nada para merecer tu desprecio.


Ella se humedeció el labio inferior y Alfonso sintió un tirón en la entrepierna, molesto porque ese gesto tan común en Paula lo alterase.


—Todo tiene una explicación —le dijo devolviéndole la mirada; ella no era una cobarde, no era ninguna cobarde, se repetía—, puede que no sea la más conveniente, pero es la que hay.


Alfonso la contemplaba con el ceño fruncido. No quería tocarla, no quería acercarse demasiado a ella o tal vez acabaría haciendo algo de lo que terminaría arrepintiéndose.


—Bien, te escucho.


—Lord Alfonso —lo llamó retomando el trato de usted—, ¿sería tan amable de acompañarme a dar un paseo por el jardín para que pueda darle su explicación, así como hablarle del problema en el que me hallo?


No debería hacerlo. Sabía que no debería salir solo con ella.


Alfonso le tendió el brazo para acompañarla fuera, no sin antes notar la presencia del mayordomo junto a la puerta del saloncito, vigilante. Al pasar junto a él, le hizo una breve señal con la cabeza, indicándole con ese breve gesto que no haría nada deshonroso. Aunque lo cierto era que le hubiese gustado hacerlo para ver la cara que ponía.


—Bien —señaló cuando estuvieron entre la profunda vegetación—, puedes empezar.


—¿Me creería usted si le dijese que no tenía intención de mantener ningún tipo de relación íntima —no pudo evitar ponerse como una amapola— con nadie?


—Sería difícil, pero puedes intentarlo.


Paula sintió que él estaba tenso, y enfadado, pero decidió ignorarlo.


—Sabrá usted del escándalo protagonizado por la esposa de lord Penfried en aquella casa de mala reputación.


—¿De Clara? —no pudo evitar sonreír.


Paula asintió con la cabeza.


—Yo era la otra mujer.


La examinó con curiosidad y Paula se sintió incómoda, pero, ya que había decidido hacerle la proposición, tendría que sincerarse con él.


—No sé por qué, pero no me sorprende —murmuró, y ella apretó los labios.


—Bebí demasiado esa noche mientras observábamos el… espectáculo, y estaba un poco acalorada. —Era la forma más suave de decir excitada—. Era la primera vez que contemplaba algo así. Luego, cuando a Clara se la llevó su marido, mi tío Rodolfo me encontró e insistió en llevarme a su casa para que nadie fuese testigo de mi comportamiento, y salvaguardar así mi reputación.


Pedro recordó que Rodolfo había alardeado de tener a una muchacha bien dispuesta, y que luego él se encontró, curiosamente, a Paula presa de la lujuria.


—No sé por qué, pero no podía dormir —le explicó completamente colorada; claro que lo sabía, pero no iba a admitirlo delante de él—; tenía mucho calor, las imágenes del hombre haciéndole el amor a aquella mujer no abandonaban mi cabeza ni por un segundo, y el agua que bebía no que quitaba la sed, sino que me hacía sentir más calor. Estaba sofocada. Bajé en busca de Amalia, la doncella de mi tía Marianne, y allí fue donde me encontré con un hombre al que pedí que calmara mi deseo.


—Más bien lo exigiste —masculló.


El hombre pensó que ella no se estaba dando cuenta del efecto que esas palabras le estaban causando. Estaba que moría de deseo por introducirse dentro de ella, por embestirla, por saborearla.


—Volví a esta casa, en la madrugada, aconsejada y acompañada por Amalia, sin ponerle rostro al hombre a quien me entregué. No sé si sabrá que apenas veo sin mis anteojos, sumado a todo el alcohol que ingerí y al estado de semioscuridad, no sabía a quién me estaba entregando. En ese momento lo único que me importaba era calmar mi anhelo, saciarme por completo.


Mientras ella hablaba de lo excitaba que estaba la noche que pasaron juntos, Pedro sentía cómo su miembro se iba inflando con desesperación. La mujer, con sus palabras, estaba consiguiendo que tuviera serios problemas para mantener su cuerpo bajo control.


—Yo no le he ignorado —le confesó—, simplemente no sabía que era usted, estaba buscando al hombre que podría haber sido mi… —contárselo a Clara era una cosa muy diferente, porque, mientras hablaba, él la miraba con un hambre que la estaba haciendo desear que la besara.


—¿… amante?


—¿Cómo? —preguntó desorientada.


—La palabra que buscas es amante. —Al decirlo, se acercó a ella un poco más.


—Pensé que podría haber sido el señor Carter —admitió—; tracé un plan para ir descartando posibles candidatos. Aunque lo cierto es que nunca se me pasó por la cabeza que podría ser usted.


Ante tal confesión, el hombre no pudo evitar soltar una carcajada. No sabía si sentirse insultado o halagado. 


Después de tantas noches dándole vueltas al incomprensible
comportamiento de la joven, ahora resultaba que ella no sabía que era él, no lo había reconocido, ni siquiera tenía la más mínima sospecha. Aquello estaba resultando verdaderamente cómico. Nunca hubiese imaginado una explicación como ésa. Recordó todas las noches que había pasado en vela intentado explicar el extraño comportamiento de la mujer. Demasiadas. «Pobre Pedro—se dijo—, tan avezado en las artes de la seducción para que una joven e inexperta muchacha te haga perder la cabeza de esta forma, para finalmente venir a decirte que no se acordaba de ti.» De risa.


—Y yo que pensaba que estabas tan descontenta con mis artes amatorias que no querías ni oír mi nombre —apuntó divertido.


¿De verdad estaban teniendo aquella conversación? Paula debería sentirse avergonzada, ultrajada y muchas cosas más que ahora no conseguía precisar; sin embargo, tuvo que reconocer que se encontraba muy a gusto donde estaba, y el tema de conversación era de lo más estimulante. «Cómo no iba a serlo si soy una mala mujer.»


—Está equivocado.


—Entonces, debo suponer que te dejé satisfecha.


«¡Ay, qué me desplomo!»


Pedro se acercó un poco pero ella se quedó donde estaba, no retrocedió un ápice, aunque se vio obligada a alzar el rostro hacia él debido a la elevada estatura de éste. En ese momento lo único en lo que pensaba era en que la besara.


—Sí —dijo sin pensar, pero se corrigió inmediatamente al darse cuenta de lo que podría haber significado aquella afirmación—; quiero decir que no lo ignoraba, en ningún momento lo he hecho, y estoy apesadumbrada de que pensara eso de mí. Pero estaba buscando a ese hombre y usted me asustaba, no comprendía lo que me hacía sentir, tan parecido a lo que sentí aquella noche. Y nunca imaginé que usted podría ser la persona que yo estaba buscando.


Alfonso no pudo más y la tomó por la pequeña cintura, acercándola a él.


—¿Y cómo te diste cuenta de que podía ser tu amante?


Sólo con oír pronunciar esa palabra de sus labios, Paula se sintió arder, y escalofríos, muchos escalofríos, y mariposas en la barriga que revoloteaban sin parar. Y las piernas le flaqueaban, y esta vez sí que iba a desplomarse.


—Fue por algo que dijo —le confesó mientras sentía el sudor caerle por la frente y empañarle los cristales—, unido a su complexión física, edad y… porque parecía perseguirme.


—¡Perseguirte! —exclamó fingiendo estar horrorizado.


—Al menos eso pensé. —«Y muchas más cosas que no voy a admitir en este instante.» La mano del hombre empezó a jugar con su cintura, provocando que ella lo mirara con deseo.


Aunque lo que Pedro pensaba era que estaba adorable, allí, entre sus brazos, con las mejillas sonrosadas, las lentes resbalándole por la pequeña nariz debido al sudor, y hablando de sus encuentros amorosos como quien hablaba de tomar el té. ¡Claro que le gustaba!


—Pues te equivocaste totalmente —le dijo seductor. Él no la perseguía. Ni hablar, él no necesitaba perseguir a ninguna mujer—, y deja de tratarme de usted —le ordenó un poco molesto porque ella mantuviera esa distancia tan formal—. Después de todo, nos conocemos demasiado bien. Recuerda que has sido mía.


«Mía», qué bien sonaba aquella simple palabra en sus labios. Justo cuando dijo aquello, se inclinó para besarla en los labios pero, en ese preciso instante, Paula giró la
cabeza y le impidió el acceso a su boca, pillándolo desprevenido, como había hecho con su prometido, sorprendiéndolo, puesto que estaba convencido de que ella accedería, lo había visto en sus ojos. Ella estaba tan ansiosa como él.


Y profirió un gruñido.


Y ella decidió que definitivamente iba a desplomarse.


«Vamos Paula, tienes que hacerlo», se animó, ahora más osada por el interés que Alfonso mostraba en ella.


—Tengo que explicarle el motivo de que anoche fuera a su... —tenía que intentar conseguir que él le pidiera matrimonio y no iba a lograrlo llevándole la contraria, así que accedió a tutearlo—... a tu habitación. Era para que habláramos sobre lo ocurrido esa noche; tenía muchos indicios de que habías sido tú y quería estar segura. Sin embargo —respiró hondo al recordar lo ocurrido la noche anterior—, todo se complicó un poco.


Alfonso la miró entrecerrando los ojos; algo le decía que, si había sido capaz de meterse en su dormitorio en plena noche para hablar, no sólo buscaba una confirmación de que él fuera ese hombre.


—Y… —la instó a continuar.


—Quería proponerte que te casaras conmigo —lo dijo con un desapego que no sentía.


En realidad presentía que iba a desmayarse de un segundo a otro, pero recordó a Clara, lo que ella hubiera hecho o dicho en esos momentos; su amiga no se hubiese desmayado, lo hubiese obligado a casarse con ella. «Pero tú no eres Clara, no serías capaz de hacerlo.» Parpadeó varias veces intentando aparentar que no esperaba su respuesta con desesperación. Siempre había pensado que no tendría que preocuparse en buscar marido porque su matrimonio llevaba años concertado, por lo que su vida giraba en torno a fiestas, visitar a conocidos, salir de compras o sermonear constantemente a su amiga. No obstante, ahora que se veía obligada a pedirle a un hombre, que encima no era su prometido y del que no se acordaba como debiera, que se casara con ella, sentía que estaba viviendo otra vida, su vida, y no a la que la habían destinado los demás.


Más tarde vería cómo le decía a Melbourne que había decidido no casarse con él.


—Después de que compartiéramos esos momentos —prosiguió inquieta—, que yo siga siendo una dama y que tú estés soltero, pienso que estamos a tiempo de arreglar la situación. Corregir nuestro desliz de la forma más honorable posible.


Expulso el aire que llevaba conteniendo en el pecho todo ese tiempo. Ya estaba. Lo había hecho. Le había propuesto matrimonio a un marqués, y ahora sólo le quedaba esperar no verse rechazada.


Pasaron los segundos y él no dijo nada.


Y eso la puso nerviosa.


Pedro se limitó a observarla. La contemplaba atentamente, tanto que ella pensó que quería leer en su alma.


—Desde luego es evidente que eres amiga de Clara —soltó cargándose sus ilusiones.


«Cínico», pensó Paula mientras respiraba hondo al oírlo pronunciar aquellas palabras, dolida porque sabía a lo que se estaba refiriendo.


—Sólo trataba de arreglar la situación. —En su voz no se apreciaba el torrente de emociones que estaba sintiendo—. Consideré que sería lo más conveniente, dadas las circunstancias.


A Alfonso no le estaba gustando el camino que estaba tomando aquella conversación, y tampoco le agradaba que lo presentara como a un ogro que había robado la virtud de una dama. Ni mucho menos, ambos sabían cómo había empezado todo.


—Pareces olvidar que yo no sabía quién eras; de haberlo sabido, no te habría puesto un dedo encima, y este desastre, como lo llamas, no estaría ocurriendo.


—Ahora lo sabes y, por lo que veo, no tienes ningún inconveniente en tocarme —le recriminó. Le hubiera golpeado allí mismo, pero ella era una dama, desde luego que lo era, y no iba a actuar de forma diferente a como lo haría una dama. ¡Pero cómo le hubiera gustado darle una patada en la espinilla, otra vez!


El hombre la soltó al comprender sus palabras y la miró sin saber qué decir. La llamada de atención de Paula le había hecho recordar quién era ella, quién era él, y dónde se encontraban. «Recuerda tu honor, recuerda tu amistad con Ricardo. Recuerda que no te gusta. ¡Pero sí que me gusta! —se reprochó—. Me encanta su forma de mirarme por encima de esas horribles lentes, incluso cuando me ignora, me vuelve loco.»


—Discúlpame, por favor.


Ella asintió, pero no por eso dolía menos el verse rechazada, porque, verdaderamente, eso era lo que Alfonso estaba haciendo, rechazarla.


—No quiero que me malinterpretes —debería darle una excusa de peso, tampoco quería humillarla, ni lastimarla—, estoy prometido. —Esperó que ella lo comprendiera y lo aceptara.


Al parecer iba a ser así, puesto que no la vio muy afligida porque él no hubiera aceptado su propuesta de matrimonio, y eso, por todos los demonios, le escoció. Demasiado para su gusto. Se sentía irritado.


—Lo entiendo. —Aquellas dos sencillas palabras la hundieron. Para siempre. ¿Cómo era posible que Clara no le hubiera dicho que estaba comprometido con otra? Iba a estrangularla, seguramente lo olvidó convenientemente, y ella se había puesto en ridículo, albergando esperanzas y haciéndose ilusiones—. Estás prometido.


—Así es.


Pedro no quería decirle que su compromiso no era real, que era una pantomima. No quería hacerle creer que había alguna posibilidad.


—Entonces, creo que esta conversación no va a ningún lugar.


—Por lo visto.


—Será mejor que me marche.


—Probablemente sea lo más acertado.


—Entonces, creo que me voy.


—¿Te acompaño? —se ofreció.


Paula lo miró decidiendo qué hacer, y Alfonso rezó para que lo rechazara porque lo había hecho en un impulso. El mismo que tenía que controlar para no abalanzarse sobre ella y besarla.


—No es necesario. —Él respiró aliviado.


—Paula —la llamó cuando ella se disponía a marcharse—, sabes que cuentas con mi amistad.


Ella le sonrió y se fue murmurando. No era su amistad lo que quería.


Alfonso se quedó quieto, observando cómo ella se marchaba sin saber qué hacer o decir. Sentía que le picaban las manos de aguantarse la necesidad que lo embargaba de tocarla de nuevo. Él no sabía cómo enfrentarse a esa situación, porque quería que se quedara, pero no quería casarse con ella. 


Pero es que tampoco quería que se casara con Melbourne.


«Y entonces, ¿qué quieres? No lo sé, sólo que me duele verla partir, como si un trozo de mí se fuera con ella.» ¿Qué es lo que le estaba pasando?






INCONFESABLE: CAPITULO 17




Miró a ambos lados de la calle pero no vio nada que llamara su atención. Hubiese jurado que alguien lo seguía y, después del incidente del fuego, no estaba dispuesto a bajar la guardia. Pedro estaba convencido de que Rodolfo tenía mucho que ver con los sospechosos atentados que venía sufriendo y lo que más lo preocupaba era que Paula se viese afectada de la forma que fuera. No quería que sufriera ningún daño, ni físico ni moral, y ese día había faltado poco para que lo mataran estando ella junto a él. Alfonso no iba a permitir que eso volviera a ocurrir. Había llegado a una conclusión en cuanto a la mujer y pensaba respetarla.


Si no fuera tan difícil de llevar a cabo…


Respiró hondo al recordar la forma tan ardiente en que la susodicha se aferraba a su cuerpo aquella noche a pesar de ser un completo desconocido para ella, mucho más la forma en cómo la poseyó, pensando que se trataba de una de las amiguitas del tío de Hastings. Lo hizo con total desenfreno y falta de contención... Pero, diantres, ¡cómo había disfrutado viéndola darse placer en la oscuridad de la cocina! Aunque, claro, lo peor de todo fue cuando se encontraba fuera de la casa junto al coche de alquiler y la vio subirse a otro carruaje, en el otro lado de la calle, y alejarse sin que él pudiera hacer nada por evitarlo. No le dejó nada, ningún indicio de dónde encontrarla por si quería volver a verla: porque lo cierto era que había pensado volver a tenerla de nuevo en sus brazos, y no sólo una noche, había decidido mantenerla como su amante, aún después de su matrimonio. 


Sólo que se esfumó sin dejar rastro, dejándolo con un palmo de narices y con ganas de encontrársela nuevamente. ¡Mira que fue mala suerte descubrir que no era otra que la hermana pequeña del conde! Si supiera de los apetitos de su joven hermana, Ricardo se moriría. Sintió un tirón en su entrepierna al recordarla despatarrada sobre la mesa de la cocina de su tío, y totalmente expuesta en el jardín, días después. ¡Maldita sea! Tendría que intentar aplacar un poco su deseo evocando imágenes menos tentadoras de la, aparentemente, remilgada dama. Él tenía ganas de volver a ver a la mujer que se escondía tras esa fachada de timidez y esas horribles lentes. Él quería a la otra, y la que se topó en aquella cena y después a plena luz del día, en casa de Penfried, no le gustaba nada, nada en absoluto. Y llegó a una conclusión: a él no le agradaba la señorita Chaves y jamás lo haría, puesto que a nadie le gustaba que lo ignorasen y lo ninguneasen, y eso es lo que hacía Paula. No le resultaba halagador que actuase como si fuera un simple conocido de la familia, alguien a quien había que tolerar. Le fastidió que fingiera no conocerlo cuando su hermano los presentó. Lo trataba como a uno más, peor aún, como a un insecto que no le resultaba agradable. Eso lo tenía claro por la forma cómo lo miraba cuando él hablaba: lo hacía como si quisiera estar en otro lugar y no escuchando su pesado discurso. Y tuvo que reconocer, porque él no era ningún estúpido, que eso era como una herida a su henchido orgullo masculino, sobre todo después de la intimidad que habían compartido y la forma tan desvergonzada como le había entregado su inocencia. ¡Qué lo ahorcasen si aquella muchacha no había disfrutado entre sus brazos! Tenía sentimientos encontrados, porque, a la vez que lo molestaba, le resultaba cómico. Resultaba gracioso ser testigo de la forma en la que actuaba para no admitir que se conocían, que fingiera no saber quién era él tras su interludio amoroso. Por supuesto, tenía que admitir que la imagen que proyectaba de joven virtuosa, recatada y tímida, incluso su mirada de indignación y sonrojos cuando intentaba volver a atraerla a sus brazos, como aquella otra vez, no hacían sino despertar su instinto depredador. La pequeña Paula se esforzaba en ignorarlo, y eso lo divertía y lo empujaba a seguir molestándola, a pesar de ser consciente de que iba a tener un serio problema con Ricardo si éste llegaba a enterarse de la relación que había mantenido con su dulce e indefensa hermana. Pedro reconocía haber conocido íntimamente a un número incontable de féminas mucho más atractivas, osadas e incluso inteligentes que aquella jovencita de mirada inocente, tras esos, nada estéticos, cristales, y sin apenas curvas. Era una chica totalmente sosa, carente de cualquiera de los atributos en los que él solía fijarse, y, sin embargo, no podía sacársela de la cabeza.


Volvió a mirar por encima de su hombro.


¡Demonios!


Otra vez esa sensación de estar siendo vigilado. Finalmente iba a tener que darle la razón a su abuelo; desde que se hizo público su compromiso, era proclive a los accidentes y, desde hacía varios días, éstos se habían vuelto más numerosos. Quizá debería poner sobre aviso a Hastings acerca de sus inquietudes, ya que él trabajaba para el Ministerio. Después de todo, el asesinato de uno de los hijos del zar en suelo inglés no estaría bien visto. Intentó calmarse y se convenció de estar viendo fantasmas donde no los había, culpando a su familia de su obsesión por las intrigas. 


Sin embargo, justo en el momento en el que se disponía a cruzar la calle, un coche de caballos pasó a toda velocidad y por poco lo arrolla, obligándolo a dar un salto hacia atrás. 


Afortunadamente se escapó por los pelos, y de nuevo se persuadió de que el percance se debía a la oscuridad de la noche: puesto que no había mucha iluminación por ese recorrido, el cochero pudo no haberlo visto... y, por supuesto, también se debía a que su cabeza no dejara de pensar en la sensual Paula.



****


Un sonido lo despertó.


Acostumbrado como estaba a permanecer siempre alerta, debido a los miedos que sus abuelos le habían transmitido desde pequeño, nunca dormía profundamente.


Se levantó despacio de la enorme cama en la que se encontraba durmiendo desde que accediera a alojarse en casa de Hastings, y se dirigió hacia el sillón donde había dejado colgada, de cualquier forma, su levita azul. Rebuscó a tientas en la oscuridad con la certeza de que el arma se hallaba en el bolsillo interior derecho, donde siempre la llevaba oculta, y de donde no recordaba haberla sacado. Sin embargo, presintió que algo iba mal al no hallarla en el lugar donde debía estar. Rebuscó y rebuscó sin éxito, y eso lo alteró un poco. Nadie sabía que solía ir armado, ni siquiera Julian, con quien apenas tenía secretos, por lo que, quienquiera que fuese la persona que se había apoderado de su pistola, debía saber también muchas cosas sobre él. 


Como, por ejemplo, quiénes eran sus padres, que habían muerto en los últimos años, y qué podría significar su próximo matrimonio.


Se dirigió al secreter —no sabía por qué, pero el caso es que había uno de esos muebles para mujeres en la habitación que le habían asignado— y buscó el abrecartas. Lo había visto antes de irse a dormir, cuando lo usó para abrir la última misiva llegada desde Moscú. Tomó su improvisada arma y decidió que, si había un intruso en su dormitorio, no saldría indemne de allí.


Otro ruido.



Se mantuvo completamente inmóvil, esperando que la persona que había entrado a hurtadillas, y sin ser invitada, en sus habitaciones diera un paso en falso para poder saltar sobre ella.


Un golpe.


A continuación un gemido de dolor.


Por lo visto alguien había tropezado en la negra oscuridad, y Pedro no lo pensó un segundo: saltó sobre el intruso y lo golpeó con su propio cuerpo para hacerlo caer y poder colocarse encima con el fin de inmovilizarlo. Al tiempo que consiguió controlar a su atacante, le puso el abrecartas, por el lado cortante, en la base del cuello, amenazándolo con aquel sencillo gesto para que se mantuviera inmóvil hasta que decidiera qué hacer con él.


O, mejor dicho, con ella.


En el mismo instante en el que saltó sobre éste, montándose a horcajadas sobre su cuerpo, se percató de que bajo él se encontraba el cuerpo de una fémina. Claro que además pudo oír el gritito de sorpresa de la mujer al verse arrastrada al suelo con él mismo como única compañía.


—No me haga daño, por favor.


La súplica de la chica no lograría engañarlo ni por un momento. Si no era para hacerle daño, ¿qué estaba haciendo allí, a hurtadillas y a esas horas? Seguramente nada bueno. No era la primera vez que una mujer se acercaba a él, distrayéndolo con sus artes, para después intentar acabar con su vida. Y no había muchas personas viviendo bajo el mismo techo del conde. Sólo estaban el propio conde, la hermana de éste, su tía política y esposa de Rodolfo, el propio Rodolfo y él mismo. Entonces, ¿quién era?


Una duda le cruzó por la mente, pero la desechó por increíble. ¡No, de ninguna manera!


Se mantuvo en silencio; dada su experiencia en garitos y antros de no muy buena reputación, era consciente del peligro que conllevaba doblegarse a los sollozos de una mujer. Normalmente llevaban guardada un arma entre las piernas que no dudaban en utilizar cuando uno se despistaba.


—Por favor —volvió a suplicar con la voz impregnada de pánico—, soy Paula.


—¿Paula Chaves? —La ira en la voz del hombre era latente, aunque no subió el tono en ningún momento.


—Síii.


—Lo que me faltaba —farfulló.


Ella decidió pasar por alto el fastidio en la voz de él.


—Me resulta ciertamente incómodo mantener una conversación estando tumbada —señaló esperanzada de poder adoptar una postura más digna y hablar del tema que la había llevado a la habitación de ese hombre en mitad de la noche. Además, el tenerlo encima de su cuerpo, cuando ella estaba completamente desnuda bajo su remilgado camisón, no hacía sino ponerla nerviosa.


—Si me promete que no va a ponerse a gritar, podemos ponernos cómodos.


La voz de Pedro sonó demasiado seductora, aunque él no hubiese pretendido hacerlo.


—¿Por qué iba a gritar? —preguntó sorprendida intentando no pensar en cómo la voz del hombre había adoptado un timbre melodioso, casi suave. Conocido. «¡Que no te entre el calor en este momento, Pau! Aguanta las ganas de meterte en su cama.»


—¿Quiere que le recuerde cómo cazó un marido su amiguita? —La pregunta de Pedro no tenía otra intención que hacerla conocedora de que estaba al tanto de las
maquinaciones de Clara; sin embargo, no había censura en sus palabras. Y de nuevo ese tono susurrante le resultó familiar. Paula comprendió que se estaba refiriendo a cómo Clara obligó a Julian a casarse con ella al ser descubiertos en una situación comprometida, y que lo consiguió gracias al chantaje. «¡Ay, madre! Debe pensar que busco el matrimonio a través de forzar una situación indecorosa. 


¿Acaso no sabe que ya tengo fijada la fecha de mi próximo enlace?»


«Me estoy ahogando, siento que me flaquea todo el cuerpo sólo de tenerlo encima.»


Y en ese instante, tumbada en el suelo del dormitorio de Pedro, allí, en casa de su hermano, con él sobre su cuerpo, en plena oscuridad, y sin poder ver su rostro, supo muchas cosas. La más importante de todas era que no necesitaba corroborar sus sospechas. Ese hombre era con quien había descubierto los placeres de la carne y a quien llevaba buscando todo ese tiempo. Un hombre que siempre había estado ahí, al alcance de su mano, seduciéndola continuamente. Un presentimiento le decía que era él, y era ese mismo sentimiento el que le decía que no accedería a casarse con ella. Tragó saliva ante la nueva situación. Clara se había equivocado en su plan, y ella, en su desesperación, había actuado según las indicaciones de la otra. Aun así…


—Entonces, ¿vas a gritar? —Alfonso se estaba excitando recordando cómo la tuvo bajo su cuerpo en otra ocasión, por lo que pensó que lo mejor para todos era separarse cuanto antes de ella. Él había decidido que no le gustaba.


—No tenía intención de hacerlo.


No sabía por qué, pero la creyó; a pesar de que en el breve período de tiempo que hacía que se conocían no había dado motivos para considerarla sincera, confió en ella.


—Ven —le dijo mientras la ayudaba a incorporarse y la conducía hasta la cama—, siéntate mientras consigo encender el dintel para que, al menos, podamos mirarnos mientras hablamos.—La ayudó a sentarse, evitando mirar cómo sus pequeñas formas femeninas podían percibirse a través de la escasa luz, gracias al fino camisón—. Vamos, ten cuidado.


Si el hombre pensó que era un poco torpe, no lo mencionó, y lo achacó a la oscuridad.


—Gracias, lord Alfonso.


Paula estaba un poco agobiada porque en el forcejeo había sentido cómo se desprendían sus lentes, e incluso había oído romperse un cristal... o eso se temía. A ese paso no le iban a quedar fondos para comprar anteojos.


—¿Lord Alfonso? —le pregunto incrédulo éste, imitándola sin mirarla, mientras depositaba la lámpara en la mesita de noche por el lado de la cama donde estaba sentada Paula, rozándola de forma consciente—. Teniendo en cuenta dónde nos encontramos, y nuestros escarceos anteriores, creo que ya va siendo hora de que empieces a tutearme.


La miraba con esa sonrisa arrogante que lo caracterizaba, y se sentó junto a ella en la cama, tocando su cuerpo con el suyo, provocando que ella diera un respingo. Sin sus anteojos no podía distinguir bien los rasgos del hombre, y eso de no ver con quién hablaba era todo un agobio al que no llegaba a acostumbrarse. Eso de ser una cegata era un inconveniente muy pesado. Paula asintió con tanta rapidez que Pedro no pudo evitar soltar una carcajada.


—¿Y bien?


—¿Qué? —Había olvidado la razón por la que estaba allí a esas horas de la madrugada.


—Podrías empezar por decirme el motivo de esta inesperada visita nocturna —le sugirió acercándose a ella. Por mucho que se convenciera de que no le gustaba, lo cierto era que se moría por hacerla suya de nuevo—. Es muy tarde y, teniendo en cuenta la indiferencia con la que me tratas, a menos que tengas pensado desvelarme con juegos interesantes —se acercó más a ella—, te recomiendo que hagas lo que has venido a hacer y te marches. Estoy cansado.


Ella entendió perfectamente a qué se refería y deseó poder hacer exactamente lo que el hombre tenía en mente. 


Después de todo, nadie podría tildarla de nada porque nadie sabía nada, y estaba segura de que dicho caballero era quien andaba buscando. Ya no lo sospechaba, sino que era capaz de afirmarlo. El olor que desprendía su piel le resultaba familiar, ¿y cómo no se había dado cuenta hasta ese momento?: su corpulencia, sus susurros, su tono meloso… Tenía esos recuerdos grabados a fuego en la piel, y todo en él era tan tentador en medio de esa oscuridad como lo fue en aquella otra ocasión. El único inconveniente, tuvo que admitir, era el color de su pelo, pero, claro, no era insalvable, y a él le favorecía demasiado, por lo demás… 


¡Otra vez ese calor que últimamente parecía no querer abandonarla! Tragó saliva y se humedeció el labio inferior sin ser consciente de que Pedro la observaba intrigado. 


Excitado. Anhelante.


—Verá…


—Verás.


—¿Cómo? —preguntó sin comprender.


—Habíamos quedado en tutearnos. —Se acercó y le besó el cuello mientras ella intentaba pensar con claridad.


—¿De verdad? —preguntó con ironía. De acuerdo con que estuviera ciega, pero no sorda, y tenía buena memoria para los detalles. Sin embargo, optó por no discutir, como normalmente solía hacer.


—¿Crees que te mentiría? —le preguntó sonriendo.


—¿Cómo podría? —La ironía nunca fue su fuerte, aunque pensó que lo había hecho bastante bien.


—Exacto, no podría mentirte —le dijo colocándole una mano en el pecho como si fuera la cosa más natural del mundo—. Por eso no actúo como si no nos conociéramos. Porque nos conocemos, mucho.


Le puso la otra mano en la cintura y la dejó allí como si tuviese todo el derecho del mundo a hacerlo, como si ese sencillo acto de intimidad estuviera perfectamente justificado, como si no tuviese que pedir permiso.


Y ella se lo permitió. Todo.


Y volvió a sentir otra vez esos sofocos. Esa necesidad apremiante, esa humedad recorrerle los muslos, ese palpitar de su corazón, el vello erizado, el sudor…


—Se refiere a… a… —«Vamos Paula, si has venido a confirmar tus sospechas. Sigue adelante, que no te queden dudas. Piensa en lo que sería capaz de hacer Clara.»


Aunque no podía verlos, podía sentir aquellos enormes ojos clavados en ella.


Podía sentir el aliento del hombre en su piel. ¿Tan cerca estaban?


Y aquello le pareció irreal. ¿De verdad se había metido en el dormitorio de un hombre en mitad de la noche, y se encontraba sentada en la cama de éste junto a él, permitiendo que la tocara, tan cerca que sólo tenía que inclinarse un poco para invitarlo? ¡Ay, madre!


Inconscientemente, y como si alguien tirase de ella con un hilo invisible, se inclinó.


Pedro estaba seguro de que la señorita Paula Chaves no le gustaba, eso se lo repetía hasta la saciedad; pero también lo estaba de que sí que le gustaba la mujer que tenía sentada en su cama y que se había inclinado lo justo para invitarlo a besarla. A él, que le encantaba besar.


Y lo hizo.


La besó lentamente, intentando no dejarse ningún lugar de aquella exquisita boca sin saborear, no fuese a empezar a ignorarlo de nuevo. Le pasó la lengua delicadamente por el labio inferior que ella antes se había humedecido, y la introdujo después hasta lo más profundo de aquella cueva húmeda, intentando fundirse con aquel beso que había conseguido enardecerlo. Estaba enfebrecido hasta tal punto que, en el momento en el que la chica lo atrajo hacia su cuerpo con fuerza, colocándose a horcajadas sobre él, tomando la iniciativa de una mujer avezada en el arte de la seducción, perdió la poca cordura que le quedaba al haber permitido que la atrevida y libidinosa muchacha permaneciera en su dormitorio el tiempo suficiente para que Ricardo apareciera, le metiera una bala en la cabeza y después preguntara qué estaba ocurriendo allí.


Aunque su cabeza le intentó convencer para que se detuviera, subió, con movimientos firmes, la mano que aún mantenía en la pequeña cintura de la mujer hasta el recatado escote del camisón de ésta, tirando de él hacia abajo, intentando saborear el pequeño y delicado pecho de donde sobresalía el rosado botón a través de la camisola de seda. Mientras, la mano que aún sujetaba el otro pecho de ella, por encima de la tela del horrible camisón, tiraba de la tela de ese lado. Una vez conseguido su objetivo, apoyó sus dos manos en las nalgas, pequeñas y firmes, y las sujetó con fuerza, imitando el movimiento que ambos habían practicado noches atrás, aunque sin llegar a despojarse de la ropa. Pero esta vez él sentado, y ella encima.


Iba a perder el control por completo, lo sabía. Acabaría acostándose con la hermana pequeña de Ricardo bajo su propio techo, porque una cosa era hacerlo con una desconocida osada, y otra con… pero ¿no era lo mismo lo que estaba haciendo? No pudo evitar gruñir para intentar hacer callar su conciencia.


Paula, por su parte, y para desconsuelo de Pedro, no pensaba comportarse como una amante pasiva. Había introducido una de sus manos en los calzones del hombre y acariciaba, con ansia, aquella delicada y sedosa muestra de masculinidad, enloquecida por la sensación de vértigo que el roce de la boca de éste provocaba en su cuerpo. La necesidad, el desespero de volver a experimentar aquel frenesí, la tenían descontrolada. Aquella sensación de gozo que sintió anteriormente con ese hombre era la única que verdaderamente la hacía sentirse libre. Libre por fin. Libre, al menos, para decidir qué hacer con su cuerpo en busca de su propio placer. Con la otra mano acariciaba, casi con violencia, la espalda desnuda del hombre en busca de la marca que sabía que encontraría, que sabía que poseía, porque, aunque no hubiesen hablado de ello abiertamente, Pau estaba convencida de saber quién era él.


La encontró, y soltó un gritito de triunfo. Finalmente no estaba tan perdida, porque siempre había deseado al mismo hombre. Y ello la hizo perderse de nuevo en un mar de sensaciones. Y se descontroló. Le sacó el miembro de los calzones y se apartó un poco de Alfonso, quien protestó al verse privado del manjar que tenía en la boca. Luego, observó cómo ella miraba embelesada su miembro y se agachaba para llevárselo a la boca, y él creyó morir cuando lo hizo. Se apoyó con los brazos en la cama, quedándose expuesto en todo su esplendor para ella, quien no dudó un instante en meterse aquella muestra de hombría en la húmeda cavidad, saboreando la sensación de tener aquel poder masculino a su merced. Primero lo lamió, luego lo succionó y finalmente lo arañó con los dientes, para, finalmente, acabar con pequeños círculos con la lengua, consolándolo.


—Toc, toc, toc.



Se quedó quieta con la verga de Alfonso dentro de su boca y éste tan excitado que la contemplaba con mirada vidriosa.


—Toc, toc, toc.


Paula no lo pensó y saltó del regazo de Alfonso, apartando su boca del miembro de éste, y por poco se cae al chocar con una de las botas Hesse del hombre, que estaban tiradas a los pies de la enorme cama, y que ella, gracias a su corta visión, no pudo esquivar. Mantuvo el equilibrio como pudo, intentando controlar su respiración acelerada, su deseo no satisfecho y su miedo al pensar que no había podido aclarar nada. Que sus descontrolados sentidos la habían vuelto a poseer. Había llegado dispuesta a poner las cartas sobre la mesa en lo referente a lo ocurrido hacía menos de una semana, con el objetivo de conseguir una reparación por parte del hombre, y lo único que había logrado era acabar completamente consumida por la lujuria.


Y ahora, que podrían ser descubiertos, el terror la invadió por completo. Aquello tenía toda la apariencia de ser una trampa.


—Toc, toc, toc.


Quienquiera que fuese no iba a marcharse.


Paula se miró un momento, desnuda hasta la cintura como estaba, y se apresuró a arreglarse la ropa de dormir mientras él la observaba intentado calmarse.


Pedro se levantó lentamente de la cama, un poco desorientado, intentando apaciguar su abultado miembro, el cual parecía tener voluntad propia y tironeaba hacia arriba en busca de la mujer. ¿Esa muchacha había conseguido dejarlo nuevamente en ese estado? ¡Maldición! Si llegaban a descubrirlos el escándalo sería descomunal, porque él ya estaba prometido y no pensaba cambiar de novia fácilmente.


—No te muevas —le ordenó en voz baja—, iré a ver quién es. Pero mantén la boca cerrada.


Su tono fue tan duro que Paula obedeció sin protestar, y él lo agradeció porque nadie podía quitarle de la cabeza, en ese instante, el chantaje al que la preciosa Clara Stanton sometió a Julian para obligarlo a casarse con ella.


—No, por favor —suplicó temerosa de que alguien la descubriera y él pudiera pensar que era capaz de tenderle una trampa para atraparlo—, si Ricardo llega a enterarse… me mata, o algo peor, y a ti también.


—No me digas.


—No abras, te lo ruego —intentó sujetarlo pero se volvió a tropezar y no lo consiguió porque él ya estaba junto a la puerta del dormitorio.


—Toc, toc, toc.


—Silencio —siseó Alfonso contrariado porque ella no colaborase.


Y abrió la puerta, pero sólo un poco, lo suficiente para que quienquiera que fuese sólo lo viese a él y no pudiese echar un ojo al interior de la habitación, la cual estaba apenas iluminada.


—¿Ocurre algo? —le preguntó al estirado mayordomo.


—Disculpe que lo moleste a estas horas, milord. —La cara del hombre no dejaba traspasar sus emociones. «Un típico mayordomo inglés», pensó Pedro—. He oído unos ruidos extraños y quería asegurarme de que se encontraba bien.


Lo miró arqueando una ceja. ¿Qué si se encontraba bien? ¿Acaso lo había tomado por estúpido?


—Como puede ver, me encuentro en perfecto estado, estaba descansando. —Intentó que el hombre se sintiera mal por su intromisión a esas horas.


—Sólo quería asegurarme de que no se le ofrecía nada —insistió.


—Así es, no necesito nada.


—¿Está seguro? —El hombre lo miraba sin intención de marcharse.


—Completamente —«¿Acaso no piensa marcharse de aquí?»—. Puede retirarse… Thomas, ¿no?


—Ahora mismo, señor; sólo me preocupé al oír pasos a estas horas. —Tuvo ganas de echarse a reír cuando el hombre se percató de su estado de excitación—. Creo que iré a ver cómo se encuentra la hermana de lord Hastings, la señorita es un poco asustadiza. No debemos permitir que nada la perturbe durante la noche, ¿no cree usted?


—Por supuesto, no debemos permitir tal cosa. —Le hubiera encantado abrir la puerta y que viera a su asustadiza señorita en el estado en que se encontraba. ¿Qué habría hecho el anciano si la hubiera sorprendido con la boca puesta en su masculinidad y apenas vestida?


Desde el interior del dormitorio se oyó un gritito ahogado que provocó que le chirriaran los dientes y que el anciano lo mirara fijamente.


—Si quiere puedo traerle una tisana para que pueda conciliar el sueño —le sugirió el mayordomo—; la haré yo mismo, puesto que el servicio está descansando a estas horas, y no merece la pena levantar a nadie de la cama por algo tan fácil de preparar. Tardaré unos minutos en hacerlo, mis viejos huesos no me permiten ir demasiado deprisa.


El joven entendió que el hombre sabía perfectamente que Paula estaba en su dormitorio, y le estaba dando tiempo para que la joven volviera a su habitación sin armar ningún revuelo. Después de todo, pensó, esa noche no habría derramamiento de sangre, ¿debería estarle agradecido?


—Una tisana me vendría muy bien.


—Con su permiso —dijo solícito—, iré a preparársela. 
Después me cercioraré de que la señorita se encuentra en su dormitorio, descansando tranquilamente.


—Sería lo más acertado.


Pedro cerró la puerta y se echó sobre ésta, sonriendo. ¡Vaya descaro el del personal de Ricardo! El hombre le había sermoneado sin que se notase siquiera.


—Será mejor que vuelva a mi habitación —le dijo Pau con decepción, sin ser consciente de que él la miraba entre las sombras, proyectadas por la débil luz de la lámpara.


—Vas a acabar conmigo, ¿lo sabes? —le preguntó colocando su frente sobre la de ella.


—Debo irme —insistió Pau sin ganas de marcharse.


—Ahora mismo —le dijo él mientras volvía a abrir la puerta y, cogiéndola de la cintura, la arrastraba fuera del dormitorio con premura. Quería que se marchara de inmediato, porque no estaba seguro de lo que sería capaz de hacer—. Supongo que no tendrás ningún problema en regresar sola a tu cuarto.


—Ehhh, bueno… creo que debería acompañarme.


—Me parece que no acabas de entender la suerte que hemos tenido —le indicó. ¿Qué le pasaba a esa chica? Primero se entregaba a él, luego lo ignoraba, ahora intentaba seducirlo nuevamente y después ¿qué haría?


—No quiero que piense mal —se excusó la joven sin dejar el tratamiento de usted que tanto odiaba Pedro, mientras intentaba despejarse el pelo del marfileño rostro—, lo que ocurre es que he perdido mis lentes, y no veo sin ellos, menos en la noche.


—Me tomas el pelo.


—De verdad que no. Realmente, ¿sería tanta molestia?



Alfonso procuró no perder los nervios; teniendo en cuenta lo que había presenciado, había llegado a la conclusión de que la chica era una patosa, y a lo mejor era verdad que no veía bien, y era cierto que el corredor estaba oscuro, muy oscuro. 


Sin embargo, dudó porque ¿cómo demonios entonces había llegado hasta su dormitorio? Apretó los puños.


—Sé que me voy a arrepentir de esto —maldijo entre dientes—, pero vamos.


Tomándola de la mano, la llevó hasta la puerta de la habitación que ella le había indicado, la abrió y la hizo entrar, pero él se quedó donde estaba, al otro lado; tenía que evitar continuar con esa locura como fuese. Debía recordar la amistad que lo unía a Hastings. «No puedes, no puedes, no puedes.» La señorita Chaves estaba resultando un dolor de cabeza, placentero y deseable, sí, pero dolor de cabeza al fin y al cabo.


—Será mejor que me marche —le dijo sin ganas de cerrar la puerta y encaminarse hacia su habitación para pasar la noche. Solo. Dolorido.

Esos ojos, esa piel, ese pelo…


Ella se volvió a mirarlo y algo en su expresión hizo que Pedro lo mandara todo al cuerno y se olvidara de su honor, entrara en el dormitorio que no debería conocer, cerrara la puerta que no debería cruzar y tomara en brazos a la mujer que no debería volver a tocar.


—Tal vez fuera mejor que pase aquí la noche —susurró contra los labios de ella, provocando que Paula le sonriera y le echara los brazos al cuello, bien dispuesta. Y, entonces, él la besó con tanta intensidad que temió que pudiera hacerle daño.


—Quédate.


Aquella simple palabra lo desbocó. Pedro la empujó con premura hasta la cama: por una vez iban a hacerlo en un lecho, cómodamente, desnudos, sin obstáculos, para explorarse mutuamente, para saborearse, para lamerse… 


Tenía ganas ya de verla desatada, que le suplicara de nuevo que la hiciera suya. ¡Demonios! Iba a explotar de un momento a otro, necesitaba que volviera a hacerle aquello con la boca. La despojó del camisón y la dejó completamente desnuda; luego se echó sobre ella, aplastándola mientras la besaba por todo el cuerpo. ¡Oh, por todos los infiernos! La deseaba tanto que dolía. Se desabrochó el calzón y se puso a horcajadas a la altura de la cara de Paula.


—Ahora, tómame con la boca.


Le metió el miembro en el lugar que había estado momentos antes mientras se movía sensualmente para ayudarla en la tarea. Paula no se acobardó, le puso las manos en el trasero y lo ayudó con los impúdicos movimientos hasta conseguir que Alfonso eyaculara en su boca. Cuando lo hizo, la miró, sorprendido por haber perdido el control de aquella forma, y se apartó para ayudarla a incorporarse. Luego se quitó del todo los calzones y se dirigió de nuevo a la cama, junto a ella, donde se acostó y la colocó sobre su boca, para hacerle a ella lo que antes le había regalado a él.


Paula se apartó un poco de él, sobresaltada por las sensaciones.


—No puedo creerlo, vuelvo a estar excitado y dispuesto —le confesó con una sonrisa lobuna mientras se apartaba de ella y la colocaba de espaldas.


—¿Vas a hacerlo?


—No creas que me lo vas a impedir, en este momento te voy a embestir tan fuerte que nunca vas a olvidarme.


—Aún no te he contado lo que había ido a decirte a tu cuarto —dijo ella bajito, embriagada por sus besos.


—Podrás hacerlo mañana; ahora mismo, tengo otra cosa en mente. —Y lo que tenía en la cabeza no lo dejaba pensar con coherencia. Si lo hubiera hecho, se habría marchado de allí en el instante en que la dejó en el dormitorio. Si lo hubiera hecho, habría recordado cuán importante era su misión y que no le interesaba enemistarse con Ricardo.


—Pero debo hablar contigo antes de que continúes —insistió, convencida de que, como no lo hiciese en ese instante, toda fuerza de voluntad abandonaría su cuerpo. «Soy una perdida, una mala mujer»—, es… importante.


Se apartó un poco de ella y respiró hondo, intentando contener su deseo, haciendo un esfuerzo sobrehumano por dominar su cuerpo, obligándose a recuperar la cordura. Él era un hombre experimentado que no debía dejarse manipular por el deseo que había despertado una jovencita. 


«Recupera el sentido común —se dijo—, es la hermana de Hastings, y Hastings es tu amigo, a pesar de que ella sea una casquivana.» Se obligó a ello. No supo cómo lo hizo, pero lo consiguió. Controló su propia necesidad de ella.


—Creo que será mejor que mantengamos nuestra conversación... —¿De verdad iba a hacer aquello? Se felicitó mentalmente—... mañana, a la luz del día y en un lugar más…


Paula se contrajo ante lo que él estaba a punto de decir. 


Había perdido la oportunidad de hablar con Alfonso y llegar a un acuerdo. Una salida que ella había empezado a desear en su corazón. Había perdido la oportunidad de volver a tenerlo dentro de ella. Lo vio en sus ojos, había determinación, y ésa consistía en marcharse de su dormitorio.


—Correcto.


Y salió de la cama, se puso los calzones en un rápido movimiento y se marchó dejándola sola e insatisfecha, y sin haberle podido confesar lo que iba a decirle.



*****


¿De verdad que había hecho lo que creía que había hecho? ¿Había dejado a la chica en su dormitorio, sola y bien dispuesta, y se había largado? «Pues lo has hecho, has actuado de la forma más honorable y sensata posible, Alfonso.» Sí, y también la menos conveniente para sí mismo, sobre todo teniendo en cuenta el estado de excitación en el que se encontraba. Con pesar, miró el bulto prominente de sus calzones y se dispuso a pasar una mala noche gracias a Paula. ¿Y él se había convencido de que no le gustaba? 


Pues allí mismo estaba la prueba de su gran mentira. Sí que le gustaba, y mucho. Ya fuera con lentes o sin ellas, con el pelo recogido o suelto, cuando se comportaba como lo que era, una joven dama casadera o, como esa noche, cuando acudía a su encuentro desatada.


Se desnudó angustiado por su estado y se metió en la cama, esperando que Morfeo acudiera a su encuentro lo más rápido posible, porque, de no ser así, le esperaba una noche muy larga.


Maldita Paula y sus insaciables apetitos.