sábado, 6 de febrero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO 17




Miró a ambos lados de la calle pero no vio nada que llamara su atención. Hubiese jurado que alguien lo seguía y, después del incidente del fuego, no estaba dispuesto a bajar la guardia. Pedro estaba convencido de que Rodolfo tenía mucho que ver con los sospechosos atentados que venía sufriendo y lo que más lo preocupaba era que Paula se viese afectada de la forma que fuera. No quería que sufriera ningún daño, ni físico ni moral, y ese día había faltado poco para que lo mataran estando ella junto a él. Alfonso no iba a permitir que eso volviera a ocurrir. Había llegado a una conclusión en cuanto a la mujer y pensaba respetarla.


Si no fuera tan difícil de llevar a cabo…


Respiró hondo al recordar la forma tan ardiente en que la susodicha se aferraba a su cuerpo aquella noche a pesar de ser un completo desconocido para ella, mucho más la forma en cómo la poseyó, pensando que se trataba de una de las amiguitas del tío de Hastings. Lo hizo con total desenfreno y falta de contención... Pero, diantres, ¡cómo había disfrutado viéndola darse placer en la oscuridad de la cocina! Aunque, claro, lo peor de todo fue cuando se encontraba fuera de la casa junto al coche de alquiler y la vio subirse a otro carruaje, en el otro lado de la calle, y alejarse sin que él pudiera hacer nada por evitarlo. No le dejó nada, ningún indicio de dónde encontrarla por si quería volver a verla: porque lo cierto era que había pensado volver a tenerla de nuevo en sus brazos, y no sólo una noche, había decidido mantenerla como su amante, aún después de su matrimonio. 


Sólo que se esfumó sin dejar rastro, dejándolo con un palmo de narices y con ganas de encontrársela nuevamente. ¡Mira que fue mala suerte descubrir que no era otra que la hermana pequeña del conde! Si supiera de los apetitos de su joven hermana, Ricardo se moriría. Sintió un tirón en su entrepierna al recordarla despatarrada sobre la mesa de la cocina de su tío, y totalmente expuesta en el jardín, días después. ¡Maldita sea! Tendría que intentar aplacar un poco su deseo evocando imágenes menos tentadoras de la, aparentemente, remilgada dama. Él tenía ganas de volver a ver a la mujer que se escondía tras esa fachada de timidez y esas horribles lentes. Él quería a la otra, y la que se topó en aquella cena y después a plena luz del día, en casa de Penfried, no le gustaba nada, nada en absoluto. Y llegó a una conclusión: a él no le agradaba la señorita Chaves y jamás lo haría, puesto que a nadie le gustaba que lo ignorasen y lo ninguneasen, y eso es lo que hacía Paula. No le resultaba halagador que actuase como si fuera un simple conocido de la familia, alguien a quien había que tolerar. Le fastidió que fingiera no conocerlo cuando su hermano los presentó. Lo trataba como a uno más, peor aún, como a un insecto que no le resultaba agradable. Eso lo tenía claro por la forma cómo lo miraba cuando él hablaba: lo hacía como si quisiera estar en otro lugar y no escuchando su pesado discurso. Y tuvo que reconocer, porque él no era ningún estúpido, que eso era como una herida a su henchido orgullo masculino, sobre todo después de la intimidad que habían compartido y la forma tan desvergonzada como le había entregado su inocencia. ¡Qué lo ahorcasen si aquella muchacha no había disfrutado entre sus brazos! Tenía sentimientos encontrados, porque, a la vez que lo molestaba, le resultaba cómico. Resultaba gracioso ser testigo de la forma en la que actuaba para no admitir que se conocían, que fingiera no saber quién era él tras su interludio amoroso. Por supuesto, tenía que admitir que la imagen que proyectaba de joven virtuosa, recatada y tímida, incluso su mirada de indignación y sonrojos cuando intentaba volver a atraerla a sus brazos, como aquella otra vez, no hacían sino despertar su instinto depredador. La pequeña Paula se esforzaba en ignorarlo, y eso lo divertía y lo empujaba a seguir molestándola, a pesar de ser consciente de que iba a tener un serio problema con Ricardo si éste llegaba a enterarse de la relación que había mantenido con su dulce e indefensa hermana. Pedro reconocía haber conocido íntimamente a un número incontable de féminas mucho más atractivas, osadas e incluso inteligentes que aquella jovencita de mirada inocente, tras esos, nada estéticos, cristales, y sin apenas curvas. Era una chica totalmente sosa, carente de cualquiera de los atributos en los que él solía fijarse, y, sin embargo, no podía sacársela de la cabeza.


Volvió a mirar por encima de su hombro.


¡Demonios!


Otra vez esa sensación de estar siendo vigilado. Finalmente iba a tener que darle la razón a su abuelo; desde que se hizo público su compromiso, era proclive a los accidentes y, desde hacía varios días, éstos se habían vuelto más numerosos. Quizá debería poner sobre aviso a Hastings acerca de sus inquietudes, ya que él trabajaba para el Ministerio. Después de todo, el asesinato de uno de los hijos del zar en suelo inglés no estaría bien visto. Intentó calmarse y se convenció de estar viendo fantasmas donde no los había, culpando a su familia de su obsesión por las intrigas. 


Sin embargo, justo en el momento en el que se disponía a cruzar la calle, un coche de caballos pasó a toda velocidad y por poco lo arrolla, obligándolo a dar un salto hacia atrás. 


Afortunadamente se escapó por los pelos, y de nuevo se persuadió de que el percance se debía a la oscuridad de la noche: puesto que no había mucha iluminación por ese recorrido, el cochero pudo no haberlo visto... y, por supuesto, también se debía a que su cabeza no dejara de pensar en la sensual Paula.



****


Un sonido lo despertó.


Acostumbrado como estaba a permanecer siempre alerta, debido a los miedos que sus abuelos le habían transmitido desde pequeño, nunca dormía profundamente.


Se levantó despacio de la enorme cama en la que se encontraba durmiendo desde que accediera a alojarse en casa de Hastings, y se dirigió hacia el sillón donde había dejado colgada, de cualquier forma, su levita azul. Rebuscó a tientas en la oscuridad con la certeza de que el arma se hallaba en el bolsillo interior derecho, donde siempre la llevaba oculta, y de donde no recordaba haberla sacado. Sin embargo, presintió que algo iba mal al no hallarla en el lugar donde debía estar. Rebuscó y rebuscó sin éxito, y eso lo alteró un poco. Nadie sabía que solía ir armado, ni siquiera Julian, con quien apenas tenía secretos, por lo que, quienquiera que fuese la persona que se había apoderado de su pistola, debía saber también muchas cosas sobre él. 


Como, por ejemplo, quiénes eran sus padres, que habían muerto en los últimos años, y qué podría significar su próximo matrimonio.


Se dirigió al secreter —no sabía por qué, pero el caso es que había uno de esos muebles para mujeres en la habitación que le habían asignado— y buscó el abrecartas. Lo había visto antes de irse a dormir, cuando lo usó para abrir la última misiva llegada desde Moscú. Tomó su improvisada arma y decidió que, si había un intruso en su dormitorio, no saldría indemne de allí.


Otro ruido.



Se mantuvo completamente inmóvil, esperando que la persona que había entrado a hurtadillas, y sin ser invitada, en sus habitaciones diera un paso en falso para poder saltar sobre ella.


Un golpe.


A continuación un gemido de dolor.


Por lo visto alguien había tropezado en la negra oscuridad, y Pedro no lo pensó un segundo: saltó sobre el intruso y lo golpeó con su propio cuerpo para hacerlo caer y poder colocarse encima con el fin de inmovilizarlo. Al tiempo que consiguió controlar a su atacante, le puso el abrecartas, por el lado cortante, en la base del cuello, amenazándolo con aquel sencillo gesto para que se mantuviera inmóvil hasta que decidiera qué hacer con él.


O, mejor dicho, con ella.


En el mismo instante en el que saltó sobre éste, montándose a horcajadas sobre su cuerpo, se percató de que bajo él se encontraba el cuerpo de una fémina. Claro que además pudo oír el gritito de sorpresa de la mujer al verse arrastrada al suelo con él mismo como única compañía.


—No me haga daño, por favor.


La súplica de la chica no lograría engañarlo ni por un momento. Si no era para hacerle daño, ¿qué estaba haciendo allí, a hurtadillas y a esas horas? Seguramente nada bueno. No era la primera vez que una mujer se acercaba a él, distrayéndolo con sus artes, para después intentar acabar con su vida. Y no había muchas personas viviendo bajo el mismo techo del conde. Sólo estaban el propio conde, la hermana de éste, su tía política y esposa de Rodolfo, el propio Rodolfo y él mismo. Entonces, ¿quién era?


Una duda le cruzó por la mente, pero la desechó por increíble. ¡No, de ninguna manera!


Se mantuvo en silencio; dada su experiencia en garitos y antros de no muy buena reputación, era consciente del peligro que conllevaba doblegarse a los sollozos de una mujer. Normalmente llevaban guardada un arma entre las piernas que no dudaban en utilizar cuando uno se despistaba.


—Por favor —volvió a suplicar con la voz impregnada de pánico—, soy Paula.


—¿Paula Chaves? —La ira en la voz del hombre era latente, aunque no subió el tono en ningún momento.


—Síii.


—Lo que me faltaba —farfulló.


Ella decidió pasar por alto el fastidio en la voz de él.


—Me resulta ciertamente incómodo mantener una conversación estando tumbada —señaló esperanzada de poder adoptar una postura más digna y hablar del tema que la había llevado a la habitación de ese hombre en mitad de la noche. Además, el tenerlo encima de su cuerpo, cuando ella estaba completamente desnuda bajo su remilgado camisón, no hacía sino ponerla nerviosa.


—Si me promete que no va a ponerse a gritar, podemos ponernos cómodos.


La voz de Pedro sonó demasiado seductora, aunque él no hubiese pretendido hacerlo.


—¿Por qué iba a gritar? —preguntó sorprendida intentando no pensar en cómo la voz del hombre había adoptado un timbre melodioso, casi suave. Conocido. «¡Que no te entre el calor en este momento, Pau! Aguanta las ganas de meterte en su cama.»


—¿Quiere que le recuerde cómo cazó un marido su amiguita? —La pregunta de Pedro no tenía otra intención que hacerla conocedora de que estaba al tanto de las
maquinaciones de Clara; sin embargo, no había censura en sus palabras. Y de nuevo ese tono susurrante le resultó familiar. Paula comprendió que se estaba refiriendo a cómo Clara obligó a Julian a casarse con ella al ser descubiertos en una situación comprometida, y que lo consiguió gracias al chantaje. «¡Ay, madre! Debe pensar que busco el matrimonio a través de forzar una situación indecorosa. 


¿Acaso no sabe que ya tengo fijada la fecha de mi próximo enlace?»


«Me estoy ahogando, siento que me flaquea todo el cuerpo sólo de tenerlo encima.»


Y en ese instante, tumbada en el suelo del dormitorio de Pedro, allí, en casa de su hermano, con él sobre su cuerpo, en plena oscuridad, y sin poder ver su rostro, supo muchas cosas. La más importante de todas era que no necesitaba corroborar sus sospechas. Ese hombre era con quien había descubierto los placeres de la carne y a quien llevaba buscando todo ese tiempo. Un hombre que siempre había estado ahí, al alcance de su mano, seduciéndola continuamente. Un presentimiento le decía que era él, y era ese mismo sentimiento el que le decía que no accedería a casarse con ella. Tragó saliva ante la nueva situación. Clara se había equivocado en su plan, y ella, en su desesperación, había actuado según las indicaciones de la otra. Aun así…


—Entonces, ¿vas a gritar? —Alfonso se estaba excitando recordando cómo la tuvo bajo su cuerpo en otra ocasión, por lo que pensó que lo mejor para todos era separarse cuanto antes de ella. Él había decidido que no le gustaba.


—No tenía intención de hacerlo.


No sabía por qué, pero la creyó; a pesar de que en el breve período de tiempo que hacía que se conocían no había dado motivos para considerarla sincera, confió en ella.


—Ven —le dijo mientras la ayudaba a incorporarse y la conducía hasta la cama—, siéntate mientras consigo encender el dintel para que, al menos, podamos mirarnos mientras hablamos.—La ayudó a sentarse, evitando mirar cómo sus pequeñas formas femeninas podían percibirse a través de la escasa luz, gracias al fino camisón—. Vamos, ten cuidado.


Si el hombre pensó que era un poco torpe, no lo mencionó, y lo achacó a la oscuridad.


—Gracias, lord Alfonso.


Paula estaba un poco agobiada porque en el forcejeo había sentido cómo se desprendían sus lentes, e incluso había oído romperse un cristal... o eso se temía. A ese paso no le iban a quedar fondos para comprar anteojos.


—¿Lord Alfonso? —le pregunto incrédulo éste, imitándola sin mirarla, mientras depositaba la lámpara en la mesita de noche por el lado de la cama donde estaba sentada Paula, rozándola de forma consciente—. Teniendo en cuenta dónde nos encontramos, y nuestros escarceos anteriores, creo que ya va siendo hora de que empieces a tutearme.


La miraba con esa sonrisa arrogante que lo caracterizaba, y se sentó junto a ella en la cama, tocando su cuerpo con el suyo, provocando que ella diera un respingo. Sin sus anteojos no podía distinguir bien los rasgos del hombre, y eso de no ver con quién hablaba era todo un agobio al que no llegaba a acostumbrarse. Eso de ser una cegata era un inconveniente muy pesado. Paula asintió con tanta rapidez que Pedro no pudo evitar soltar una carcajada.


—¿Y bien?


—¿Qué? —Había olvidado la razón por la que estaba allí a esas horas de la madrugada.


—Podrías empezar por decirme el motivo de esta inesperada visita nocturna —le sugirió acercándose a ella. Por mucho que se convenciera de que no le gustaba, lo cierto era que se moría por hacerla suya de nuevo—. Es muy tarde y, teniendo en cuenta la indiferencia con la que me tratas, a menos que tengas pensado desvelarme con juegos interesantes —se acercó más a ella—, te recomiendo que hagas lo que has venido a hacer y te marches. Estoy cansado.


Ella entendió perfectamente a qué se refería y deseó poder hacer exactamente lo que el hombre tenía en mente. 


Después de todo, nadie podría tildarla de nada porque nadie sabía nada, y estaba segura de que dicho caballero era quien andaba buscando. Ya no lo sospechaba, sino que era capaz de afirmarlo. El olor que desprendía su piel le resultaba familiar, ¿y cómo no se había dado cuenta hasta ese momento?: su corpulencia, sus susurros, su tono meloso… Tenía esos recuerdos grabados a fuego en la piel, y todo en él era tan tentador en medio de esa oscuridad como lo fue en aquella otra ocasión. El único inconveniente, tuvo que admitir, era el color de su pelo, pero, claro, no era insalvable, y a él le favorecía demasiado, por lo demás… 


¡Otra vez ese calor que últimamente parecía no querer abandonarla! Tragó saliva y se humedeció el labio inferior sin ser consciente de que Pedro la observaba intrigado. 


Excitado. Anhelante.


—Verá…


—Verás.


—¿Cómo? —preguntó sin comprender.


—Habíamos quedado en tutearnos. —Se acercó y le besó el cuello mientras ella intentaba pensar con claridad.


—¿De verdad? —preguntó con ironía. De acuerdo con que estuviera ciega, pero no sorda, y tenía buena memoria para los detalles. Sin embargo, optó por no discutir, como normalmente solía hacer.


—¿Crees que te mentiría? —le preguntó sonriendo.


—¿Cómo podría? —La ironía nunca fue su fuerte, aunque pensó que lo había hecho bastante bien.


—Exacto, no podría mentirte —le dijo colocándole una mano en el pecho como si fuera la cosa más natural del mundo—. Por eso no actúo como si no nos conociéramos. Porque nos conocemos, mucho.


Le puso la otra mano en la cintura y la dejó allí como si tuviese todo el derecho del mundo a hacerlo, como si ese sencillo acto de intimidad estuviera perfectamente justificado, como si no tuviese que pedir permiso.


Y ella se lo permitió. Todo.


Y volvió a sentir otra vez esos sofocos. Esa necesidad apremiante, esa humedad recorrerle los muslos, ese palpitar de su corazón, el vello erizado, el sudor…


—Se refiere a… a… —«Vamos Paula, si has venido a confirmar tus sospechas. Sigue adelante, que no te queden dudas. Piensa en lo que sería capaz de hacer Clara.»


Aunque no podía verlos, podía sentir aquellos enormes ojos clavados en ella.


Podía sentir el aliento del hombre en su piel. ¿Tan cerca estaban?


Y aquello le pareció irreal. ¿De verdad se había metido en el dormitorio de un hombre en mitad de la noche, y se encontraba sentada en la cama de éste junto a él, permitiendo que la tocara, tan cerca que sólo tenía que inclinarse un poco para invitarlo? ¡Ay, madre!


Inconscientemente, y como si alguien tirase de ella con un hilo invisible, se inclinó.


Pedro estaba seguro de que la señorita Paula Chaves no le gustaba, eso se lo repetía hasta la saciedad; pero también lo estaba de que sí que le gustaba la mujer que tenía sentada en su cama y que se había inclinado lo justo para invitarlo a besarla. A él, que le encantaba besar.


Y lo hizo.


La besó lentamente, intentando no dejarse ningún lugar de aquella exquisita boca sin saborear, no fuese a empezar a ignorarlo de nuevo. Le pasó la lengua delicadamente por el labio inferior que ella antes se había humedecido, y la introdujo después hasta lo más profundo de aquella cueva húmeda, intentando fundirse con aquel beso que había conseguido enardecerlo. Estaba enfebrecido hasta tal punto que, en el momento en el que la chica lo atrajo hacia su cuerpo con fuerza, colocándose a horcajadas sobre él, tomando la iniciativa de una mujer avezada en el arte de la seducción, perdió la poca cordura que le quedaba al haber permitido que la atrevida y libidinosa muchacha permaneciera en su dormitorio el tiempo suficiente para que Ricardo apareciera, le metiera una bala en la cabeza y después preguntara qué estaba ocurriendo allí.


Aunque su cabeza le intentó convencer para que se detuviera, subió, con movimientos firmes, la mano que aún mantenía en la pequeña cintura de la mujer hasta el recatado escote del camisón de ésta, tirando de él hacia abajo, intentando saborear el pequeño y delicado pecho de donde sobresalía el rosado botón a través de la camisola de seda. Mientras, la mano que aún sujetaba el otro pecho de ella, por encima de la tela del horrible camisón, tiraba de la tela de ese lado. Una vez conseguido su objetivo, apoyó sus dos manos en las nalgas, pequeñas y firmes, y las sujetó con fuerza, imitando el movimiento que ambos habían practicado noches atrás, aunque sin llegar a despojarse de la ropa. Pero esta vez él sentado, y ella encima.


Iba a perder el control por completo, lo sabía. Acabaría acostándose con la hermana pequeña de Ricardo bajo su propio techo, porque una cosa era hacerlo con una desconocida osada, y otra con… pero ¿no era lo mismo lo que estaba haciendo? No pudo evitar gruñir para intentar hacer callar su conciencia.


Paula, por su parte, y para desconsuelo de Pedro, no pensaba comportarse como una amante pasiva. Había introducido una de sus manos en los calzones del hombre y acariciaba, con ansia, aquella delicada y sedosa muestra de masculinidad, enloquecida por la sensación de vértigo que el roce de la boca de éste provocaba en su cuerpo. La necesidad, el desespero de volver a experimentar aquel frenesí, la tenían descontrolada. Aquella sensación de gozo que sintió anteriormente con ese hombre era la única que verdaderamente la hacía sentirse libre. Libre por fin. Libre, al menos, para decidir qué hacer con su cuerpo en busca de su propio placer. Con la otra mano acariciaba, casi con violencia, la espalda desnuda del hombre en busca de la marca que sabía que encontraría, que sabía que poseía, porque, aunque no hubiesen hablado de ello abiertamente, Pau estaba convencida de saber quién era él.


La encontró, y soltó un gritito de triunfo. Finalmente no estaba tan perdida, porque siempre había deseado al mismo hombre. Y ello la hizo perderse de nuevo en un mar de sensaciones. Y se descontroló. Le sacó el miembro de los calzones y se apartó un poco de Alfonso, quien protestó al verse privado del manjar que tenía en la boca. Luego, observó cómo ella miraba embelesada su miembro y se agachaba para llevárselo a la boca, y él creyó morir cuando lo hizo. Se apoyó con los brazos en la cama, quedándose expuesto en todo su esplendor para ella, quien no dudó un instante en meterse aquella muestra de hombría en la húmeda cavidad, saboreando la sensación de tener aquel poder masculino a su merced. Primero lo lamió, luego lo succionó y finalmente lo arañó con los dientes, para, finalmente, acabar con pequeños círculos con la lengua, consolándolo.


—Toc, toc, toc.



Se quedó quieta con la verga de Alfonso dentro de su boca y éste tan excitado que la contemplaba con mirada vidriosa.


—Toc, toc, toc.


Paula no lo pensó y saltó del regazo de Alfonso, apartando su boca del miembro de éste, y por poco se cae al chocar con una de las botas Hesse del hombre, que estaban tiradas a los pies de la enorme cama, y que ella, gracias a su corta visión, no pudo esquivar. Mantuvo el equilibrio como pudo, intentando controlar su respiración acelerada, su deseo no satisfecho y su miedo al pensar que no había podido aclarar nada. Que sus descontrolados sentidos la habían vuelto a poseer. Había llegado dispuesta a poner las cartas sobre la mesa en lo referente a lo ocurrido hacía menos de una semana, con el objetivo de conseguir una reparación por parte del hombre, y lo único que había logrado era acabar completamente consumida por la lujuria.


Y ahora, que podrían ser descubiertos, el terror la invadió por completo. Aquello tenía toda la apariencia de ser una trampa.


—Toc, toc, toc.


Quienquiera que fuese no iba a marcharse.


Paula se miró un momento, desnuda hasta la cintura como estaba, y se apresuró a arreglarse la ropa de dormir mientras él la observaba intentado calmarse.


Pedro se levantó lentamente de la cama, un poco desorientado, intentando apaciguar su abultado miembro, el cual parecía tener voluntad propia y tironeaba hacia arriba en busca de la mujer. ¿Esa muchacha había conseguido dejarlo nuevamente en ese estado? ¡Maldición! Si llegaban a descubrirlos el escándalo sería descomunal, porque él ya estaba prometido y no pensaba cambiar de novia fácilmente.


—No te muevas —le ordenó en voz baja—, iré a ver quién es. Pero mantén la boca cerrada.


Su tono fue tan duro que Paula obedeció sin protestar, y él lo agradeció porque nadie podía quitarle de la cabeza, en ese instante, el chantaje al que la preciosa Clara Stanton sometió a Julian para obligarlo a casarse con ella.


—No, por favor —suplicó temerosa de que alguien la descubriera y él pudiera pensar que era capaz de tenderle una trampa para atraparlo—, si Ricardo llega a enterarse… me mata, o algo peor, y a ti también.


—No me digas.


—No abras, te lo ruego —intentó sujetarlo pero se volvió a tropezar y no lo consiguió porque él ya estaba junto a la puerta del dormitorio.


—Toc, toc, toc.


—Silencio —siseó Alfonso contrariado porque ella no colaborase.


Y abrió la puerta, pero sólo un poco, lo suficiente para que quienquiera que fuese sólo lo viese a él y no pudiese echar un ojo al interior de la habitación, la cual estaba apenas iluminada.


—¿Ocurre algo? —le preguntó al estirado mayordomo.


—Disculpe que lo moleste a estas horas, milord. —La cara del hombre no dejaba traspasar sus emociones. «Un típico mayordomo inglés», pensó Pedro—. He oído unos ruidos extraños y quería asegurarme de que se encontraba bien.


Lo miró arqueando una ceja. ¿Qué si se encontraba bien? ¿Acaso lo había tomado por estúpido?


—Como puede ver, me encuentro en perfecto estado, estaba descansando. —Intentó que el hombre se sintiera mal por su intromisión a esas horas.


—Sólo quería asegurarme de que no se le ofrecía nada —insistió.


—Así es, no necesito nada.


—¿Está seguro? —El hombre lo miraba sin intención de marcharse.


—Completamente —«¿Acaso no piensa marcharse de aquí?»—. Puede retirarse… Thomas, ¿no?


—Ahora mismo, señor; sólo me preocupé al oír pasos a estas horas. —Tuvo ganas de echarse a reír cuando el hombre se percató de su estado de excitación—. Creo que iré a ver cómo se encuentra la hermana de lord Hastings, la señorita es un poco asustadiza. No debemos permitir que nada la perturbe durante la noche, ¿no cree usted?


—Por supuesto, no debemos permitir tal cosa. —Le hubiera encantado abrir la puerta y que viera a su asustadiza señorita en el estado en que se encontraba. ¿Qué habría hecho el anciano si la hubiera sorprendido con la boca puesta en su masculinidad y apenas vestida?


Desde el interior del dormitorio se oyó un gritito ahogado que provocó que le chirriaran los dientes y que el anciano lo mirara fijamente.


—Si quiere puedo traerle una tisana para que pueda conciliar el sueño —le sugirió el mayordomo—; la haré yo mismo, puesto que el servicio está descansando a estas horas, y no merece la pena levantar a nadie de la cama por algo tan fácil de preparar. Tardaré unos minutos en hacerlo, mis viejos huesos no me permiten ir demasiado deprisa.


El joven entendió que el hombre sabía perfectamente que Paula estaba en su dormitorio, y le estaba dando tiempo para que la joven volviera a su habitación sin armar ningún revuelo. Después de todo, pensó, esa noche no habría derramamiento de sangre, ¿debería estarle agradecido?


—Una tisana me vendría muy bien.


—Con su permiso —dijo solícito—, iré a preparársela. 
Después me cercioraré de que la señorita se encuentra en su dormitorio, descansando tranquilamente.


—Sería lo más acertado.


Pedro cerró la puerta y se echó sobre ésta, sonriendo. ¡Vaya descaro el del personal de Ricardo! El hombre le había sermoneado sin que se notase siquiera.


—Será mejor que vuelva a mi habitación —le dijo Pau con decepción, sin ser consciente de que él la miraba entre las sombras, proyectadas por la débil luz de la lámpara.


—Vas a acabar conmigo, ¿lo sabes? —le preguntó colocando su frente sobre la de ella.


—Debo irme —insistió Pau sin ganas de marcharse.


—Ahora mismo —le dijo él mientras volvía a abrir la puerta y, cogiéndola de la cintura, la arrastraba fuera del dormitorio con premura. Quería que se marchara de inmediato, porque no estaba seguro de lo que sería capaz de hacer—. Supongo que no tendrás ningún problema en regresar sola a tu cuarto.


—Ehhh, bueno… creo que debería acompañarme.


—Me parece que no acabas de entender la suerte que hemos tenido —le indicó. ¿Qué le pasaba a esa chica? Primero se entregaba a él, luego lo ignoraba, ahora intentaba seducirlo nuevamente y después ¿qué haría?


—No quiero que piense mal —se excusó la joven sin dejar el tratamiento de usted que tanto odiaba Pedro, mientras intentaba despejarse el pelo del marfileño rostro—, lo que ocurre es que he perdido mis lentes, y no veo sin ellos, menos en la noche.


—Me tomas el pelo.


—De verdad que no. Realmente, ¿sería tanta molestia?



Alfonso procuró no perder los nervios; teniendo en cuenta lo que había presenciado, había llegado a la conclusión de que la chica era una patosa, y a lo mejor era verdad que no veía bien, y era cierto que el corredor estaba oscuro, muy oscuro. 


Sin embargo, dudó porque ¿cómo demonios entonces había llegado hasta su dormitorio? Apretó los puños.


—Sé que me voy a arrepentir de esto —maldijo entre dientes—, pero vamos.


Tomándola de la mano, la llevó hasta la puerta de la habitación que ella le había indicado, la abrió y la hizo entrar, pero él se quedó donde estaba, al otro lado; tenía que evitar continuar con esa locura como fuese. Debía recordar la amistad que lo unía a Hastings. «No puedes, no puedes, no puedes.» La señorita Chaves estaba resultando un dolor de cabeza, placentero y deseable, sí, pero dolor de cabeza al fin y al cabo.


—Será mejor que me marche —le dijo sin ganas de cerrar la puerta y encaminarse hacia su habitación para pasar la noche. Solo. Dolorido.

Esos ojos, esa piel, ese pelo…


Ella se volvió a mirarlo y algo en su expresión hizo que Pedro lo mandara todo al cuerno y se olvidara de su honor, entrara en el dormitorio que no debería conocer, cerrara la puerta que no debería cruzar y tomara en brazos a la mujer que no debería volver a tocar.


—Tal vez fuera mejor que pase aquí la noche —susurró contra los labios de ella, provocando que Paula le sonriera y le echara los brazos al cuello, bien dispuesta. Y, entonces, él la besó con tanta intensidad que temió que pudiera hacerle daño.


—Quédate.


Aquella simple palabra lo desbocó. Pedro la empujó con premura hasta la cama: por una vez iban a hacerlo en un lecho, cómodamente, desnudos, sin obstáculos, para explorarse mutuamente, para saborearse, para lamerse… 


Tenía ganas ya de verla desatada, que le suplicara de nuevo que la hiciera suya. ¡Demonios! Iba a explotar de un momento a otro, necesitaba que volviera a hacerle aquello con la boca. La despojó del camisón y la dejó completamente desnuda; luego se echó sobre ella, aplastándola mientras la besaba por todo el cuerpo. ¡Oh, por todos los infiernos! La deseaba tanto que dolía. Se desabrochó el calzón y se puso a horcajadas a la altura de la cara de Paula.


—Ahora, tómame con la boca.


Le metió el miembro en el lugar que había estado momentos antes mientras se movía sensualmente para ayudarla en la tarea. Paula no se acobardó, le puso las manos en el trasero y lo ayudó con los impúdicos movimientos hasta conseguir que Alfonso eyaculara en su boca. Cuando lo hizo, la miró, sorprendido por haber perdido el control de aquella forma, y se apartó para ayudarla a incorporarse. Luego se quitó del todo los calzones y se dirigió de nuevo a la cama, junto a ella, donde se acostó y la colocó sobre su boca, para hacerle a ella lo que antes le había regalado a él.


Paula se apartó un poco de él, sobresaltada por las sensaciones.


—No puedo creerlo, vuelvo a estar excitado y dispuesto —le confesó con una sonrisa lobuna mientras se apartaba de ella y la colocaba de espaldas.


—¿Vas a hacerlo?


—No creas que me lo vas a impedir, en este momento te voy a embestir tan fuerte que nunca vas a olvidarme.


—Aún no te he contado lo que había ido a decirte a tu cuarto —dijo ella bajito, embriagada por sus besos.


—Podrás hacerlo mañana; ahora mismo, tengo otra cosa en mente. —Y lo que tenía en la cabeza no lo dejaba pensar con coherencia. Si lo hubiera hecho, se habría marchado de allí en el instante en que la dejó en el dormitorio. Si lo hubiera hecho, habría recordado cuán importante era su misión y que no le interesaba enemistarse con Ricardo.


—Pero debo hablar contigo antes de que continúes —insistió, convencida de que, como no lo hiciese en ese instante, toda fuerza de voluntad abandonaría su cuerpo. «Soy una perdida, una mala mujer»—, es… importante.


Se apartó un poco de ella y respiró hondo, intentando contener su deseo, haciendo un esfuerzo sobrehumano por dominar su cuerpo, obligándose a recuperar la cordura. Él era un hombre experimentado que no debía dejarse manipular por el deseo que había despertado una jovencita. 


«Recupera el sentido común —se dijo—, es la hermana de Hastings, y Hastings es tu amigo, a pesar de que ella sea una casquivana.» Se obligó a ello. No supo cómo lo hizo, pero lo consiguió. Controló su propia necesidad de ella.


—Creo que será mejor que mantengamos nuestra conversación... —¿De verdad iba a hacer aquello? Se felicitó mentalmente—... mañana, a la luz del día y en un lugar más…


Paula se contrajo ante lo que él estaba a punto de decir. 


Había perdido la oportunidad de hablar con Alfonso y llegar a un acuerdo. Una salida que ella había empezado a desear en su corazón. Había perdido la oportunidad de volver a tenerlo dentro de ella. Lo vio en sus ojos, había determinación, y ésa consistía en marcharse de su dormitorio.


—Correcto.


Y salió de la cama, se puso los calzones en un rápido movimiento y se marchó dejándola sola e insatisfecha, y sin haberle podido confesar lo que iba a decirle.



*****


¿De verdad que había hecho lo que creía que había hecho? ¿Había dejado a la chica en su dormitorio, sola y bien dispuesta, y se había largado? «Pues lo has hecho, has actuado de la forma más honorable y sensata posible, Alfonso.» Sí, y también la menos conveniente para sí mismo, sobre todo teniendo en cuenta el estado de excitación en el que se encontraba. Con pesar, miró el bulto prominente de sus calzones y se dispuso a pasar una mala noche gracias a Paula. ¿Y él se había convencido de que no le gustaba? 


Pues allí mismo estaba la prueba de su gran mentira. Sí que le gustaba, y mucho. Ya fuera con lentes o sin ellas, con el pelo recogido o suelto, cuando se comportaba como lo que era, una joven dama casadera o, como esa noche, cuando acudía a su encuentro desatada.


Se desnudó angustiado por su estado y se metió en la cama, esperando que Morfeo acudiera a su encuentro lo más rápido posible, porque, de no ser así, le esperaba una noche muy larga.


Maldita Paula y sus insaciables apetitos.






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