sábado, 6 de febrero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO 18




«Piensa que soy una mala mujer, estoy segura. Debe opinar eso de mí. ¿Qué otra cosa puede justificar mi comportamiento ante sus ojos?» Ella lo miró de reojo. «Lo más sorprendente es que no me importa.» El espigado y adusto mayordomo había entrado ya dos veces al saloncito donde Paula se encontraba tomando su desayuno. Ella se percató de que evitaba mirarla pero, también, de que intentaba decirle algo sin atreverse a hacerlo. Lo miraba por encima de su taza de té, avergonzada por las circunstancias en las que el hombre la había sorprendido últimamente: primero, la madrugada que llegó a casa acompañada por Amalia, envuelta en una capa masculina; luego, la noche pasada, cuando llamó a la habitación del marqués en un discreto intento de sacarla de una situación comprometida. 


Paula no llegaba a comprender el motivo por el cual no había acudido a Ricardó para quejarse del atroz comportamiento de su hermana, de lo cual, por cierto, le estaba más que agradecida.


Lo miró nuevamente cuando hizo el intento de hablarle, pero en ese instante la puerta se abrió, dando paso a la persona que ocupaba sus pensamientos desde la noche anterior.


—Buenos días —saludó Alfonso mirándola con intención, esperando algún tipo de reacción en la mujer: después de todo, se había metido en su habitación sin ser invitada y había intentado seducirlo, de nuevo. Es más, su miembro había estado en el mismo lugar hacia donde ella llevaba, en ese instante, la taza de té. Su boca. Pedro gimió.


—Milord. —Thomas le devolvió el saludo con semblante serio.


—Lord Alfonso —susurró Paula sin girarse para mirarlo, mientras continuaba bebiendo su té, comportándose como era habitual en ella cuando se hallaban a plena luz, y provocando en el hombre una serie de reacciones que podrían haberlo llevado a cometer algún acto violento contra la chica de no haber estado presente el mayordomo.


—¿Le importaría dejarme a solas con la señorita Chaves? —le preguntó al anciano en un tono que no daba opciones a réplicas. De ese día no pasaba que aclararan de una vez por todas aquella inusual situación. Ya era hora de poner las cosas en claro. Paula no podía ir por ahí provocándolo y después actuando como si sólo los uniese la mera cortesía. ¡Ni pensarlo! No lo iba a consentir más —. Por supuesto, la puerta permanecerá entreabierta.


Éste lo miró con hostilidad ante tal petición; después de lo ocurrido la noche anterior, no se fiaba de dejarlos solos. A pesar de ello, se vio obligado a obedecer, pues no podía negarse a acatar una orden directa de un noble invitado en la casa de su patrón. Así que se marchó, pero dejó la puerta abierta de par en par, indicándole a lord Alfonso lo poco sensato que le parecía.


—Tenemos que hablar, ahora mismo —le dijo a la mujer.


Ésta se sonrojó.


—Sería lo más acertado.


Paula seguía sin mirarlo y eso sólo provocaba que su ira se fuese acrecentando por segundos.



—Por lo que puedo ver, te seguirás comportando como una hipócrita —le reprochó al ver que no dejaba su actitud distante.


—¿Disculpe? —preguntó sorprendida, mirándolo por primera vez, mientras se ajustaba bien las lentes sobre el puente de la nariz—. No he sido yo quien ha actuado como si no hubiese ocurrido nada entre nosotros. —Al decir aquello sintió quebrarse su voz, pero en seguida volvió a controlarse.


Él la miró sorprendido por sus palabras. Sorprendido y dolido.


—¿Estás intentando echarme a mí la culpa de tu indiferencia? —le preguntó cogiendo la silla que había a la derecha de ella y sentándose bruscamente, obligándola a mirarlo.


—No he querido decir eso. —Paula no iba a alzar la voz, nunca lo hacía y no iba a empezar ahora. No obstante, tenía una conversación pendiente con él, aunque hubiese querido ser ella quien la iniciara, y de otra forma. Y se encontraba molesta, furibunda, porque su necesidad estaba insatisfecha.


—Debo corregirte, querida: no he sido yo quien ha actuado 
como si no hubiese habido nada entre nosotros. —Bajo la voz para repetir sus palabras, mirándola fijamente, y ella sintió cómo su azul y profunda mirada le acariciaba el rostro.


—Yo tampoco. —¡Ay, madre! Ella había perdido el coraje de la noche anterior.


—Por favor, Paula —explotó indignado—, si actuaste como si te fuese a violar la noche en la que supe quién eras, sólo te faltó escupirme a la cara. Hasta me diste una patada. Me ignoras continuamente.


—No…, no es cierto.


—¿De verdad? —le preguntó apretando los labios—. Pues entonces debo tener un grave problema, porque no entiendo tu actitud. —El acento que tanto lo caracterizaba se hizo más evidente—. Primero te me entregas con una pasión arrolladora, y luego me ignoras y haces como que no existo. Créeme, es algo difícil de comprender para un hombre, sobre todo porque no creo haber hecho nada para merecer tu desprecio.


Ella se humedeció el labio inferior y Alfonso sintió un tirón en la entrepierna, molesto porque ese gesto tan común en Paula lo alterase.


—Todo tiene una explicación —le dijo devolviéndole la mirada; ella no era una cobarde, no era ninguna cobarde, se repetía—, puede que no sea la más conveniente, pero es la que hay.


Alfonso la contemplaba con el ceño fruncido. No quería tocarla, no quería acercarse demasiado a ella o tal vez acabaría haciendo algo de lo que terminaría arrepintiéndose.


—Bien, te escucho.


—Lord Alfonso —lo llamó retomando el trato de usted—, ¿sería tan amable de acompañarme a dar un paseo por el jardín para que pueda darle su explicación, así como hablarle del problema en el que me hallo?


No debería hacerlo. Sabía que no debería salir solo con ella.


Alfonso le tendió el brazo para acompañarla fuera, no sin antes notar la presencia del mayordomo junto a la puerta del saloncito, vigilante. Al pasar junto a él, le hizo una breve señal con la cabeza, indicándole con ese breve gesto que no haría nada deshonroso. Aunque lo cierto era que le hubiese gustado hacerlo para ver la cara que ponía.


—Bien —señaló cuando estuvieron entre la profunda vegetación—, puedes empezar.


—¿Me creería usted si le dijese que no tenía intención de mantener ningún tipo de relación íntima —no pudo evitar ponerse como una amapola— con nadie?


—Sería difícil, pero puedes intentarlo.


Paula sintió que él estaba tenso, y enfadado, pero decidió ignorarlo.


—Sabrá usted del escándalo protagonizado por la esposa de lord Penfried en aquella casa de mala reputación.


—¿De Clara? —no pudo evitar sonreír.


Paula asintió con la cabeza.


—Yo era la otra mujer.


La examinó con curiosidad y Paula se sintió incómoda, pero, ya que había decidido hacerle la proposición, tendría que sincerarse con él.


—No sé por qué, pero no me sorprende —murmuró, y ella apretó los labios.


—Bebí demasiado esa noche mientras observábamos el… espectáculo, y estaba un poco acalorada. —Era la forma más suave de decir excitada—. Era la primera vez que contemplaba algo así. Luego, cuando a Clara se la llevó su marido, mi tío Rodolfo me encontró e insistió en llevarme a su casa para que nadie fuese testigo de mi comportamiento, y salvaguardar así mi reputación.


Pedro recordó que Rodolfo había alardeado de tener a una muchacha bien dispuesta, y que luego él se encontró, curiosamente, a Paula presa de la lujuria.


—No sé por qué, pero no podía dormir —le explicó completamente colorada; claro que lo sabía, pero no iba a admitirlo delante de él—; tenía mucho calor, las imágenes del hombre haciéndole el amor a aquella mujer no abandonaban mi cabeza ni por un segundo, y el agua que bebía no que quitaba la sed, sino que me hacía sentir más calor. Estaba sofocada. Bajé en busca de Amalia, la doncella de mi tía Marianne, y allí fue donde me encontré con un hombre al que pedí que calmara mi deseo.


—Más bien lo exigiste —masculló.


El hombre pensó que ella no se estaba dando cuenta del efecto que esas palabras le estaban causando. Estaba que moría de deseo por introducirse dentro de ella, por embestirla, por saborearla.


—Volví a esta casa, en la madrugada, aconsejada y acompañada por Amalia, sin ponerle rostro al hombre a quien me entregué. No sé si sabrá que apenas veo sin mis anteojos, sumado a todo el alcohol que ingerí y al estado de semioscuridad, no sabía a quién me estaba entregando. En ese momento lo único que me importaba era calmar mi anhelo, saciarme por completo.


Mientras ella hablaba de lo excitaba que estaba la noche que pasaron juntos, Pedro sentía cómo su miembro se iba inflando con desesperación. La mujer, con sus palabras, estaba consiguiendo que tuviera serios problemas para mantener su cuerpo bajo control.


—Yo no le he ignorado —le confesó—, simplemente no sabía que era usted, estaba buscando al hombre que podría haber sido mi… —contárselo a Clara era una cosa muy diferente, porque, mientras hablaba, él la miraba con un hambre que la estaba haciendo desear que la besara.


—¿… amante?


—¿Cómo? —preguntó desorientada.


—La palabra que buscas es amante. —Al decirlo, se acercó a ella un poco más.


—Pensé que podría haber sido el señor Carter —admitió—; tracé un plan para ir descartando posibles candidatos. Aunque lo cierto es que nunca se me pasó por la cabeza que podría ser usted.


Ante tal confesión, el hombre no pudo evitar soltar una carcajada. No sabía si sentirse insultado o halagado. 


Después de tantas noches dándole vueltas al incomprensible
comportamiento de la joven, ahora resultaba que ella no sabía que era él, no lo había reconocido, ni siquiera tenía la más mínima sospecha. Aquello estaba resultando verdaderamente cómico. Nunca hubiese imaginado una explicación como ésa. Recordó todas las noches que había pasado en vela intentado explicar el extraño comportamiento de la mujer. Demasiadas. «Pobre Pedro—se dijo—, tan avezado en las artes de la seducción para que una joven e inexperta muchacha te haga perder la cabeza de esta forma, para finalmente venir a decirte que no se acordaba de ti.» De risa.


—Y yo que pensaba que estabas tan descontenta con mis artes amatorias que no querías ni oír mi nombre —apuntó divertido.


¿De verdad estaban teniendo aquella conversación? Paula debería sentirse avergonzada, ultrajada y muchas cosas más que ahora no conseguía precisar; sin embargo, tuvo que reconocer que se encontraba muy a gusto donde estaba, y el tema de conversación era de lo más estimulante. «Cómo no iba a serlo si soy una mala mujer.»


—Está equivocado.


—Entonces, debo suponer que te dejé satisfecha.


«¡Ay, qué me desplomo!»


Pedro se acercó un poco pero ella se quedó donde estaba, no retrocedió un ápice, aunque se vio obligada a alzar el rostro hacia él debido a la elevada estatura de éste. En ese momento lo único en lo que pensaba era en que la besara.


—Sí —dijo sin pensar, pero se corrigió inmediatamente al darse cuenta de lo que podría haber significado aquella afirmación—; quiero decir que no lo ignoraba, en ningún momento lo he hecho, y estoy apesadumbrada de que pensara eso de mí. Pero estaba buscando a ese hombre y usted me asustaba, no comprendía lo que me hacía sentir, tan parecido a lo que sentí aquella noche. Y nunca imaginé que usted podría ser la persona que yo estaba buscando.


Alfonso no pudo más y la tomó por la pequeña cintura, acercándola a él.


—¿Y cómo te diste cuenta de que podía ser tu amante?


Sólo con oír pronunciar esa palabra de sus labios, Paula se sintió arder, y escalofríos, muchos escalofríos, y mariposas en la barriga que revoloteaban sin parar. Y las piernas le flaqueaban, y esta vez sí que iba a desplomarse.


—Fue por algo que dijo —le confesó mientras sentía el sudor caerle por la frente y empañarle los cristales—, unido a su complexión física, edad y… porque parecía perseguirme.


—¡Perseguirte! —exclamó fingiendo estar horrorizado.


—Al menos eso pensé. —«Y muchas más cosas que no voy a admitir en este instante.» La mano del hombre empezó a jugar con su cintura, provocando que ella lo mirara con deseo.


Aunque lo que Pedro pensaba era que estaba adorable, allí, entre sus brazos, con las mejillas sonrosadas, las lentes resbalándole por la pequeña nariz debido al sudor, y hablando de sus encuentros amorosos como quien hablaba de tomar el té. ¡Claro que le gustaba!


—Pues te equivocaste totalmente —le dijo seductor. Él no la perseguía. Ni hablar, él no necesitaba perseguir a ninguna mujer—, y deja de tratarme de usted —le ordenó un poco molesto porque ella mantuviera esa distancia tan formal—. Después de todo, nos conocemos demasiado bien. Recuerda que has sido mía.


«Mía», qué bien sonaba aquella simple palabra en sus labios. Justo cuando dijo aquello, se inclinó para besarla en los labios pero, en ese preciso instante, Paula giró la
cabeza y le impidió el acceso a su boca, pillándolo desprevenido, como había hecho con su prometido, sorprendiéndolo, puesto que estaba convencido de que ella accedería, lo había visto en sus ojos. Ella estaba tan ansiosa como él.


Y profirió un gruñido.


Y ella decidió que definitivamente iba a desplomarse.


«Vamos Paula, tienes que hacerlo», se animó, ahora más osada por el interés que Alfonso mostraba en ella.


—Tengo que explicarle el motivo de que anoche fuera a su... —tenía que intentar conseguir que él le pidiera matrimonio y no iba a lograrlo llevándole la contraria, así que accedió a tutearlo—... a tu habitación. Era para que habláramos sobre lo ocurrido esa noche; tenía muchos indicios de que habías sido tú y quería estar segura. Sin embargo —respiró hondo al recordar lo ocurrido la noche anterior—, todo se complicó un poco.


Alfonso la miró entrecerrando los ojos; algo le decía que, si había sido capaz de meterse en su dormitorio en plena noche para hablar, no sólo buscaba una confirmación de que él fuera ese hombre.


—Y… —la instó a continuar.


—Quería proponerte que te casaras conmigo —lo dijo con un desapego que no sentía.


En realidad presentía que iba a desmayarse de un segundo a otro, pero recordó a Clara, lo que ella hubiera hecho o dicho en esos momentos; su amiga no se hubiese desmayado, lo hubiese obligado a casarse con ella. «Pero tú no eres Clara, no serías capaz de hacerlo.» Parpadeó varias veces intentando aparentar que no esperaba su respuesta con desesperación. Siempre había pensado que no tendría que preocuparse en buscar marido porque su matrimonio llevaba años concertado, por lo que su vida giraba en torno a fiestas, visitar a conocidos, salir de compras o sermonear constantemente a su amiga. No obstante, ahora que se veía obligada a pedirle a un hombre, que encima no era su prometido y del que no se acordaba como debiera, que se casara con ella, sentía que estaba viviendo otra vida, su vida, y no a la que la habían destinado los demás.


Más tarde vería cómo le decía a Melbourne que había decidido no casarse con él.


—Después de que compartiéramos esos momentos —prosiguió inquieta—, que yo siga siendo una dama y que tú estés soltero, pienso que estamos a tiempo de arreglar la situación. Corregir nuestro desliz de la forma más honorable posible.


Expulso el aire que llevaba conteniendo en el pecho todo ese tiempo. Ya estaba. Lo había hecho. Le había propuesto matrimonio a un marqués, y ahora sólo le quedaba esperar no verse rechazada.


Pasaron los segundos y él no dijo nada.


Y eso la puso nerviosa.


Pedro se limitó a observarla. La contemplaba atentamente, tanto que ella pensó que quería leer en su alma.


—Desde luego es evidente que eres amiga de Clara —soltó cargándose sus ilusiones.


«Cínico», pensó Paula mientras respiraba hondo al oírlo pronunciar aquellas palabras, dolida porque sabía a lo que se estaba refiriendo.


—Sólo trataba de arreglar la situación. —En su voz no se apreciaba el torrente de emociones que estaba sintiendo—. Consideré que sería lo más conveniente, dadas las circunstancias.


A Alfonso no le estaba gustando el camino que estaba tomando aquella conversación, y tampoco le agradaba que lo presentara como a un ogro que había robado la virtud de una dama. Ni mucho menos, ambos sabían cómo había empezado todo.


—Pareces olvidar que yo no sabía quién eras; de haberlo sabido, no te habría puesto un dedo encima, y este desastre, como lo llamas, no estaría ocurriendo.


—Ahora lo sabes y, por lo que veo, no tienes ningún inconveniente en tocarme —le recriminó. Le hubiera golpeado allí mismo, pero ella era una dama, desde luego que lo era, y no iba a actuar de forma diferente a como lo haría una dama. ¡Pero cómo le hubiera gustado darle una patada en la espinilla, otra vez!


El hombre la soltó al comprender sus palabras y la miró sin saber qué decir. La llamada de atención de Paula le había hecho recordar quién era ella, quién era él, y dónde se encontraban. «Recuerda tu honor, recuerda tu amistad con Ricardo. Recuerda que no te gusta. ¡Pero sí que me gusta! —se reprochó—. Me encanta su forma de mirarme por encima de esas horribles lentes, incluso cuando me ignora, me vuelve loco.»


—Discúlpame, por favor.


Ella asintió, pero no por eso dolía menos el verse rechazada, porque, verdaderamente, eso era lo que Alfonso estaba haciendo, rechazarla.


—No quiero que me malinterpretes —debería darle una excusa de peso, tampoco quería humillarla, ni lastimarla—, estoy prometido. —Esperó que ella lo comprendiera y lo aceptara.


Al parecer iba a ser así, puesto que no la vio muy afligida porque él no hubiera aceptado su propuesta de matrimonio, y eso, por todos los demonios, le escoció. Demasiado para su gusto. Se sentía irritado.


—Lo entiendo. —Aquellas dos sencillas palabras la hundieron. Para siempre. ¿Cómo era posible que Clara no le hubiera dicho que estaba comprometido con otra? Iba a estrangularla, seguramente lo olvidó convenientemente, y ella se había puesto en ridículo, albergando esperanzas y haciéndose ilusiones—. Estás prometido.


—Así es.


Pedro no quería decirle que su compromiso no era real, que era una pantomima. No quería hacerle creer que había alguna posibilidad.


—Entonces, creo que esta conversación no va a ningún lugar.


—Por lo visto.


—Será mejor que me marche.


—Probablemente sea lo más acertado.


—Entonces, creo que me voy.


—¿Te acompaño? —se ofreció.


Paula lo miró decidiendo qué hacer, y Alfonso rezó para que lo rechazara porque lo había hecho en un impulso. El mismo que tenía que controlar para no abalanzarse sobre ella y besarla.


—No es necesario. —Él respiró aliviado.


—Paula —la llamó cuando ella se disponía a marcharse—, sabes que cuentas con mi amistad.


Ella le sonrió y se fue murmurando. No era su amistad lo que quería.


Alfonso se quedó quieto, observando cómo ella se marchaba sin saber qué hacer o decir. Sentía que le picaban las manos de aguantarse la necesidad que lo embargaba de tocarla de nuevo. Él no sabía cómo enfrentarse a esa situación, porque quería que se quedara, pero no quería casarse con ella. 


Pero es que tampoco quería que se casara con Melbourne.


«Y entonces, ¿qué quieres? No lo sé, sólo que me duele verla partir, como si un trozo de mí se fuera con ella.» ¿Qué es lo que le estaba pasando?






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