sábado, 6 de febrero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO 19



Se dirigió a su habitación con la intención de serenarse un poco. No iba a llorar, desde luego que no iba a llorar. 


Hubiese sido mejor no tener ni idea de con quién pasó aquella noche a haberle puesto un rostro, y que ese rostro fuese de alguien como Alfonso. Demasiado apuesto, demasiado agradable, demasiado encantador. Demasiado todo para su tranquilidad. Con él su imaginación había volado demasiado alto, ¿cómo pudo albergar la esperanza siquiera de que él no dudaría en aceptar su proposición? 


«¡Ay, Clara, te voy a matar! Y mi hermano me matará a mí cuando descubra lo que he hecho, y cómo me he humillado proponiéndole matrimonio a un hombre.»


Al abrir la puerta de su dormitorio se detuvo en seco al ver allí a Amalia, rebuscando entre sus cajones como una poseída.


—¡Señorita! —exclamó la joven, volviéndose de inmediato, cuando la vio.


—¿Qué estás haciendo? —le preguntó sorprendida de encontrarla en su cuarto. Después de todo, confiaba en esa muchacha, fue quien la ayudó a llegar a su casa aquella noche. Aún tenía el demonio metido en el cuerpo por haber llegado a pedirle a Alfonso matrimonio y que éste la rechazara... y hete aquí que tenía a una víctima para su coraje.


—No se enfade, por favor —se apresuró a disculparse la otra—, su tío me ha amenazado con matarme si no le llevó los documentos que estaban en su abrigo. El que usted llevaba puesto la otra noche —le explicó la muchacha.


—¿Y por eso entras como una vulgar ladrona en mi habitación? Podrías habérmelos pedido sin más. —¿Estaría hablando de los documentos que había encontrado y que aún no había tenido tiempo de devolver, donde figuraba el nombre del marqués? Claro que sí, no podían ser otros. En ese momento le hubiese gustado saber qué decían.


—Puede dármelos ahora —le pidió, levantando la mano hacia ella, esperando llevarse consigo los papeles—, yo se los llevaré, y así su tío no me hará daño.


Algo en la expresión de la joven hizo que desconfiara. Allí había algo que no andaba bien. Tuvo un presentimiento, una sensación de que algo no iba como debiera. Observó a la mujer y le pareció ver una frialdad en sus ojos de la que no se había percatado antes. La miró nuevamente. Paula pensó que nadie se atrevería a meterse de esa forma en una habitación donde no había sido invitada, de manera furtiva, y registrarla con sigilo para evitar ser descubierta. No sabía por qué, pero intuyó que esos papeles eran muy importantes, tanto como para que alguien se arriesgara de ese modo. Sin embargo, no se mostró nerviosa, e intentó tranquilizarse al recordar que Amalia no daría con los documentos.


—La verdad es que no puedo —dijo con fingido pesar. «Te estás volviendo una mentirosa consumada»—. Se los di por error a lord Alfonso, pensaba que serían suyos, puesto que llevaban su nombre. Tal vez he cometido un disparate, pero seguro que puede arreglarse, podrías pedírselos a él. —Intentó poner cara de estúpida, la que ponía cuando Ricardo la regañaba como si no comprendiese las consecuencias de sus actos.


—¿Qué ha hecho qué? —gritó la criada con la cara descompuesta y echando chispas por los ojos.


En realidad los tenía en el bolsillo oculto de la falda del vestido; los había cogido esa mañana para devolvérselos a su tío en cuanto lo viera, lo que ocurría era que todavía no
había tenido tiempo de hacerlo. Tampoco supo qué la impulsó a decir aquello, pero tenía el presentimiento de que en aquellas viejas páginas se ocultaba un mensaje de mucho valor para alguien, quizá para el marqués, cuyo nombre aparecía en el membrete del sobre.


Tal vez debió dejar que Clara los leyera.


—No creo que sea tan grave, podemos pedírselos.


—¿Usted ha leído esos documentos? —le preguntó la joven mirándola fijamente.


Paula no supo qué decir.


—Si los hubiese leído, no me estaría proponiendo que se los pidiésemos al marqués, puesto que fue a él a quien se los robó su tío.


Amalia ya no mostraba el respeto de los criados hacia sus patrones. Una vez le dijo que no era una criada común, y ahora veía a qué se estaba refiriendo en ese momento.


—Y tú se los pensabas robar a Rodolfo —le dijo sin pensar.
Sin saber cómo, había dado con la teoría acertada. ¿Qué pondría en aquellos dichosos papeles? Si los hubiera leído Clara, seguro que ahora Alfonso estaría casado con ella, de eso se hubiera encargado su amiga.


—Chica lista —le dijo sacando un arma, la misma que le había robado a Alfonso—. Paula entrecerró los ojos cuando vio la pistola, pero no hizo nada, tenía la sensación de que la abnegada Amalia se había convertido en alguien muy diferente, incluso su rostro parecía transformado—. Bien, adoptemos un plan alternativo. Me acompañará entonces, usted me ayudará a recuperarlos. Después de todo, es un pequeño precio a pagar por cómo la ayudé.


Ella sabía que se estaba refiriendo a la noche en que comenzaron sus preocupaciones.


—Creo que estás un poco alterada —se estaba empezando a preocupar cuando vio la mirada decidida de la mujer—, seguramente no es necesario todo esto. Si son de lord Alfonso, y él los tiene de nuevo en su poder, ¿no deberías robárselos a él?


—Prepárese para salir, señorita, es usted una mala mentirosa.


«Soy mala en muchas cosas.»



***

Rodolfo observaba a su sobrino con gesto malhumorado. El muy imbécil se había negado a pagar sus últimas deudas de juego, y no es que ello le afectase mucho, porque gracias al negocio que había cerrado tenía los bolsillos repletos; lo que realmente le molestaba era que no bailase al son que le tocaba. De un tiempo a esta parte, Ricardo se había vuelto muy dictatorial, y eso no le convenía. Sonrió mentalmente pensando que los rusos pagaban muy bien, y que sólo tendría que culminar el trabajo que había empezado para cobrar la otra mitad de lo pactado, y a lo mejor un poco más.


Se habían puesto en contacto con él desde las más altas esferas de la aristocracia rusa para encargarle que se hiciera con el acta del primer matrimonio del zar, así como del acta de nacimiento del hijo nacido fruto de esas nupcias. Fue por eso por lo que descubrió los orígenes del marqués de Alfonso. ¡Quién lo hubiera dicho! ¡Un estimado lord inglés el primogénito de uno de los hombres más poderosos del mundo! Aquello podría desestabilizar un imperio si se llegase a descubrir que la zarina Carlota no era la primera esposa de éste, y que su hijo Alejandro tampoco era el primogénito, por lo que no había límites a lo que él pidiera mientras obtuviese resultados. Primero se apoderó de los documentos de casa de la marquesa viuda, la abuela de Alfonso. Luego, cuando los perdió por culpa de la idiota de Amalia, recibió el encargo de orquestar la muerte del joven marqués, una muerte accidental por supuesto, para que nadie pudiera pensar en el asesinato.


Lo había intentado en varias ocasiones desde que descubrió que había perdido los documentos, pero no había tenido éxito: una de las veces, porque Paula lo había salvado; después incendió la casa que tenía alquilada Alfonso pensando que estaría durmiendo, pero él no estaba allí esa noche, y lo del atropello tampoco le salió bien.


La tonta de la criada de su esposa se despidió ella misma cuando él la regañó por haber perdido su abrigo y tras explicarle que allí había unos papeles muy importantes; ese mismo día, la muy estúpida, se marchó. Aunque no le importó. Para lo que le servía, siempre escuchando a escondidas tras alguna puerta y vigilando cada uno de sus movimientos. La muchacha pensaba que no sabía para quién trabajaba, y lo cierto era que poseía mucha más información que cualquiera de ellos, porque para eso tenía una cómplice infiltrada en el Ministerio. Gracias a eso los rusos doblaron sus honorarios. Los ingleses querían tener esos documentos para usarlos en sus negociaciones con el imperio, y la zarina quería esos papeles para destruirlos, y, si no era así, había que eliminar a la persona que podría suponer un obstáculo en la sucesión.


Él mismo los recuperaría, después de todo sabía quién los tenía. Paula le había devuelto el abrigo sin la documentación, así que o los tenía su sobrina o finalmente se habían perdido. Con lo que la muerte de Alfonso era un hecho.


Centrándose nuevamente en su sobrino, frunció el entrecejo. 


Ya le gustaría darle su merecido a ese arrogante que aprovechaba la menor oportunidad para meterse entre las piernas de su esposa. Esos imbéciles creían que él era ajeno a sus encuentros, pero no lo era, simplemente lo dejaba estar esperando el momento oportuno de actuar. 


Primero tenía que morir el abuelo de su esposa para que ésta heredara, luego podría quedarse viudo. Apretó los puños. El hombre que evitaba a toda costa el escándalo se acostaba con la esposa de su tío... asombroso, ¿verdad? 


Pues lo sería aún más cuando el marqués muriera en su casa y se descubriera que Paula andaba metida en burdeles, y, para rematar, la muerte de su esposa.


Sí, ésa sería su venganza para Hastings.


Hizo una mueca para evitar sonreír, pero en su mirada se podía vislumbrar la maldad que emanaba de su alma.


Alzó su copa de coñac y brindó por su audacia.





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