jueves, 4 de febrero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO 11





Estaba sentada muy erguida en la pequeña salita de estar de casa del duque de Rosewood en la ciudad, abuelo de la reciente lady Penfried, futura condesa de Strafford, quien por cierto no dejaba pasar un solo día sin conseguir ser el objeto de chismorreo de la buena sociedad, y que era su mejor amiga. Es más, ella creía fervientemente que, aparte de su tía Marianne, Clara era su única amiga. Podría decirse que era aquel el motivo principal por el que se encontraba en dicho lugar en ese instante. Tenía que desahogarse con alguien. Necesitaba confesar su atroz comportamiento de hacía dos noches con un completo desconocido, del cual, y ésa era su mayor vergüenza, no sabía absolutamente nada. 


Ni siquiera podía recordar su rostro, ni su voz, ni nada de nada. ¡Ay, madre! Si no hablaba con Clara de lo ocurrido, y pronto, estaba convencida de que acabaría volviéndose loca, sobre todo si su reciente desgracia llegaba a trascender debido a inesperadas consecuencias. Se tocó el vientre con un leve movimiento para volver a juntar las manos sobre su regazo. ¿Y pensar que era ella quien reprendía constantemente a su amiga por su audaz comportamiento? 


Si su difunta madre pudiese verla en aquellas circunstancias, se volvería a morir del disgusto: con lo que sufrió la pobrecilla durante su vida de casada con el conde por la forma escandalosa en que se produjo aquel matrimonio. Las matronas de Londres nunca le habían dejado olvidar quién era y cómo había llegado a ser condesa. Y su hermano Ricardo… ¿cómo explicarle? Él nunca entendería…, era tan, tan estricto. ¿Qué pensaría de ella si llegara a enterarse? 


Pues lo normal, que era un caso perdido al igual que su madre. Se santiguó esperando que un milagro la rescatara de su penosa situación, pero al parecer no había milagro que reparase la virtud perdida.


Volvió a mirar impaciente la puerta por donde debería de haber aparecido Clara sin mucho éxito, y con cada minuto que transcurría su nerviosismo se hacía más evidente. 


Paula era consciente de que no había avisado de su inesperada visita, pero, estando como estaba todo Londres hablando del escándalo del burdel donde lord Julian Penfried descubrió a su esposa haciéndose pasar por una viuda, no imaginaba cómo ésta se había atrevido a salir de su casa. 


«¡Por favor, Clara, aparece de una vez!» Se quitó los guantes en un gesto desesperado, desatándose luego el enorme lazo del pequeño sombrero con adornos florales que se había puesto esa mañana, como si dicho adorno pudiese ocultar lo que había hecho hacía un par de noches. Los colocó cuidadosamente en el asiento contiguo al suyo y empezó a dar pequeños golpecitos con el pie en el suelo enmoquetado. Miró hacia el ventanal que daba al jardín interior de la enorme mansión, y se detuvo en la licorera. Tal era su estado de angustia que a punto estuvo de levantarse y empezar a beber directamente de la botella de Jerez que había captado su atención.


—Señorita Chaves.


El mismísimo esposo de Clara había entrado en la salita y le estaba dirigiendo la palabra. Paulaa se encogió al recordar que no lo veía desde aquella fatídica noche en que empezaron sus desgracias. ¿La habría reconocido en el burdel?


—Lord Penfried —«¿qué otra cosa podría decir?»—, estoy esperando a su esposa.


—Me han informado de ello —la miró como si esperara descubrir algo—, aunque siento decirle que ni yo mismo sé dónde se encuentra Clara. Deduzco que usted tampoco.


Se dijo mentalmente que, si supiera dónde se hallaba Clara, seguramente no estaría allí.


—Al parecer no puedo serle de gran ayuda. —Paulaa se ajustó las gafas sobre el puente de su pequeña nariz y lo miró con cara de disculpa—. Creo que será mejor que me marche —«Antes de que me reconozca como la acompañante de su mujer a lugares de mala reputación»—, dejaré mi visita para otra ocasión…


—¡Penfried!


No pudo acabar la frase porque fue interrumpida por la potente voz de un hombre que apareció ante ellos en la sala sin muchos miramientos.


—Acabo de ver a tu esposa tomando el té con una vieja amiga tuya.


—No me digas —replicó Julian con resignación—, ¿puedo saber de quién se trata esta vez?


—Créeme que no te va a gustar.


El hombre sonreía mientras se hacía de rogar y Paula lo reconoció como uno de los amigos de su hermano Ricardo, lord Alfonso. Lo había visto sólo una vez, pero no le gustaba porque, aparte de ser excepcionalmente guapo, irradiaba demasiada seguridad y miraba a las mujeres de forma exageradamente íntima; incluida a ella misma, quien no era precisamente una belleza. Además, la besó.


—Creo que será mejor que me marche —dijo como al descuido intentando salir de allí de una vez. A la desesperación que sentía por lo que había hecho y por las consecuencias que podían tener sus actos, ahora se sumaba la decepción de no poder confesarse con su amiga.


Ella sólo había querido un hombro sobre el que sollozar. 


Tenía que salir de allí y llorar a moco tendido en algún lugar donde nadie pudiese reconocerla. Estaba segura de que era eso lo que necesitaba, así podría relajarse un poco; relajarse y ver las cosas con perspectiva.


—Señorita Chaves—la saludó Pedro, quien se había percatado en todo momento de su presencia, pero estaba intentando disimular la ilusión que le causó el verla tan pronto después de la cena de la noche anterior.


Ésta le devolvió el saludo con la cabeza sin mucha alegría. 


«Si no me dirige la palabra, ¡mejor!»


—Dime de una vez con quién estaba mi mujer.


Pedro tornó su mirada a Julian con pocas ganas.


—Con Emilia —dijo simplemente.


Al escuchar ese nombre,Paula ahogó un gritito y Julian la miró con reconocimiento. En todo ese tiempo el hombre había sospechado quién podría ser la otra compañera de aventuras de Clara, pero se había negado a creer que una joven soltera y comprometida fuera capaz de aquello, de comportarse como una aventurera. De su esposa se lo esperaba todo, pero… ¿esa pobre tonta que se ponía a tartamudear cuando él levantaba la voz se había atrevido a ir a un burdel y presenciar lo que presenció?


—Ya está otra vez —dijo apartando su mirada de ella—. Acompáñame, Alfonso, esto te resultará divertido.


—¿Debo hacerlo? —Él no quería marcharse, deseaba estar un momento a solas con aquella muchacha que le debía una explicación.


—Insisto.


—No sé en qué puedo serte de ayuda.


—Puedes evitar que cometa un asesinato.


Alfonso sonrió y asintió de mala gana.


—Señorita —se despidió de Paula siguiendo a un Julian con cara de querer estrangular a alguien. Pedro necesitaba hablar con esa chica y no parecía encontrar ni el lugar ni el momento.


Paula se quedó de nuevo sola en aquella sala y por fin pudo soltar el aire que estaba conteniendo. ¿De verdad se había atrevido Clara a ir a tomar el té con la dueña de la casa de citas donde las encontró su marido? Se acercó a la licorera, tomó la botella y bebió a morro, atragantándose con ello. 


Tenía que marcharse de allí porque estallaría en lágrimas de un instante a otro, y todo por no tener con quién hablar. Se apresuró a colocarse el pequeño sombrero sobre la cabeza y, al cabo de pocos segundos, se encontró lista para irse. 


Sin embargo, antes de salir se quedó mirando la botella de Jerez, y tomó una decisión. Necesitaba esa botella para ahogar sus pesares en el alcohol. Se quitó su pequeño chal, envolvió la botella con él y salió como alma que lleva el diablo de la enorme casa, mientras un asombrado mayordomo era testigo de su pequeño hurto.



****


Pedro volvió a redactar la carta de nuevo. No le gustaba tener que responder a dicha misiva, pero era necesario. 


Tenía que dejar clara su posición de una vez por todas. No se iba a dejar amedrentar con vagas amenazas que nunca se habían visto materializadas. Desde pequeño sus abuelos temieron por su vida: siempre custodiado y observado, con la sensación de ser perseguido; por ese motivo tomó las riendas de su existencia apenas alcanzó la mayoría de edad y… se descarriló un poco. Tenía que demostrar que nada lo amenazaba, que moriría cuando le llegara su hora, como cualquier persona, pero no porque quisieran asesinarlo. Por eso trabajó, a pesar de las quejas y reproches de su abuelo, en el consulado que tenía su país en Rusia, en los muelles, emprendiendo negocios junto a Penfried, quien se había convertido en uno de sus mejores amigos, junto con Ricardo, conde de Hastings, y hermano de aquella extraña muchacha que llenaba sus pensamientos por las noches: Paula Chaves.


Suspiró apesadumbrado.


Por mucho que repitiera su nombre no se la imaginaba como la noche en que le fue presentada en casa de Hastings. Si casi le da un infarto a causa de la impresión. Ya se veía metido en un problema con el conde en defensa del honor de la mujer en cuanto ésta abriera el pico. Ricardo exigiría una reparación honorable y él no podría dársela, puesto que ya estaba prometido, y que se mantuviera su compromiso era de vital importancia para su misión. Pensó en Paula como en la hermana pequeña del conde. Bueno, la hermana precisamente no, mejor dicho su hermanastra, pero por quien éste sentía un especial cariño. Todos sabían del escándalo que iba asociado al apellido Hastings debido a las acciones del padre del actual conde y de la madre de Paula. Los rumores decían que el hombre era el amante de la señora Chaves y que su marido, Frederic, los sorprendió en uno de sus interludios amorosos, por lo que retó al amante de su esposa a un duelo del que no salió con vida. Un par de meses después, la viuda se casaba con quien había sido su amante, provocando uno de los mayores escándalos que se conocían en los últimos diez años. Aparte del protagonizado por su amigo Julian y su esposa, claro.


Pensó en Paula.


Estaba un poco intrigado con la chica. Se dirigía a ella mentalmente por su nombre porque, después de haber gozado con ella los placeres de la carne, ¡y cómo los había gozado!, no podía llamarla señorita Chaves.


Cuando Hastings se la presentó aquella noche, él esperó algún tipo de reacción en la muchacha. Sin embargo, actuó como si no se conocieran, y Pedro pensó que era porque había muchas personas presentes a su alrededor, por lo que decidió buscar un lugar donde estar a solas, pensando en ella, en encontrársela sin que nadie fuese testigo de ello, y, cuando lo consiguió, gracias al azar, tampoco resultó. Volvió a tratarlo con indiferencia e incluso con fastidio. Incluso lo golpeó.


Y eso lo descolocó.


¿Por qué actuaba de aquella forma tan desinteresada? 


Después de todo, había sido su primer amante y, de no haber sido la hermana de Hastings, lo hubiera seguido siendo por un largo período de tiempo, él se hubiera encargado de convencerla. Pero la joven Paula actuaba como lo hacían la mayoría de las jóvenes damas casaderas, con recato, obediencia y sosería, pulcramente peinada y arreglada, siguiendo al pie de la letra las reglas de comportamiento que marcaba la sociedad, con la diferencia de que, al estar prometida, como descubrió esa misma noche, no iba a la caza de un marido.


Aunque sí a la caza de aventuras.


Y eso no le gustó.


No le gustaban las hipocresías.


Por lo que decidió que no le gustaba la chica: primero, porque podía verse envuelto en un escándalo si se llegaba a descubrir que la había desflorado en la propia casa de su tío y, segundo, porque a él le fastidiaba que lo ignorasen. 


Además, no parecía la misma persona que le resultó tan atractiva la noche pasada.


Demasiado fría e indiferente.


No, no le gustaba, nada en absoluto.







miércoles, 3 de febrero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO 10






Paula entró sigilosamente en la biblioteca. Había visto a Marianne dirigirse hacia allí minutos antes, por lo que la siguió en cuanto pudo deshacerse de lady Talbot, a quien Ricardo se empeñaba en invitar a sus reuniones pensando que la hija de ésta sería una buena influencia para ella. Si supiera lo malvadas que eran ambas mujeres, agradecería su amistad con Clara, quien era un corderito en comparación con aquellas víboras; pero, claro, su hermano nunca lo admitiría. Cerró la puerta con cuidado de no hacer ruido y llamar la atención de alguien: lo que tenía que contarle a la otra no podía prestarse a oídos indiscretos, menos aún estando sueltas las Talbot por su casa.


Se percató de que la estancia estaba demasiado oscura y eso le extrañó teniendo en cuenta que su tía estaba allí; Marianne tendría que haber encendido alguna vela o algo con lo que alumbrarse, ni siquiera ella con sus lentes veía bien en medio de esa oscuridad. Pues al parecer no lo había hecho, se dijo, por lo que debería hacerlo ella misma si quería encontrarla. No obstante, cuando se disponía a ello, oyó unos susurros y se detuvo en seco antes de ser descubierta, permaneciendo quieta en la oscuridad.


Había alguien allí con su tía: un hombre, de eso estaba segura. Y lo estaba mucho más de que no era su tío Rodolfo, porque vio cómo éste entraba en la sala de juegos, para apostar. Giró la cabeza para intentar ver algo en la dirección de aquel leve sonido y, gracias a que las cortinas de la enorme ventana de la biblioteca estaban descorridas, vio la silueta masculina que abrazaba a la mujer, una silueta que le resultó familiar pero a la que no consiguió poner un nombre. Se rascó la cabeza sin saber qué hacer. La luz de la luna proyectaba leves destellos sobre la pareja, remarcándola, pero aun así no podía ver el rostro del acompañante de Marianne.


Paula comprendió que aquello era una cita de amantes, y que ella no debería estar allí presenciándolo porque, al hacerlo, se convertía en cómplice de aquel adulterio. 


Resultaba algo violento presenciar aquella escena, porque ella siempre había creído que su tío era el amoral de la familia. Al parecer, se dijo decepcionada, había más indecentes aparte de Rodolfo y ella misma. Se detuvo sin saber hacia dónde dirigirse. ¿Qué debía hacer? ¿Marcharse y provocar que se dieran cuenta de su presencia? Consideró que, si se movía y hacía algún ruido, los amantes podrían descubrirla y el bochorno de su tía resultaría horrible, y tampoco quería que ésta sufriera de ninguna forma, por muy malo que fuera su comportamiento. Si a ella la hubiesen interrumpido la noche anterior en plena exhibición, se hubiese muerto de la vergüenza.


Decidió esconderse hasta que estos se marcharan, por lo que intentó pegarse a la librería para que no pudiesen ver su silueta entre las sombras. Fue en ese instante cuando alguien la atrajo hacia su cuerpo, haciéndola desaparecer entre los estantes que allí había. Se sorprendió tanto que le costó trabajo reaccionar, incluso hablar. Sin embargo, pudo notar que se trataba de un hombre, un hombre joven y fuerte, y se giró para hacerle frente, temerosa de lo que pudiera encontrarse.


Otra cita a ciegas, ni hablar.


—¿Qué cree que está haciendo? —preguntó asustada en voz tan baja que apenas se oyó.


—Chis. –Él le ordenó que se mantuviera en silencio.


—Suélteme. —Se enfadó cuando reconoció a su asaltante, pero en realidad fue temor al ser consciente de que el hombre la atraía.


—Cállese, si no quiere que su hermano y su tía nos descubran espiándolos.


—¿Qué insinúa? ¡Hombre odioso!


—Sólo declaro un hecho.


—Se equivoca.


—¿Eso cree? —le preguntó en un tono que no daba lugar a dudas.


Alfonso no sabía que ella desconocía la identidad del hombre con el que la otra estaba manteniendo una cita clandestina, pero se percató en seguida, en cuanto vio la escandalizada reacción de la mujer.


—¡Ooohhh! —exclamó Paula sorprendida.


—¡Diablos, cállese!


Él deseó hacerla callar mediante un profundo beso, uno como el que le dio cuando se despidió de ella para ir a buscar su carruaje la noche anterior. Después de todo, había estado actuando como si no se conocieran desde el mismo momento en que se encontraron, más aún, en el transcurso de la dichosa cena lo ignoró por completo; no le dedicó ni una sola mirada, y él actuó como un tonto, pues estuvo pendiente de cada gesto que hacía, embelesado observándola, excitado sin poder evitarlo. Seguramente no pensaba contarle a nadie lo de su encuentro amoroso y, aunque él lo temió al principio, ahora lo molestaba tanta indiferencia. Por favor, ¿tan malo había sido?


—¿Se trata de mi hermano, de Ricardo? —le preguntó estupefacta, haciéndolo volver a la realidad—. Ellos dos…


—No sabía que era él, por lo que veo.


—No.


Negó con la cabeza, un poco aturdida por la información. 


Entretanto, el hombre hacía verdaderos esfuerzos por mantener las manos donde estaban y no abalanzarse sobre ella.


—Es usted lord Alfonso. —Paula necesitó decirle que lo había reconocido para que no se pasara de listo; ese hombre la hacía sentir incómoda, y también algo más, algo que no quería sentir, pero no pensaba admitirlo. De ninguna manera—. ¿Qué hace aquí?


La condena en su voz era demasiado evidente.


—Lo mismo que usted.


¡Vaya con el caballero! No esperaba esa respuesta, sino una excusa.


—Se equivoca —lo corrigió enfadada pero sin alzar la voz—, yo no ando espiando a los demás.


—¿No? —repuso con ironía.


—No.


—Pues tiene una forma bastante peculiar de no hacerlo. —Esa muchacha lo estaba llamando metomentodo y no le gustó, nada en absoluto, pero menos aún su indiferencia mientras que él ardía por tocarla de nuevo. Además, él no era ningún chismoso. Había sido accidental: cuando la parejita entró en la biblioteca, él ya estaba allí, pensando en la situación en la cual se hallaba con la hermana del conde. 


Con ella misma.


—Ha sido un… accidente —necesitaba explicarle—, yo... yo había venido a hablar con mi tía de un asunto privado.


—Un asunto privado —repitió Pedro atragantándose.


¿Le contaría a la otra lo de su affaire? Finalmente alguna vez acabaría contándoselo a alguien, ¿no? Después de todo, era una mujer, y las mujeres no sabían guardar un secreto. Pero ésta era diferente, era… peculiar. Y muy ardiente. Y eso lo enfebrecía.


—Sí, y a usted no le importa —le dijo con fastidio al comprender que él estaba interesado en conocer de sus asuntos—, nosotros no nos conocemos de nada.


—Desde luego, ¡qué descarada eres! —masculló indignado. 


Seguía en sus trece de ignorarlo, y eso lo sacaba de quicio. 


Lo ponía furioso.


—Descarada, ¿yo? Usted no está bien de la cabeza, lord Alfonso.


Pedro hubiese sido capaz de cometer una locura movido por la rabia y el deseo si, en ese preciso instante, la otra pareja que ocupaba la estancia junto con ellos no se hubiese dirigido hacia la puerta de la biblioteca, despidiéndose con un apasionado beso antes de salir: primero Ricardo y luego Marianne, mientras Paula aún no era capaz de dar crédito a lo que veían sus ojos. «¡Ay, Dios santo!», pensó, toda su familia andaba descarriada. «Sí —se dijo nuevamente—, pero tú eres la peor de todos, la más perversa.» Ellos, al menos, sabían con quién mantenían su idilio, mientras que ella, no. Continuamente se recriminaba el no haberse preocupado por conocer la identidad del hombre con el que mantuvo aquel apasionado encuentro, por lo que tenía que hablar con su tía, o mejor, después de lo presenciado, con Clara, porque Marianne podría ir a contarle a su hermano su problema en un momento de debilidad, y eso sería lo último que necesitaba.


Se decidió por Clara. Ella la ayudaría, aunque lo más difícil de todo sería poder controlarla. Entretanto, Pedro mantenía una lucha interna. Intentaba dominar su deseo de tocarla nuevamente, de hacerla suya.


—Ven aquí ahora mismo —soltó el hombre con un juramento.


Ya no pudo más. Si no hacía algo ya, acabaría cometiendo una locura. La atrajo hacia él cogiéndola desprevenida, intentando obligarla a abrir la boca para recibir el beso que tenía decidido darle, metiéndole la lengua hasta lo más profundo. Si ella había creído que podía usarlo y olvidarlo, iba a demostrarle que no sería tan fácil, aunque fuese lo más conveniente para todos.


—Pero… —Ni siquiera pudo terminar la frase. Se vio interrumpida por la boca del hombre sobre la suya. Sin embargo, en vez de apartarlo cual dama ultrajada por su atrevimiento, se dejó besar, le permitió que la besara. «¡Ay, madre, cómo me derrito cada vez que un hombre me toca en la oscuridad!»


Pedro no se detuvo en un simple beso: la acercó hacia sí, colocando sus manos sobre las redondeadas nalgas de Paula, haciéndola estremecer cuando la apretó contra su masculinidad, henchida por la lujuria.


Y ella le devolvió el beso de forma audaz, atrevida, osada, curiosa. Y sintió una vez más esa humedad entre las piernas, ese palpitar en su lugar secreto, esa sensación de necesidad, de querer ser colmada por… «¡No puede ser, no puedo estar entregándome a cuanto hombre se me acerca!» 


Se dejó besar un poco más, pero no tardó en reaccionar cuando Pedro le cogió el vestido y empezó a subírselo a la vez que apretaba su falo contra la pelvis de ella, la cual se contraía de forma incontrolable y se pegaba a él. El hombre tenía un objetivo, que no era otro que hacerla claudicar, y que había estado a punto de conseguir, de no ser porque Paula lo apartó bruscamente dándole una patada en la espinilla para luego salir corriendo, asustada por la reacción de su propio cuerpo al leve contacto con el marqués. Se había encendido de nuevo. «¡Ay, madre!», exclamó decidida a dominar sus traicioneros sentidos. Esto no le podía estar pasando otra vez.


—¿Qué…? —protestó el hombre ante el inesperado ataque—. Maldita mujer —maldecía mientras intentaba calmar la quemazón de la espinilla provocada por el golpe: estaba completamente enfadado, y dolorido, por la patada y por el deseo insatisfecho.


Así que ahora se las daba de dama ultrajada. Pues muy bien, pensó, él no iba detrás de ninguna fémina, eran ellas las que lo perseguían. Además, no le gustaba, se dijo mientras se frotaba la parte de la canilla donde había recibido el fuerte golpe e intentaba poner en orden su cuerpo, que por lo visto parecía tener autonomía cuando ella estaba cerca. Nuevamente la señorita Chaves había dejado patente su desinterés por él.


—Pues muy bien, yo tampoco tengo interés en ella. No me gusta.



****


Paula salió de la biblioteca con el diablo metido en el cuerpo. 


Estaba asustada porque deseó aquel beso, y mucho más, 
había sentido la necesidad de mucho más, y eso sólo la hacía convencerse de que era una mala mujer, era perversa. 


¿Cómo podía un día desear con desesperación a un hombre que no conocía y, al siguiente, anhelar el beso de otro al que acababa de conocer? Además se sentía indignada por el hecho de que el marqués no le guardase un mínimo de respeto; él no la había tratado jamás, no se conocían de nada, y nunca antes se habían visto, por lo que no debería asumir que recibiría sus atenciones completamente dispuesta a ello. Y, por último, también estaba complacida: le agradaba saberse deseada por un hombre tan apuesto, y claro que no se arrepentía de ese sentimiento. Ni tampoco se sentía culpable. Y he ahí su dilema: que sabía que su forma de actuar era reprobable pero le importaba un pimiento.


Se paró en el largo corredor para arreglarse un poco el cabello antes de que alguien la viese. En su apresurada carrera se le habían desprendido algunas horquillas y su peinado estaba hecho un desastre, así que era mejor arreglarlo a responder preguntas incómodas. Y justo en ese momento, otro hombre pareció demostrar su interés en ella. 


Empezaba a pensar que se le notaba en la cara su mal comportamiento y atraía a los mujeriegos como las abejas a la miel.


—Querida sobrina.


Su tío Rodolfo estaba algo ebrio. Mejor dicho, muy ebrio.


—Tío —le dijo seria, y hasta la coronilla de aguantar atenciones masculinas.


—Te marchaste de mi casa en plena noche —le reprochó—, y yo tenía algunos planes para nosotros. —El hombre intentó agarrarla de la muñeca, pero ella fue más rápida, aunque tropezó en su intento de escabullirse. Siempre había sido algo torpe.


—Quería volver a casa, y Amalia fue muy amable al acompañarme. —Sabía que estaba mintiendo nuevamente. Al parecer se estaba convirtiendo en un hábito para ella—. Además, ya te dije que no quería conocer a tus amigos.


—¿Seguro? —le preguntó con mirada lasciva.


—Completamente.


—Pero, podrías haberme conocido a mí. —Su tono seductor a ella le pareció patético—. No puedes pretender que te trate como a una joven inocente teniendo en cuenta de dónde te saqué.


Paula sólo lo miró, no pronunció ni una palabra, ¿para qué? 


Él ya había sacado sus propias conclusiones con respecto a ella. Y si creía que era una perdida sólo por haberla encontrado en aquella casa, ni se imaginaba lo que llegaría a pensar si descubría que había perdido la virginidad en la mesa de su cocina con un desconocido.


—Fui a buscarte a tu dormitorio y me decepcioné al comprobar tu marcha.


Más bien se había enfadado al darse cuenta de que se le había escapado su presa; ni siquiera el potente afrodisíaco que le había mezclado con el agua la hizo quedarse y buscarlo. Tal vez quien se lo vendió lo había engañado.


Paula se ajustó las lentes, enfadada, sobre el puente de la nariz, y lo miró como hacía Clara cuando quería poner a alguien en su lugar. O al menos intentó imitarla.


—Creo que nosotros, como familia que somos, nos conocemos perfectamente. —No alzó la voz, nunca lo hacía—. Por cierto, esta mañana le dije a Nadia que le devolviera su abrigo, lo tomé prestado anoche para volver a casa, así que no creo que haya nada más que hablar de lo ocurrido, como acordamos.


Ante estas palabras, el hombre se puso blanco y su deseo se evaporó como por arte de magia. ¿Qué es lo que había dicho Paula? ¿Su abrigo? ¿Habían cogido su abrigo? ¡Por todos los demonios! Tenía que volver a casa de inmediato y ver si estaban en su sitio. La muy cretina se había llevado su abrigo. El hombre echó a correr ante sus palabras y ella pensó, por una vez, que se había mantenido firme, los demás la habían escuchado y acatado sus deseos.


«Muy bien hecho Paula, eres grande.»






INCONFESABLE: CAPITULO 9





Si lo hubiesen golpeado en ese instante, ni lo habría notado. 


¡Por todos los diablos! Maldijo entre dientes una y todas las veces que consideró necesarias. ¿Cómo que esa joven era la hermana de Chaves? ¿Se había acostado con la hermana pequeña del conde? ¿De su reciente amigo? 


Pensó que, de haber sido una mujer, se habría desmayado allí mismo y ni las sales habrían podido reanimarlo. ¿Era posible tener tan mala suerte? Sin poder evitarlo, recordó la trampa en la que se vio envuelto Penfried y que lo llevó al altar de la mano de lady Clara Stanton.


Y empezó a sudar.


¿Lo habría invitado Ricardo para hablar sobre el honor mancillado de su hermana y obligarlo a desposarla? Desde luego era la misma muchacha, de eso no tenía dudas, aunque su actitud en aquel momento, allí de pie, junto al hombre, recibiendo a los invitados de su hermano, era la de una verdadera dama educada bajo los estrictos dictados que marcaba la sociedad: es decir, sosa y aburrida. Nadie hubiera dicho que era la misma chica desatada de la noche anterior, que se tocaba y gemía buscando su propio placer, y que lo había hecho conducirse movido por la pasión. Tenía lógica que la joven estuviese en casa de Rodolfo; después de todo, era su sobrina. «Y la mujer por la que has pasado una noche en vela pensando en cómo encontrarla para volver a poseerla.»


Recordó la invitación que le hizo Chaves, cuyo motivo, según éste, no era otro que el de que su tío también acudiría esa noche; así él podría intentar averiguar algo sobre los dichosos documentos. Debía creer que no había una razón oculta, Ricardo no era hombre de intrigas. Intentó convencerse de ello, una y otra vez; sin embargo, cuándo se trataba de restaurar el honor de una hermana… Sólo esperaba que no fuera eso. Por el bien de todos.


Volviendo su atención a Paula Chaves, la estudió con más atención. ¿Así que de ese modo era cómo se llamaba la mujer que le había quitado el sueño? Intentó que no fuese demasiado evidente su interés por ella para evitar preguntas indiscretas, y rezó por conseguirlo, porque se sentía atraído hacia ella como por un imán. Por lo visto usaba lentes, horribles por cierto, aunque no desmejoraban su aspecto. No es que fuese poseedora de una gran belleza, pero era atractiva y, si le soltaba el aterciopelado cabello de fuego sobre la piel de porcelana, que irónicamente carecía de las típicas pecas de las pelirrojas, podía considerarla hermosa. 


Al menos a él se lo pareció la noche anterior, y no iba bebido. Y se lo pareció en aquel momento cuando tuvo que hacer un gran esfuerzo por evitar que su miembro tomara la iniciativa de sus actos. «Tranquilo.» Respiró hondo.


Se estiró los puños en un gesto nervioso cuando le llegó el turno de saludar a los anfitriones. Nunca había sido un cobarde y no iba a achantarse en ese preciso instante por culpa de una jovencita perversa y de mal comportamiento. Y que le había robado la cordura.


—¡Hombre, Alfonso! —lo saludó Ricardo, mientras la mujer que se le escapó de entre los dedos la noche anterior lo miraba como si fuera la primera vez que lo veía—. Permíteme que te presente a mi hermana Paula, creo que ya te he hablado de ella.


—Señorita. –Tomó su mano y se la llevó a los labios, pero no la tocó, no se atrevía.


Pedro actuó mecánicamente saludando de manera cortés a ambos hermanos. Esperaba que de un momento a otro lo instaran a hablar en privado para obligarlo a acceder a llevar a la joven al altar, o acudir en armas al amanecer. Para su consternación, sólo tenía una opción, la segunda, puesto que el matrimonio estaba descartado. Totalmente. Esperó a ver qué hacía ella antes de meter la pata de alguna forma, con la vaga esperanza de que la joven no lo delatara; sin embargo, estaba convencido de que no sería así, por lo que empezó a contar mentalmente cuánto tardaría en hacerse la dama ultrajada y exigir una reparación.


«Un, dos, tres, cuatro, cinco…»


Pedro —Chaves parecía preocupado—, ¿te ocurre algo? Pareces a punto de desmayarte.


«…seis, siete, ocho, nueve…» Estaba seguro de que iba a hacerlo.


—Señor —le dijo ella intrigada mientras le colocaba de forma inocente una mano sobre el antebrazo, provocando que Pedro tuviese la sensación de haberse quemado—, ¿se encuentra bien? Si quiere puedo acompañarlo al salón privado para que se recupere un poco y, más tarde, cuando se encuentre repuesto, pueda incorporarse a la cena.


Pues se quedaría en nueve.


La muy zángana era la viva imagen de la hipocresía, actuaba como si se viesen por primera vez; como si la noche anterior, mejor dicho, como si hacía menos de veinticuatro horas, no se hubiese abierto de piernas para él.


Mostraba una preocupación sincera por su salud, fingiendo desconocer el motivo de su tensión; no obstante, retiró la mano inmediatamente de su cuerpo, y Pedro se reconfortó pensando que ella también lo había sentido.


—Perfectamente —dijo recuperándose del shock—, sólo estoy un poco cansado. Anoche me acosté muy tarde esperando a alguien.


Al decir esto último, la miró, esperando ver algún tipo de reacción en ella, tal vez una mirada cómplice, un sonrojo, algo. Nada. Lo miraba directamente, sin un ápice de pudor o vergüenza, con cara de preocupación, pero no por ella, sino por él.


—Debes cuidarte más, Alfonso —sugirió el otro hombre haciéndole un guiño, extrañado por su comportamiento—. Ahora, si nos disculpas, tenemos que continuar dando la bienvenida a los demás invitados.


—Por supuesto, lo siento.


Chaves lo había amonestado discretamente, no en vano se había quedado parado junto a ellos, obstaculizando al resto de los invitados que iban llegando, sin querer marcharse de allí hasta que ella dijera algo, una seña para que se vieran más tarde, un gesto íntimo, ¿qué sabía él? Sólo era consciente de que tenían una conversación pendiente.


—No hace falta que se excuse, lord Alfonso—le dijo ella con una sonrisa sincera—, pero debería tomar algo de beber, parece descompuesto.


—¿Lo considera necesario?


—Desde luego.


—Tendré que seguir sus indicaciones, señorita.


—Sería recomendable.


Pedro la hubiese estrangulado allí mismo. ¿Se podía ser más descarada? Decididamente, no. La joven Paula Chaves, el modelo de rectitud y buen comportamiento del que Ricardo alardeaba, era pura fachada. O, expresado de otra forma, era todo un modelo a seguir en lo que a hipocresía se refería. «Y en mujer apasionada», pensó con pesar.


—Creo que seguiré su consejo.


Ella se limitó a asentir con la cabeza para volverse a saludar a otra persona, olvidándose por completo de él mientras su hermano hacía lo propio, así que se vio obligado a alejarse y esperar que la noche transcurriese según los planes de aquella jovencita. ¿Se estaría burlando de él? En realidad tenía que estar agradecido de que ella hubiese actuado con tanta indiferencia, como si no lo conociese, mejor eso a que hiciera una escena, ¿no? «Pues la verdad es que no le agradezco nada», murmuró por lo bajo, consciente de que ésa iba a ser una noche muy larga.


Paula, por su parte, estaba tan metida en sus propios problemas que no prestó mucha atención al marqués que le había presentado su hermano. ¿Lord Alfonso había dicho que era? Pudiera ser. El hombre parecía verdaderamente consternado cuando lo saludaron, y ella hasta llegó a preocuparse de que sufriera un vahído y acabara estampado contra el suelo. Sin embargo, éste pareció rechazar su ayuda cuando se la ofreció, incluso percibió el respingo del hombre cuando lo tocó y, aunque ella se sintió por un momento extasiada al tocar ese brazo masculino, retiró en seguida su mano para evitar ser asaltada de nuevo por su excesiva lujuria. Paula hubiese jurado que más que enfermo parecía asustado por algo, o tal vez no, bueno, qué más daba, seguramente estaría verdaderamente enfermo y su imaginación volvía a apoderarse de ella. Aunque en realidad no lo parecía, pensó volviendo a él; es más, era tan alto y parecía tan fuerte que dudaba de que alguna vez pudiera adolecer de ningún mal. Y ese extraño acento tan marcado… más tarde indagaría sobre el hombre, como solía hacer cuando conocía a alguien. Clara o Marianne se encargarían de contarle cualquier cotilleo que se cerniera sobre éste o su familia, ellas siempre estaban al tanto de todo. Y había sentido curiosidad.


Lo que sí apreció en él fue su exagerada apostura, demasiado guapo para la tranquilidad de ninguna mujer. 


Mucho menos la suya, que ya había dado muestras de su debilidad en lo que a temas sensuales concernía. 


Afortunadamente lord Alfonso era rubio y ella estaba segura de que su amante era moreno, como el hombre tras el cristal. Había decidido que le gustaban los morenos, y esperaba que su impudicia pudiera dirigirse exclusivamente a los hombres que le gustaban y no al sexo masculino en general. Aunque, claro, con Pedro cualquiera haría una excepción. Se compadeció de la pobre que cayera prendida en sus redes. Estaba segura de que ésta lo pasaría verdaderamente mal porque, por su forma de mirarla, decidió que se trataba de un mujeriego. ¿Quién, si no, osaría repasar su cuerpo y sus rasgos con tanta impertinencia que un hombre de ese calibre? Paula sintió cómo la desnudó con la mirada, incluso se sintió un poco enardecida. 


Afortunadamente el hombre rechazó su ayuda de acompañarlo a un lugar apartado para que descansara y eso era bueno para ella, quien no sabía qué haría cuando volviese a estar a solas con algún hombre. Menos mal que Richard no pareció darse cuenta de la tensión que pareció aflorar entre ellos o Dios sabe qué podría haber ocurrido; su hermano no era amigo de que los caballeros se tomasen libertades en su casa, mucho menos con las mujeres de su familia. Seguramente ella se percató de la mirada íntima que le dirigió Alfonso porque, al convertirse en una mala mujer, esas cosas no le pasarían desapercibidas a partir de la noche pasada.


Sacudió la cabeza intentando desechar esos pensamientos y se encogió de hombros con un gesto de impotencia. No podía hacer nada al respecto.


Dejando de lado la impresión que le había causado lord Alfonso, volvió a pensar en su complicada situación, y decidió que tendría que buscar ayuda cuanto antes, ya que no era tan boba como para no darse cuenta de que su inconsciencia e incontrolado comportamiento podría tener alguna consecuencia inesperada. Afortunadamente su tía ya estaba allí y podría ayudarla a encontrar alguna salida. Se confesaría con Marianne, lo haría esa misma noche, después de la cena, cuando los invitados se retiraran a la sala de juegos o al salón de baile. Ella la ayudaría, Marianne siempre lo había hecho y no le fallaría en ese momento tan importante de su vida. Mientras tanto, sólo debía aguantar el tiempo que durase aquella incómoda cena, y ya se veía contando los segundos para poder estar a solas con su tía y desahogarse.