Estaba sentada muy erguida en la pequeña salita de estar de casa del duque de Rosewood en la ciudad, abuelo de la reciente lady Penfried, futura condesa de Strafford, quien por cierto no dejaba pasar un solo día sin conseguir ser el objeto de chismorreo de la buena sociedad, y que era su mejor amiga. Es más, ella creía fervientemente que, aparte de su tía Marianne, Clara era su única amiga. Podría decirse que era aquel el motivo principal por el que se encontraba en dicho lugar en ese instante. Tenía que desahogarse con alguien. Necesitaba confesar su atroz comportamiento de hacía dos noches con un completo desconocido, del cual, y ésa era su mayor vergüenza, no sabía absolutamente nada.
Ni siquiera podía recordar su rostro, ni su voz, ni nada de nada. ¡Ay, madre! Si no hablaba con Clara de lo ocurrido, y pronto, estaba convencida de que acabaría volviéndose loca, sobre todo si su reciente desgracia llegaba a trascender debido a inesperadas consecuencias. Se tocó el vientre con un leve movimiento para volver a juntar las manos sobre su regazo. ¿Y pensar que era ella quien reprendía constantemente a su amiga por su audaz comportamiento?
Si su difunta madre pudiese verla en aquellas circunstancias, se volvería a morir del disgusto: con lo que sufrió la pobrecilla durante su vida de casada con el conde por la forma escandalosa en que se produjo aquel matrimonio. Las matronas de Londres nunca le habían dejado olvidar quién era y cómo había llegado a ser condesa. Y su hermano Ricardo… ¿cómo explicarle? Él nunca entendería…, era tan, tan estricto. ¿Qué pensaría de ella si llegara a enterarse?
Pues lo normal, que era un caso perdido al igual que su madre. Se santiguó esperando que un milagro la rescatara de su penosa situación, pero al parecer no había milagro que reparase la virtud perdida.
Volvió a mirar impaciente la puerta por donde debería de haber aparecido Clara sin mucho éxito, y con cada minuto que transcurría su nerviosismo se hacía más evidente.
Paula era consciente de que no había avisado de su inesperada visita, pero, estando como estaba todo Londres hablando del escándalo del burdel donde lord Julian Penfried descubrió a su esposa haciéndose pasar por una viuda, no imaginaba cómo ésta se había atrevido a salir de su casa.
«¡Por favor, Clara, aparece de una vez!» Se quitó los guantes en un gesto desesperado, desatándose luego el enorme lazo del pequeño sombrero con adornos florales que se había puesto esa mañana, como si dicho adorno pudiese ocultar lo que había hecho hacía un par de noches. Los colocó cuidadosamente en el asiento contiguo al suyo y empezó a dar pequeños golpecitos con el pie en el suelo enmoquetado. Miró hacia el ventanal que daba al jardín interior de la enorme mansión, y se detuvo en la licorera. Tal era su estado de angustia que a punto estuvo de levantarse y empezar a beber directamente de la botella de Jerez que había captado su atención.
—Señorita Chaves.
El mismísimo esposo de Clara había entrado en la salita y le estaba dirigiendo la palabra. Paulaa se encogió al recordar que no lo veía desde aquella fatídica noche en que empezaron sus desgracias. ¿La habría reconocido en el burdel?
—Lord Penfried —«¿qué otra cosa podría decir?»—, estoy esperando a su esposa.
—Me han informado de ello —la miró como si esperara descubrir algo—, aunque siento decirle que ni yo mismo sé dónde se encuentra Clara. Deduzco que usted tampoco.
Se dijo mentalmente que, si supiera dónde se hallaba Clara, seguramente no estaría allí.
—Al parecer no puedo serle de gran ayuda. —Paulaa se ajustó las gafas sobre el puente de su pequeña nariz y lo miró con cara de disculpa—. Creo que será mejor que me marche —«Antes de que me reconozca como la acompañante de su mujer a lugares de mala reputación»—, dejaré mi visita para otra ocasión…
—¡Penfried!
No pudo acabar la frase porque fue interrumpida por la potente voz de un hombre que apareció ante ellos en la sala sin muchos miramientos.
—Acabo de ver a tu esposa tomando el té con una vieja amiga tuya.
—No me digas —replicó Julian con resignación—, ¿puedo saber de quién se trata esta vez?
—Créeme que no te va a gustar.
El hombre sonreía mientras se hacía de rogar y Paula lo reconoció como uno de los amigos de su hermano Ricardo, lord Alfonso. Lo había visto sólo una vez, pero no le gustaba porque, aparte de ser excepcionalmente guapo, irradiaba demasiada seguridad y miraba a las mujeres de forma exageradamente íntima; incluida a ella misma, quien no era precisamente una belleza. Además, la besó.
—Creo que será mejor que me marche —dijo como al descuido intentando salir de allí de una vez. A la desesperación que sentía por lo que había hecho y por las consecuencias que podían tener sus actos, ahora se sumaba la decepción de no poder confesarse con su amiga.
Ella sólo había querido un hombro sobre el que sollozar.
Tenía que salir de allí y llorar a moco tendido en algún lugar donde nadie pudiese reconocerla. Estaba segura de que era eso lo que necesitaba, así podría relajarse un poco; relajarse y ver las cosas con perspectiva.
—Señorita Chaves—la saludó Pedro, quien se había percatado en todo momento de su presencia, pero estaba intentando disimular la ilusión que le causó el verla tan pronto después de la cena de la noche anterior.
Ésta le devolvió el saludo con la cabeza sin mucha alegría.
«Si no me dirige la palabra, ¡mejor!»
—Dime de una vez con quién estaba mi mujer.
Pedro tornó su mirada a Julian con pocas ganas.
—Con Emilia —dijo simplemente.
Al escuchar ese nombre,Paula ahogó un gritito y Julian la miró con reconocimiento. En todo ese tiempo el hombre había sospechado quién podría ser la otra compañera de aventuras de Clara, pero se había negado a creer que una joven soltera y comprometida fuera capaz de aquello, de comportarse como una aventurera. De su esposa se lo esperaba todo, pero… ¿esa pobre tonta que se ponía a tartamudear cuando él levantaba la voz se había atrevido a ir a un burdel y presenciar lo que presenció?
—Ya está otra vez —dijo apartando su mirada de ella—. Acompáñame, Alfonso, esto te resultará divertido.
—¿Debo hacerlo? —Él no quería marcharse, deseaba estar un momento a solas con aquella muchacha que le debía una explicación.
—Insisto.
—No sé en qué puedo serte de ayuda.
—Puedes evitar que cometa un asesinato.
Alfonso sonrió y asintió de mala gana.
—Señorita —se despidió de Paula siguiendo a un Julian con cara de querer estrangular a alguien. Pedro necesitaba hablar con esa chica y no parecía encontrar ni el lugar ni el momento.
Paula se quedó de nuevo sola en aquella sala y por fin pudo soltar el aire que estaba conteniendo. ¿De verdad se había atrevido Clara a ir a tomar el té con la dueña de la casa de citas donde las encontró su marido? Se acercó a la licorera, tomó la botella y bebió a morro, atragantándose con ello.
Tenía que marcharse de allí porque estallaría en lágrimas de un instante a otro, y todo por no tener con quién hablar. Se apresuró a colocarse el pequeño sombrero sobre la cabeza y, al cabo de pocos segundos, se encontró lista para irse.
Sin embargo, antes de salir se quedó mirando la botella de Jerez, y tomó una decisión. Necesitaba esa botella para ahogar sus pesares en el alcohol. Se quitó su pequeño chal, envolvió la botella con él y salió como alma que lleva el diablo de la enorme casa, mientras un asombrado mayordomo era testigo de su pequeño hurto.
****
Pedro volvió a redactar la carta de nuevo. No le gustaba tener que responder a dicha misiva, pero era necesario.
Tenía que dejar clara su posición de una vez por todas. No se iba a dejar amedrentar con vagas amenazas que nunca se habían visto materializadas. Desde pequeño sus abuelos temieron por su vida: siempre custodiado y observado, con la sensación de ser perseguido; por ese motivo tomó las riendas de su existencia apenas alcanzó la mayoría de edad y… se descarriló un poco. Tenía que demostrar que nada lo amenazaba, que moriría cuando le llegara su hora, como cualquier persona, pero no porque quisieran asesinarlo. Por eso trabajó, a pesar de las quejas y reproches de su abuelo, en el consulado que tenía su país en Rusia, en los muelles, emprendiendo negocios junto a Penfried, quien se había convertido en uno de sus mejores amigos, junto con Ricardo, conde de Hastings, y hermano de aquella extraña muchacha que llenaba sus pensamientos por las noches: Paula Chaves.
Suspiró apesadumbrado.
Por mucho que repitiera su nombre no se la imaginaba como la noche en que le fue presentada en casa de Hastings. Si casi le da un infarto a causa de la impresión. Ya se veía metido en un problema con el conde en defensa del honor de la mujer en cuanto ésta abriera el pico. Ricardo exigiría una reparación honorable y él no podría dársela, puesto que ya estaba prometido, y que se mantuviera su compromiso era de vital importancia para su misión. Pensó en Paula como en la hermana pequeña del conde. Bueno, la hermana precisamente no, mejor dicho su hermanastra, pero por quien éste sentía un especial cariño. Todos sabían del escándalo que iba asociado al apellido Hastings debido a las acciones del padre del actual conde y de la madre de Paula. Los rumores decían que el hombre era el amante de la señora Chaves y que su marido, Frederic, los sorprendió en uno de sus interludios amorosos, por lo que retó al amante de su esposa a un duelo del que no salió con vida. Un par de meses después, la viuda se casaba con quien había sido su amante, provocando uno de los mayores escándalos que se conocían en los últimos diez años. Aparte del protagonizado por su amigo Julian y su esposa, claro.
Pensó en Paula.
Estaba un poco intrigado con la chica. Se dirigía a ella mentalmente por su nombre porque, después de haber gozado con ella los placeres de la carne, ¡y cómo los había gozado!, no podía llamarla señorita Chaves.
Cuando Hastings se la presentó aquella noche, él esperó algún tipo de reacción en la muchacha. Sin embargo, actuó como si no se conocieran, y Pedro pensó que era porque había muchas personas presentes a su alrededor, por lo que decidió buscar un lugar donde estar a solas, pensando en ella, en encontrársela sin que nadie fuese testigo de ello, y, cuando lo consiguió, gracias al azar, tampoco resultó. Volvió a tratarlo con indiferencia e incluso con fastidio. Incluso lo golpeó.
Y eso lo descolocó.
¿Por qué actuaba de aquella forma tan desinteresada?
Después de todo, había sido su primer amante y, de no haber sido la hermana de Hastings, lo hubiera seguido siendo por un largo período de tiempo, él se hubiera encargado de convencerla. Pero la joven Paula actuaba como lo hacían la mayoría de las jóvenes damas casaderas, con recato, obediencia y sosería, pulcramente peinada y arreglada, siguiendo al pie de la letra las reglas de comportamiento que marcaba la sociedad, con la diferencia de que, al estar prometida, como descubrió esa misma noche, no iba a la caza de un marido.
Aunque sí a la caza de aventuras.
Y eso no le gustó.
No le gustaban las hipocresías.
Por lo que decidió que no le gustaba la chica: primero, porque podía verse envuelto en un escándalo si se llegaba a descubrir que la había desflorado en la propia casa de su tío y, segundo, porque a él le fastidiaba que lo ignorasen.
Además, no parecía la misma persona que le resultó tan atractiva la noche pasada.
Demasiado fría e indiferente.
No, no le gustaba, nada en absoluto.
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