miércoles, 3 de febrero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO 10






Paula entró sigilosamente en la biblioteca. Había visto a Marianne dirigirse hacia allí minutos antes, por lo que la siguió en cuanto pudo deshacerse de lady Talbot, a quien Ricardo se empeñaba en invitar a sus reuniones pensando que la hija de ésta sería una buena influencia para ella. Si supiera lo malvadas que eran ambas mujeres, agradecería su amistad con Clara, quien era un corderito en comparación con aquellas víboras; pero, claro, su hermano nunca lo admitiría. Cerró la puerta con cuidado de no hacer ruido y llamar la atención de alguien: lo que tenía que contarle a la otra no podía prestarse a oídos indiscretos, menos aún estando sueltas las Talbot por su casa.


Se percató de que la estancia estaba demasiado oscura y eso le extrañó teniendo en cuenta que su tía estaba allí; Marianne tendría que haber encendido alguna vela o algo con lo que alumbrarse, ni siquiera ella con sus lentes veía bien en medio de esa oscuridad. Pues al parecer no lo había hecho, se dijo, por lo que debería hacerlo ella misma si quería encontrarla. No obstante, cuando se disponía a ello, oyó unos susurros y se detuvo en seco antes de ser descubierta, permaneciendo quieta en la oscuridad.


Había alguien allí con su tía: un hombre, de eso estaba segura. Y lo estaba mucho más de que no era su tío Rodolfo, porque vio cómo éste entraba en la sala de juegos, para apostar. Giró la cabeza para intentar ver algo en la dirección de aquel leve sonido y, gracias a que las cortinas de la enorme ventana de la biblioteca estaban descorridas, vio la silueta masculina que abrazaba a la mujer, una silueta que le resultó familiar pero a la que no consiguió poner un nombre. Se rascó la cabeza sin saber qué hacer. La luz de la luna proyectaba leves destellos sobre la pareja, remarcándola, pero aun así no podía ver el rostro del acompañante de Marianne.


Paula comprendió que aquello era una cita de amantes, y que ella no debería estar allí presenciándolo porque, al hacerlo, se convertía en cómplice de aquel adulterio. 


Resultaba algo violento presenciar aquella escena, porque ella siempre había creído que su tío era el amoral de la familia. Al parecer, se dijo decepcionada, había más indecentes aparte de Rodolfo y ella misma. Se detuvo sin saber hacia dónde dirigirse. ¿Qué debía hacer? ¿Marcharse y provocar que se dieran cuenta de su presencia? Consideró que, si se movía y hacía algún ruido, los amantes podrían descubrirla y el bochorno de su tía resultaría horrible, y tampoco quería que ésta sufriera de ninguna forma, por muy malo que fuera su comportamiento. Si a ella la hubiesen interrumpido la noche anterior en plena exhibición, se hubiese muerto de la vergüenza.


Decidió esconderse hasta que estos se marcharan, por lo que intentó pegarse a la librería para que no pudiesen ver su silueta entre las sombras. Fue en ese instante cuando alguien la atrajo hacia su cuerpo, haciéndola desaparecer entre los estantes que allí había. Se sorprendió tanto que le costó trabajo reaccionar, incluso hablar. Sin embargo, pudo notar que se trataba de un hombre, un hombre joven y fuerte, y se giró para hacerle frente, temerosa de lo que pudiera encontrarse.


Otra cita a ciegas, ni hablar.


—¿Qué cree que está haciendo? —preguntó asustada en voz tan baja que apenas se oyó.


—Chis. –Él le ordenó que se mantuviera en silencio.


—Suélteme. —Se enfadó cuando reconoció a su asaltante, pero en realidad fue temor al ser consciente de que el hombre la atraía.


—Cállese, si no quiere que su hermano y su tía nos descubran espiándolos.


—¿Qué insinúa? ¡Hombre odioso!


—Sólo declaro un hecho.


—Se equivoca.


—¿Eso cree? —le preguntó en un tono que no daba lugar a dudas.


Alfonso no sabía que ella desconocía la identidad del hombre con el que la otra estaba manteniendo una cita clandestina, pero se percató en seguida, en cuanto vio la escandalizada reacción de la mujer.


—¡Ooohhh! —exclamó Paula sorprendida.


—¡Diablos, cállese!


Él deseó hacerla callar mediante un profundo beso, uno como el que le dio cuando se despidió de ella para ir a buscar su carruaje la noche anterior. Después de todo, había estado actuando como si no se conocieran desde el mismo momento en que se encontraron, más aún, en el transcurso de la dichosa cena lo ignoró por completo; no le dedicó ni una sola mirada, y él actuó como un tonto, pues estuvo pendiente de cada gesto que hacía, embelesado observándola, excitado sin poder evitarlo. Seguramente no pensaba contarle a nadie lo de su encuentro amoroso y, aunque él lo temió al principio, ahora lo molestaba tanta indiferencia. Por favor, ¿tan malo había sido?


—¿Se trata de mi hermano, de Ricardo? —le preguntó estupefacta, haciéndolo volver a la realidad—. Ellos dos…


—No sabía que era él, por lo que veo.


—No.


Negó con la cabeza, un poco aturdida por la información. 


Entretanto, el hombre hacía verdaderos esfuerzos por mantener las manos donde estaban y no abalanzarse sobre ella.


—Es usted lord Alfonso. —Paula necesitó decirle que lo había reconocido para que no se pasara de listo; ese hombre la hacía sentir incómoda, y también algo más, algo que no quería sentir, pero no pensaba admitirlo. De ninguna manera—. ¿Qué hace aquí?


La condena en su voz era demasiado evidente.


—Lo mismo que usted.


¡Vaya con el caballero! No esperaba esa respuesta, sino una excusa.


—Se equivoca —lo corrigió enfadada pero sin alzar la voz—, yo no ando espiando a los demás.


—¿No? —repuso con ironía.


—No.


—Pues tiene una forma bastante peculiar de no hacerlo. —Esa muchacha lo estaba llamando metomentodo y no le gustó, nada en absoluto, pero menos aún su indiferencia mientras que él ardía por tocarla de nuevo. Además, él no era ningún chismoso. Había sido accidental: cuando la parejita entró en la biblioteca, él ya estaba allí, pensando en la situación en la cual se hallaba con la hermana del conde. 


Con ella misma.


—Ha sido un… accidente —necesitaba explicarle—, yo... yo había venido a hablar con mi tía de un asunto privado.


—Un asunto privado —repitió Pedro atragantándose.


¿Le contaría a la otra lo de su affaire? Finalmente alguna vez acabaría contándoselo a alguien, ¿no? Después de todo, era una mujer, y las mujeres no sabían guardar un secreto. Pero ésta era diferente, era… peculiar. Y muy ardiente. Y eso lo enfebrecía.


—Sí, y a usted no le importa —le dijo con fastidio al comprender que él estaba interesado en conocer de sus asuntos—, nosotros no nos conocemos de nada.


—Desde luego, ¡qué descarada eres! —masculló indignado. 


Seguía en sus trece de ignorarlo, y eso lo sacaba de quicio. 


Lo ponía furioso.


—Descarada, ¿yo? Usted no está bien de la cabeza, lord Alfonso.


Pedro hubiese sido capaz de cometer una locura movido por la rabia y el deseo si, en ese preciso instante, la otra pareja que ocupaba la estancia junto con ellos no se hubiese dirigido hacia la puerta de la biblioteca, despidiéndose con un apasionado beso antes de salir: primero Ricardo y luego Marianne, mientras Paula aún no era capaz de dar crédito a lo que veían sus ojos. «¡Ay, Dios santo!», pensó, toda su familia andaba descarriada. «Sí —se dijo nuevamente—, pero tú eres la peor de todos, la más perversa.» Ellos, al menos, sabían con quién mantenían su idilio, mientras que ella, no. Continuamente se recriminaba el no haberse preocupado por conocer la identidad del hombre con el que mantuvo aquel apasionado encuentro, por lo que tenía que hablar con su tía, o mejor, después de lo presenciado, con Clara, porque Marianne podría ir a contarle a su hermano su problema en un momento de debilidad, y eso sería lo último que necesitaba.


Se decidió por Clara. Ella la ayudaría, aunque lo más difícil de todo sería poder controlarla. Entretanto, Pedro mantenía una lucha interna. Intentaba dominar su deseo de tocarla nuevamente, de hacerla suya.


—Ven aquí ahora mismo —soltó el hombre con un juramento.


Ya no pudo más. Si no hacía algo ya, acabaría cometiendo una locura. La atrajo hacia él cogiéndola desprevenida, intentando obligarla a abrir la boca para recibir el beso que tenía decidido darle, metiéndole la lengua hasta lo más profundo. Si ella había creído que podía usarlo y olvidarlo, iba a demostrarle que no sería tan fácil, aunque fuese lo más conveniente para todos.


—Pero… —Ni siquiera pudo terminar la frase. Se vio interrumpida por la boca del hombre sobre la suya. Sin embargo, en vez de apartarlo cual dama ultrajada por su atrevimiento, se dejó besar, le permitió que la besara. «¡Ay, madre, cómo me derrito cada vez que un hombre me toca en la oscuridad!»


Pedro no se detuvo en un simple beso: la acercó hacia sí, colocando sus manos sobre las redondeadas nalgas de Paula, haciéndola estremecer cuando la apretó contra su masculinidad, henchida por la lujuria.


Y ella le devolvió el beso de forma audaz, atrevida, osada, curiosa. Y sintió una vez más esa humedad entre las piernas, ese palpitar en su lugar secreto, esa sensación de necesidad, de querer ser colmada por… «¡No puede ser, no puedo estar entregándome a cuanto hombre se me acerca!» 


Se dejó besar un poco más, pero no tardó en reaccionar cuando Pedro le cogió el vestido y empezó a subírselo a la vez que apretaba su falo contra la pelvis de ella, la cual se contraía de forma incontrolable y se pegaba a él. El hombre tenía un objetivo, que no era otro que hacerla claudicar, y que había estado a punto de conseguir, de no ser porque Paula lo apartó bruscamente dándole una patada en la espinilla para luego salir corriendo, asustada por la reacción de su propio cuerpo al leve contacto con el marqués. Se había encendido de nuevo. «¡Ay, madre!», exclamó decidida a dominar sus traicioneros sentidos. Esto no le podía estar pasando otra vez.


—¿Qué…? —protestó el hombre ante el inesperado ataque—. Maldita mujer —maldecía mientras intentaba calmar la quemazón de la espinilla provocada por el golpe: estaba completamente enfadado, y dolorido, por la patada y por el deseo insatisfecho.


Así que ahora se las daba de dama ultrajada. Pues muy bien, pensó, él no iba detrás de ninguna fémina, eran ellas las que lo perseguían. Además, no le gustaba, se dijo mientras se frotaba la parte de la canilla donde había recibido el fuerte golpe e intentaba poner en orden su cuerpo, que por lo visto parecía tener autonomía cuando ella estaba cerca. Nuevamente la señorita Chaves había dejado patente su desinterés por él.


—Pues muy bien, yo tampoco tengo interés en ella. No me gusta.



****


Paula salió de la biblioteca con el diablo metido en el cuerpo. 


Estaba asustada porque deseó aquel beso, y mucho más, 
había sentido la necesidad de mucho más, y eso sólo la hacía convencerse de que era una mala mujer, era perversa. 


¿Cómo podía un día desear con desesperación a un hombre que no conocía y, al siguiente, anhelar el beso de otro al que acababa de conocer? Además se sentía indignada por el hecho de que el marqués no le guardase un mínimo de respeto; él no la había tratado jamás, no se conocían de nada, y nunca antes se habían visto, por lo que no debería asumir que recibiría sus atenciones completamente dispuesta a ello. Y, por último, también estaba complacida: le agradaba saberse deseada por un hombre tan apuesto, y claro que no se arrepentía de ese sentimiento. Ni tampoco se sentía culpable. Y he ahí su dilema: que sabía que su forma de actuar era reprobable pero le importaba un pimiento.


Se paró en el largo corredor para arreglarse un poco el cabello antes de que alguien la viese. En su apresurada carrera se le habían desprendido algunas horquillas y su peinado estaba hecho un desastre, así que era mejor arreglarlo a responder preguntas incómodas. Y justo en ese momento, otro hombre pareció demostrar su interés en ella. 


Empezaba a pensar que se le notaba en la cara su mal comportamiento y atraía a los mujeriegos como las abejas a la miel.


—Querida sobrina.


Su tío Rodolfo estaba algo ebrio. Mejor dicho, muy ebrio.


—Tío —le dijo seria, y hasta la coronilla de aguantar atenciones masculinas.


—Te marchaste de mi casa en plena noche —le reprochó—, y yo tenía algunos planes para nosotros. —El hombre intentó agarrarla de la muñeca, pero ella fue más rápida, aunque tropezó en su intento de escabullirse. Siempre había sido algo torpe.


—Quería volver a casa, y Amalia fue muy amable al acompañarme. —Sabía que estaba mintiendo nuevamente. Al parecer se estaba convirtiendo en un hábito para ella—. Además, ya te dije que no quería conocer a tus amigos.


—¿Seguro? —le preguntó con mirada lasciva.


—Completamente.


—Pero, podrías haberme conocido a mí. —Su tono seductor a ella le pareció patético—. No puedes pretender que te trate como a una joven inocente teniendo en cuenta de dónde te saqué.


Paula sólo lo miró, no pronunció ni una palabra, ¿para qué? 


Él ya había sacado sus propias conclusiones con respecto a ella. Y si creía que era una perdida sólo por haberla encontrado en aquella casa, ni se imaginaba lo que llegaría a pensar si descubría que había perdido la virginidad en la mesa de su cocina con un desconocido.


—Fui a buscarte a tu dormitorio y me decepcioné al comprobar tu marcha.


Más bien se había enfadado al darse cuenta de que se le había escapado su presa; ni siquiera el potente afrodisíaco que le había mezclado con el agua la hizo quedarse y buscarlo. Tal vez quien se lo vendió lo había engañado.


Paula se ajustó las lentes, enfadada, sobre el puente de la nariz, y lo miró como hacía Clara cuando quería poner a alguien en su lugar. O al menos intentó imitarla.


—Creo que nosotros, como familia que somos, nos conocemos perfectamente. —No alzó la voz, nunca lo hacía—. Por cierto, esta mañana le dije a Nadia que le devolviera su abrigo, lo tomé prestado anoche para volver a casa, así que no creo que haya nada más que hablar de lo ocurrido, como acordamos.


Ante estas palabras, el hombre se puso blanco y su deseo se evaporó como por arte de magia. ¿Qué es lo que había dicho Paula? ¿Su abrigo? ¿Habían cogido su abrigo? ¡Por todos los demonios! Tenía que volver a casa de inmediato y ver si estaban en su sitio. La muy cretina se había llevado su abrigo. El hombre echó a correr ante sus palabras y ella pensó, por una vez, que se había mantenido firme, los demás la habían escuchado y acatado sus deseos.


«Muy bien hecho Paula, eres grande.»






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