sábado, 26 de diciembre de 2015

UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 26





Paula estaba segura de que tenía que estar alucinando, sin duda, por la tensión de las dos últimas semanas y un exceso de champán en su estómago vacío, porque era imposible que estuviera viendo a su madre y a Rhys en la galería, ambos guapísimos y elegantemente vestidos.



Su madre la estaba mirando y sonriendo justo cuando Rafael Alfonso se les acercó, le besó la mano a ella y se la estrechó a Rhys.


No, era imposible que se estuviera imaginando todo eso. 


Pero entonces, ¿cómo demonios se habían enterado…? 


¡Pedro! Tenía que haber sido él. ¿Y por qué? ¿Por qué había generado una situación tan potencialmente destructiva en una noche tan importante para la galería? ¿Es que quería vengarse de las dos aun a costa del éxito de Arcángel y de semanas de duro trabajo? No. No podía creerlo. No podía pensar eso del hombre al que amaba y al que había llegado a conocer tan bien durante esas dos semanas. Tenía que haber otra razón, una razón inocente, para que los hubiera invitado deliberadamente a la exposición.


–¿Paula? ¡Paula!


Se giró ante el sonido de la voz de Pedro intentando centrar la mirada a pesar de los puntos negros que veía por todas partes.


–¿Por qué? –fue lo único que alcanzó a decir antes de que esos puntos negros se unieran en un enorme agujero por el que se precipitó.


No fue consciente de caer en los brazos de Pedro, ni de los gritos de preocupación de los invitados, ni de la angustia de su madre mientras los seguía a los dos hasta el depacho









UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 25





Pedro se quedó paralizado al sentir que lo observaban mientras charlaba con David Simmons.


Paula. De pie al lado de Eric al otro lado de la abarrotada sala, con sus ojos grises clavados en él y sus carnosos labios esbozando una sonrisa.


Alzó la copa de champán hacia ella en un silencioso brindis; la exposición solo tenía una hora de vida, pero los cuadros de Paula eran los que más atención estaban despertando. 


Ella sonrió al aceptar su brindis. ¿Con felicidad? ¿O con algo más?


–… entretenerte más cuando veo que estoy impidiéndote estar donde de verdad quieres estar –oyó decir a la voz de David.


Muy a su pesar, apartó la mirada de Paula para girarse hacia él.


–¿Cómo dices?


–¡Te recomiendo que vayas con ella, hombre! –le sonrió.


–¿Tan obvio es?


–Es una chica preciosa. Tiene tanta belleza como talento y eso es una combinación letal, ¿eh?


–Letal –aceptó Pedro.


–¡Pues entonces ve! –le dio una palmada en la espalda–. Antes de que ese pillo de tu hermano se te adelante –añadió al ver que Rafa se acercaba a Paula con determinación.


–Maldito seas, Rafael –murmuró Pedro al echar a andar para interceptar a su hermano–. ¡Esto no es lo que acordamos que tenías que hacer esta noche!


Rafa enarcó las cejas con gesto burlón.


–Se me ha ocurrido hacerle compañía a Paula mientras espero. Por cierto, esta noche está impresionante.


–Manos fuera, Rafa.


–¿Sabe Paula lo posesivo que eres?


–Sí –respondió no muy seguro de que Paula no fuera a odiarlo al final de la noche.


–¿Y le has dicho ya lo que sientes por ella? –le preguntó riéndose.


–Vete al infierno, Rafa.


–Claro. ¿Por qué hacer las cosas del modo fácil cuando puedes complicarlas? –sacudió la cabeza–. A este paso vas a terminar siendo tan frío y distante como Miguel.


–Le gusta vivir así.


–Pero a ti no, ya no. ¡Y por eso deberías ir por esa mujer sin importarte lo demás!


–Los dos sabemos que no es tan sencillo.


–Pues entonces te sugiero que lo simplifiques y terminemos con el sufrimiento de todos.


–Ya te llegará a ti la hora, Rafa, y entonces a ver cómo te enfrentas a ello. Y a ella.


–Jamás dejaré que ninguna mujer, ¡ninguna!, se interponga entre mi vida de soltero y yo.


–Oh, pasará, Rafa, hazme caso, y cuando suceda voy a disfrutar viendo cómo te comes tus palabras –dijo riéndose con satisfacción–. Mientras tanto, mantén tus encantos alejados de Paula.


–No soportas tener competencia, ¿eh?


–Eres demasiado irritante como para que te considere una competencia seria. Y ahora, si me perdonas, voy a hablar con «mi chica» –pero antes de llegar a su lado, la vio palidecer y avanzar hacia la entrada de la galería.


Y entonces Pedro supo que había llegado el momento de la verdad.


–¡Ve, Rafa, ahora! –dijo yendo hacia Paula.






UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 24





Todo está saliendo como esperabas?


Paula se giró y sonrió a Eric.


–¡Es mucho más de lo que esperaba! –le sonrió al aceptar una copa de champán.


Había unas doscientas personas en la muestra privada; todos los hombres llevaban traje y las mujeres resplandecían con sus vestidos de noche y sus caras joyas. Montones de camareros circulaban entre ellos con bandejas de canapés y copas de champán, y enormes centros de flores perfumaban la brillantemente iluminada sala.


Ella había optado por un sencillo vestido negro por encima de la rodilla y las únicas joyas que lucía eran una sencilla pulsera de plata y un relicario, ambos regalos de su madre.


Su sonrisa se desvaneció al pensar en ella, en lo mucho que le habría encantado todo eso, y en lo orgullosa que se habría sentido de su éxito, pero Paula no se había atrevido a contarle nada sobre la exposición.


Como era de esperar, los hermanos Alfonso estaban increíblemente guapos, pero para ella el hombre que más destacaba entre todos los de la sala era Pedro. Su hipnótico aspecto la obligaba a mirar hacia donde estaba charlando con David Simmons; era como si tuviera un imán. 


El corazón se le aceleró al oír sus carcajadas. Un corazón que sufría. Sufría por estar con él. Por hacerle el amor, aunque fuera una sola vez.






UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 23







Pedro sintió la presencia de Paula incluso antes de girarse y verla paralizada y pálida al otro lado de la sala. Sus sentidos se habían agudizado tanto ante su presencia durante esas dos semanas que ahora sentía una especie de vibración bajo la piel cada vez que ella estaba cerca. Se excitaba solo con captar el aroma de su perfume, y el sonido de su voz bastaba para que se le erizara el pelo de la nuca y lo recorriera un cosquilleo de placer. Había perdido la cuenta de la cantidad de veces que se había visto tentado a ponerle fin a ese tormento, a tomar a Paula en sus brazos y hacerle el amor hasta que admitiera que lo deseaba con la misma pasión que él a ella.


Lo único que le impedía hacerlo era la propia Paula porque, por el bien de los dos, esta vez tenía que ser ella la que propiciara el acercamiento, por propia elección. Y si para ello tenía que enloquecer mientras tanto, lo aceptaría.


–¿Paula? –le dijo con delicadeza al ver que ella no hacía intención de entrar.


–Yo… eh, perdón, solo quería… No sabía que había nadie… Volveré luego –murmuró dándose la vuelta con la clara intención de salir corriendo de allí.


–¡Paula!


Se detuvo en seco, con la espalda y los hombros claramente tensos, y las manos cerradas a ambos lados de su cuerpo mientras se debatía entre darse la vuelta o seguir
corriendo. De pronto se sintió mareada y fue como si hubiera olvidado respirar, el corazón le palpitaba con tanta fuerza que estaba segura de que los tres hombres podían oírlo.


Nadie la había avisado de que sus hermanos estarían allí. 


¿No era ya bastante tortura tener que haber visto a Pedro a diario como para ahora tener que enfrentarse también a ellos? Sin embargo, nada podía cambiar el hecho de que eran los copropietarios de la galería y que no le quedaba más remedio que tener que verlos algún día. Así que, tal vez, mejor ahora, que después en la exposición, cuando hubiera público y el encuentro pudiera resultar más embarazoso.


Respiró hondo antes de girarse lentamente, con la barbilla bien alta y la mirada fija en Pedro. Antes de hablar, se humedeció los labios.


–Se me ha ocurrido pasar a echar un vistazo antes de la exposición.


–Me alegro de que lo hayas hecho –respondió Pedro al acercarse–. A mis hermanos les gustaría conocerte.


Paula apenas pudo contener un bufido de desdén al mirarlo con escepticismo; ambos sabían que era la última persona a la que Miguel y Rafael querrían conocer.


–Creía que tus hermanos no aprobaban mi participación en la exposición –dijo lo suficientemente alto para que los tres la oyeran.


Pedro apretó la mandíbula y su mirada se oscureció con desaprobación ante esa actitud tan desafiante.


–En un principio cuestionamos tus motivos para participar en la competición, sí –dijo uno de ellos… ¿Miguel o Rafael?


–Calla, Rafa –le ordenó Pedro.


–Y algunos seguimos haciéndolo –añadió Rafael ignorando a su hermano y acercándose a los dos–. No creo que Pedro se haya molestado en preguntarte esto, pero ¿por qué nosotros, señorita Chaves? –le preguntó enarcando una ceja con sorna.


–¡Cierra la boca, Rafa! Soy Miguel Alfonso, señorita Chaves –dijo extendiéndole la mano.


Ella levantó una mano vacilante y dejó que Miguel se la estrechara breve pero firmemente.


–Creo que todos sabemos que mi apellido no es «Chaves».


–Agresiva, me gusta –señaló Rafael.


–¡Calla, Rafa! –dijeron Pedro y Miguel al unísono y con tono de hastío, como si llevaran años repitiendo la misma frase.


Paula se mordió el labio mientras los miraba a los tres: Pedro y Miguel miraban a Rafa con exasperación mientras que este les sonrió a los dos antes de girarse para guiñarle un ojo a Paula.


Ella abrió los ojos de par en par al darse cuenta de que, más que estar desafiándola, lo que estaba haciendo Rafa era intentar enfadar a sus hermanos.


–No entiendo nada.


–¿Ni siquiera entiendes a Pedro? –preguntó Rafael.


–Rafa…


–Lo sé, que me calle –dijo él con actitud desenfadada y metiéndose las manos en los bolsillos de los vaqueros–. No sé por qué, pero a Miguel y a ti os encanta arruinar mi diversión.


Paula se quedó desconcertada con Miguel y Rafael; sin duda había esperado hostilidad por su parte, como poco, pero ahí no había nada de eso. Miguel resultaba un poco severo y reservado, pero ese parecía ser su carácter habitual más que una actitud dirigida específicamente hacia ella. En cuanto a Rafael… tenía la sensación de que mantenía una apariencia irreverente para ocultar los verdaderos sentimientos que contenía bajo ese perfecto y musculado pecho.


Pedro pudo captar fácilmente el desconcierto de Paula ante sus hermanos, así como el modo en que Rafa estaba observándola. La agarró por el codo con actitud posesiva para decirle:
–Si nos perdonáis, quiero hablar con Paula en mi despacho un momento.


–¿«Hablar» con ella, Pedro? –comentó Rafael con sorna.


–Os veo esta noche –contestó él lanzándole a su hermano una mirada de advertencia.


–No lo dudes –respondió Rafa desafiante–. Estoy deseando volver a verte esta noche, Paula.


–Por el amor de Dios, Rafa, ¿podrías…?


–Lo sé, lo sé. Que me calle –dijo ante la llamada de atención de Miguel.


Pedro sacudió la cabeza y, sin soltar a Paula, salieron de la sala en dirección al ascensor.


–Disculpa por lo de Rafa. Como habrás podido ver, tiene un sentido del humor retorcido.


–A mí me ha parecido… muy majo –respondió vacilante al subir al ascensor.


–«Majo» no es una palabra que emplearía para describir a mi hermano. Irritante, molesto, exasperante, pero nunca «majo». 


Al decirlo Pedro supo que estaba siendo injusto con su hermano; al fin y al cabo, había sido él el que había decidido informarlo sobre la verdadera identidad de Paula Chaves después de que Miguel hubiera preferido no hacerlo.


–Tus hermanos han sido mucho más amables conmigo de lo que me habría imaginado nunca dadas las circunstancias –murmuró al salir del ascensor en dirección al despacho.


–¡Pues te aconsejo que no compliques una situación que ya es imposible de por sí sucumbiendo a los encantos de uno de mis hermanos! –le dijo con brusquedad.


–Yo no… no quería decir… ¿Por qué piensas que podría hacer algo así?


–Ya sabes la respuesta a esa pregunta, Paula –respondió él al entrar en el despacho y cerrar la puerta antes de girarse hacia ella y sujetarla por las caderas.


–¿La sé?


–Sí. Pero para que no haya ningún malentendido, te recuerdo que el único Alfonso que va a besar estos labios hoy seré yo –le aseguró deslizando un dedo sobre su carnoso labio inferior.


–No me interesa que me besen ni Rafael ni Miguel.


–Me alegra oírlo. ¿Y a mí, Paula? ¿Te interesa besarme a mí?


Pedro… –dijo con la voz entrecortada.


Pedro tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para no besarla al sentir su cuerpo temblando contra el suyo, pero sabía que no podía, necesitaba que Paula diera el primer paso.


–Un solo beso, Paula. Por el éxito de la exposición.


Paula lo miró deseando volver a sentir sus labios, perderse en ese placer, pero al mismo tiempo sabía que un solo beso no bastaría, que querría mucho más que solo pasión y placer. ¡Mucho, mucho, más! Y Pedro no tenía nada más que ofrecerle.


–No puedo –dijo con voz suave apartándolo.


–¿No puedes o no quieres? –le preguntó con dureza y rodeándola con más fuerza.


–Suéltame, Pedro.


–¿Por qué haces esto, Paula? ¿Por qué estás haciendo que los dos suframos por tu terquedad?


–Ya sabes por qué.


–Porque te preocupa tu madre y lo que piense sobre el hecho de que estemos juntos.


A ella se le llenaron los ojos de lágrimas.


–¿Es que crees que debería conseguir lo que quiero sin importarme cómo pueda afectar a los demás?


–Si yo soy lo que quieres, entonces, sí, ¡maldita sea!, eso es exactamente lo que creo que deberías hacer.


–Tú mismo lo has dicho, Pedro. Esta es una situación imposible que no tiene por qué complicarse más aún.


–Y cuando lo he dicho, te advertía que no te tomaras en serio el flirteo de Rafa.


Paula contenía las lágrimas.


Pedro, solo nos queda un día juntos. ¿Crees que podríamos terminarlo sin discutir?


–¿Y tú crees que voy a salir de tu vida tan tranquilo después de esta noche?


–Eric me dijo hace semanas que volverías a la galería de París después de la inauguración de la Exposición de Nuevos Artistas.


–¿Eso te dijo?


–¿Es que no tienes pensado volver a París mañana? –le preguntó mirándolo a los ojos.


–No –le respondió con satisfacción–. Es más, Rafa, Miguel y yo estábamos hablando de eso cuando has llegado. Miguel vuela a Nueva York mañana para ocuparse de la galería de allí durante un mes, Rafa se marcha a París, y yo me quedo aquí supervisando la exposición y la subasta.


Paula sabía que todo ello significaba que estaría en Londres durante al menos dos semanas, o posiblemente más, y que su presencia allí seguiría siendo un tormento y una tortura.


–Suéltame, Pedro. Por favor –añadió cuando él la rodeó con firmeza por la cintura–. Tengo que estar en la cafetería a las diez.


–¿Vas a trabajar hoy?


–¡Por supuesto que voy a trabajar hoy! –le respondió con impaciencia y apartándose de él, pudiendo respirar, por fin, ahora que no estaba pegada a su cuerpo–. Aún no he vendido ninguno de mis cuadros y tengo un alquiler que pagar a fin de mes.


–Desde esta mañana uno de tus cuadros tiene una pegatina de «reservado».


–¿Sí?


–Miguel lo quiere.


–¿Que lo quiere?


–Umm –respondió él con una adusta sonrisa.


–¿Y cuál es?


–El de la rosa.


La rosa marchita, la representación de la muerte de las esperanzas y de los sueños.


–Vaya… me siento halagada –murmuró suavemente.


–Deberías. La colección privada de arte de Miguel es muy exclusiva. Y tengo razones para pensar que lord Simmons está muy interesado en comprar uno también.


–Eso es… increíble –dijo con un brillo en la mirada y agarrándole las manos de forma impulsiva–. Esto es real, ¿verdad, Pedro? ¡Voy a vender algún cuadro y a lo mejor hasta puedo dedicarme a pintar a tiempo completo!


–Sí, totalmente real –le confirmó acercándola a sí–. Esta es tu noche, Paula –la besó con delicadeza–. Y quiero que la disfrutes. Que disfrutes cada momento de ella.


–¡Oh, lo haré! –le aseguró con alegría–. Gracias, Pedro, por darme esta oportunidad. Sé que he sido difícil, pero… de verdad que te agradezco mucho todo lo que has hecho por mí.


Pedro solo esperaba que se siguiera sintiendo así después de esa noche. Las dos últimas semanas que había estado con ella le habían bastado para saber que algo tenía que cambiar, que no podían seguir así, de modo que había movido algunos hilos para propiciar ese cambio, y no estaba seguro de que Paula fuera a perdonarlo por ello.








UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 22





Las dos semanas siguientes fueron un absoluto infierno para Paula, obligada, tal como le había prometido Pedro, a ir a la galería y verlo a diario mientras se ocupaban de los últimos detalles de la exposición.


Y no porque Pedro hubiera intentado en ningún momento revivir los momentos de intimidad vividos en su apartamento aquella noche. Oh, no, él se había planteado una tortura más sutil aprovechando toda oportunidad que le surgía para tocarla haciendo que pareciera algo accidental, sin decir ni una palabra ni dar ninguna muestra de la atracción que crepitaba y ardía entre los dos cada vez que estaban juntos. 


No tardó en darse cuenta de que Pedro estaba dispuesto a torturarla ¡y cómo lo estaba logrando!


Según pasaban los días llegó al punto de temblar cada vez que se acercaba a la Galería Arcángel pensando si ese sería el día en el que Pedro la besaría, la acariciaría antes de que se volviera loca de deseo. Estaba embriagada por su seductor aroma masculino, cautivada por los músculos de sus hombros y de su espalda cuando se quitaba la chaqueta y la corbata, y por el oscuro vello que le asomaba por el cuello de la camisa cada vez que se desabrochaba un par de botones cuando no estaban en público. Había ansiado enroscar los dedos en ese brillante y sedoso vello, acariciar su firme espalda, el suave cabello de su nuca.


Ya solo faltaba un día para la exposición, solo unas horas más de tortura, se dijo la última mañana de camino a la galería. Pero, por desgracia, al llegar a la sala fue consciente de que esas serían las veinticuatro horas más difíciles de las últimas dos semanas.


Se quedó sin aliento y palideció al ver a los tres hombres que charlaban tranquilamente porque allí, junto a Pedro, estaban sus dos hermanos, Miguel y Rafael. Dos hombres que no tenían ningún motivo para sentir la más mínima simpatía por ella.






viernes, 25 de diciembre de 2015

UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 21





Pasa, Paula. Serviré unas copas de vino –le dijo Pedro cuando ella se quedó vacilante en la puerta del salón de su piso. Había sentido un gran alivio antes, cuando Paula por fin había accedido a que se vieran una vez saliera de trabajar a las diez.


Había perdido peso, como pudo comprobar cuando ella entró en el salón y sus pantalones negros no se le ceñían a las piernas tanto como una semana antes; además, la clavícula se le marcaba mucho bajo el cuello de la camisa negra y esos ojos grises parecían enormes en la palidez de su rostro. ¿Era eso indicación de que le estaba costando tanto como a él luchar contra la atracción existente entre los dos? Eso esperaba, porque había vivido una auténtica tortura sin verla esa última semana.


Su expresión se suavizó cuando Paula se sentó en uno de los sillones de piel marrón.


–¿Una noche ajetreada? –le preguntó mientras servía dos copas de pinot grigio.


–Mucho –respondió antes de dar un sorbo–. Tienes un piso muy bonito –añadió ante la decoración obviamente masculina y las originales obras de arte que cubrían las paredes.


–No es solo mío, pero no te preocupes, Paula. Miguel y Rafael no están en Londres ahora –añadió al ver su expresión de alarma–. Miguel está en París y Rafael está en Nueva York.


–Son unos nombres preciosos.


–La casa familiar que tenemos en Berkshire se llama El descanso del arcángel, y te aseguro que he oído todo tipo de bromas y chistes al respecto.


Ella esbozó una sonrisa que se disipó de inmediato.


Pedro, solo he venido porque estoy de acuerdo en que tenemos que solucionar esta situación de una vez por todas y seguir adelante con… ¿Qué estás haciendo? –le gritó al ver que había dejado la copa en la mesa y se había arrodillado ante ella para descalzarla.


–Quitándote las deportivas, obviamente.


–¿Por qué?


–Supongo que te dolerán los pies de estar todo el día trabajando.


–Sí.


Pedro asintió.


–Pues entonces ahora mismo agradecerías mucho un masaje.


–¿Un masaje? ¡Pedro, para! –intentó apartarse cuando él comenzó a masajearle un pie con delicadeza–. ¡Pedro! –su protesta resultó menos convincente ahora y dejó escapar un pequeño suspiro de placer cuando sus dedos siguieron descargando de tensión sus cansados músculos.


–¿Bien?


–¡Oh, sí! –echó la cabeza atrás contra la silla y cerró los ojos.


Tenía unos pies diminutos y elegantes, y las uñas pintadas de un rojo brillante y desafiante.


Paula sabía que debía detener a Pedro, que el hecho de que estuviera arrodillado a sus pies ya era bastante íntimo como para que también estuviera dándole un masaje. 


Debería detenerlo, pero no podía… Porque no quería; estaba disfrutando demasiado como para querer que parara.


Jamás había pensado que sus pies fueran una zona erógena, pero sin duda lo eran y la calidez que emanaba de las manos de Pedro estaba moviéndose hacia otras partes de su cuerpo; los pezones se le estaban endureciendo y un calor ya familiar se estaba instalando entre sus muslos.


–Deberías plantearte dedicarte a esto profesionalmente –murmuró con los ojos cerrados–. ¡Podrías ganar una fortuna!


Pedro se rio.


–Ya tengo una fortuna. Y además, los únicos pies que tengo interés en masajear son los tuyos.


Paula abrió un ojo; el corazón comenzó a palpitarle con fuerza cuando Pedro la miró y esos ojos marrones volvieron a resultarte tan adictivos como el chocolate. Una adicción a la que, de nuevo, le estaba costando resistirse.


–Creo que ya es suficiente, gracias –apartó los pies antes de subir las piernas al sillón, bien lejos de las caricias de Pedro. Se le aceleró el pulso cuando él no hizo intención de levantarse del suelo–. Se está haciendo tarde, Pedro. Tengo que irme pronto.


–¿Le contaste a tu madre que nos hemos vuelto a ver?


–¿Que si…? –abrió los ojos de par en par–. ¡Claro que no! –protestó con impaciencia.


–¿Por qué no?


–No seas tonto, Pedro –le contestó feliz de que ya no la estuviera tocando porque, de ser así, habría visto que estaba temblando–. Mi madre nunca supo lo que pasó hace cinco años. Nunca… nunca le conté nada a nadie sobre la noche que me llevaste a casa desde la galería.


–La noche que te besé.


–Me sorprende que lo recuerdes.


–Fue demasiado memorable como para olvidarlo –le aseguró.


–Pues yo lo dudo.


Pedro le dirigió una ardiente mirada.


–El momento no fue el mejor, y las circunstancias imposibles, pero incluso así quise hacer mucho más que solo besarte.


–¿Sí? –su confesión la dejó totalmente aturdida.


–Me sentía atraído por ti entonces, y me siento atraído por ti ahora.


–Hace cinco años era una adolescente regordeta, patosa y gafotas –mientras que él había sido un hombre esbelto y sofisticado con el mismo físico imponente que seguía robándole el aliento.


–Y ahora eres esbelta y elegante, y supongo que llevas lentes de contacto.


–Menos cuando pinto, que prefiero ponerme las gafas que me devolviste la semana pasada.


–Y hace cinco años no eras regordeta, Paula, eras voluptuosa –le aseguró con vehemencia–. Y tus ojos eran igual de preciosos e increíbles detrás de esas gafas como lo son esta noche.


–Nos estamos desviando del tema, Pedro.


–¿Y cuál es?


–Que solo imaginarme el dolor que le causaría a mi madre al contarle que nos hemos visto y que existe esta atracción entre nosotros es la razón por la que esto no puede continuar.


–Pero no puedes saber cómo va a reaccionar tu madre.


–Sé realista, Pedro, e intenta imaginar cómo sería la conversación: «Ah, por cierto mamá, ¿a que no adivinas con quién estuve a punto de acostarme hace unas noches? Con Pedro Alfonso. ¿Qué cosa tan rara, verdad?».


Pedro respiró hondo antes de levantarse y dar un sorbo de vino sabiendo que Paula buscaba una pelea porque, probablemente, era el único modo de ponerle fin a esa situación. Pero no estaba dispuesto a dársela, no iba a ponerle las cosas fáciles después de la semana de incertidumbre que había tenido que soportar.


–No nos acostamos, Paula, aunque estuvimos muy cerca, pero no hubo nada de «raro» en nada de lo que hicimos.


Su rubor se intensificó al mirarlo.


–¿No vas a intentar ponerte en mi lugar, verdad?


–No estoy dispuesto a dejarte marchar solo porque creas que tu madre podría reaccionar mal si se enterara de lo nuestro.


–¿Y si me alejo porque soy yo la que está reaccionando mal ante la idea de que estemos juntos?


–¿Y es así?


–¡Sí!


–¿Por qué?


–Sé que eres un hombre inteligente… –le dijo exasperada.


–Gracias –contestó él secamente.


–Y como inteligente que eres, debes saber que esta situación es imposible. ¡Por el amor de Dios! Mi padre fue a la cárcel por intentar timaros a tu familia y a ti –añadió con impaciencia.


–Soy bien consciente de lo que pasó hace cinco años.


–Pues entonces tú también tendrás tus preocupaciones al respecto. ¿O es que estás diciendo que no te supone ningún problema el hecho de que sea la hija de William Harper?


–Por supuesto que me supone un problema. Como poco, resulta inconveniente…


–¡Inconveniente! –repitió ella incrédula.


–Porque el pasado está afectando al modo en que ves lo nuestro ahora.


Aún seguía hundida por lo sucedido en el pasado, pero después de haber hablado con su madre la semana anterior creía que su padre, decidido a ignorar el consejo que le había dado Pedro de marcharse con su cuadro, había preferido informar a la prensa haciendo que la situación se descontrolara. Y todo eso hacía que cambiara la percepción que tenía de lo sucedido. Había venerado a su padre de niña y lo había adorado por el hombre que creía que era, pero ahora que era adulta se veía forzada a aceptar que había estado muy lejos de ser el padre y el marido perfectos.


Y, sí, Pedro había tenido que ver con el hecho de que lo encarcelaran, pero todo lo había provocado su padre. No eran ni el pasado ni la implicación de Pedro en lo sucedido lo que hacía que ahora su relación fuera imposible; era lo que Paula sentía por él.


Cinco años atrás había estado prendada de él, completamente cautivada por el atractivo Pedro Alfonso, pero desde que lo había vuelto a ver y habían compartido aquel momento de intimidad, se había dado cuenta de que no había sido un encaprichamiento lo que había sentido entonces. Se había enamorado de él, seguía amándolo, y era la razón por la que no le había interesado ningún otro hombre; ¡porque ninguno podía igualarse a él!


Pero era un amor en vano, y no solo por el pasado, sino porque Pedro, aún soltero a sus treinta y tres años, no era de los que se enamoraban y, mucho menos, para siempre.


Oh, sí, se sentía atraído por ella, la deseaba, pero eso era todo lo que sentía, y lo único que le servía a Paula para evitar seguir enamorándose más y más era el escudo que
representaba lo sucedido en el pasado.


–No tengo nada que opinar sobre lo nuestro –dijo levantándose.


–Eso no…


–Y tampoco me parece una buena idea que volvamos a quedarnos solos. Me has pedido que habláramos, y eso hemos hecho. Te he dicho exactamente lo que pienso. Y si algo de lo que he dicho te hace cambiar de opinión sobre incluirme en la exposición, ¡que así sea! –añadió con actitud desafiante.


Pedro la miró con frustración, sabiendo que lo estaba ignorando deliberadamente, pero no sabía cómo derribar ese muro que había alzado para alejarlo de su lado, algo ya revelador de por sí a pesar de no saber hasta qué punto.


–No cambiaré de opinión, Paula. Sobre nada.


–¿Qué significa eso?


–Significa que no me conoces muy bien si crees que algo de lo que has dicho me va a alejar de ti –respondió con una sonrisa burlona–. Significa que durante las dos semanas que quedan para la exposición voy a pedirte que vengas a la galería al menos una vez al día, y te reunirás conmigo, no con Eric. Significa, Paula, que puedes intentar alejarte de mí, de la atracción que existe entre los dos, pero durante las próximas dos semanas no te voy a permitir que me ignores.


–¿Por qué estás haciendo esto? –le preguntó con los ojos cubiertos de lágrimas.


–¿Por qué crees que lo estoy haciendo? –respondió, odiando ser el causante de esas lágrimas, pero odiando más todavía la idea de rendirse.


–¿Probablemente porque eres el arrogante Pedro Alfonso? ¿Porque un Alfonso nunca acepta un «no» por respuesta? ¡O posiblemente porque disfrutas torturándome!


–Buen intento, Paula, pero ya te he advertido que no vas a conseguir nada insultándome.


–Yo no…


–Sí, claro que sí, Paula. Y sí, soy arrogante, lo suficiente como para no aceptar un «no» de la mujer que sé que me desea tanto como yo a ella. Puede que tus labios estén diciendo que no, pero el resto de tu cuerpo, y en especial tus pezones excitados –deliberadamente posó la mirada en ellos, marcados contra la camisa de algodón–, sin duda dicen «sí, por favor».


Paula se cruzó de brazos a la vez que por dentro reconocía que era cierto; estaba excitada por el placer que le habían producido los masajes de Pedro un momento antes, pero también porque parecía estar en un estado constante de excitación siempre que estaba cerca de él. No tenía más que mirar esos sensuales ojos, esos labios esculpidos y ese cuerpo absolutamente masculino para que todo su cuerpo se excitara, y ahora Pedro estaba ordenándole que durante las dos semanas que faltaban para la exposición pasara a diario por la galería.


–En este momento no me gustas mucho, Pedro.


Él sonrió, cruzando con depredadores pasos la distancia que los separaba.


–Si esto significa que no te gusto, que continúe así por mucho tiempo –dijo a la vez que ella retrocedió hasta toparse con una pared–. Creo que podría hacerme adicto a tu forma de odiarme –posó las manos sobre la pared, a ambos lados de su cabeza, la miró y la besó.


Tras vacilar brevemente, Paula suspiró, lo rodeó por los hombros y recibió el beso con otro cargado de deseo en el que no hubo espacio para la delicadeza. Mientras sus dedos se enredaban entre el oscuro cabello de su nunca, sus lenguas se entrelazaban y ella curvaba el cuerpo hacia él. 


¡Esa suavidad de sus pechos contra los duros músculos del torso de Pedro, esos muslos arqueándose mientras su vientre ejercía presión contra su erección, esa excitación cada vez más latente mientras sus muslos se rozaban…!


Pedro apartó la boca para besarle el cuello y los pechos, y gimió de frustración cuando su camisa le impidió continuar; una barrera que derribó fácilmente agarrando ambos lados y tirando de ellos haciendo que varios botones salieran volando. Se la quitó y la dejó caer al suelo.


–Oh, sí –exclamó al posar la mirada sobre la cremosidad de sus pechos visibles por encima de un sujetador de encaje rojo–. Voy a lamer tus pechos… –le dijo mirándola fijamente mientras se lo desabrochaba y lo tiraba al suelo–, y voy a seguir lamiéndolos y mordisqueándolos… –añadió al poner las manos sobre esos senos coronados por unos inflamados pezones color fresa– hasta que vuelva a verte retorcerte de placer.


–No, Pedro


–Sí, Paula –le dijo con la mirada y las mejillas encendidas–. Lo deseas tanto como yo.


Y así era, sí, sin duda. Ansiaba sentir los labios y las manos de Pedro sobre ella otra vez, y esa increíble y abrumadora sensación de dejarse arrastrar por él hasta el clímax.


–Son míos, Paula –dijo apretándole los pechos–. ¿Lo entiendes? Son míos. ¡Para que pueda lamerlos y darte placer! ¡Y no pienso dejarte salir de aquí hasta que te lo haya demostrado!


Parecía como si el hecho de que Paula hubiera estado negando que existía una relación entre ellos lo hubiera empujado a desprenderse de su comportamiento más civilizado, y ahora se veía invadido por una pérdida de control absoluta. Algo que también se estaba desatando en el interior de Paula, que sintió un intenso calor entre los muslos cuando Pedro agachó la cabeza y succionó un pezón a la vez que el otro lo acariciaba con los dedos.


No dejaba de succionar uno y acariciar y apretar el otro, generando tanto cierto dolor como deseo; un deseo que latía entre sus muslos y que le hizo gemir y arquear la espalda, empujando los pechos más todavía hacia la boca de Pedro, que presionaba su muslo rítmicamente contra el vértice de los muslos de Paula.


–¿Pedro? –le preguntó a modo de protesta cuando él le soltó un pecho para mirarla.


–Mírame mientras te llevo al límite del placer. ¡No, Paula! –dijo al verla desviar la mirada–. ¿Quieres que pare? ¡Mírame ahora, Paula, y dime que quieres que pare! –cuando ella giró lentamente la cabeza, añadió–: Dime que pare y lo haré.


–No… no puedo. ¡No pares, Pedro! –dijo dirigiéndolo hacia sus pechos–. ¡Por favor, no!


–Esta vez, mírame –le respondió él suavemente acariciando con su cálido aliento un pezón inflamado y humedecido–. Quiero mirarte a los ojos cuando llegues al clímax –sacó la lengua y, sin dejar de mirarla mientras lo succionaba, le desabrochó los vaqueros y se los bajó.


Por mucho que lo hubiera intentado, Paula no podría haber apartado la mirada; su placer iba en aumento y descontrolándose ante el erotismo que le produjo ver a Pedro separando los labios para tomar su pezón y deslizar las manos hacia sus braguitas de encaje rojo.


Una y otra vez esos dedos la acariciaron, se hundieron en la humedad de su sexo, nunca sin llegar a ejercer la presión que ella tanto ansiaba sobre ese punto de placer.


–Por favor, Pedro –dijo jadeante al no poder soportar más la tortura–. ¡Oh, sí! –exclamó aferrándose a sus hombros y alzando los muslos instintivamente cuando, por fin, esos dedos rozaron ligeramente ese inflamado punto–. ¡Más fuerte! ¡Más fuerte! –gritó invadida por un placer cada vez más intenso según él iba aumentando la presión y la velocidad de sus caricias.


–Déjate llevar, Paula –la animó él hablando contra la cremosidad de su pecho–. Hazlo para mí –a la vez que posó la boca sobre su pezón, acarició con presión ese punto de placer y lo sintió palpitar entre sus dedos mientras ella jadeaba y se veía asaltada por los escalofríos de un orgasmo que él se decidió a prolongar y mantener al máximo.


–¡Oh, oh, oh! –echó la cabeza suavemente sobre el hombro de Pedro mientras seguía temblando de placer.


Pedro la abrazó contra su pecho; tenía la respiración tan entrecortada como ella.


–Y esto, mi preciosa Paula, es por lo que me niego a alejarme de ti. De nosotros. Por mucho que me lo supliques.


Paula quería suplicarle, pero no para que se alejara, sino para que siguiera haciéndole el amor. ¡Una y otra vez! Y esa, precisamente, era la razón por la que ella sí que tenía que alejarse.