sábado, 19 de diciembre de 2015
UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 3
Delicioso, pecaminoso, un marrón como el del chocolate derretido. Era el único modo de describir el color de los ojos de Pedro Alfonso. Eso fue lo que tuvo que admitir Paula después de que Linda la dejara en su despacho. Ahora se encontraba frente a un escritorio de mármol mirando al hombre al que había considerado su verdugo durante mucho tiempo. El hombre que, con el azote de su arrogante y despiadada lengua no solo había ayudado a que su padre entrara en prisión, sino que además había logrado acabar con Sabrina Harper y había hecho necesario el surgimiento de Paula Chaves.
El mismo hombre que había embelesado a Sabrina, que la había besado y había destrozado su corazón cinco años atrás.
El mismo hombre que solo semanas después de aquello se había plantado en un tribunal para mandar a su padre a la cárcel.
El mismo hombre al que había mirado en aquella misma sala sabiendo que aún lo deseaba a pesar de lo que le estaba haciendo a su padre. Solo mirarlo la había excitado cuando lo único que habría tenido que sentir por él era odio.
Una reacción, una peligrosa atracción que durante los años siguientes ella se había convencido de no sentir. Se había convencido de que las emociones que la habían bombardeado siempre que lo miraba debían haber sido sentimientos de odio porque era imposible que hubiera seguido sintiéndose atraída después de lo que le había hecho a su familia.
Pero ahora solo con mirarlo supo que había estado mintiéndose todos esos años. Que Pedro Alfonso, a pesar de ser el único hombre por el que jamás debería haberse sentido atraída, al que jamás debería haber permitido que la besara, había despertado, y seguía despertando, una peligrosa fascinación en ella.
Tanto que ahora podía sentir cómo su poderosa presencia lograba dominar la opulenta elegancia del enorme despacho con ventanales de suelo a techo y obras de arte originales que adornaban todas las paredes cubiertas de delicada seda rosada.
Pedro Alfonso…
Un hombre que ahora, ¡y tal como Paula había deseado tantas veces!, debería haber estado calvo, gordo y con arrugas por su hinchado rostro.
Pero en lugar de eso ahí seguía, con su esbelto, alto y musculoso cuerpo, y especialmente favorecido con ese traje oscuro de diseño que probablemente costaba tanto como la matrícula de un año de universidad. Y su pelo se mantenía tan oscuro y abundante como recordaba, peinado hacia atrás y cayendo en sedosas hondas color ébano justo por debajo del cuello de su camisa de seda color crema.
¡Y su cara…!
Era la cara de un modelo, de esas por las que babearían mujeres de todas las edades antes de comprar lo que fuera que estuviera anunciando; una frente alta sobre esos pecaminosos ojos marrones, su aguileña nariz, unos pómulos altos y definidos contra una piel clara aceitunada… ¡y sin una sola arruga! Tenía unos labios perfectos y esculpidos, el superior más carnoso que el inferior, y la fuerte línea de su mandíbula seguía exactamente como Paula la recordaba: cuadrada y con gesto de despiadada determinación.
–Señorita Chaves –su educada voz, tal como había descubierto cinco años atrás, no tenía ningún acento marcado a pesar de lo que se podría haber esperado de su apellido, sino que sonaba tan inglesa como la suya.
Mantenía aquel tono intenso y ronco que en el pasado había hecho que le temblaran las rodillas y que lo había seguido haciendo mientras lo había escuchado sentenciando a su padre y sellando su destino.
A punto estuvo de retroceder cuando Pedro Alfonso se levantó y salió de detrás del escritorio de mármol. Logró mantenerse en pie y firme al ver que tan solo se había levantado para extenderle la mano y saludarla. Se sobresaltó por dentro al darse cuenta de que estaba observándola tan fijamente a través de sus párpados entrecerrados y de que esos ojos del color del chocolate derretido parecían verlo todo y no perderse nada.
¿La reconocería? ¿Reconocería a Sabrina Harper? Lo dudaba, ya que la torpe Sabrina, independientemente de que Pedro la hubiera besado en una ocasión, no habría causado mucho impacto en su vida, y que durante los últimos años habrían pasado por su vida… ¡y por su cama!… montones de mujeres.
Además, había cambiado de nombre y ahora estaba totalmente distinta: pesaba diez kilos menos, llevaba el pelo corto y con mechas rubias, su rostro era más fino y más anguloso y usaba lentes de contacto en lugar de las gafas de montura oscura.
Pero ¿era posible? ¿Podía haberla reconocido Pedro a pesar de todos esos cambios?
Paula deslizó una sudorosa mano sobre la pierna de sus pantalones antes de levantarla con la intención de estrechar lo más ligeramente posible esa otra mano que era mucho más grande que la suya. Un movimiento que Pedro Alfonso eludió al instante cuando esos largos dedos rodearon firmemente los suyos generando una especie de sacudida eléctrica y sexual que se movió por la longitud de su brazo antes de posarse sobre sus pechos y hacer que los pezones se le endurecieran bajo la blusa.
Una sacudida que Pedro Alfonso sintió también a juzgar por el modo en que apretaba sus dedos y la miraba.
–Por fin nos conocemos, señorita Chaves –murmuró él sin soltarle la mano.
Paula parpadeó; la expresión de sus ojos grisáceos era más hermosa así, sin estar oculta tras los cristales de unas gafas.
–No… no sé qué quiere decir.
¡Pedro tampoco estaba seguro del todo de qué quería decir!
El consejo de Rafa, cuando los dos hermanos habían quedado para cenar antes de que este regresara a Nueva York cinco días atrás, había sido que el modo más sencillo de evitar cualquier posible situación desagradable con la familia Harper era decirle a Eric Sanders que eliminara a Paula Chaves de la lista de posibles candidatos para la futura Exposición de Nuevos Artistas.
Y desde el punto de vista profesional Pedro entendía perfectamente por qué su hermano le había dado ese consejo, dada la historia con el difunto padre de ella, William Harper. Había sido un consejo sensato y necesario.
De no ser porque…
Pedro también tenía una historia con Paula. Sí, breve, nada más que un beso robado en el coche, pero en aquel momento él había esperado más y durante los últimos cinco años había pensado en Paula, se había preguntado qué habría sido de ellos dos de no ser por el escándalo que los había separado.
No estaba en absoluto orgulloso del papel que había desempeñado en los sucesos acaecidos cinco años atrás. Ni de la condena y encarcelación de William Harper por fraude, ni de su muerte en prisión unos meses después, ni del modo en que su esposa y su hija adolescente habían sido acosadas y hostigadas durante semejante calvario.
En contra del consejo de su hermano, Pedro había intentado ver a Sabrina, tanto durante el juicio como después de que enviaran a su padre a prisión, pero ella lo había rechazado siempre negándose a abrirle la puerta y cambiando su número de teléfono para que tampoco pudiera llamarla.
Pedro había decidido apartarse, darle tiempo, antes de volver a acercarse. Y entonces William Harper había fallecido en prisión poniéndole fin a toda esperanza que había albergado de poder llegar a tener una relación con Sabrina.
Durante los últimos días había examinado con objetividad y una actitud absolutamente profesional los cuadros que la joven había presentado para el concurso. Eran muy buenos; estaban tan delicadamente ejecutados que casi le resultaba posible oler los pétalos de rosa que caían suavemente desde el jarrón de uno de ellos. Tan buenos que había querido alargar la mano y acariciar la etérea belleza de una mujer que contemplaba al bebé que tenía en brazos.
Podía ver auténtico talento en cada trazo del pincel, un talento artístico poco visto que haría que algún día los cuadros de Paula Chaves fueran objeto de colección tanto por su belleza como por su valor como inversión. Y precisamente por eso Pedro no creía que pudiera eliminarla del concurso solo para evitarse la incómoda situación de tener que verla y tener que sentir su odio.
Sin embargo, no podía pasar por alto cuáles podrían ser las motivaciones que la habían animado a entrar en el concurso.
Le soltó la mano bruscamente antes de volver a ocupar su silla, bien consciente de que su previa excitación había vuelto con más fuerza en cuanto había tocado la sedosa suavidad de la mano de Paula.
–Me refería al hecho de que es la séptima y última candidata que hemos entrevistado en los dos últimos días –y también la única candidata que Pedro estaba entrevistando personalmente, pero eso no hacía falta decírselo a ella.
Las mejillas de Paula palidecieron lentamente.
–¿La séptima candidata?
Él se encogió de hombros con gesto de desdén.
–Siempre es mejor tener alguna reserva, ¿no cree?
¿Es que ella era una reserva?
¿Se habría tragado su orgullo, el odio hacia todo lo que tenía que ver con los Alfonso, para entrar en esa maldita competición y ahora resultaba que era una reserva?
Había creído que el hecho de que la fueran a entrevistar en la galería significaba que la habían elegido finalista para la Exposición de Nuevos Artistas. ¡Y ahora Pedro Alfonso estaba diciéndole que era una reserva!
¿La habría reconocido? Y de ser así, ¿era ese el modo que tenía Pedro de divertirse y de vengarse más aún por el escándalo que había salpicado a las galerías con todo el asunto de su padre?
–¿Se encuentra bien, señorita Chaves? –Pedro tenía el ceño fruncido cuando volvió a levantarse y bordeó la mesa–. Se ha quedado muy pálida…
No, Paula no estaba «bien». ¡Nada bien! Se encontraba tan mal que ni siquiera intentó retroceder cuando Pedro se le acercó demasiado. ¿Se había tragado su orgullo y lo había arriesgado todo, la vida que se había creado en los últimos cinco años, al exponerse ante los hermanos Alfonso para que ahora le dijeran que no era lo bastante buena?
–¿Po…? ¿Podría tomar un vaso de agua? –se llevó una mano ligeramente temblorosa hasta su frente cubierta de sudor.
–Por supuesto –Pedro seguía con gesto de preocupación cuando se acercó al mueble bar.
Era una reserva.
¿No era decepcionante?
¿No era humillante?
¡Maldita sea! Había estado viviendo en un absoluto estado de nerviosismo desde que había entrado en la competición y esa era la recompensa que se llevaba al final, después de lo que había sufrido: ¡ser la artista reserva para la Exposición!
–He cambiado de opinión –dijo con voz tensa–, ¿tiene whisky?
Pedro se giró lentamente y vio que las mejillas de Paula habían recuperado su color y que sus ojos habían adaptado un brillo de furia. Un brillo que pudo reconocer fácilmente como el mismo que había sentido dirigido directamente hacia él en aquel tribunal. ¿Por qué estaba tan furiosa de pronto?
Estaban charlando sobre…
¡Ah, claro! Le había dicho que era la séptima candidata que iban a entrevistar para una competición de seis participantes.
Se acercó con el vaso de whisky que le había pedido.
–Creo que ha habido un malentendido…
–Sin duda –respondió ella antes de agarrar el vaso y beberse el whisky de un trago; al momento respiró hondo y se puso a toser según el abrasador alcohol iba deslizándose por su garganta.
–Creo que habrá notado que ese whisky de treinta años tiene que beberse a sorbitos y hay que saborearlo en lugar de engullirlo como si fuera limonada en una fiesta de cumpleaños infantil –le dijo secamente al quitarle el vaso y dejarlo sobre la mesa. Mientras, ella se echaba hacia delante, sin duda, intentando respirar–. ¿Debería…?
–¡Ni se le ocurra darme golpecitos en la espalda! –le advirtió apretando los dientes mientras se ponía derecha. Al verlo alzar la mano, se le encendieron las mejillas y lo miró con los ojos cubiertos de lágrimas provocadas por el atragantamiento.
O, al menos, eso esperaba Pedro, que fueran causa del golpe de tos y no de la decepción. Sin duda había malinterpretado su previo comentario y ya le había causado
demasiado daño en su joven vida.
–¿Querría ahora ese vaso de agua…?
Ella le lanzó una mirada más fiera todavía.
–Estoy bien. En cuanto a su oferta, señor Alfonso…
–Pedro.
Paula batió sus largas y sedosas pestañas.
–¿Cómo dice?
–Le pido que me llame Pedro –le dijo con tono cálido.
Ella frunció el ceño.
–¿Y qué razones podría tener yo para querer hacer eso?
Pedro la miró con sorna; con ese pelo corto y de punta ahora mismo parecía un erizo indignado.
–Pensaba que, tal vez, podríamos tutearnos por el bien de una relación… profesional… más amistosa…
Ella resopló con un gesto que no resultó nada elegante.
–No tenemos ninguna relación, señor Alfonso, ni amistosa ni profesional –recogió su bolso del suelo, de donde se le había caído durante el golpe de tos–. Y, aunque estoy segura de que muchos artistas se sentirían halagados por ser elegidos en séptima posición en una competición de seis participantes, me temo que yo no –se dio la vuelta y fue hacia la puerta.
–Paula.
Se detuvo en seco al oír su nombre pronunciado con ese áspero y vibrante tono a través de unos labios perfectamente esculpidos. Los mismos labios que una vez la habían besado, que habían llenado sus fantasías cada noche meses antes, durante y después del juicio y la encarcelación de su padre.
Su nombre sonaba… sensual pronunciado con esa voz tan grave. Una sensualidad a la que el cuerpo de Paula respondió de inmediato haciendo que sus pechos volvieran a inflamarse y sus pezones a tensarse.
Se giró lentamente con expresión de cautela al comprobar que su traicionero cuerpo aún pensaba que Pedro Alfonso era el hombre más atractivo que había visto en su vida.
Y no debería ser así.
Ella no debería verlo así.
¿Cómo podía sentirse de ese modo cuando ese hombre había destruido a su familia?
Su madre y ella habían pasado cinco años muy duros. Las dos habían permanecido en Londres mientras su padre estuvo en la cárcel, se habían cambiado el apellido y se habían trasladado después de su muerte.
Además de a tanto dolor, habían tenido que enfrentarse al suplicio de encontrar un lugar donde vivir hasta que, finalmente, se habían mudado a una casita de campo que habían encontrado en alquiler en una pequeña aldea galesa.
Después Paula había tenido que buscar y lograr entrar en una universidad que le permitiera seguir viviendo en casa al no querer dejar sola a su madre, que seguía hundida por todo lo sucedido. Su madre era enfermera y había encontrado trabajo en un hospital local, pero Paula había tenido que conformarse con trabajar en una cafetería y sacar tiempo para los estudios entre turno y turno.
En medio de todos esos cambios y dificultades no había tenido mucho tiempo para los hombres; sí, había tenido alguna que otra cita, pero nunca nada que llegara a una relación larga o íntima. De todos modos, cualquier relación seria habría supuesto tener que revelar que su verdadero nombre no era Paula Chaves y que su padre fue William Harper, y eso era algo que se había negado a hacer.
Al menos, hasta ahora, había creído que esa era la razón por la que no había tenido ninguna relación seria con un hombre… Pero no había sido así.
Ahora le resultaba extremadamente humillante mirar a Pedro Alfonso, oír de nuevo su voz y darse cuenta de que él había sido la causa de su falta de interés por otros hombres.
Saber que el atractivo de ese hombre, su profunda voz, llenaban sus sentidos y generaban una tensión sexual en su interior sin, ni siquiera, tener que intentarlo.
Tener que reconocer que el odioso Pedro Alfonso, un hombre que la había besado solo una vez, había sido el patrón mediante el que había juzgado a los demás hombres durante esos cinco años no solo era masoquista y una locura por su parte, sino que también resultaba una actitud desleal hacia su madre y hacia la memoria de su padre…
UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 2
Pedro apoyó los codos sobre el escritorio mientras miraba en su portátil la pantalla de la cámara de seguridad del vestíbulo.
Había reconocido a Paula Chaves en cuanto había entrado en la galería, por supuesto. Había visto cómo había vacilado antes de esbozar un gesto de confusión y quedarse absolutamente paralizada mientras Linda le hablaba. Así había sido sencillo detectar el momento en el que le habían comunicado que esa mañana no se reuniría con Eric.
Paula Chaves…
O, mejor dicho, Sabrina Harper.
La última vez que la había visto había sido cinco años antes, día tras día al otro lado de una sala de tribunal abarrotada.
Ella lo había observado y con aversión tras unas gafas de pasta oscuras con una mirada brillante pero aterciopelada.
¡Y lo había mirado mucho!
Sabrina Harper solo había tenido dieciocho años en aquel momento. Tenía una figura voluptuosamente redondeada, una actitud algo torpe y tímida, una melena castaña clara y sedosa y lisa que le llegaba a los hombros, y unas gafas de pasta oscuras que hacían que sus ojos se vieran grandes y vulnerables. Una vulnerabilidad por la que Pedro se había sentido inexplicablemente atraído.
Su figura se había estilizado hasta alcanzar una esbelta elegancia que se podía apreciar bajo esa blusa de seda y esos pantalones ajustados. Parecía como si le hubiera añadido unos reflejos rubios a su melena castaña además de llevar un corte muy estiloso que dejaba al descubierto su nuca y que ondeaba sobre su suave frente. Y se había despojado de sus gafas de pasta, probablemente sustituyéndolas por lentes de contacto. Además, poseía un nuevo aire de seguridad que le había permitido entrar en Arcángel con determinación.
La pérdida de peso era todavía más notable en su rostro; ahora se podían ver unos pequeños hoyuelos en sus mejillas que revelaban unos esculpidos pómulos a ambos lados de su respingona y pequeña nariz. Su boca… ¡Gracias a Dios que Rafa lo había advertido sobre su sensual boca! Y aun así, necesitaría unos minutos para que su excitación cesara… los mismos minutos que tardaría Linda en llevar a Paula Chaves hasta su despacho… o eso esperaba.
¿Habría reconocido a la Sabrina Harper de cinco años atrás como esa bella joven segura de sí misma si Rafa no lo hubiera advertido sobre su verdadera identidad después de que Miguel hubiera decidido, con su habitual arrogancia, no decirle nada al respecto?
Oh, sí, no tenía ninguna duda de que la habría reconocido.
Voluptuosa o esbelta, con gafas o sin ellas, ligeramente cohibida o elegantemente segura de sí misma, de cualquier modo habría sabido que Sabrina se encontraba bajo cualquier imagen que hubiera adoptado.
La pregunta era: ¿expresaría ella de algún modo que también lo recordaba?
UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 1
Una semana después…
Estaba entrando en territorio enemigo ¡otra vez! Eso fue lo que pensó Paula al detenerse en la acera frente a la fachada de la mejor y más grande galería y casa de subastas de Londres; el nombre «Arcángel» en letras doradas resplandecía bajo el sol sobre las anchas puertas de cristal.
Unas puertas que se abrieron automáticamente cuando dio un paso adelante antes de entrar con paso decidido en el vestíbulo de altos techos.
Con paso decidido porque sin duda, para ella, estaba en territorio enemigo. Los Alfonso, y Pedro en particular, habían sido los responsables de romperle el corazón y de mandar a su padre a la cárcel cinco años atrás…
Pero ahora no podía pensar en ello, no podía permitírselo.
Tenía que centrarse en el hecho de que los dos últimos años de rechazos durante los que había ido de galería en galería eran lo que la había llevado a efectuar ese desesperado movimiento. Los mismos dos años, después de haber salido de la universidad con su título, durante los que había creído que se iba a comer el mundo para acabar viendo que el reconocimiento que tanto ansiaba para sus cuadros era escurridizo.
Muchos de sus amigos de la universidad habían cedido ante la presión familiar y una situación económica apretada y habían entrado en el mundo de la Publicidad o de la Enseñanza en lugar de seguir su verdadero sueño de ganarse la vida pintando. Pero Paula no. ¡Oh, no! Ella se había mantenido fiel a su deseo de ver sus cuadros expuestos en una galería londinense y de poder hacer que de algún día su madre se sintiera orgullosa de ella además de borrar la vergüenza del pasado de su familia.
Dos años después de licenciarse se había visto obligada a admitir la derrota, pero no teniendo que abandonar sus pinturas, sino viéndose sin otra opción que participar en el concurso de Nuevos Artistas de Arcángel.
–¿Señorita Chaves?
Se giró hacia una de las dos recepcionistas sentadas detrás de un elegante escritorio de mármol rosa y crema, exactamente igual que el resto del mármol del vestíbulo.
Varias columnas enormes del mismo material se prolongaban de suelo a techo con preciosas vitrinas de cristal que protegían los valiosísimos objetos y magníficas joyas expuestos.
Y eso era solo el vestíbulo; Paula sabía por su anterior visita a la galería Arcángel que los seis salones que salían de ese enorme vestíbulo albergaban más tesoros hermosos y únicos y que había muchos más esperando a salir a subasta en el amplio sótano que se encontraba bajo el edificio.
Se puso recta, estaba decidida a no dejarse intimidar… o al menos a no dejar ver que se sentía intimidada… ni por la elegancia que la rodeaba, ni por la rubia y glamurosa recepcionista que debía de tener su misma edad.
–Sí, soy la señorita Chaves.
–Linda –le dijo la joven al levantarse de detrás del escritorio y cruzar el vestíbulo con sus tacones negros de ocho centímetros resonando sobre el suelo de mármol para acercarse hasta una vacilante Paula que aún permanecía junto a la puerta.
Paula sintió que no estaba apropiadamente vestida con esos pantalones negros ajustados y la blusa de seda de flores que había elegido para su segunda reunión con Eric Sanders, el experto en arte de la galería.
–Tengo una cita con el señor Sanders –dijo en voz baja.
Linda asintió.
–¿Podría acompañarme hasta el ascensor? El señor Alfonso me dejó instrucciones para que la llevara a su despacho en cuanto llegara.
Al instante, Paula se puso tensa y sintió como si los pies se le hubieran pegado al suelo de mármol.
–Estaba citada con el señor Sanders.
Linda se giró sacudiendo esa perfecta melena rubia al darse cuenta de que Paula no la estaba siguiendo.
–Esta mañana es el señor Alfonso el que está realizando las entrevistas.
A Paula se le había secado la garganta y le costaba hablar.
–¿El señor Alfonso? –logró decir con un tono agudo.
La mujer asintió.
–Es uno de los tres hermanos propietarios de esta galería.
Paula sabía exactamente quiénes eran los hermanos Alfonso, pero no sabía a cuál de ellos se refería Linda al decir «señor Alfonso». ¿Al altivo y frío Miguel? ¿Al arrogante y vividor Rafael? ¿O al cruel Pedro, que se había apoderado de su ingenuo corazón y lo había pisoteado?
En realidad no importaba cuál de ellos fuera; todos eran arrogantes y despiadados y no se habría acercado a ninguno de no ser porque estaba desesperada y decidida a participar en la Exposición de Nuevos Artistas del próximo mes.
Sacudió la cabeza lentamente.
–Creo que ha habido un error –frunció el ceño–. La secretaria del señor Sanders me llamó para concertar la cita.
–Porque en ese momento el señor Alfonso estaba fuera del país –respondió Linda.
Paula no podía más que mirar a la otra mujer preguntándose si sería demasiado tarde para salir corriendo…
UN TRATO CON MI ENEMIGO :PROLOGO
No te preocupes, Migue, vendrá.
–¡Quita tus malditos pies de la mesa! –respondió bruscamente Miguel ante la insolencia de su hermano sin, ni siquiera, molestarse en levantar la mirada de los documentos que se encontraba leyendo en el despacho de El descanso del arcángel, el aislado hogar en Berkshire de la familia Alfonso–. No me preocupa.
–¡Ya, claro! –contestó Rafael con desgano y sin molestarse en bajar los pies del viejo escritorio de su hermano.
–No, no me preocupa nada, Rafa –le aseguró Miguel con tono tranquilo.
–¿Sabes si…?
–¡Estoy seguro de que te habrás dado cuenta de que estoy intentando leer! –suspiró con impaciencia mientras miraba al otro lado del escritorio. Iba vestido formalmente, como de costumbre, con una camisa azul clara, corbata azul marino muy ceñida, chaleco oscuro y pantalones sastre; la chaqueta del traje la tenía sobre el respaldo de la silla de piel.
Su abuelo, Carlo Alfonso, se había llevado con él su fortuna al dejar Italia y se había establecido en Inglaterra casi setenta años atrás, antes de casarse con una chica inglesa y tener un hijo, Giorgio, que era el padre de Miguel, Rafael y Pedro.
Al igual que su padre, Giorgio había sido un astuto empresario y había aumentado la fortuna Alfonso al abrir la primera casa de subastas y galería Arcángel en Londres, treinta años atrás. Después de jubilarse hacía diez años, su mujer Elena y él se habían instalado de manera permanente en su casa de Florida y sus tres hijos habían aumentado al máximo su fortuna al abrir galerías similares en Nueva York y París, haciendo que ahora todos ellos fueran multimillonarios.
–Y no me llames «Migue» –le ordenó bruscamente mientras seguía leyendo el informe que tenía delante–. Ya sabes cuánto lo odio.
Por supuesto que Rafael lo sabía, pero consideraba que parte de su trabajo como hermano pequeño ¡era hacer de rabiar a su hermano mayor!
Tampoco es que tuviera muchas oportunidades de hacerlo ahora que los tres hermanos solían estar cada uno en las distintas galerías, pero siempre intentaban coincidir en Navidad y en sus cumpleaños; de hecho, ese día era el treinta y cinco cumpleaños de Miguel. Rafael era un año menor y Pedro, el «bebé» de la familia, tenía treinta y tres.
–La última vez que hablé con Pedro fue hace una semana aproximadamente –dijo Rafael esbozando una mueca.
–¿A qué viene esa cara? –le preguntó Miguel enarcando una oscura ceja.
–A nada en particular. Todos sabemos que Pepe lleva de mal humor los últimos cinco años. Jamás he entendido esa atracción –se encogió de hombros–. A mí me parecía
una cosita insignificante, con esos enormes…
–¡Rafa! –le gritó Miguel.
–… ojos grises –terminó Rafael secamente.
Miguel apretó los labios.
–Hablé con Pedro hace dos días.
–¿Y? –preguntó Rafael impaciente cuando quedó claro que su hermano mayor se estaba guardando algo.
Miguel se encogió de hombros.
–Y me dijo que llegaría a tiempo para la cena de esta noche.
–¿Y por qué no has podido decírmelo antes?
Rafael bajó rápidamente los pies de la mesa y se puso de pie nervioso. Claramente irritado, se pasó una mano por su pelo negro mientras iba de un lado a otro de la habitación, con su porte alto y musculoso y ataviado con una camiseta ceñida negra y unos vaqueros desteñidos.
–Supongo que eso habría sido demasiado fácil –se detuvo para mirar a su hermano mayor.
–Sin duda –respondió Miguel tan serio y con una mirada tan enigmática como de costumbre.
Los tres hermanos eran parecidos en altura, constitución y tono de piel; todos pasaban del metro ochenta y cinco y tenían el mismo pelo negro. Miguel lo llevaba corto y tenía unos ojos marrones tan oscuros que resplandecían impenetrables con un brillo negro.
Rafa llevaba el pelo largo, lo justo para que se le rizara sobre los hombros, y sus ojos marrones tenían un brillo dorado.
–¿Y bien? –preguntó impaciente cuando Miguel no añadió nada a sus previas palabras.
–¿Y bien qué? –su hermano enarcó una ceja con gesto arrogante mientras se sentaba relajadamente en el sillón de piel.
–¿Que cómo estaba?
Miguel se encogió de hombros.
–Como has dicho, con el mismo mal carácter de siempre.
Rafa torció el gesto.
–Sois tal para cual.
–Yo no tengo mal carácter, Rafa. Lo único que pasa es que no tengo paciencia ni para las tonterías ni para los estúpidos.
Él enarcó las cejas.
–Espero que no me hayas incluido en esas palabras…
–Apenas –respondió Miguel relajándose ligeramente–. Y prefiero pensar que los tres somos un poco… intensos.
Algo de la tensión de Rafael se disipó al esbozar una compungida sonrisa y asentir ante, probablemente, la razón por la que ninguno de los tres se había casado nunca. Las mujeres a las que habían conocido se sentían atraídas tanto por ese lado peligroso tan predominante en los hombres Alfonso como por su riqueza. Y estaba claro que sobre esos cimientos no se podía asentar una relación que no fuera puramente… ¡o no tan puramente!… física.
–Tal vez –admitió con aspereza–. Bueno ¿de qué trata ese informe que llevas leyendo con tanto interés desde que he llegado? –¿Por qué me da la sensación de que esto no va a gustarme?
–Probablemente porque no te va a gustar –Miguel le pasó el documento por encima de la mesa.
Rafa leyó el nombre.
–¿Y quién es P.Chaves?
–Participará en la Exposición de Nuevos Artistas que vamos a celebrar en la galería de Londres el mes que viene –respondió Miguel lacónicamente.
–¡Maldita sea! ¡Por eso sabías que Pedro volvería hoy! –miró a su hermano–. Había olvidado por completo que Pedro te va a sustituir en Londres durante la organización de la exposición.
–Sí, y yo me marcho a París un tiempo –respondió Miguel con satisfacción.
–¿Vas a intentar ver a la bella Lisette mientras estés allí?
Miguel apretó los labios.
–¿A quién?
El tono desdeñoso de su hermano bastó para decirle a Rafa que la relación de Miguel con la «bella Lisette» no solo había terminado, sino que estaba olvidada desde hacía tiempo.
–Bueno, ¿y qué tiene de especial ese tal Paula Chaves como para que hayas solicitado un informe sobre él?
Rafa sabía que tenía que haber una razón que explicara el interés de Miguel por ese artista en particular. Había habido decenas de solicitantes para la Exposición de Nuevos Artistas que, tras su primer éxito en París tres meses antes a manos de Pedro, se volvería a celebrar en Londres al mes siguiente.
–P.Chaves es una mujer –lo corrigió lentamente.
Rafa enarcó una ceja.
–Entiendo…
–No sé por qué, pero lo dudo –le dijo su hermano con desdén–. A lo mejor esta fotografía te ayuda… –Miguel sacó una fotografía en blanco y negro–. Les pedí a los de seguridad que descargaran la imagen de uno de los discos ayer –lo cual explicaba la granulada calidad de la fotografía–, cuando vino a la galería para entregarle personalmente su carpeta de trabajo a Eric Sanders –Eric era el experto en arte de la galería londinense.
Rafa agarró la fotografía para poder ver mejor a la joven que aparecía entrando por las puertas de cristal hacia el vestíbulo de mármol de la galería.
Debía de tener unos veinticinco años y el blanco y negro de la imagen dificultaba distinguir su tono de piel. Llevaba el pelo cortado por debajo de la oreja con un estilo muy desenfadado y parecía tenerlo de un color claro; su aspecto resultaba muy profesional con una oscura chaqueta y una falda a la altura de la rodilla a juego con una blusa blanca.
Sin embargo, ¡ninguna de esas prendas lograba ocultar el curvilíneo cuerpo que se encontraba bajo ellas!
Tenía un rostro inolvidablemente bello, tuvo que admitir Rafa mientras seguía observando la fotografía: un rostro en forma de corazón, ojos claros, nariz pequeña y respingona entre unos pómulos altos y unos labios carnosos y sensuales con una delicada barbilla sobre la esbeltez de su cuello.
Un rostro muy llamativo y que le resultaba ligeramente familiar.
–¿Por qué tengo la sensación de que la conozco? –preguntó Rafa levantando la cabeza.
–Probablemente porque la conoces. Todos la conocemos –añadió Miguel secamente–. Intenta imaginártela un poco más… rellenita, con unas gafas de pasta negra y una melena larga y pardusca.
–No me parece la clase de mujer por la que ninguno de nosotros se sentiría atraído… –dijo Rafa bruscamente mirando con suspicacia la imagen en blanco y negro que tenía delante.
–¡Ah, sí! He olvidado mencionarte que tal vez deberías fijarte bien en sus… ojos –añadió Miguel secamente.
Rafa alzó la vista rápidamente.
–¡No puede ser! ¿Es posible? –miró la imagen con más atención–. ¿Estás diciéndome que esta belleza es Sabrina Harper?
–Sí –respondió Miguel sucintamente.
–¿La hija de William Harper?
–La misma.
Rafa tensó la mandíbula mientras recordaba el escándalo producido cinco años antes, cuando William Harper había ofrecido un Turner supuestamente desconocido hasta entonces para venderlo en la galería de Londres. En condiciones normales el cuadro se habría mantenido en secreto hasta que se hubiera llevado a cabo la autentificación y los expertos la hubieran confirmado, pero de algún modo su existencia se había filtrado a la prensa sacudiendo al mundo del arte según iban extendiéndose las especulaciones sobre la autenticidad de la obra.
Por aquel entonces Pedro estaba al mando de la galería londinense y en varias ocasiones había ido a la casa de los Harper para hablar sobre el cuadro mientras se estaba llevando a cabo el proceso de autentificación; allí había conocido tanto a la esposa como a la hija de William Harper y eso había hecho que le resultara el doble de complicado haber tenido que declarar el cuadro como una falsificación casi perfecta tras un extenso examen. Y lo peor fue que la investigación policial había demostrado que William Harper era el único responsable de la falsificación, tras lo cual el hombre había entrado en prisión.
Durante el juicio su esposa y su hija adolescente se habían visto acosadas por la prensa y la lamentable historia había vuelto a saltar por los aires cuando, cuatro meses después, Harper murió en prisión. Tras aquello, su esposa y su hija habían desaparecido.
Hasta ahora, por lo que parecía…
–¿Estás absolutamente seguro de que es ella?
–El informe que estás viendo es del investigador privado que contraté después de verla ayer en la galería…
–¿Hablaste con ella?
Miguel negó con la cabeza.
–Estaba cruzando el vestíbulo cuando Eric pasó por delante con ella. Como te he dicho, me pareció reconocerla y el investigador logró descubrir que Mary Harper volvió a emplear su nombre de soltera semanas después de la muerte de su esposo y que se tramitó también el cambio de apellido de su hija.
–¿Entonces esta tal Paula Chaves es ella?
–Sí.
–¿Y qué tienes pensado hacer?
–¿Hacer con qué?
Rafa tomó aire con impaciencia ante la calma de su hermano.
–Bueno, está claro que no puede ser uno de los seis artistas que expondrán en Arcángel el mes que viene.
Miguel enarcó las cejas.
–¿Y por qué no puede?
–Pues, por un lado, porque su padre entró en prisión por intentar implicar a una de nuestras galerías en un asunto de falsificación –miró a su hermano–. ¡Y además Pedro fue a juicio y ayudó a meterlo ahí dentro!
–¿Y la hija tiene culpa de los pecados de su padre? ¿Es eso?
–No, claro que no, pero… con un padre así, ¿cómo sabes que los cuadros que lleva en su cartera son realmente suyos?
–Lo son –asintió Miguel–. Todo está en el informe. Es licenciada en Arte y lleva dos años intentando vender sus cuadros a otras galerías sin mucho éxito. He mirado su carpeta, Rafa, e independientemente de lo que puedan pensar esas otras galerías, es buena. Más que buena, es original, y, probablemente, esa sea la razón por la que los demás se han negado a darle una oportunidad. Ellos salen perdiendo y nosotros ganamos. Tanto que tengo intención de comprar un Paula Chaves para mi colección privada.
–¿Entonces va a ser una de las seis participantes?
–Sin ninguna duda.
–¿Y qué pasa con Pedro?
–¿Qué pasa con él?
–Lo avisamos repetidamente, pero se negó a escucharnos. Ella es la razón de que lleve cinco años de tan mal humor… ¿Cómo crees que se va a sentir cuando se entere de quién es en realidad Paula Chaves? –le preguntó exasperado.
–Bueno, creo que estarás de acuerdo en que, sin duda, ha mejorado mucho con la edad.
De eso no había ninguna duda.
–Esto es… ¡Maldita sea, Miguel!
Miguel apretó los labios firmemente.
–Paula Chaves es una artista con mucho talento y merece la oportunidad de exponer en Arcángel.
–¿Te has parado a pensar en las razones por las que puede estar haciendo esto? ¿En que pueda tener motivos encubiertos, tal vez una especie de venganza contra nosotros o contra Pedro por lo que le pasó a su padre?
–Sí, también lo he pensado –asintió con calma.
–¿Y?
Se encogió de hombros.
–En este momento estoy dispuesto a otorgarle el beneficio de la duda.
–¿Y Pedro?
–En numerosas ocasiones me ha asegurado que es adulto y que no necesita que su hermano mayor interfiera en su vida, ¡gracias! –dijo secamente.
Rafa sacudió la cabeza exasperado y comenzó a moverse por el despacho.
–¿No estarás pensando en serio en decirle a Pedro quién es?
–Como te he dicho, en este momento no –le confirmó Miguel–. ¿Y tú?
Rafa no tenía ni idea de qué iba a hacer con esa información…
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