sábado, 19 de diciembre de 2015

UN TRATO CON MI ENEMIGO :CAPITULO 3





Delicioso, pecaminoso, un marrón como el del chocolate derretido. Era el único modo de describir el color de los ojos de Pedro Alfonso. Eso fue lo que tuvo que admitir Paula después de que Linda la dejara en su despacho. Ahora se encontraba frente a un escritorio de mármol mirando al hombre al que había considerado su verdugo durante mucho tiempo. El hombre que, con el azote de su arrogante y despiadada lengua no solo había ayudado a que su padre entrara en prisión, sino que además había logrado acabar con Sabrina Harper y había hecho necesario el surgimiento de Paula Chaves.


El mismo hombre que había embelesado a Sabrina, que la había besado y había destrozado su corazón cinco años atrás.


El mismo hombre que solo semanas después de aquello se había plantado en un tribunal para mandar a su padre a la cárcel.


El mismo hombre al que había mirado en aquella misma sala sabiendo que aún lo deseaba a pesar de lo que le estaba haciendo a su padre. Solo mirarlo la había excitado cuando lo único que habría tenido que sentir por él era odio.


Una reacción, una peligrosa atracción que durante los años siguientes ella se había convencido de no sentir. Se había convencido de que las emociones que la habían bombardeado siempre que lo miraba debían haber sido sentimientos de odio porque era imposible que hubiera seguido sintiéndose atraída después de lo que le había hecho a su familia.


Pero ahora solo con mirarlo supo que había estado mintiéndose todos esos años. Que Pedro Alfonso, a pesar de ser el único hombre por el que jamás debería haberse sentido atraída, al que jamás debería haber permitido que la besara, había despertado, y seguía despertando, una peligrosa fascinación en ella.


Tanto que ahora podía sentir cómo su poderosa presencia lograba dominar la opulenta elegancia del enorme despacho con ventanales de suelo a techo y obras de arte originales que adornaban todas las paredes cubiertas de delicada seda rosada.


Pedro Alfonso


Un hombre que ahora, ¡y tal como Paula había deseado tantas veces!, debería haber estado calvo, gordo y con arrugas por su hinchado rostro.


Pero en lugar de eso ahí seguía, con su esbelto, alto y musculoso cuerpo, y especialmente favorecido con ese traje oscuro de diseño que probablemente costaba tanto como la matrícula de un año de universidad. Y su pelo se mantenía tan oscuro y abundante como recordaba, peinado hacia atrás y cayendo en sedosas hondas color ébano justo por debajo del cuello de su camisa de seda color crema.


¡Y su cara…!


Era la cara de un modelo, de esas por las que babearían mujeres de todas las edades antes de comprar lo que fuera que estuviera anunciando; una frente alta sobre esos pecaminosos ojos marrones, su aguileña nariz, unos pómulos altos y definidos contra una piel clara aceitunada… ¡y sin una sola arruga! Tenía unos labios perfectos y esculpidos, el superior más carnoso que el inferior, y la fuerte línea de su mandíbula seguía exactamente como Paula la recordaba: cuadrada y con gesto de despiadada determinación.


–Señorita Chaves –su educada voz, tal como había descubierto cinco años atrás, no tenía ningún acento marcado a pesar de lo que se podría haber esperado de su apellido, sino que sonaba tan inglesa como la suya. 


Mantenía aquel tono intenso y ronco que en el pasado había hecho que le temblaran las rodillas y que lo había seguido haciendo mientras lo había escuchado sentenciando a su padre y sellando su destino.


A punto estuvo de retroceder cuando Pedro Alfonso se levantó y salió de detrás del escritorio de mármol. Logró mantenerse en pie y firme al ver que tan solo se había levantado para extenderle la mano y saludarla. Se sobresaltó por dentro al darse cuenta de que estaba observándola tan fijamente a través de sus párpados entrecerrados y de que esos ojos del color del chocolate derretido parecían verlo todo y no perderse nada.


¿La reconocería? ¿Reconocería a Sabrina Harper? Lo dudaba, ya que la torpe Sabrina, independientemente de que Pedro la hubiera besado en una ocasión, no habría causado mucho impacto en su vida, y que durante los últimos años habrían pasado por su vida… ¡y por su cama!… montones de mujeres.


Además, había cambiado de nombre y ahora estaba totalmente distinta: pesaba diez kilos menos, llevaba el pelo corto y con mechas rubias, su rostro era más fino y más anguloso y usaba lentes de contacto en lugar de las gafas de montura oscura.


Pero ¿era posible? ¿Podía haberla reconocido Pedro a pesar de todos esos cambios?


Paula deslizó una sudorosa mano sobre la pierna de sus pantalones antes de levantarla con la intención de estrechar lo más ligeramente posible esa otra mano que era mucho más grande que la suya. Un movimiento que Pedro Alfonso eludió al instante cuando esos largos dedos rodearon firmemente los suyos generando una especie de sacudida eléctrica y sexual que se movió por la longitud de su brazo antes de posarse sobre sus pechos y hacer que los pezones se le endurecieran bajo la blusa.


Una sacudida que Pedro Alfonso sintió también a juzgar por el modo en que apretaba sus dedos y la miraba.


–Por fin nos conocemos, señorita Chaves –murmuró él sin soltarle la mano.


Paula parpadeó; la expresión de sus ojos grisáceos era más hermosa así, sin estar oculta tras los cristales de unas gafas.


–No… no sé qué quiere decir.


¡Pedro tampoco estaba seguro del todo de qué quería decir!


El consejo de Rafa, cuando los dos hermanos habían quedado para cenar antes de que este regresara a Nueva York cinco días atrás, había sido que el modo más sencillo de evitar cualquier posible situación desagradable con la familia Harper era decirle a Eric Sanders que eliminara a Paula Chaves de la lista de posibles candidatos para la futura Exposición de Nuevos Artistas.


Y desde el punto de vista profesional Pedro entendía perfectamente por qué su hermano le había dado ese consejo, dada la historia con el difunto padre de ella, William Harper. Había sido un consejo sensato y necesario.


De no ser porque…


Pedro también tenía una historia con Paula. Sí, breve, nada más que un beso robado en el coche, pero en aquel momento él había esperado más y durante los últimos cinco años había pensado en Paula, se había preguntado qué habría sido de ellos dos de no ser por el escándalo que los había separado.


No estaba en absoluto orgulloso del papel que había desempeñado en los sucesos acaecidos cinco años atrás. Ni de la condena y encarcelación de William Harper por fraude, ni de su muerte en prisión unos meses después, ni del modo en que su esposa y su hija adolescente habían sido acosadas y hostigadas durante semejante calvario.


En contra del consejo de su hermano, Pedro había intentado ver a Sabrina, tanto durante el juicio como después de que enviaran a su padre a prisión, pero ella lo había rechazado siempre negándose a abrirle la puerta y cambiando su número de teléfono para que tampoco pudiera llamarla. 


Pedro había decidido apartarse, darle tiempo, antes de volver a acercarse. Y entonces William Harper había fallecido en prisión poniéndole fin a toda esperanza que había albergado de poder llegar a tener una relación con Sabrina.


Durante los últimos días había examinado con objetividad y una actitud absolutamente profesional los cuadros que la joven había presentado para el concurso. Eran muy buenos; estaban tan delicadamente ejecutados que casi le resultaba posible oler los pétalos de rosa que caían suavemente desde el jarrón de uno de ellos. Tan buenos que había querido alargar la mano y acariciar la etérea belleza de una mujer que contemplaba al bebé que tenía en brazos.


Podía ver auténtico talento en cada trazo del pincel, un talento artístico poco visto que haría que algún día los cuadros de Paula Chaves fueran objeto de colección tanto por su belleza como por su valor como inversión. Y precisamente por eso Pedro no creía que pudiera eliminarla del concurso solo para evitarse la incómoda situación de tener que verla y tener que sentir su odio.


Sin embargo, no podía pasar por alto cuáles podrían ser las motivaciones que la habían animado a entrar en el concurso.


Le soltó la mano bruscamente antes de volver a ocupar su silla, bien consciente de que su previa excitación había vuelto con más fuerza en cuanto había tocado la sedosa suavidad de la mano de Paula.


–Me refería al hecho de que es la séptima y última candidata que hemos entrevistado en los dos últimos días –y también la única candidata que Pedro estaba entrevistando personalmente, pero eso no hacía falta decírselo a ella.


Las mejillas de Paula palidecieron lentamente.


–¿La séptima candidata?


Él se encogió de hombros con gesto de desdén.


–Siempre es mejor tener alguna reserva, ¿no cree?


¿Es que ella era una reserva?


¿Se habría tragado su orgullo, el odio hacia todo lo que tenía que ver con los Alfonso, para entrar en esa maldita competición y ahora resultaba que era una reserva?


Había creído que el hecho de que la fueran a entrevistar en la galería significaba que la habían elegido finalista para la Exposición de Nuevos Artistas. ¡Y ahora Pedro Alfonso estaba diciéndole que era una reserva!


¿La habría reconocido? Y de ser así, ¿era ese el modo que tenía Pedro de divertirse y de vengarse más aún por el escándalo que había salpicado a las galerías con todo el asunto de su padre?


–¿Se encuentra bien, señorita Chaves? –Pedro tenía el ceño fruncido cuando volvió a levantarse y bordeó la mesa–. Se ha quedado muy pálida…


No, Paula no estaba «bien». ¡Nada bien! Se encontraba tan mal que ni siquiera intentó retroceder cuando Pedro se le acercó demasiado. ¿Se había tragado su orgullo y lo había arriesgado todo, la vida que se había creado en los últimos cinco años, al exponerse ante los hermanos Alfonso para que ahora le dijeran que no era lo bastante buena?


–¿Po…? ¿Podría tomar un vaso de agua? –se llevó una mano ligeramente temblorosa hasta su frente cubierta de sudor.


–Por supuesto –Pedro seguía con gesto de preocupación cuando se acercó al mueble bar.


Era una reserva.


¿No era decepcionante?


¿No era humillante?


¡Maldita sea! Había estado viviendo en un absoluto estado de nerviosismo desde que había entrado en la competición y esa era la recompensa que se llevaba al final, después de lo que había sufrido: ¡ser la artista reserva para la Exposición!


–He cambiado de opinión –dijo con voz tensa–, ¿tiene whisky?


Pedro se giró lentamente y vio que las mejillas de Paula habían recuperado su color y que sus ojos habían adaptado un brillo de furia. Un brillo que pudo reconocer fácilmente como el mismo que había sentido dirigido directamente hacia él en aquel tribunal. ¿Por qué estaba tan furiosa de pronto?


 Estaban charlando sobre…


¡Ah, claro! Le había dicho que era la séptima candidata que iban a entrevistar para una competición de seis participantes.


Se acercó con el vaso de whisky que le había pedido.


–Creo que ha habido un malentendido…


–Sin duda –respondió ella antes de agarrar el vaso y beberse el whisky de un trago; al momento respiró hondo y se puso a toser según el abrasador alcohol iba deslizándose por su garganta.


–Creo que habrá notado que ese whisky de treinta años tiene que beberse a sorbitos y hay que saborearlo en lugar de engullirlo como si fuera limonada en una fiesta de cumpleaños infantil –le dijo secamente al quitarle el vaso y dejarlo sobre la mesa. Mientras, ella se echaba hacia delante, sin duda, intentando respirar–. ¿Debería…?


–¡Ni se le ocurra darme golpecitos en la espalda! –le advirtió apretando los dientes mientras se ponía derecha. Al verlo alzar la mano, se le encendieron las mejillas y lo miró con los ojos cubiertos de lágrimas provocadas por el atragantamiento.


O, al menos, eso esperaba Pedro, que fueran causa del golpe de tos y no de la decepción. Sin duda había malinterpretado su previo comentario y ya le había causado
demasiado daño en su joven vida.


–¿Querría ahora ese vaso de agua…?


Ella le lanzó una mirada más fiera todavía.


–Estoy bien. En cuanto a su oferta, señor Alfonso…


Pedro.


Paula batió sus largas y sedosas pestañas.


–¿Cómo dice?


–Le pido que me llame Pedro –le dijo con tono cálido.


Ella frunció el ceño.


–¿Y qué razones podría tener yo para querer hacer eso?


Pedro la miró con sorna; con ese pelo corto y de punta ahora mismo parecía un erizo indignado.


–Pensaba que, tal vez, podríamos tutearnos por el bien de una relación… profesional… más amistosa…


Ella resopló con un gesto que no resultó nada elegante.


–No tenemos ninguna relación, señor Alfonso, ni amistosa ni profesional –recogió su bolso del suelo, de donde se le había caído durante el golpe de tos–. Y, aunque estoy segura de que muchos artistas se sentirían halagados por ser elegidos en séptima posición en una competición de seis  participantes, me temo que yo no –se dio la vuelta y fue hacia la puerta.


–Paula.


Se detuvo en seco al oír su nombre pronunciado con ese áspero y vibrante tono a través de unos labios perfectamente esculpidos. Los mismos labios que una vez la habían besado, que habían llenado sus fantasías cada noche meses antes, durante y después del juicio y la encarcelación de su padre.


Su nombre sonaba… sensual pronunciado con esa voz tan grave. Una sensualidad a la que el cuerpo de Paula respondió de inmediato haciendo que sus pechos volvieran a inflamarse y sus pezones a tensarse.


Se giró lentamente con expresión de cautela al comprobar que su traicionero cuerpo aún pensaba que Pedro Alfonso era el hombre más atractivo que había visto en su vida.


Y no debería ser así.


Ella no debería verlo así.


¿Cómo podía sentirse de ese modo cuando ese hombre había destruido a su familia?


Su madre y ella habían pasado cinco años muy duros. Las dos habían permanecido en Londres mientras su padre estuvo en la cárcel, se habían cambiado el apellido y se habían trasladado después de su muerte.


Además de a tanto dolor, habían tenido que enfrentarse al suplicio de encontrar un lugar donde vivir hasta que, finalmente, se habían mudado a una casita de campo que habían encontrado en alquiler en una pequeña aldea galesa.


Después Paula había tenido que buscar y lograr entrar en una universidad que le permitiera seguir viviendo en casa al no querer dejar sola a su madre, que seguía hundida por todo lo sucedido. Su madre era enfermera y había encontrado trabajo en un hospital local, pero Paula había tenido que conformarse con trabajar en una cafetería y sacar tiempo para los estudios entre turno y turno.


En medio de todos esos cambios y dificultades no había tenido mucho tiempo para los hombres; sí, había tenido alguna que otra cita, pero nunca nada que llegara a una relación larga o íntima. De todos modos, cualquier relación seria habría supuesto tener que revelar que su verdadero nombre no era Paula Chaves y que su padre fue William Harper, y eso era algo que se había negado a hacer.


Al menos, hasta ahora, había creído que esa era la razón por la que no había tenido ninguna relación seria con un hombre… Pero no había sido así.


Ahora le resultaba extremadamente humillante mirar a Pedro Alfonso, oír de nuevo su voz y darse cuenta de que él había sido la causa de su falta de interés por otros hombres.


Saber que el atractivo de ese hombre, su profunda voz, llenaban sus sentidos y generaban una tensión sexual en su interior sin, ni siquiera, tener que intentarlo.


Tener que reconocer que el odioso Pedro Alfonso, un hombre que la había besado solo una vez, había sido el patrón mediante el que había juzgado a los demás hombres durante esos cinco años no solo era masoquista y una locura por su parte, sino que también resultaba una actitud desleal hacia su madre y hacia la memoria de su padre…










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