domingo, 13 de diciembre de 2015
UNA NOVIA EN UN MILLÓN: CAPITULO 1
Mientras hablaban, Isabella Valeri Alfonso observaba con aprobación a su sobrina política, Elizabeth, satisfecha de ver firmeza en su rostro. Isabella, considerada como la matriarca de los Alfonso de la región de Kimberley, tenía muy claro cuál era la finalidad de la familia: los bienes, la herencia, pasando de un miembro a otro, generación tras generación.
Y, para ello, tenía que haber matrimonios y tenía que haber hijos.
Elizabeth tenía tres hijos, los tres habían contraído matrimonio el año anterior, y dos de ellos estaban a punto de ser padres. Podía dormía tranquila por las noches, pero no así Isabella.
De sus tres nietos, solo Pedro planeaba casarse, y la joven que había escogido no era de su agrado. Aquella mujer no era la adecuada para él, pero no sabía cómo hacérselo ver, cómo hacerlo cambiar de opinión.
Estaban en el mes de mayo, y la boda se había fijado para el mes de diciembre, tras la recolección de la cosecha de caña de azúcar. Seis meses, tenía seis meses para convencerlo de que Marcela Banks nunca encajaría en su vida. Era una joven egoísta, vaya si lo era, egoísta y egocéntrica, pero muy astuta sin duda cuando se trataba de conseguir lo que quería. Seguramente estaba empleando el sexo como arma para seducir a su nieto, pero Isabella estaba segura de que ni siquiera eso duraría una vez fueran marido y mujer. Una persona tan preocupada por mantener su figura como Marcela… ¿Pasar por un embarazo? Ni hablar. ¿Accedería siquiera a darle un heredero, o esgrimiría excusas, lo pospondría eternamente o incluso rechazaría de plano la idea?
–¡Qué lugar tan hermoso es este, Isabella! –comentó Elizabeth con admiración, la mirada perdida en las plantaciones de caña de azúcar al otro lado de la ensenada Dickinson. No podía ser más distinto del interior, donde ella habitaba.
Estaban sentadas desayunando bajo el pórtico de la casa, frente a una hermosa fuente. Aquel lugar poseía el verdor intenso de Far North Queensland, y la selva tropical, que rodeaba aquella región de Australia reclamada por el hombre para sí, era tan antigua y única como las vastas tierras rojizas del corazón del continente.
Isabella no podría olvidar jamás lo duramente que había tenido que trabajar su familia para domar aquella tierra, las arduas tareas de limpiado de la maleza, las persistentes enredaderas que constantemente habían de arrancar, las plantas venenosas, el calor, la humedad, las enfermedades endémicas y las mortíferas serpientes. Y es que ella había nacido allí, setenta y ocho años atrás, en aquellas plantaciones de caña, hija de inmigrantes italianos.
Aparte de una corta estancia en Brisbane, durante la cual había conocido y se había casado con Eduardo Alfonso, antes de que su hermano Enrico y él se marcharan al frente en Europa, su hogar había estado siempre allí, en aquella colina que dominaba todo Port Douglas. Convertida ya en una viuda de guerra había regresado para que aquel lugar viera nacer a su hijo Roberto, a quien quería con verdadera pasión de madre.
–Mi padre escogió este sitio por mi madre. Ella procedía de Nápoles –explicó a su visitante–, y quería vivir junto al mar. Por eso mi padre le construyó esta enorme casa, al modo de las antiguas villas romanas.
–Es una historia muy romántica –concedió Elizabeth con una sonrisa.
–Mi padre la bautizó como Villa Valeri, pero, al no volver mi hermano de la guerra, pasó a ser de mi propiedad, y mi hijo y mis nietos llevan el apellido de mi esposo, por lo que, tras morir mi padre, la gente de los alrededores comenzó a llamarla Alfonso’s Castle y se quedó con ese nombre.
–¿Te apena que lo que tu padre logró con su esfuerzo haya acabado bajo el apellido Alfonso? –inquirió Elizabeth con suavidad. Isabella sacudió la cabeza.
–Mi hijo y mis nietos, aun llamándose Alfonso, son descendientes de mi padre, y eso era lo único que a él le habría importado, que lo que él creó siga perteneciendo a la familia, y que las generaciones venideras lo mantengan y lo engrandezcan. Creo que comprendes a qué me refiero –dijo girando la cabeza para mirarla. Elizabeth asintió–. Y creo que sabes que no es algo sencillo de conseguir. Aquí, en esta región tropical, también sufrimos desastres. Vosotros padecéis sequías, mientras que a nosotros nos asolan los ciclones. Como sabes, perdí a mi hijo Roberto por culpa de uno, y aquella fue una época muy difícil para mí. Sin él, la producción de las plantaciones cayó en picado.
–Supongo –musitó Elizabeth– que verdaderamente los desastres forjan el carácter de las personas, que hacen que se superen a sí mismas al afrontarlos.
–Así es, en esas situaciones tienes que luchar, luchar para no perder lo que tienes –afirmó Isabella con vehemencia.
¿Era tal vez aquella convicción en su voz lo que hacía que Elizabeth la tratara con tanto respeto? Desde luego no era una deferencia hacia ella por su edad, ya que, aunque esta la superaba en casi dos décadas, ambas tenían ya el cabello cano.
Isabella, muy erguida en su asiento, no se sentía vieja. Su rostro estaba surcado por arrugas más abundantes y profundas que el de la otra mujer, y probablemente tenía muchos más achaques que ella, pero en su interior la llama de la vida ardía aún con sorprendente intensidad.
–Tu padre estaría muy orgulloso, Isabella, si viera cómo has mantenido el lugar para dejar el testigo a tus nietos. Y ahora ellos se han convertido en hombres y te han devuelto tu sacrificio con creces… Rafael y yo recorrimos ayer las plantaciones y quedamos muy impresionados.
–¡Ay, pero tanto trabajo puede verse destruido en tan poco tiempo, Elizabeth! –se quejó la anciana–, igual que aquel ciclón segó las vidas de Roberto y su esposa… –meneó la cabeza y dirigió una mirada penetrante a su sobrina–. Quisiera ver a mis nietos casados, con hijos, para asegurar la continuidad del sueño de mi padre, pero ninguno parece dispuesto a complacerme.
–Pero Pedro sí…
–Oh, es verdad, ya conociste a su prometida en la cena de anoche –la interrumpió Isabella–, ¿qué te pareció?
Elizabeth se quedó dudando un instante y contestó muy despacio:
–Bueno, es… atractiva, muy refinada.
Isabella torció el gesto ante aquel comentario escogido con tanto cuidado, y sus ojos centellearon burlones.
–Sí, relumbra como un diamante, pero su corazón es tan frío y duro como ellos. No es capaz de entregarse a nadie de verdad.
–La elección de Pedro no te hace feliz –adivinó Elizabeth.
–No será una buena esposa para él.
Elizabeth comprendió al instante el dilema de su tía política y la compadeció de veras.
–En ese caso –dijo arriesgándose a darle un consejo–, deberías buscarle otra mujer, Isabella, antes de que sea demasiado tarde.
–¿Yo? –replicó asombrada la anciana–, ¿cómo podría hacer eso? Pedro jamás aceptaría un matrimonio concertado, tiene un orgullo de todos los demonios…
–Mi hijo mayor, Nicolas, se pasó años mariposeando entre mujeres que no encajaban en la vida de campo a la que él está atado.
–Es el mismo caso de Pedro –convino Isabella en tono de fastidio–. Marcela jamás sentirá ningún apego por la tierra, para ella solo es una fuente de riqueza.
–Entonces –continuó Elizabeth–, yo misma me embarqué en la búsqueda de una mujer que respondiera a las necesidades de Nicolas. Y la encontré.
–¿Quieres decir que a Miranda, la mujer de Nicolas… la elegiste tú? –inquirió Isabella incrédula.
–Sí, claro que por suerte ella también encontró lo que necesitaba en él. En fin, yo solo los puse al uno en el camino del otro y recé para que funcionara… Y funcionó –dijo riéndose y encogiéndose de hombros.
–¡Ah, ya veo…! ¿Seguro que no pusiste también alguna indicación para que no se desviaran?
–Nada que resultara muy obvio –respondió Elizabeth con una sonrisa pícara–, solo un pequeño empujoncito para acercarlos. No puedes controlarlo todo. Si no hay química de por medio…
–Oh, por eso no hay problema. ¿Qué mujer no querría a Pedro?
–Sí, pero, el problema es que a él también tendría que atraerle la mujer que tú eligieses. Porque, después de todo, Marcela es…
–Lo sé, lo sé… Una arpía de cuidado.
–Yo iba a decir muy atractiva –dijo Elizabeth riéndose.
–¡Bah, un saco de huesos y poca carne! Pedro necesita a una mujer, no a una muñeca. Necesita a una mujer con unas buenas caderas para tener hijos y senos que no sean de silicona para poder amamantarlos, una mujer que sepa hacerle comidas nutritivas, no una que se alimente a base de lechuga.
Elizabeth se rio.
–Bueno, pero Pedro tiene que encontrarla atractiva. Y tomando a Marcela de guía no creo que le gusten las gorditas… –dijo sonriendo. Y, entonces, se puso seria–. Tú lo conoces mejor que nadie, Isabella. Creo que lo que le conviene a Pedro es una mujer con la cabeza sobre los hombros, una mujer que pueda ser su compañera en todos los sentidos.
–Una compañera de verdad, eso es lo que necesita –convino su tía política–. Una mujer que quiera darle descendencia.
Isabella estaba plenamente satisfecha de aquella conversación. Como había esperado, Elizabeth no la había defraudado. Era una suerte que hubiera ido a visitarlos con su nuevo capataz, Rafael Santiso, de origen argentino, según tenía entendido, y, a lo que parecía, muy eficaz en su trabajo. Le recordaba a su padre, un hombre con visión de futuro.
Pedro también tenía las cualidades necesarias para ser así.
¡Si tan solo abriera los ojos y se diera cuenta de que no estaba haciendo lo correcto! ¡Ah, pero ella se lo haría ver!, ella encontraría a la mujer que lo llevara por el buen camino.
UNA NOVIA EN UN MILLÓN: SINOPSIS
Como primogénito de su importante familia, Pedro Alfonso era el heredero de una enorme plantación de la región tropical australiana. Ahora su obligación era tratar de ampliar el imperio familiar, pero también debía encontrar una esposa y tener un hijo.Paula Chaves ya era madre y no tenía la menor intención de buscar marido; y, por mucha química que hubiera entre ellos, Pedro estaba totalmente fuera de su alcance. Además, solo era su huésped para asistir a una boda...
¿O acaso iba a ser ella la novia?
sábado, 12 de diciembre de 2015
UNA MISION PELIGROSA: EPILOGO
Parecía increíble, pero Paula había hecho muchos más amigos fuera de Conifer. Y la mayoría se encontraba allí, en la playa, donde ella bailaba descalza en la fiesta de celebración de su boda. También estaban Javier y Fernanda, junto a Clementina, Joey, Dougie y la madre de Cleme. Pero los invitados más inesperados fueron, sin duda, los padres de Paula.
–¿Os importa si os interrumpo? –su padre tomó la mano de Paula y, para sorpresa de ambos, la de Pedro y los miró con ojos llorosos–. Os debo una disculpa. Perder a Melisa ha sido lo más duro que he vivido jamás. Pedro, espero que algún día puedas perdonarme por permitir que mi dolor anulara mi sentido común. Golpearte fue deplorable, sobre todo cuando veo la alegría que has traído a la vida de mi dulce y hermosa Paula –hizo una pausa–. Paula, ni en los peores momentos dejaste de recordarnos que teníamos mucho por lo que vivir aún. Y, Pedro, eres un auténtico caballero. No se me ocurre nadie mejor para cuidar de mi hija.
–Para mí es un honor, señor –yerno y suegro se fundieron en un abrazo al que se unió Ana.
–No puedes hacer eso –por suerte, Javier y Fer estaban allí para contrarrestar tanta sensiblería.
–No sé por qué no –Javier sujetaba la copa de helado bajo la fuente de chocolate–. No sé de qué otro modo voy a conseguir salsa de chocolate en mi helado de vainilla.
–Eres imposible –declaró Fer–. No se te puede llevar a ninguna parte.
–Ni que tú fueras el primer premio –su marido admiró el vestido de rayas moradas, zapatos amarillos y rizos a lo Shirley Temple–. ¿Pero qué digo? Eres la mujer más sexy al oeste del Mississippi, o quizás estemos al este. Venga, un abrazo y un beso para tu papaíto.
Paula ocultó el rostro contra el pecho de su esposo, apenas incapaz de contener su felicidad. Incluso las niñas parecían divertirse con el hijo de Calder y Pandora.
–¿Te imaginabas cuando íbamos al instituto que terminaríamos así? –preguntó ella.
–Sinceramente, en aquella época estaba más interesado en robarte las galletas de la merienda –Pedro le acarició la barriga–. Pero ahora que te tengo a ti, y a todas tus futuras galletas, no me importaría conocer ese futuro.
–¿Y qué pasaría si te digo que tienes la mano apoyada en ese futuro?
–¿En serio? –preguntó él cuando al fin asimiló las palabras de Paula–. ¿Estás embarazada?
–¿Te parece bien? –ella asintió.
–¿Bien? –Pedro la levantó en vilo–. Es perfecto.
Ella, que había dedicado su vida a la búsqueda de la perfección, con Pedro a su lado, al fin la tenía a su alcance.
Y solo había necesitado seguir el consejo de su hermana.
«Sigue los dictados de tu corazón».
Que en su caso, le había llevado a los brazos de su adorable SEAL.
UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 24
–Ya sé que últimamente eres tú el que me lo pregunta –Pedro se dirigió a Heath en un descanso del entrenamiento de buceo–. Pero ¿estás bien? Ahí abajo parecías ausente.
–Estoy bien –su amigo mordió con rabia una barrita energética–. ¡A quién quiero engañar!
–¿Qué sucede? –Pedro se acercó a él.
–Ya sabes que Patricia y yo intentamos tener un bebé. Pues resulta que no puede concebir a causa de un tumor.
–Pero será benigno, ¿no? –Pedro sintió un agujero en el estómago–. Se pondrá bien, ¿verdad?
–Eso espero. No sé qué haría sin ella.
Pedro sabía bien cómo se sentía su amigo. Vivir sin Paula y las niñas era lo más parecido a respirar con un solo pulmón.
–No pretendía arrastrarte conmigo –se disculpó Heath–. Debo ser positivo. Me tomaré libre el resto de la semana para acompañarla a las pruebas.
–Pensaré en vosotros. Espero que se ponga bien.
–Dios te oiga.
El resto del día estuvo muy ocupado, pero en cuanto tenía un minuto de descanso, Pedro no podía evitar pensar en lo mal que lo estarían pasando Heath y Patricia, dos
personas que se amaban, pero a los que, por un cruel capricho del destino, quizás no les quedara mucho tiempo.
En cambio Paula y él habrían tenido todo el tiempo del mundo, pero ella lo había rechazado.
***
–¿Preparadas, señoritas? –Viviana y Vanesa la ignoraron en beneficio de una mariposa que había cometido el error de invadir su espacio aéreo–. Menuda ayuda tengo con vosotras dos.
De momento, Virginia le estaba gustando. El calor ambiente se extendía también a sus gentes.
Haciendo acopio de todo su valor, abrió la puerta del bar, decidida a conocer a Maggie.
–Déjame ayudar –un hombre con uniforme de la marina la ayudó a meter el carrito de las niñas.
–Gracias. Este lugar no está adaptado para bebés, ¿verdad?
–No exactamente –el hombre rio–. Que os divirtáis.
–Gracias.
Tras acostumbrarse a la penumbra del local, comprobó que Tipsea’s tenía muchas ventanas, pero la iluminación permitía a sus parroquianos disfrutar de intimidad. A primera hora de la tarde, las mesas de billar estaban casi todas desocupadas y la pista de baile vacía. El olor a cerveza y a lo que, sin duda, sería una estupenda hamburguesa con queso, lo impregnaba todo.
–Tú debes de ser Paula –una mujer de cabellos grises extendió los brazos.
–¿Me ha delatado la tropa que me acompaña? –Paula rio.
–Un poco. Vamos a la oficina. ¡Hank! –gritó–. Me voy al despacho. Llama si me necesitas.
A Paula le sorprendió agradablemente la oficina, luminosa y acogedora.
–Gracias por recibirme –le dijo en cuanto Maggie se hubo sentado en el sofá y ella en el sillón.
–Es un placer. Debo admitir que tu propuesta me pilló por sorpresa, pero tras pensarlo, descubrí que me atraía la idea de una jubilación parcial.
–Me alegro. Si todo sale bien, este puede ser el inicio de una nueva vida para las dos.
*****
–Es que no me apetece –se quejó Pedro camino de Tipsea’s.
Era el día de San Patricio, pero ni toda la cerveza del mundo le devolvería la sonrisa.
–Solo sales del apartamento para ir a trabajar. Te vendrá bien pasar una noche con los chicos.
–Soy demasiado viejo para ser raptado –Pedro deseó haber conducido él mismo. Así podría escaparse a la primera ocasión que tuviera.
–Tú cállate y deja de quejarte. Te aseguro que vas a pasarlo muy bien.
Cuando llegaron a Tipsea’s, Pedro intentó darse media vuelta y pedir un taxi, pero su amigo lo agarró del brazo.
–Vamos, tío. Tienes que entrar en ese bar.
–No tengo sed.
Ya debería haber superado lo de Paula, pero Pedro temía que ese día jamás llegaría.
–Relájate y al menos intenta divertirte –le aconsejó Cooper mientras señalaba hacia la barra del bar–. La camarera está sirviendo copas.
Pedro miró a la mujer y casi se atragantó al ver a Paula tras la barra de su bar preferido.
–¿De verdad es ella? –le preguntó a Cooper, a pesar de que su amigo no la conocía.
–Si te refieres a Paula, tu chica, según Maggie lo es. Mi integridad física corría un serio peligro si no te traía esta noche –su amigo saludó con la mano a algunos compañeros–. Yo ya he cumplido con mi misión. Diviértete.
Paula habló con uno de los camareros antes de acercarse a él. Los ojos marrones brillaban de emoción. Pedro quiso mostrar indiferencia hacia el hecho de que hubiera ido en su busca, pero no pudo, pues lo cierto era que le importaba más que nada en el mundo.
–Jamás pensé que podría echar tanto de menos a alguien.
–Yo opino igual –contestó ella–. Lo siento. Quise aceptar tu petición de matrimonio, pero todo aquello me parecía un sueño y jamás pensé que pudiera ser real.
–Jamás te lo habría pedido si no planeara pasar el resto de mi vida contigo y las chicas –cuando Pedro la besó, el mundo recobró de golpe todo su sentido–. Por cierto, ¿dónde están?
–Con unos amigos tuyos. Calder y Pandora. Maggie me los presentó.
–¿Cómo es que conoces a todos mis amigos? –preguntó él–. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
–Solo una semana, pero, sin verte, me ha parecido toda un vida. Maggie y yo somos socias. Cleme y su madre están pensando comprar mi bar, y he puesto en alquiler la casa de Alex y Melisa. Quería instalarme aquí primero, por si acaso necesitaba poner en marcha el cortejo.
–¿A qué te refieres?
–Ya sabes –Paula lo besó–, si seguías enfadado conmigo, iba a necesitar un trabajo y una casa. Utilizando tu lenguaje, una base de operaciones, porque a partir de ahora me perteneces.
–Me gusta cómo suena eso –tras unos cuantos besos más, coreados por los clientes del bar, Pedro se apartó frustrado–. ¿Te importa si nos largamos de aquí?
–Pensaba que nunca me lo pedirías.
Salieron del local, hacia su nueva vida. Pedro se mantuvo en silencio, emocionado ante el hecho de que la mujer amada corría hacia él, y no en dirección contraria.
–Te amo –Paula suspiró, apoyando la cabeza en su hombro–. Siempre te he amado.
–Te amo, Pau, pero fui demasiado estúpido para admitirlo, hasta que casi fue tarde –del bolsillo del pantalón, Pedro sacó el anillo–. Antes de seguir. ¿Lo de casarnos?
Ella fingió pensárselo.
–Eso no tiene gracia –gruñó él antes de besarla–. Si no me contestas, puede que retire la oferta.
–Sí, por supuesto –el beso confirmó las palabras de Paula.
–Eso está mejor –Pedro deslizó el anillo en el dedo de Paula–. ¿Adónde vamos?
–Pensaba que tú tenías alguna idea. Mi coche de alquiler está en el bar.
–Ojalá lo hubieras mencionado antes –él giró la cabeza–. Ya podríamos estar en mi apartamento haciendo guarrerías.
–Qué presuntuoso, marinero –Paula se sonrojó–. ¿Es ese modo de hablarle a tu futura esposa?
–Todas las noches –Pedro le guiñó un ojo–. Y por las mañanas, si las niñas no están despiertas.
–Bueno, en ese caso, pongámonos en marcha. Tenemos mucho tiempo que recuperar.
–Me has leído la mente. ¿Hay bastante sitio en el asiento trasero de tu coche?
–Para lo que tienes pensado –ella soltó una carcajada–, vamos a necesitar un modelo más grande.
–Supongo que, si hemos aguantado todo este tiempo, unos minutos más no importarán.
–Eso lo dirás por ti. Vamos –Paula entró en un hotel, reservó una habitación y por fin pudo reencontrarse con cada centímetro del cuerpo de Pedro.
El anillo era precioso, pero más aún el modo en que ese hombre le hacía sentir. Le había cambiado la vida, para mejor, y cada día, hasta el fin de sus días, se lo iba a agradecer.
UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 23
Pedro le dio a cada niña un abrazo y un beso de despedida y les susurró su amor. Pero hasta que no se puso al volante del Hummer de Alex, no respiró.
¿Qué había pasado? ¿Había seguido el consejo de su padre y de Calder para ser rechazado?
Lo había dado todo por Paula y las niñas. Había decidido renunciar a su carrera. ¿Y para qué?
Aparcó frente a la casa de su padre y vio la camioneta de Fer en la entrada.
Lo que faltaba.
Para una vez que necesitaba hablar a solas con su padre, el hombre tenía cosas más importantes que hacer. Y ni siquiera era sábado. De todos modos, llamó a la puerta.
–¿Qué haces aquí? –preguntó su padre–. ¿Va todo bien con Paula y las niñas?
–Me han llamado a filas –Pedro suspiró. No existía la versión corta de la historia y, mortificado por el retraso, optó por una mentira–. Va con el empleo.
–Qué pena que te marches –Javier lo abrazó–. Pero estoy orgulloso de ti, hijo.
Su padre jamás imaginaría lo mucho que necesitaba Pedro oír eso de alguien.
Tras despedirse de Fer con otro abrazo, Pedro se dirigió al aeropuerto. Su padre quiso acompañarlo hasta que despegara el vuelo, pero él lo rechazó. Necesitaba estar solo para pensar. La terminal estaba cerrada, pero hizo la reserva desde el móvil para volar a primera hora de la mañana.
Dormiría en el coche.
Casi todas sus pertenencias estaban en la casa, pero tanto daba. Las pertenencias eran reemplazables. Lo único que no podría comprar era un nuevo corazón.
****
Paula despertó con los ojos hinchados y una almohada vacía a su lado. La pérdida resultaba devastadora. Y el hecho de que fuera ella la causante de tanto dolor, demencial.
¿Qué otra cosa podía haber hecho?
El miedo que clavaba sus garras en la base del estómago le contaba otra realidad. ¿Y si rechazarlo resultaba ser el mayor error cometido en toda su vida?
Los gritos de Viviana le llegaron a través del monitor.
Antes de que Paula hubiera podido ponerse la bata y las zapatillas, Vanesa se había unido a su hermana. Parecía increíble que el día antes Pedro hubiera compartido la rutina matutina.
Ese hombre lo era todo para ella, pero unirse a él supondría destrozar a su familia aún más.
*****
–¡Dichosos los ojos!
–Gracias –Pedro cerró la puerta del apartamento que compartía con Cooper.
Ellos dos eran los únicos solteros del grupo de los SEAL. Y gracias a Paula, Pedro sospechaba que no volvería a ir más allá de tomar una copa con el sexo débil. ¿Sexo débil? ¡Y un cuerno!
–¿Has disfrutado de las vacaciones? –preguntó Cooper.
–Una barbaridad.
–Yo también –su compañero de piso no era muy hablador–. Ha sido un día largo. Creo que me ducharé y me iré a la cama.
–Buena idea. Te veré por la mañana.
*****
–Pues, si quieres saber mi opinión, mejor que se haya largado –la madre de Paula trabajaba en el álbum de recortes mientras su padre alimentaba la chimenea.
Pedro llevaba una semana fuera de su vida y, en cuanto se había extendido el rumor de su marcha, sus padres habían aparecido en casa de Melisa, desviviéndose por cuidar de las nietas.
Pero tal y como se había temido Paula, las niñas se mostraban inconsolables sin él.
–Me gustaría otorgarme el mérito de haberlo echado de aquí –observó su padre mientras hacía saltar a Vanesa sobre sus rodillas–, pero siempre ha sido un chico listo. Sin duda comprendió que no era bienvenido por aquí.
–¡Dejadlo ya los dos! –espetó Paula mientras Viviana empezaba a llorar–. Estamos hablando de Pedro. Un amigo de toda la vida que me ha ayudado en más ocasiones de las que sería capaz de enumerar, y a vosotros también. Mirad cómo su marcha ha afectado a vuestras nietas. Cuando él estaba aquí, salvo las dos primeras semanas tras perder a sus padres, nunca estaban así.
–¿Insinúas que el recuerdo de tu hermana solo merecía dos semanas de luto? –rugió Ana.
–No me refería a eso en absoluto –Paula elevó la voz sobre los crecientes aullidos de Viviana–. Pero estáis siendo muy irrespetuosos con Pedro. Es un buen tipo, un gran tipo. Y siento mucho que se haya marchado –«sobre todo porque, en gran parte, lo rechacé por respeto a vosotros».
*****
–Hombre de las nieves, mi niña de tres años corre más deprisa que tú. ¡Vamos!
–Sí, señor –durante la semana que había pasado, Pedro había llegado a echar mucho de menos su pacífica existencia doméstica. Su cuerpo pronto recuperaría la buena forma, pero temía que la cabeza tardaría mucho más.
–Tienes un aspecto horrible –Calder se acercó a él en un descanso.
–Gracias, tío. Yo también te quiero.
–Pensaba que te casarías con esa chica.
–¿Y de dónde has sacado esa idea? –Pedro vació media botella de agua sobre su cabeza.
–Te conté el secreto –Calder miró a su alrededor y susurró–: Lo sabrás cuando lo sepas.
–Pues está claro que no lo supe
****
Pasadas dos semanas tras la última discusión, Paula seguía negándose a dejar a las niñas con sus padres y por eso estaban con ella mientras limpiaba el viejo apartamento.
Trevor, que le había ayudado muchísimo tras la marcha de Pedro, había sido ascendido a gerente del turno de noche. Y el nuevo cargo llevaba aparejado alojarse en el apartamento. Al menos en cuanto lo hubiera vaciado de todos los trastos inútiles acumulados.
Pedro era muy estricto y vivir con él le había enseñado a simplificar su estilo de vida.
Lo echaba de menos con una dolorosa intensidad que casi nunca remitía. Seguía sin estar segura de que no se le hubiera declarado por la nostalgia que le despertaba su hermana, o por pena, pero constantemente se replanteaba su decisión.
De haber aceptado, ¿estaría allí con ella en esos momentos?
¿Habría sido justo, considerando lo mucho que amaba su trabajo?
Viviana se aburrió de jugar en la alfombra y no se privó de demostrarlo con una de sus clásicas rabietas. Para cuando Vanesa se unió a ella, Clementina había subido las escaleras a toda prisa.
–Más gritos como esos y vas a provocarle un infarto a la tía Cleme –anunció mientras tomaba a Viviana en brazos.
–Lo siento –Paula calmó a Vanesa–. Casi he terminado. Solo me queda revisar esta caja.
–Tranquila –la joven se volvió a Viviana–. Tú te vienes abajo conmigo. Ya es hora de que aprendas a disfrutar de las cerezas.
–Gracias –gritó Paula a su amiga.
Volviendo a la tarea, eligió el último bolso que iba a donar a beneficencia. Era el bolso negro que había llevado el día que Pedro y ella habían acudido al despacho de Benton.
Sujetándolo contra el pecho, tuvo que esforzarse por no llorar.
–Vane, deberíamos haber luchado por él, ¿verdad? Deberíamos haberle dicho a tus entrometidos abuelos que no nos importaba lo que pensaran.
*****
Tres semanas después, las niñas corrían a toda velocidad con sus andadores y Paula limpiaba la ceniza de la chimenea cuando sonó el móvil.
Tras limpiarse las manos, tomó el teléfono y asumió la decepción al comprobar en la pantalla que no se trataba de Pedro. Era Benton, el abogado de Melisa.
–¿Paula?
–Sí, hola –ella se sentó junto a la chimenea sin quitarle ojo a las niñas.
–¿Tendrías hoy un momento libre para pasarte por el despacho?
–Supongo. ¿Va todo bien? –el estómago de Paula se encogió.
–Sí, claro. Es que acabo de encontrar algo que pensé querrías tener.
Tras una ducha rápida, Paula dejó a las niñas con su madre y se dirigió al despacho de Benton. A juzgar por las carpetas que abarrotaban la sala de espera, había estado de limpieza.
–¿Benton? –llamó ella.
–¡Pasa! –gritó el abogado desde su despacho.
–¿Necesitas ayuda? –Paula lo encontró agachado bajo el escritorio, recogiendo clips.
–No, casi los tengo todos –al incorporarse, se dio un buen golpe en la cabeza–. Supongo que se veía venir.
–Nadie se merece tanto dolor –ella se sentó en una silla–. Un golpe en la cabeza es lo peor.
–Reserva tus opiniones hasta que veas esto –Benton le mostró un sobre cerrado.
–¿Qué es?
–Una carta. De Melisa. Supongo que, el día que estuvisteis aquí para la lectura del testamento, debió de caerse. Lo siento muchísimo. No sabía que estuviera en la carpeta.
Paula extendió una mano temblorosa. En su interior se mezclaban muchas sensaciones. Dicha ante el privilegio de recibir un último mensaje de su hermana. Ira contra Benton por haber sido tan descuidado. Y también una pequeña excitación ante lo que fuera que su hermana hubiera sentido la necesidad de compartir con ella desde la tumba.
–Te dejaré sola –el hombre salió del despacho y cerró la puerta.
Paula abrió el sobre y, con mano cada vez más temblorosa, luchó por sacar su contenido. Por fin comenzó a leer con los ojos anegados en lágrimas.
Mi dulce Paula:
Si estás leyendo esto, significa que mis premoniciones eran ciertas y Alex y yo hemos pasado a mejor vida. Te resultará extraño que te haya dejado a ti, y a Pedro, a cargo de mis dos ángeles, pero a mi modo de ver era el acto más natural y honorable que podía hacer.
Debo admitir que jamás fui la mujer que Pedro se merecía. Yo nunca fui una buena persona como tú. Tú te pasabas la vida ayudando a alguien mientras que yo solo me preocupaba por lograr el bronceado perfecto. Llegada la hora final, supongo que he encontrado la fuerza para admitir que pude haber sido un poco superficial. ¡De acuerdo… muy superficial!
Paula rio con el espíritu de su hermana mientras se secaba las lágrimas que se negaban a dejar de rodar por sus mejillas.
Pero no te equivoques, aunque incompleta en muchos aspectos, en su conjunto fui la bomba. Y, mi querida hermana, tú también lo eres, y por eso quiero que mis niñas sean criadas por la persona más dulce, buena y cariñosa que conozco. Tú.
Y aquí es donde entra Pedro. Uno de mis mayores pesares fue el daño que le hice. Lo culpé de nuestra ruptura por el tiempo que estaba ausente, pero, sinceramente, el problema era que no soportaba vivir sola. Alex se pasaba la vida dando fiestas y tenía esa enorme y preciosa casa. Yo siempre quise vivir como una princesa y Alex me ofreció esa posibilidad. En consecuencia, traicioné a Pedro y le causé un gran dolor.
Pedro y tú compartíais una conexión que yo jamás tuve con él, ni siquiera después de casarnos. Vuestra amistad a menudo parecía más fuerte que nuestro supuesto amor. Mirando hacia atrás, creo que lo consideraba una conquista, un trofeo. Pero es un buen hombre que merece ser amado. Merece tu amor.
Paula, por favor no cometas ninguna estupidez como permitir que papá y mamá te digan cómo vivir tu vida. Su intención es buena, pero lo que quiero para ti y mis niñas es que tengáis una buena vida. Mientras escribo esto, sé que no me queda mucho tiempo. Mis sueños de muerte me asustan, pero no tanto como la idea de que mis niñas crezcan solas. Quién sabe, a lo mejor mis pesadillas son el resultado del exceso de vino y al final acabo viviendo hasta los cien años, pero de no ser así, contigo como madre de Viviana y Vanesa, sé que estarán cuidadas y serán queridas. Y si Pedro se queda contigo, y al fin os dais cuenta de lo bien que podríais estar juntos, podré marcharme habiendo hecho algo bueno.
Por favor cría a mis hijas con mucho amor. Me hace feliz pensar que los espíritus de nuestra familia viven en ellas.
Por último, aunque no encuentres el amor verdadero con Pedro, nunca dejes de buscarlo. Siempre has sido más lista que yo, pero, en este caso, no te pases analizando el amor. Sigue los dictados de tu corazón. Cuando llegue el momento, sabrás qué hacer.
Te adoro, mi querida hermana. Por favor, no te pongas triste cuando pienses en mí. Os pido a ti y a las niñas que sonriáis al pronunciar mi nombre, tal y como haré yo por todos vosotros.
M
Paula tomó un pañuelo del escritorio de Benton, apenas capaz de terminar de leer la carta. Ironías del destino, de haberla leído meses atrás, habría comprendido lo que instintivamente siempre había sabido: Pedro era, siempre había sido, el hombre indicado para ella.
Imaginándose que no le haría mucho bien recriminarse el haberle dejado marchar, optó por un camino más proactivo de autoayuda y se lanzó de cabeza en pos de sus sueños.
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