domingo, 13 de diciembre de 2015

UNA NOVIA EN UN MILLÓN: CAPITULO 1




Mientras hablaban, Isabella Valeri Alfonso observaba con aprobación a su sobrina política, Elizabeth, satisfecha de ver firmeza en su rostro. Isabella, considerada como la matriarca de los Alfonso de la región de Kimberley, tenía muy claro cuál era la finalidad de la familia: los bienes, la herencia, pasando de un miembro a otro, generación tras generación. 


Y, para ello, tenía que haber matrimonios y tenía que haber hijos.


Elizabeth tenía tres hijos, los tres habían contraído matrimonio el año anterior, y dos de ellos estaban a punto de ser padres. Podía dormía tranquila por las noches, pero no así Isabella.


De sus tres nietos, solo Pedro planeaba casarse, y la joven que había escogido no era de su agrado. Aquella mujer no era la adecuada para él, pero no sabía cómo hacérselo ver, cómo hacerlo cambiar de opinión.


Estaban en el mes de mayo, y la boda se había fijado para el mes de diciembre, tras la recolección de la cosecha de caña de azúcar. Seis meses, tenía seis meses para convencerlo de que Marcela Banks nunca encajaría en su vida. Era una joven egoísta, vaya si lo era, egoísta y egocéntrica, pero muy astuta sin duda cuando se trataba de conseguir lo que quería. Seguramente estaba empleando el sexo como arma para seducir a su nieto, pero Isabella estaba segura de que ni siquiera eso duraría una vez fueran marido y mujer. Una persona tan preocupada por mantener su figura como Marcela… ¿Pasar por un embarazo? Ni hablar. ¿Accedería siquiera a darle un heredero, o esgrimiría excusas, lo pospondría eternamente o incluso rechazaría de plano la idea?


–¡Qué lugar tan hermoso es este, Isabella! –comentó Elizabeth con admiración, la mirada perdida en las plantaciones de caña de azúcar al otro lado de la ensenada Dickinson. No podía ser más distinto del interior, donde ella habitaba.


Estaban sentadas desayunando bajo el pórtico de la casa, frente a una hermosa fuente. Aquel lugar poseía el verdor intenso de Far North Queensland, y la selva tropical, que rodeaba aquella región de Australia reclamada por el hombre para sí, era tan antigua y única como las vastas tierras rojizas del corazón del continente.


Isabella no podría olvidar jamás lo duramente que había tenido que trabajar su familia para domar aquella tierra, las arduas tareas de limpiado de la maleza, las persistentes enredaderas que constantemente habían de arrancar, las plantas venenosas, el calor, la humedad, las enfermedades endémicas y las mortíferas serpientes. Y es que ella había nacido allí, setenta y ocho años atrás, en aquellas plantaciones de caña, hija de inmigrantes italianos.


Aparte de una corta estancia en Brisbane, durante la cual había conocido y se había casado con Eduardo Alfonso, antes de que su hermano Enrico y él se marcharan al frente en Europa, su hogar había estado siempre allí, en aquella colina que dominaba todo Port Douglas. Convertida ya en una viuda de guerra había regresado para que aquel lugar viera nacer a su hijo Roberto, a quien quería con verdadera pasión de madre.


–Mi padre escogió este sitio por mi madre. Ella procedía de Nápoles –explicó a su visitante–, y quería vivir junto al mar. Por eso mi padre le construyó esta enorme casa, al modo de las antiguas villas romanas.


–Es una historia muy romántica –concedió Elizabeth con una sonrisa.


–Mi padre la bautizó como Villa Valeri, pero, al no volver mi hermano de la guerra, pasó a ser de mi propiedad, y mi hijo y mis nietos llevan el apellido de mi esposo, por lo que, tras morir mi padre, la gente de los alrededores comenzó a llamarla Alfonso’s Castle y se quedó con ese nombre.


–¿Te apena que lo que tu padre logró con su esfuerzo haya acabado bajo el apellido Alfonso? –inquirió Elizabeth con suavidad. Isabella sacudió la cabeza.


–Mi hijo y mis nietos, aun llamándose Alfonso, son descendientes de mi padre, y eso era lo único que a él le habría importado, que lo que él creó siga perteneciendo a la familia, y que las generaciones venideras lo mantengan y lo engrandezcan. Creo que comprendes a qué me refiero –dijo girando la cabeza para mirarla. Elizabeth asintió–. Y creo que sabes que no es algo sencillo de conseguir. Aquí, en esta región tropical, también sufrimos desastres. Vosotros padecéis sequías, mientras que a nosotros nos asolan los ciclones. Como sabes, perdí a mi hijo Roberto por culpa de uno, y aquella fue una época muy difícil para mí. Sin él, la producción de las plantaciones cayó en picado.


–Supongo –musitó Elizabeth– que verdaderamente los desastres forjan el carácter de las personas, que hacen que se superen a sí mismas al afrontarlos.


–Así es, en esas situaciones tienes que luchar, luchar para no perder lo que tienes –afirmó Isabella con vehemencia.


¿Era tal vez aquella convicción en su voz lo que hacía que Elizabeth la tratara con tanto respeto? Desde luego no era una deferencia hacia ella por su edad, ya que, aunque esta la superaba en casi dos décadas, ambas tenían ya el cabello cano.


Isabella, muy erguida en su asiento, no se sentía vieja. Su rostro estaba surcado por arrugas más abundantes y profundas que el de la otra mujer, y probablemente tenía muchos más achaques que ella, pero en su interior la llama de la vida ardía aún con sorprendente intensidad.


–Tu padre estaría muy orgulloso, Isabella, si viera cómo has mantenido el lugar para dejar el testigo a tus nietos. Y ahora ellos se han convertido en hombres y te han devuelto tu sacrificio con creces… Rafael y yo recorrimos ayer las plantaciones y quedamos muy impresionados.


–¡Ay, pero tanto trabajo puede verse destruido en tan poco tiempo, Elizabeth! –se quejó la anciana–, igual que aquel ciclón segó las vidas de Roberto y su esposa… –meneó la cabeza y dirigió una mirada penetrante a su sobrina–. Quisiera ver a mis nietos casados, con hijos, para asegurar la continuidad del sueño de mi padre, pero ninguno parece dispuesto a complacerme.


–Pero Pedro sí…


–Oh, es verdad, ya conociste a su prometida en la cena de anoche –la interrumpió Isabella–, ¿qué te pareció?


Elizabeth se quedó dudando un instante y contestó muy despacio:
–Bueno, es… atractiva, muy refinada.


Isabella torció el gesto ante aquel comentario escogido con tanto cuidado, y sus ojos centellearon burlones.


–Sí, relumbra como un diamante, pero su corazón es tan frío y duro como ellos. No es capaz de entregarse a nadie de verdad.


–La elección de Pedro no te hace feliz –adivinó Elizabeth.


–No será una buena esposa para él.


Elizabeth comprendió al instante el dilema de su tía política y la compadeció de veras.


–En ese caso –dijo arriesgándose a darle un consejo–, deberías buscarle otra mujer, Isabella, antes de que sea demasiado tarde.


–¿Yo? –replicó asombrada la anciana–, ¿cómo podría hacer eso? Pedro jamás aceptaría un matrimonio concertado, tiene un orgullo de todos los demonios…


–Mi hijo mayor, Nicolas, se pasó años mariposeando entre mujeres que no encajaban en la vida de campo a la que él está atado.


–Es el mismo caso de Pedro –convino Isabella en tono de fastidio–. Marcela jamás sentirá ningún apego por la tierra, para ella solo es una fuente de riqueza.


–Entonces –continuó Elizabeth–, yo misma me embarqué en la búsqueda de una mujer que respondiera a las necesidades de Nicolas. Y la encontré.


–¿Quieres decir que a Miranda, la mujer de Nicolas… la elegiste tú? –inquirió Isabella incrédula.


–Sí, claro que por suerte ella también encontró lo que necesitaba en él. En fin, yo solo los puse al uno en el camino del otro y recé para que funcionara… Y funcionó –dijo riéndose y encogiéndose de hombros.


–¡Ah, ya veo…! ¿Seguro que no pusiste también alguna indicación para que no se desviaran?


–Nada que resultara muy obvio –respondió Elizabeth con una sonrisa pícara–, solo un pequeño empujoncito para acercarlos. No puedes controlarlo todo. Si no hay química de por medio…


–Oh, por eso no hay problema. ¿Qué mujer no querría a Pedro?


–Sí, pero, el problema es que a él también tendría que atraerle la mujer que tú eligieses. Porque, después de todo, Marcela es…


–Lo sé, lo sé… Una arpía de cuidado.


–Yo iba a decir muy atractiva –dijo Elizabeth riéndose.


–¡Bah, un saco de huesos y poca carne! Pedro necesita a una mujer, no a una muñeca. Necesita a una mujer con unas buenas caderas para tener hijos y senos que no sean de silicona para poder amamantarlos, una mujer que sepa hacerle comidas nutritivas, no una que se alimente a base de lechuga.


Elizabeth se rio.


–Bueno, pero Pedro tiene que encontrarla atractiva. Y tomando a Marcela de guía no creo que le gusten las gorditas… –dijo sonriendo. Y, entonces, se puso seria–. Tú lo conoces mejor que nadie, Isabella. Creo que lo que le conviene a Pedro es una mujer con la cabeza sobre los hombros, una mujer que pueda ser su compañera en todos los sentidos.


–Una compañera de verdad, eso es lo que necesita –convino su tía política–. Una mujer que quiera darle descendencia.


Isabella estaba plenamente satisfecha de aquella conversación. Como había esperado, Elizabeth no la había defraudado. Era una suerte que hubiera ido a visitarlos con su nuevo capataz, Rafael Santiso, de origen argentino, según tenía entendido, y, a lo que parecía, muy eficaz en su trabajo. Le recordaba a su padre, un hombre con visión de futuro.


Pedro también tenía las cualidades necesarias para ser así. 


¡Si tan solo abriera los ojos y se diera cuenta de que no estaba haciendo lo correcto! ¡Ah, pero ella se lo haría ver!, ella encontraría a la mujer que lo llevara por el buen camino.














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