jueves, 10 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 13





–¿Aliviado? –le preguntó Paula a Pedro en el taxi mientras regresaban del juzgado al aeropuerto. La tormenta aún no había comenzado y cuanto antes se marcharan de allí, mejor.


–No –él miró por la ventana. La firma de la renuncia de sus obligaciones parentales y económicas sobre las hijas de Melisa había llevado menos de diez minutos–. Tenemos tres horas hasta que salga nuestro vuelo. Déjame invitarte a cenar. ¿Te apetece un buen filete?


–Si tú quieres –Paula se encogió de hombros.


–Señor –Pedro se dirigió al taxista. Cualquier cosa antes de estar tres horas sentado con ella en el aeropuerto–. ¿Le importaría llevarnos a ese restaurante que acabamos de pasar?


Una camarera los acomodó en una mesa junto a la chimenea. Toda la decoración estaba basada en cornamentas: colgadas de las paredes, en forma de candelabros, incluso en la barandilla de las escaleras que conducían a las habitaciones del hostal.


–No sé tú, pero me parece que aquí faltan algunas cornamentas –observó Pedro en cuanto la camarera se hubo marchado tras anotar el pedido.


–¿Eso crees? –por primera vez en todo el día, Paula sonrió.


Las bebidas llegaron.


–Mamá nos trajo a Melisa y a mí a este lugar para asistir a un festival de bordados hace un par de años –comentó ella tras beberse casi toda la copa–. Estuvo bastante bien.


–Me alegra oírlo.


–Los bordados nunca fueron mucho de mi agrado. Me divertí más al año siguiente cuando papá y yo nos alojamos en el Robe Lake Lodge. Pesqué un tiburón salmón –Paula vació su copa–. Él jamás lo reconocerá, pero estoy segura de que sigue celoso.


–No lo culpo.


–¿Ves a nuestra camarera? –eran las dos de la tarde y en el comedor solo había otros tres comensales, por lo que no resultó complicado encontrarla sentada en una esquina.


–¿Necesitas algo?


Paula levantó la copa vacía hacia la mujer.


–No has desayunado ni comido. ¿Deberías tomar otra?


–El domingo a estas horas ya te habrás marchado. ¿Qué más te da?


–Me importas –Pedro le quitó el vaso vacío de las manos.


La camarera le sirvió a Paula la segunda copa.


–La semana que viene a estas horas ya ni te acordarás de mi nombre –la copa desapareció y la cremallera del jersey bajó–. ¡Uy! ¡Qué calor hace aquí dentro!


Parte del sujetador negro de satén quedó expuesto y Pedro sintió al instante una erección que lo obligó a cambiar de postura. No necesitaba que nadie le recordara el tiempo que llevaba en el dique seco. Ni estaba dispuesto a acabar con él con Paula.


–Quizás deberías hacer algo al respecto –él señaló la cremallera e hizo el gesto de subirla.


Paula miró hacia abajo y sacudió una mano en el aire.


Fue Pedro quien se inclinó por encima de la mesa e hizo el trabajo.


–¿Sabes? –ella habló en tono sobrio–. Esto resume mi vida. Siempre he sido la niña buena y siempre hay alguien que me sube la cremallera. ¿Pues sabes qué? Estoy harta de ser buena. Y aquí me tienes, madre de dos niñas y ni siquiera disfruté de buen sexo antes.


–¿No hicieron un buen trabajo los tipos con los que has estado? –Pedro se atragantó con su copa y miró a su alrededor para asegurarse de que nadie hubiese oído la queja de Paula.


–Para nada –ella reflexionó durante unos segundos–. Sin duda es una señal de que necesito beber más para sacar el valor.


–¿Valor para qué?


–Para todo este asunto de la madre soltera, pero, sobre todo, estoy bebiendo todo lo que puedo para no olvidar que debo mantener las manos lejos de ti.


De nuevo alzó la mano, pero Pedro consiguió agarrársela antes de que llamara la atención de la camarera.


–¿Tan malo sería?


–¿El qué?


–Que pusieras tus manos sobre mí.


–Sería lo peor del mundo –Paula bufó–. No me malinterpretes, eres más apetecible que una manzana envuelta en caramelo, pero no pienso darte ni un mordisco, ni siquiera lamerte.


La idea de esa mujer lamiéndolo provocó una nueva sacudida en Pedro. Lo que había pretendido ser una comida de celebración se estaba convirtiendo en una aventura sexualmente frustrante. Para cuando la camarera llegó con los filetes y las ensaladas, nevaba tanto en el exterior que ya no se veía la calle.


Pedro consultó el móvil y descubrió que la tormenta no solo se había adelantado, era más fuerte de lo esperado.


–Eh… ¿qué te parece si me dejas cortar a mí la carne? –sugirió cuando Paula estuvo a punto de apuñalarse a sí misma con el cuchillo.


Al acercarse aspiró el aroma floral de sus cabellos que le recordaron tantos paseos por el campo.


Se había casado con Melisa, pero se había divertido con Paula.


Una sensación de culpa hizo que se encerrara en sí mismo.


La camarera regresó con la carta de postres y Pedro pidió tarta de queso.


–¿Tienen tarta de carne? –dijo Paula apenas aguantándose la risa.


–Comprobaré nuestro vuelo –él consultó de nuevo el móvil.


–¿Por qué? –ella estaba sentada frente a la chimenea.


–Mira a tu espalda.


–¿Sabías que el accidente de Alex y Melisa se produjo por el mal tiempo? –ella cerró los ojos.


–Sí –su padre le había contado que habían despegado de Conifer con buena visibilidad, pero que habían quedado atrapados en una tormenta al sur de Anchorage. Pedro dudaba que fueran a ir a ninguna parte–. Llamaré a las líneas aéreas.


–¿Y bien? –preguntó Paula cuando él hubo colgado la llamada.


–De momento no sale ningún vuelo.


–Y justo cuando pensaba que ya no iba a tener que resistirme a ti por mucho más tiempo –ella soltó un gemido y apoyó la cabeza sobre la mesa.


–Aguanta –cómo le hubiera gustado doblegar esa escasa resistencia, pero su padre lo había educado bien y jamás se aprovecharía de una chica que hubiera bebido de más.
Terminó la tarta de queso y echó la silla hacia atrás–. Voy a reservar un par de habitaciones. Dormiremos bien y mañana por la mañana lo intentamos de nuevo. Seguro que a papá y a Fer no les importa quedarse con las niñas. ¿Te parece bien?


Quizás el gesto que ella hizo fue de asentimiento, pero la expresión no podía ser más cariacontecida.


Cinco minutos después, Pedro regresó, aunque no con las noticias que ella esperaba oír.


–Solo les quedaba una habitación.



*****


Paula despertó de una siesta de tres horas y descubrió a Pedro sentado a su lado en la enorme cama. En la televisión, una mujer acababa de ganar un premio en un concurso, pero él no parecía siquiera interesado. El atractivo perfil lucía estoico, resignado a pasar la tormenta con ella cuando seguramente preferiría la compañía de una bonita rubia.


La habitación estaba a oscuras, salvo por el reflejo de la pantalla del televisor. Fuera, el viento aullaba y el viejo edificio se estremecía con algunas ráfagas.


Cualquier persona normal estaría asustada, pero los habitantes de Alaska eran de todo menos normales y del bar llegaba el sonido de una fiesta en todo su apogeo.


–¿Qué darías por estar tumbado en una playa de Hawái en estos momentos?


–La bella durmiente ha despertado –Pedro sonrió–. Estuviste muy traviesa en la comida.


–¿En serio? –ella bostezó–. No recuerdo mucho después de la tercera copa.


–Qué típico –bromeó él–. Ven aquí.


Pedro la agarró de la cintura y la atrajo hacia sí hasta que la cabeza de Paula estuvo apoyada contra su pecho. Justo donde ella deseaba estar, pero sabía que no debería estar.


–Me gustas un poco achispada –Pedro le besó la cabeza–. Tu sinceridad resultó muy excitante.


Ella gruñó e intentó apartarse, pero él no se lo permitió.


–No recuerdo bien todo lo que dijiste, pero sí que en un momento dado hablaste de lamerme.


–Cállate –Paula se cubrió el sonrojado rostro entre las manos.


–Lo haría con gusto, pero conseguiste grabar esa imagen en mi mente. Y luego estuvo eso que hiciste con los espárragos…


–Que te calles.


–De eso nada –Pedro le levantó el rostro y la besó muy despacio.


Cuando ella gimió, la atrajo hacia sí y deslizó una mano bajo el jersey. Estar con él así resultaba tan natural, tan correcto. 


Pero ¿en qué estaba pensando?


Pedro, no –ella lo apartó de un empujón–. No podemos hacer esto. Está mal.


–¿Por qué?


Su mente se llenó de las imágenes de su madre y de Sofia. 


Y también imágenes de su preciosa hermana el día que se casó con Pedro.


–No puedo. No quiero ser la clase de mujer que…


–¿La clase de mujer que vive su vida?


Esa era la pregunta que le había llevado a pedir la primera copa. En cuanto Pedro hubo firmado los papeles de renuncia, se había iniciado el fin de su vida compartida. La idea de no volver a jugar a las familias con él, de dejar de intercambiar ocasionales contactos físicos o miradas, le había empujado a buscar el valor en la bebida.


Desde luego que vivía su vida. Una vida muy solitaria.


–Ja, ja –Paula saltó de la cama–. Te crees muy gracioso.


–Solo intento ser realista –Pedro bostezó–. ¿Tienes hambre?


–No –«sí». ¿Cuándo no tenía hambre?, pero pensar en la última dieta que había abandonado no le haría ningún bien a su maltrecho ánimo.


–¿Te importaría acompañarme mientras me tomo una hamburguesa?


–Claro. En cuanto encuentre mis zapatos nos bajamos.


El bar estaba abarrotado y los únicos asientos libres eran dos banquetas junto a la barra.


Mientras Pedro llamaba a su padre para interesarse por las gemelas, Paula llamaba a su bar. Craig y Trevor le aseguraron que todo estaba en orden y el local también lleno.


–¿Te apetece una cerveza? –le propuso Pedro.


–Sí, por favor –también accedió a compartir unos aritos de cebolla–. ¿Qué tal un brindis?


–¿Por qué?


–Por la verdadera amistad, que dure para siempre.


–Brindo por eso –Pedro levantó la botella de cerveza.


–Desde que regresaste, hemos hablado de bebés, testamentos y muerte, pero no me has contado nada de tu vida. ¿Tienes amigos? ¿Una novia?


–Mis amigos son casi todos SEAL –Pedro se ruborizó–. Mi mejor amigo, Calder, espera su segundo hijo –tras un largo trago de cerveza, dejó la botella sobre la barra–. Durante mucho tiempo estuve enfadado con él por pasarse al otro lado. Tu hermana hizo un buen trabajo con mi cabeza –respiró hondo–. En cuanto a la segunda pregunta, la relación más larga que he mantenido últimamente fue con una botella de leche que dejé olvidada en la nevera antes de marcharme a Afganistán. ¿Te puedes creer que permaneció conmigo seis meses?


–No sé si las similitudes de nuestras vidas amorosas debería hacerme reír o llorar, aunque yo sí tuve un novio que me duró ese tiempo. Constantino… –Paula apuró la cerveza–. Estupendo en la cama. Incapaz de conservar un empleo –ruborizada ante sus propias palabras, se cubrió el rostro con las manos–. ¡Qué desvergonzada parezco!


–Tranquila –Pedro pidió otras dos cervezas–. Me gustan desvergonzadas.


Antes de que ella pudiera preguntarse si lo había dicho en serio, Pedro le guiñó un ojo.


–Tienes más de treinta años, y todo el derecho del mundo a quedar satisfecha en la cama. Demonios, como todos. Y opino que la ética laboral de un tipo dice mucho de su carácter.


–Cierto. Melisa solía quejarse de lo mucho que trabajabas. Ya ni me acuerdo de las veces que le expliqué que trabajabas por ella, para vuestros futuros hijos.


–¿Lo ves? Adoro que lo comprendas. Eres buena gente, Pau. Y muy sabia.


–Lo intento.


En el bar habían arrinconado las mesas para improvisar una pista de baile. El fuego de la chimenea y la gente bailando había subido la temperatura del local, figurada y literalmente. 


Las luces estaban casi apagadas y Paula se dejó envolver por la penumbra.


Le daba el valor necesario para olvidarse de sí misma y sus preocupaciones, y centrarse en el momento y en el único hombre al que había deseado jamás.


De nuevo bajó la cremallera del jersey y se abanicó con una servilleta.


–Nadie diría que fuera estamos a bajo cero.


–Me encanta esta canción –él rio y le ofreció una mano–. Bailemos.


Una canción, mucho más lenta que la primera, empezó a sonar y Paula se apretó contra Pedro, abandonándose ambos a la música y el calor de la chimenea. Pedro apoyó las manos sobre las caderas de Paula, provocándole una mareante sensación.


Todo el mundo sabía que las fiestas de tormenta eran como Las Vegas. Lo que allí sucedía no salía de allí jamás.


Pedro deslizó las manos bajo el jersey de Paula. Sus miradas se fundieron como jamás lo habían hecho. 


¿Cuántas veces había mirado a ese hombre a los ojos? A Paula le gustaba creer que lo conocía de arriba abajo, pero nunca se había sentido así.


Una nueva canción, de Justin Timberlake, empezó a sonar. 


Paula siempre había asociado su música con la gente guapa. Y en ese momento, con las traviesas manos de Pedro muy cerca de sus pechos, se sentía guapa y, por primera vez en su vida, dispuesta a tomar lo que deseaba.


Cuando él ladeó la cabeza, como si estuviera a punto de besarla, sintió, sin embargo, una oleada de pánico. ¿Qué estaba pasando? Era Pedro. El novio, marido, de su hermana. Su exmarido.


Sin pedir permiso, Pedro le tomó el rostro entre las manos ahuecadas y la atrajo hacia sí para besarla como ella siempre había deseado ser besada.


Paula nunca se había sentido tan falta de aire, ni de control. 


No habría podido dejar de besar a ese hombre aunque la sala se hubiera incendiado.


Él continuó con la tortura hasta que la canción finalizó. Y la cosa se puso seria cuando le tomó una mano y la arrastró hasta las escaleras, sentándose en el primer peldaño.


Allí la besó apasionadamente, acariciándola con la lengua. 


Independientemente de lo que sucediera aquella noche, estaba decidido a que ella no olvidara ese beso, el sabor a cerveza y a pura masculinidad.


–¿Qué me dices si continuamos con esto arriba? –Pedro presionó su erecto deseo contra ella.


Y de algún modo, Paula encontró el valor para asentir.









miércoles, 9 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 12




El viernes llegó y Pedro se encontraba en el aeropuerto con Paula, a punto de subir al avión que les llevaría a Valdez. Lo cierto era que se sentía aliviado. Cuanto antes terminaran, mejor.


Desde la fiesta, Paula había estado muy huraña, las niñas no habían ayudado. ¿Y él? Su humor oscilaba entre la simpatía por Paula y la irritación. La conocía lo bastante como para comprender que la camaradería que habían compartido hasta entonces había desaparecido.


Afortunadamente Fer y su padre se habían ofrecido a cuidar de las niñas.


–Y yo que pensaba que las cosas no podían ir peor –murmuró Paula.


–¿Qué pasa?


–¿Qué probabilidades hay de que esta tormenta afecte a nuestro vuelo? –ella le mostró su móvil.


–Ninguna –de haber sido otras las circunstancias, le habría dado un beso–. Deja de preocuparte.


–Imposible. Cuanto más se acerca el momento de convertirme oficialmente en madre soltera, más me duele el estómago.


–¿Y qué se supone que debo hacer yo? Aunque quisiera, no puedo pedir más permisos.


–Lo sé, y siento mucho seguir dándole vueltas a este tema. Considera el asunto zanjado.


–De eso nada, no vas a…


–Señor –les interrumpió el empleado de la compañía aérea, gesticulando para que lo siguiera.


Al mirar a Paula le llamó la atención la palidez de su rostro. 


¡Pues claro! Acababa de perder a su hermana en un accidente de avión. ¿Por qué no le había sugerido viajar en ferry?


–Oye –Pedro la agarró del brazo–. No pensé en cómo te afectaría subir a un avión. No hace falta que vengas. Yo puedo firmar los papeles solo.


–Benton nos aconsejó presentar un frente unido –las piernas le temblaban visiblemente y tuvo que sujetarse a la barandilla de la escalerilla con ambas manos para subir al avión.


Pedro se le ocurrieron varias respuestas, pero no era el momento ni el lugar para entablar una discusión. Si Paula se negaba a bajarse del avión, lo menos que podía hacer era permanecer a su lado, suponiendo que ella, llegados a ese punto, quisiera su apoyo.


Paula optó por sentarse en la parte trasera y él la siguió.


Solo había tres pasajeros más en el vuelo, todos sentados en la parte delantera.


A medida que el piloto anunciaba el despegue, el rostro de Paula se volvía más macilento.


Pedro le tomó la mano, pero ella intentó soltarse.


–Puede que me marche el domingo, pero, de momento, aquí estoy y te voy a ayudar.


Y no le soltó la mano durante todo el vuelo. Aterrizaron en medio de un cálido y radiante sol y Pedro no pudo evitar preguntarse si sería un regalo de Melisa para tranquilizar a su hermana.


En cuanto las ruedas del avión tocaron tierra, Paula le soltó la mano y Pedro sintió aflorar los nervios. ¿Estaba haciendo lo correcto? Aunque un pequeño trocito de su consciencia le decía que no, ¿qué otra cosa podía hacer? Le quedaban, como mínimo, dos años más en la marina. E, independientemente de lo que Melisa hubiera dispuesto, no le debía nada a esa mujer.


«¿Y qué pasa con Paula?».


«¿Y qué pasa con ese beso que no consigues olvidar?».


Pedro ignoró las voces en su cabeza. Tres semanas antes apenas pensaba en ella. ¿Por qué en esos momentos no conseguía pensar en otra cosa que no fuera Paula y sus adorables sobrinas?







UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 11




Decir que Pedro se sentía fatal por lo que Paula estaba pasando sería quedarse corto. Llevaban casi dos semanas viviendo juntos y veía desde primera fila cómo se desmoronaba su vida.


Desde que tenía recuerdos, esa mujer había sido su amiga, su colega. Pero últimamente habían despertado en él algunas sensaciones con respecto a Paula y las niñas. Por una parte se moría por regresar a la base, pero por otra odiaba tener que dejar a Paula y a las niñas solas.


La mañana del Wharf-o-Ween, mientras Fer y su padre cuidaban a las gemelas, Pedro sacó del ático las maderas del puesto callejero del bar de Paula.


–Me debes un poco de diversión. Esto no es el ratito corto que me habías descrito.


–Si te hubiera dicho la verdad, ¿te habrías ofrecido a ayudar? –ella sonrió.


–Ahí me has pillado –Pedro le devolvió la sonrisa.


–Ayúdame a limpiar esto y nos pondremos a montarlo todo.


–Qué divertido…


Después de tres horas torturándose por no poder poner las manos sobre Paula, lograron construir una réplica del juego de los anillos al estilo del Lejano Oeste.


–Ha quedado muy bien –con las manos apoyadas en las sensuales caderas, ella dio un paso atrás.


–¿Y a quién se lo tienes que agradecer?


–A ti –ella lo abrazó antes de apartarse bruscamente.


Pedro deseó que el abrazo hubiese durado más tiempo. 


Paula olía a suavizante para ropa y a las fresas que había preparado para el desayuno. Estar a su lado no solo era agradable, también excitante. Paula conservaba todas las cualidades de su infancia, pero la versión adulta era aún mejor. El beso había encendido una curiosidad que lo había dejado lleno de dudas.


–Aprecio todo lo que has hecho –continuó ella.


–Ha sido un placer –Pedro se quitó un imaginario sombrero vaquero.


–¿No exageras un poco, vaquero?


–Sí, pero ya que no tengo físico, recurro a mi facilidad de palabra para impresionar a las damas.


–Lo que buscas es un cumplido –ella le dio una amistosa palmada.


Pedro sonrió. Se le había acelerado el corazón con el intercambio de bromas. Sin embargo, considerando que casi tenía un pie en el avión, no sabía si era buena idea.



*****

Aquella noche, mientras Paula atendía el puesto con Pedro, la princesa Viviana vio a un niño vestido de hombre lobo y estalló en un histérico llanto.


Vanesa, en brazos de Pedro, se limitó a incorporarse para ver mejor.


–¿Quieres sujetar tú a esta? –le ofreció él a Paula– Intentaré calmar a Vivi.


–Gracias –Paula observó maravillada lo poco que necesitó Pedro para calmar a la niña.


A la hora del biberón, las gemelas se alteraron de nuevo y Pedro se ocupó también de la situación, llevándolas a un lugar tranquilo.


–Tiene buen aspecto –su padre apareció por el puesto y sonrió tímidamente.


–Gracias. Pedro hizo la mayor parte del trabajo.


–¿Y dónde está ahora?


–Ha subido a las gemelas a mi apartamento para darles el biberón y cambiarles el pañal.


–¿Y por qué no te ocupas tú de eso? –su padre la miró confuso.


–¿Te digo la verdad? A él se le da mucho mejor. Las niñas lo adoran.


El hombre frunció el ceño mientras señalaba con la cabeza la calabaza de plástico que había dispuesto con la foto de boda de Melisa y Alex, y un cartel pidiendo donativos para el equipo de rescate de Conifer que había intentado salvar a su hermana.


–Eso es bonito.


–Cualquier ayuda vendrá bien. ¿Cómo está mamá?


–Sigue en la cama. Espero que el médico no le dé más sedantes. Le afectan a la cabeza.


Paula no estaba segura de qué responder. El dolor de las acusaciones de su madre seguía fresco.


–Me he enterado de lo que te dijo. No me gustó –él miró de nuevo la foto de Melisa–. Piensa que era su dolor el que decía esas locuras. Todo volverá a la normalidad.


Ella asintió mientras se enjugaba las lágrimas que rodaban por sus mejillas.


–Ya estamos contentos otra vez –Pedro apareció con los bebés–. Ah, hola, Luis.


Los dos hombres se miraron con desconfianza y Paula recordó que hubo un tiempo en el que su padre había considerado a Pedro como a su hijo.


–¿Cómo está Ana?


–Saldrá de esta –contestó el otro hombre, poco habituado a compartir sus emociones.


–Debe de ser duro –Pedro acostó a las niñas en el carrito.


La tensión entre los dos únicos hombres que significaban algo para Paula se hizo insoportable.


–¿Qué tal si mamá y tú venís a casa a cenar el domingo? –sugirió.


–Es muy amable por tu parte –contestó Luis–, pero no creo que tu madre esté aún preparada.


–Lo siento –observó Pedro cuando el padre de Paula se hubo marchado.


–No pasa nada –contestó ella, aunque no podía ser más mentira.


Sentía unas inmensas ganas de hundirse en uno de los fuertes abrazos de Pedro, pero con ello no conseguiría más que demostrar que era la persona horrible que todos decían que era.



*****


–Date media vuelta –le ordenó Cleme a su jefa cuando esta acudió al bar el sábado por la noche–. Te dije que el turno estaba cubierto para que pudieras venir a mi fiesta.


–No estoy de humor para jugar a los chinos.


–Jugaremos al Pictionary y bailaremos. Y podremos ver en televisión Halloween I, II, III y IV.


–¿Insinúas que no echan Viernes 13? –Paula fingió horror.


–¿Te gustaría más? –Clementina alargó una mano hacia una aceituna.


–Deja de comerte la guarnición de las copas. Y estaba bromeando. El plan suena muy bien.


–Entonces, ¿vais a venir Pedro y tú?


–No sé si estás al día –Paula guardó el bolso tras la barra del bar–, pero mi hermana acaba de fallecer y ni siquiera debería hablar de fiestas.


–¿Y qué ha sido entonces el Wharf-o-Ween?


–Eso es diferente –ella se sirvió un refresco–. Necesitaba oír de nuevo la risa de las gemelas.


–Entiendo. De modo que está bien que las niñas rían, pero tú no.


–Ellas no comprenden lo que pasa. Sin embargo, me han sugerido que yo sí.


–¿Y quién ha sugerido tal cosa?


–Últimamente tengo la sensación de que todo el mundo. Ya te conté el encuentro que tuvimos Pedro y yo con Sofia. Y ahora mi madre ha perdido la cabeza, no la culpo, pero…


–Espera –interrumpió su amiga–. ¿Qué más pasó con tu madre?


Paula le resumió la última llamada de teléfono.


–¡Uff! –Clementina dio un respingo–. Siento que lo pagara contigo, pero cada uno vive la pérdida a su manera. Melisa no te permitió el lujo de meterte en la cama durante un mes. Tienes derecho a vivir el duelo por Melisa, pero sus hijas te necesitan para rendirle homenaje.



****

Durante el trayecto a su casa, las palabras de Clementina seguían resonando en la cabeza de Paula. ¿Se estaba tomando el dolor de su madre como algo demasiado personal? Al no tener hijos propios, ni siquiera era capaz de imaginarse lo que debía de estar sufriendo la mujer. Desde luego estaba triste por su hermana, pero nada comparado con lo que debía de estar pasando su madre, o la madre de Alex.


El jaleo que se oía en la casa la llevó a la sala de cine. 


Pedro estaba recostado en uno de los sillones de cuero y las niñas en la alfombra. Viviana miraba maravillada una escena de Buscando a Nemo, mientras Vanesa centraba toda su atención en un sonajero de oso polar.


–¡Hola! –saludó él–. No es que me queje, pero ¿qué haces en casa?


–Clementina insiste en que vayamos a su fiesta –Paula se sentó en la silla más cercana a Pedro–. Si a tu padre y a Fer no les importa hacer de canguros, ¿te apetece venir?


–¿Habrá muchos viejos conocidos? –él frunció el ceño.


–No lo creo.


–Da igual. Si a ti te apetece –él paró la película–. Llamaré a papá.


Y así sin más, Paula consiguió una cita para Halloween, y además una cita con el hombre de sus sueños. ¿Por qué no estaba más contenta? ¿Por qué permitía que las horribles acusaciones de su madre arruinaran una velada de merecida diversión?


Porque, si Paula tocara a Pedro, las acusaciones de Ana serían ciertas.



****

–¿En serio? –Clementina frunció el ceño–. ¿De qué se supone que vais disfrazados?


–Pues, de antenas de televisión –Paula se ajustó el atuendo hecho con papel de aluminio.


–Ingenioso, ¿a que sí? –Pedro le entregó a la anfitriona las galletas con forma de calabaza que habían comprado de camino.


La fiesta estaba en pleno apogeo. Paula conocía a la mayoría de los veinte invitados, pero tuvo que presentarle a Pedro a unos cuantos que eran nuevos en la ciudad.


Tras perder varias partidas de Pictionary, él le ofreció una cerveza y tomar un poco el aire.


–Ha sido una buena idea –asintió ella en la terraza trasera.


–Sin ánimo de ofender, parecías un poco apagada ahí dentro.


–Tienes buen ojo –Paula soltó una carcajada.


–¿Hubo algo en particular que te entristeciera? –Pedro se apoyó en la barandilla y contempló el hermoso rostro bañado por la luz de la luna–. ¿O se trata de todo en general?


–Te acuerdas de cuando bajamos al sótano de Alex y Melisa y vimos los restos del cumpleaños de Craig Lovett?


–Claro.


–Es la primera fiesta a la que asisto desde entonces y se me ocurrió pensar en lo diferente que habría sido aquella reunión si hubiésemos sabido lo que iba a suceder –los ojos se le llenaron de lágrimas, pero Paula se obligó a guardar la compostura. Lo peor ya había pasado.


–Si hay algo que me haya enseñado la marina –Pedro la abrazó–, es que nadie tiene garantizado el día de mañana. Tienes que aceptar lo que la vida te ofrece a cada momento.


–Lo sé… –consciente de que él pronto se marcharía, Paula luchó por no ahogarse en los miedos de su incierto futuro de madre soltera de sus sobrinas–. Pero es más fácil decirlo que hacerlo.


–El viernes, cuando firme a la renuncia de mis derechos sobre tus sobrinas, quiero que tengas muy claro que no tiene nada que ver contigo –Pedro le tomó la barbilla con ternura, obligándola a mirarlo a los ojos–. Aunque esté de vuelta en la base, puedes llamarme.


–¿Y eso debería hacerme sentir mejor? –ella arrojó el gorro de papel de aluminio al jardín.


–Esperaba que sí. Lo último que quiero es que pienses que te estoy abandonando –aunque le daba la espalda, él se acercó y apoyó las manos sobre sus hombros–. Lo que hizo tu hermana, dejándome a cargo de sus hijas… –suspiró–. ¿En qué demonios estaba pensando?


Era la pregunta que Paula se hacía a diario.