jueves, 10 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 13





–¿Aliviado? –le preguntó Paula a Pedro en el taxi mientras regresaban del juzgado al aeropuerto. La tormenta aún no había comenzado y cuanto antes se marcharan de allí, mejor.


–No –él miró por la ventana. La firma de la renuncia de sus obligaciones parentales y económicas sobre las hijas de Melisa había llevado menos de diez minutos–. Tenemos tres horas hasta que salga nuestro vuelo. Déjame invitarte a cenar. ¿Te apetece un buen filete?


–Si tú quieres –Paula se encogió de hombros.


–Señor –Pedro se dirigió al taxista. Cualquier cosa antes de estar tres horas sentado con ella en el aeropuerto–. ¿Le importaría llevarnos a ese restaurante que acabamos de pasar?


Una camarera los acomodó en una mesa junto a la chimenea. Toda la decoración estaba basada en cornamentas: colgadas de las paredes, en forma de candelabros, incluso en la barandilla de las escaleras que conducían a las habitaciones del hostal.


–No sé tú, pero me parece que aquí faltan algunas cornamentas –observó Pedro en cuanto la camarera se hubo marchado tras anotar el pedido.


–¿Eso crees? –por primera vez en todo el día, Paula sonrió.


Las bebidas llegaron.


–Mamá nos trajo a Melisa y a mí a este lugar para asistir a un festival de bordados hace un par de años –comentó ella tras beberse casi toda la copa–. Estuvo bastante bien.


–Me alegra oírlo.


–Los bordados nunca fueron mucho de mi agrado. Me divertí más al año siguiente cuando papá y yo nos alojamos en el Robe Lake Lodge. Pesqué un tiburón salmón –Paula vació su copa–. Él jamás lo reconocerá, pero estoy segura de que sigue celoso.


–No lo culpo.


–¿Ves a nuestra camarera? –eran las dos de la tarde y en el comedor solo había otros tres comensales, por lo que no resultó complicado encontrarla sentada en una esquina.


–¿Necesitas algo?


Paula levantó la copa vacía hacia la mujer.


–No has desayunado ni comido. ¿Deberías tomar otra?


–El domingo a estas horas ya te habrás marchado. ¿Qué más te da?


–Me importas –Pedro le quitó el vaso vacío de las manos.


La camarera le sirvió a Paula la segunda copa.


–La semana que viene a estas horas ya ni te acordarás de mi nombre –la copa desapareció y la cremallera del jersey bajó–. ¡Uy! ¡Qué calor hace aquí dentro!


Parte del sujetador negro de satén quedó expuesto y Pedro sintió al instante una erección que lo obligó a cambiar de postura. No necesitaba que nadie le recordara el tiempo que llevaba en el dique seco. Ni estaba dispuesto a acabar con él con Paula.


–Quizás deberías hacer algo al respecto –él señaló la cremallera e hizo el gesto de subirla.


Paula miró hacia abajo y sacudió una mano en el aire.


Fue Pedro quien se inclinó por encima de la mesa e hizo el trabajo.


–¿Sabes? –ella habló en tono sobrio–. Esto resume mi vida. Siempre he sido la niña buena y siempre hay alguien que me sube la cremallera. ¿Pues sabes qué? Estoy harta de ser buena. Y aquí me tienes, madre de dos niñas y ni siquiera disfruté de buen sexo antes.


–¿No hicieron un buen trabajo los tipos con los que has estado? –Pedro se atragantó con su copa y miró a su alrededor para asegurarse de que nadie hubiese oído la queja de Paula.


–Para nada –ella reflexionó durante unos segundos–. Sin duda es una señal de que necesito beber más para sacar el valor.


–¿Valor para qué?


–Para todo este asunto de la madre soltera, pero, sobre todo, estoy bebiendo todo lo que puedo para no olvidar que debo mantener las manos lejos de ti.


De nuevo alzó la mano, pero Pedro consiguió agarrársela antes de que llamara la atención de la camarera.


–¿Tan malo sería?


–¿El qué?


–Que pusieras tus manos sobre mí.


–Sería lo peor del mundo –Paula bufó–. No me malinterpretes, eres más apetecible que una manzana envuelta en caramelo, pero no pienso darte ni un mordisco, ni siquiera lamerte.


La idea de esa mujer lamiéndolo provocó una nueva sacudida en Pedro. Lo que había pretendido ser una comida de celebración se estaba convirtiendo en una aventura sexualmente frustrante. Para cuando la camarera llegó con los filetes y las ensaladas, nevaba tanto en el exterior que ya no se veía la calle.


Pedro consultó el móvil y descubrió que la tormenta no solo se había adelantado, era más fuerte de lo esperado.


–Eh… ¿qué te parece si me dejas cortar a mí la carne? –sugirió cuando Paula estuvo a punto de apuñalarse a sí misma con el cuchillo.


Al acercarse aspiró el aroma floral de sus cabellos que le recordaron tantos paseos por el campo.


Se había casado con Melisa, pero se había divertido con Paula.


Una sensación de culpa hizo que se encerrara en sí mismo.


La camarera regresó con la carta de postres y Pedro pidió tarta de queso.


–¿Tienen tarta de carne? –dijo Paula apenas aguantándose la risa.


–Comprobaré nuestro vuelo –él consultó de nuevo el móvil.


–¿Por qué? –ella estaba sentada frente a la chimenea.


–Mira a tu espalda.


–¿Sabías que el accidente de Alex y Melisa se produjo por el mal tiempo? –ella cerró los ojos.


–Sí –su padre le había contado que habían despegado de Conifer con buena visibilidad, pero que habían quedado atrapados en una tormenta al sur de Anchorage. Pedro dudaba que fueran a ir a ninguna parte–. Llamaré a las líneas aéreas.


–¿Y bien? –preguntó Paula cuando él hubo colgado la llamada.


–De momento no sale ningún vuelo.


–Y justo cuando pensaba que ya no iba a tener que resistirme a ti por mucho más tiempo –ella soltó un gemido y apoyó la cabeza sobre la mesa.


–Aguanta –cómo le hubiera gustado doblegar esa escasa resistencia, pero su padre lo había educado bien y jamás se aprovecharía de una chica que hubiera bebido de más.
Terminó la tarta de queso y echó la silla hacia atrás–. Voy a reservar un par de habitaciones. Dormiremos bien y mañana por la mañana lo intentamos de nuevo. Seguro que a papá y a Fer no les importa quedarse con las niñas. ¿Te parece bien?


Quizás el gesto que ella hizo fue de asentimiento, pero la expresión no podía ser más cariacontecida.


Cinco minutos después, Pedro regresó, aunque no con las noticias que ella esperaba oír.


–Solo les quedaba una habitación.



*****


Paula despertó de una siesta de tres horas y descubrió a Pedro sentado a su lado en la enorme cama. En la televisión, una mujer acababa de ganar un premio en un concurso, pero él no parecía siquiera interesado. El atractivo perfil lucía estoico, resignado a pasar la tormenta con ella cuando seguramente preferiría la compañía de una bonita rubia.


La habitación estaba a oscuras, salvo por el reflejo de la pantalla del televisor. Fuera, el viento aullaba y el viejo edificio se estremecía con algunas ráfagas.


Cualquier persona normal estaría asustada, pero los habitantes de Alaska eran de todo menos normales y del bar llegaba el sonido de una fiesta en todo su apogeo.


–¿Qué darías por estar tumbado en una playa de Hawái en estos momentos?


–La bella durmiente ha despertado –Pedro sonrió–. Estuviste muy traviesa en la comida.


–¿En serio? –ella bostezó–. No recuerdo mucho después de la tercera copa.


–Qué típico –bromeó él–. Ven aquí.


Pedro la agarró de la cintura y la atrajo hacia sí hasta que la cabeza de Paula estuvo apoyada contra su pecho. Justo donde ella deseaba estar, pero sabía que no debería estar.


–Me gustas un poco achispada –Pedro le besó la cabeza–. Tu sinceridad resultó muy excitante.


Ella gruñó e intentó apartarse, pero él no se lo permitió.


–No recuerdo bien todo lo que dijiste, pero sí que en un momento dado hablaste de lamerme.


–Cállate –Paula se cubrió el sonrojado rostro entre las manos.


–Lo haría con gusto, pero conseguiste grabar esa imagen en mi mente. Y luego estuvo eso que hiciste con los espárragos…


–Que te calles.


–De eso nada –Pedro le levantó el rostro y la besó muy despacio.


Cuando ella gimió, la atrajo hacia sí y deslizó una mano bajo el jersey. Estar con él así resultaba tan natural, tan correcto. 


Pero ¿en qué estaba pensando?


Pedro, no –ella lo apartó de un empujón–. No podemos hacer esto. Está mal.


–¿Por qué?


Su mente se llenó de las imágenes de su madre y de Sofia. 


Y también imágenes de su preciosa hermana el día que se casó con Pedro.


–No puedo. No quiero ser la clase de mujer que…


–¿La clase de mujer que vive su vida?


Esa era la pregunta que le había llevado a pedir la primera copa. En cuanto Pedro hubo firmado los papeles de renuncia, se había iniciado el fin de su vida compartida. La idea de no volver a jugar a las familias con él, de dejar de intercambiar ocasionales contactos físicos o miradas, le había empujado a buscar el valor en la bebida.


Desde luego que vivía su vida. Una vida muy solitaria.


–Ja, ja –Paula saltó de la cama–. Te crees muy gracioso.


–Solo intento ser realista –Pedro bostezó–. ¿Tienes hambre?


–No –«sí». ¿Cuándo no tenía hambre?, pero pensar en la última dieta que había abandonado no le haría ningún bien a su maltrecho ánimo.


–¿Te importaría acompañarme mientras me tomo una hamburguesa?


–Claro. En cuanto encuentre mis zapatos nos bajamos.


El bar estaba abarrotado y los únicos asientos libres eran dos banquetas junto a la barra.


Mientras Pedro llamaba a su padre para interesarse por las gemelas, Paula llamaba a su bar. Craig y Trevor le aseguraron que todo estaba en orden y el local también lleno.


–¿Te apetece una cerveza? –le propuso Pedro.


–Sí, por favor –también accedió a compartir unos aritos de cebolla–. ¿Qué tal un brindis?


–¿Por qué?


–Por la verdadera amistad, que dure para siempre.


–Brindo por eso –Pedro levantó la botella de cerveza.


–Desde que regresaste, hemos hablado de bebés, testamentos y muerte, pero no me has contado nada de tu vida. ¿Tienes amigos? ¿Una novia?


–Mis amigos son casi todos SEAL –Pedro se ruborizó–. Mi mejor amigo, Calder, espera su segundo hijo –tras un largo trago de cerveza, dejó la botella sobre la barra–. Durante mucho tiempo estuve enfadado con él por pasarse al otro lado. Tu hermana hizo un buen trabajo con mi cabeza –respiró hondo–. En cuanto a la segunda pregunta, la relación más larga que he mantenido últimamente fue con una botella de leche que dejé olvidada en la nevera antes de marcharme a Afganistán. ¿Te puedes creer que permaneció conmigo seis meses?


–No sé si las similitudes de nuestras vidas amorosas debería hacerme reír o llorar, aunque yo sí tuve un novio que me duró ese tiempo. Constantino… –Paula apuró la cerveza–. Estupendo en la cama. Incapaz de conservar un empleo –ruborizada ante sus propias palabras, se cubrió el rostro con las manos–. ¡Qué desvergonzada parezco!


–Tranquila –Pedro pidió otras dos cervezas–. Me gustan desvergonzadas.


Antes de que ella pudiera preguntarse si lo había dicho en serio, Pedro le guiñó un ojo.


–Tienes más de treinta años, y todo el derecho del mundo a quedar satisfecha en la cama. Demonios, como todos. Y opino que la ética laboral de un tipo dice mucho de su carácter.


–Cierto. Melisa solía quejarse de lo mucho que trabajabas. Ya ni me acuerdo de las veces que le expliqué que trabajabas por ella, para vuestros futuros hijos.


–¿Lo ves? Adoro que lo comprendas. Eres buena gente, Pau. Y muy sabia.


–Lo intento.


En el bar habían arrinconado las mesas para improvisar una pista de baile. El fuego de la chimenea y la gente bailando había subido la temperatura del local, figurada y literalmente. 


Las luces estaban casi apagadas y Paula se dejó envolver por la penumbra.


Le daba el valor necesario para olvidarse de sí misma y sus preocupaciones, y centrarse en el momento y en el único hombre al que había deseado jamás.


De nuevo bajó la cremallera del jersey y se abanicó con una servilleta.


–Nadie diría que fuera estamos a bajo cero.


–Me encanta esta canción –él rio y le ofreció una mano–. Bailemos.


Una canción, mucho más lenta que la primera, empezó a sonar y Paula se apretó contra Pedro, abandonándose ambos a la música y el calor de la chimenea. Pedro apoyó las manos sobre las caderas de Paula, provocándole una mareante sensación.


Todo el mundo sabía que las fiestas de tormenta eran como Las Vegas. Lo que allí sucedía no salía de allí jamás.


Pedro deslizó las manos bajo el jersey de Paula. Sus miradas se fundieron como jamás lo habían hecho. 


¿Cuántas veces había mirado a ese hombre a los ojos? A Paula le gustaba creer que lo conocía de arriba abajo, pero nunca se había sentido así.


Una nueva canción, de Justin Timberlake, empezó a sonar. 


Paula siempre había asociado su música con la gente guapa. Y en ese momento, con las traviesas manos de Pedro muy cerca de sus pechos, se sentía guapa y, por primera vez en su vida, dispuesta a tomar lo que deseaba.


Cuando él ladeó la cabeza, como si estuviera a punto de besarla, sintió, sin embargo, una oleada de pánico. ¿Qué estaba pasando? Era Pedro. El novio, marido, de su hermana. Su exmarido.


Sin pedir permiso, Pedro le tomó el rostro entre las manos ahuecadas y la atrajo hacia sí para besarla como ella siempre había deseado ser besada.


Paula nunca se había sentido tan falta de aire, ni de control. 


No habría podido dejar de besar a ese hombre aunque la sala se hubiera incendiado.


Él continuó con la tortura hasta que la canción finalizó. Y la cosa se puso seria cuando le tomó una mano y la arrastró hasta las escaleras, sentándose en el primer peldaño.


Allí la besó apasionadamente, acariciándola con la lengua. 


Independientemente de lo que sucediera aquella noche, estaba decidido a que ella no olvidara ese beso, el sabor a cerveza y a pura masculinidad.


–¿Qué me dices si continuamos con esto arriba? –Pedro presionó su erecto deseo contra ella.


Y de algún modo, Paula encontró el valor para asentir.









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