viernes, 16 de octubre de 2015
EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 12
Paula se incorporó de golpe.
–¿Isabel? –exclamó–. ¿Qué… qué demonios estás haciendo aquí? –preguntó.
En el fondo ya sabía la respuesta, no obstante. La respuesta a su pregunta yacía en una tumbona en ese momento. Isabel le dedicó una de sus sonrisas de oro a Pedro Alfonso.
–Bueno –Isabel se apartó el cabello de su bronceado rostro–. Me dijiste que estabas aquí en Cap Ferrat y resulta que yo también estaba por aquí…
–¿Qué estás haciendo aquí?
Isabel le lanzó una de esas miradas herméticas que contenían una clara advertencia. Paula forzó una sonrisa.
–Pedro, te presento a mi hermana. Isabel, este es Pedro Alfonso, que es…
–Excampeón del mundo de Fórmula 1. Sí, lo sé.
–Oh, eso fue hace mucho tiempo –dijo Pedro–. Encantado de conocerte, Isabel.
Isabel le observaba con una admiración que no se molestaba en esconder. Pedro se incorporó y se quitó el sombrero de la cara.
–Espero no interrumpir.
–En absoluto –dijo Pedro–. Como puedes ver, tu hermana y yo estábamos disfrutando de lo que queda del sol de la tarde. ¿Te apetece un café? ¿Algo de beber?
–Oh, sí. Muchas gracias. Llevo todo el día en una sesión de fotos horrible y estoy agotada. El fotógrafo no me ha quitado la lente del trasero en todo el día –se lamió los labios–. No tendrás champán.
–Creo que podremos conseguirlo –Pedro miró a su ama de llaves francesa–. Simone, ¿te importaría…?
–Oui, monsieur –dijo Simone rápidamente–. D’accord.
–Espera. Te traeré una silla –dijo Pedro. Se puso en pie y se dirigió hacia el extremo más alejado de la terraza. Todas las sillas estaban allí.
En cuanto se alejó un poco, Isabel se volvió hacia su hermana con la boca abierta.
–¿Pero qué has estado haciendo? ¡Casi no te reconocí! Dios mío. ¡Ese biquini!
–¿No te gusta?
–No sé. No sé si realmente es de tu estilo. Parece muy caro. ¿Qué demonios está pasando? ¿Cómo es que estás aquí con este tipo tan guapo como Pancho por su casa?
–He estado… He estado ayudando a Pedro con su rehabilitación.
–¿Así lo llamas? A mí me pareció que estabais muy acaramelados cuando llegué. No estarás…
Había una expresión en su rostro que Paula no había visto nunca. Era una mezcla de asombro, incredulidad y algo más… algo que parecían celos.
Isabel se echó un mechón de pelo por encima del hombro.
–No estarás… teniendo algo con Pedro Alfonso, ¿no?
Paula la miró a los ojos.
–Oh, vamos, Isabel, ¿de verdad crees que alguien como Pedro se va a fijar en alguien como yo?
–No, si lo dices así…
Paula sintió un gran alivio cuando Pedro regresó con la silla.
Isabela se quitó las sandalias de inmediato y se bebió la copa de champán que Simone acababa de darle.
Había olvidado lo glamurosa que era su hermana. ¿Cómo era posible que la misma genética hubiera dado lugar a personas tan distintas?
No tuvo más remedio que aceptar una copa de champán que le ofrecía el ama de llaves, aunque solo fueran las cinco de la tarde. Las burbujas se le fueron directamente a la cabeza cuando bebió un sorbo.
–Paula me ha dicho que eres modelo, Isabel.
–Sí. Eso es, aunque aún me falta camino por recorrer. Aún me falta –Isabel le dedicó una sonrisa desde detrás de esa cortina de pelo rubio platino–. Supongo que tú conoces a mucha gente del gremio.
–A algunos.
–A lo mejor podrías presentarme a alguien un día.
–A lo mejor.
Paula escuchaba la conversación con horror y fascinación al mismo tiempo. Isabel estaba desplegando todos sus encantos sin escatimar. ¿Pedro lo estaría pasando tan bien como parecía mientras hablaba con ella? Le vio sonreír cuando Isabel le contó cómo se le había roto la tira elástica de las braguitas de un biquini justo en el momento en que el fotógrafo hacía zoom sobre su trasero.
–¡Tres hombres se lanzaron a socorrerme, toalla en mano!
–No me extraña –dijo Pedro.
Paula trató de sonreír, pero su boca parecía atascada en una mueca. El alcohol ya empezaba a hacerla sentirse cada vez más distante y disociada… como si fuera una espectadora en todo aquello. Isabel miró el reloj con disimulo de pronto.
–¿Qué vais a hacer esta noche? No estaréis libres para cenar por casualidad.
–Lo siento –Pedro le dedicó una sonrisa rápida–. Paula y yo tenemos un compromiso al que no podemos faltar –le dijo sin perder ni un segundo.
Paula parpadeó. ¿Qué compromiso era ese?
–Pero nos veremos otro día. Solo avísanos antes –agarró su teléfono móvil–. Y mientras tanto, haré que mi conductor te lleve de vuelta.
El gesto amargo de Isabel no pasó desapercibido para Paula.
A Pedro no parecía hacerle mucho efecto, sin embargo.
Paula se puso su pareo para acompañar a Isabel a la puerta.
Un pánico frío crecía en su interior mientras esperaba el inevitable exabrupto de su hermana.
–¿Te das cuenta de que corres el riesgo de hacer el ridículo más grande de tu vida? –le dijo Isabel en cuanto llegaron a la puerta.
–No sé de qué me hablas.
–¡Oh, por favor! Lo llevas escrito en la cara, y yo soy tu hermana. Te conozco mejor que nadie. Es evidente que te estás acostando con él y que no le quitas ojo de encima. No te culpo por ello. Es impresionante. Lo único que me sorprende es que él haya escogido a alguien como tú. No quiero ser cruel, Paula, pero necesitas oír la cruda verdad. Y vas hacia el desastre si no te contienes un poco, porque lo que hace él está muy claro.
–¿Y qué es lo que hace? –le preguntó Paula, que en ese momento se sentía como si estuviera hecha de madera.
–Está jugando a ser Pigmalión –dijo Isabel–. Ha transformado a la mojigata de su ama de llaves en una chica que está encantada de tumbarse junto a la piscina, aunque apenas quepa en el biquini. Pero para él no es más que un juego. ¿Es que no lo ves? Lleva mucho tiempo aburriéndose, impedido físicamente, y hace todo esto para entretenerse.
Te tirará a la basura con la misma facilidad con la que se encaprichó. ¿Y qué vas a hacer entonces?
Podría haberle dicho un millón de cosas a su hermana, pero Paula escogió aquello que se esperaba de ella.
–Gracias por el consejo. Lo tendré en cuenta. A lo mejor podemos vernos cuando regrese a Inglaterra.
Isabel la miró como si esperara algo más. Al ver que su hermana guardaba silencio, prosiguió:
–Y espero que hayas recapacitado para entonces.
–Yo también lo espero.
Isabel sacudió la cabeza y su melena rubia se movió en el aire.
–Estás loca, Paula Chaves.
Paula la vio alejarse. Isabel atravesó el patio frontal de la mansión y subió al coche que la esperaba en la puerta.
¿Qué iba a hacer a partir de ese momento? Paula dio media vuelta y echó a andar hacia la casa sin muchas ganas.
Había dejado su copa de champán medio llena junto a la piscina, y aún tenía pendiente una conversación que era inevitable. No podía seguir esquivando la verdad indefinidamente.
EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 11
La llevó a Luan-les-Pins, a un restaurante situado a orillas de la playa. Era un sitio donde le reconocían de inmediato, pero Paula aún seguía demasiado ocupada pensando en todo lo que le había contado como para fijarse en todas las personas que se volteaban al verles pasar, rumbo a una mesa situada delante del mar, de cara a las olas. Paula pensó en su historia triste y en las conclusiones que había sacado, conclusiones que se habían visto reforzadas por su experiencia adulta como corredor de carreras.
Pensaba que los hombres no eran capaces de ser fieles. Era una afirmación dura, demasiado cruda para hacerla delante de alguien a quien acababa de seducir. El mensaje había sido claro, no obstante, incluso para alguien tan ingenuo como ella.
Pidieron ensaladas de marisco y zumo de lima y coco. Pedro devoró la comida como si no hubiera comido nada en días. Cuando terminó se dio cuenta de que ella apenas había probado bocado, no obstante. Dejó el tenedor sobre la mesa y la miró a los ojos.
–¿No te gusta la langosta?
Paula pinchó la carne rosada con el tenedor y forzó una sonrisa.
–La langosta está deliciosa.
–¿Es por eso que no te la comes? ¿O es porque estás molesta por lo que te dije ayer?
–No estoy molesta. Te agradezco que fueras tan sincero conmigo. Es que me siento un poco…
Él dejó el vaso sobre la mesa.
–¿Un poco qué?
Ella se encogió de hombros.
–Nada.
–Dímelo.
–Oh, no lo sé. Abrumada, supongo –miró a su alrededor. En todas las mesas parecía haber una chica sacada de las pasarelas–. Todas las chicas por aquí son impresionantes. Es como si hubieran pasado toda la mañana preparándose para comer en un restaurante chic, mientras que yo…
–¿Mientras que tú pareces una chica que ha pasado la mañana en la cama con un hombre que no puede quitarte las manos de encima? ¿Un hombre que se excita con solo mirarte?
–Pedro… –Paula sintió que el aire se le atascaba en la garganta. Cuando él la miraba así, solo quería inclinarse sobre la mesa y besarle.
–¿No crees que muchas de ellas querrían estar en tus zapatos? –Pedro bajó la vista y sus labios se curvaron ligeramente–. O en tus chanclas, en este caso.
–No fueron compradas para ser usadas en un restaurante superchic de la Costa Azul.
Él levantó la mirada.
–Pero tú no te vistes para que te vean, ¿no es así, Paula? No te vistes para que te miren. Te vistes para ser invisible y para pasar desapercibida. Pensaba que ese era tu propósito.
La suave brisa del mar batía la sombrilla blanca sobre sus cabezas.
–Y te dije por qué.
–Pero ya no hay motivo para ello, ¿no? Si yo te he liberado de todas esas obsesiones que tenías con el sexo, ¿no crees que ya es hora de experimentar un poco con la ropa?
–Crees que tengo un aspecto horrible.
–Creo que esos colores pálidos que escoges no te favorecen mucho. Tu tez es muy clara y necesitas algo más dramático para sacarle partido. Si no te gusta tu apariencia, cámbiala, pero no sigas sin hacer nada, y quejándote todo el tiempo, porque me aburre –se echó hacia atrás en la silla y le dedicó una de sus miradas más frías–. Y no tienes por qué mirarme con esa cara de reproche. Fuiste tú quien preguntó.
–Y tú no te andas con chiquitas al contestar.
–¿Qué sentido tendría eso? Ya volvemos a la vieja historia de la sinceridad –Pedro se encogió de hombros–. A lo mejor ya es hora de que dejes de esconder algunas de tus armas más espectaculares y de que pruebes algo nuevo. Toma el bolso –hizo una señal con la mano para pedirle la cuenta al camarero–. Te voy a llevar de compras.
–No me gusta ir de compras.
–Pero vas a ir. Es como el aguacate. Al principio no te gusta, pero poco a poco empiezas a tomarle el gusto. Vamos, querida. Todavía no me encuentro en condiciones para cargarte sobre el hombro y llevarte a cuestas.
Paula reprimió una sonrisa. Cuando la miraba de esa manera no podía resistirse. Había empezado a sentirse como otra persona. Era como si se hubiera convertido en una de esas mujeres que aparecían en las comedias románticas, una de esas cuyas vidas cambiaban de la noche a la mañana gracias a un guapísimo millonario con mucho carácter.
El descapotable de Pedro Alfonso recorrió el Boulevard de la Croisette a toda velocidad y se detuvo frente a una boutique exclusiva de esas que abundaban en Cannes. Un hombre fornido vestido de uniforme tomó las llaves de Pedro y fue a aparcarle el coche.
Paula miró a través de las ventanas y su humor cambió de inmediato. Las glamurosas dependientas resultaban intimidantes.
–No puedo –susurró–. No puedo entrar ahí.
–Pensaba que ya habíamos dejado atrás eso de lamentarse todo el tiempo. Puedes hacer lo que quieras, y puedes empezar ahora mismo –la agarró de la mano–. Vamos.
Paula no daba crédito. La estaba agarrando de la mano, en público. Entró en la tienda como si fuera el dueño de todo y le dijo a una de las dependientas que quería verla con colores vivos.
–Rojo escarlata. Y creo que a lo mejor también podemos probar con el amarillo.
Se dirigió a la empleada con un francés perfecto, usando las manos para dibujar curvas voluptuosas en el aire. La empleada los llevó a un área privada situada en la parte de atrás de la tienda.
apasuls sintió que la garganta se le cerraba de tanta tensión y nervios. Se sentía grande y grotesca, como un gigante en una tierra de gente diminuta. Quería decirle a Pedro que había cambiado de opinión, pero entonces recordó que había sido ella misma quien había insistido en el tema. Le miró con disimulo desde detrás de la cortina del probador.
Parecía tan relajado con su tacita de café. Era evidente que no era la primera vez que adoptaba ese rol. A lo mejor solo era un ritual por el que tenían que pasar todas las mujeres que desfilaban por su cama, pero las supermodelos con las que solía codearse sin duda le hubieran hecho más justicia a las delicadas prendas de lencería que acababan de llevarle al probador.
Sorprendentemente, no obstante, el sostén lo sujetaba todo en su sitio y el picardías transformaba sus caderas redondeadas, realzándolas y dándoles un toque seductor.
Después se probó un vestido de lunares de color amarillo y blanco, con una falda amplia y un cinturón de polipiel. Al mirarse en el espejo, Paula apenas fue capaz de reconocer su propio reflejo. Incluso la dependienta le dio su aprobación.
–Mais, elle est jolie –dijo en un tono de sorpresa.
Pedro sonrió lentamente al verla detenerse frente a él.
–Muy guapa –le dijo, agarrando un sombrero de paja con una cinta amarilla. Se lo puso con cuidado sobre la cabeza–. Bueno, ¿vas a empezar a creer en ti?
Paula sentía el exquisito roce de la seda sobre la piel. Se sentía gloriosa con aquel vestido de estilo años cincuenta.
Asintió con la cabeza tímidamente.
Pedro sonrió y se fijó en un maniquí que tenía un cubo y una pala en las manos.
–Creo que vamos a echarle un vistazo a algunos biquinis.
Muy pronto terminaron cargados de bolsas atadas con lazos de color rosa brillante. Pedro logró persuadirla para que no se quitara el vestido amarillo.
–Me has comprado demasiadas cosas –le susurró ella con el corazón latiendo a toda velocidad.
Pedro le sujetaba las mejillas con ambas manos, haciendo que el sombrero se le tambaleara sobre la cabeza.
–Eso es cosa mía. Tú solo tienes que decir que sí. Y ahora te voy a llevar a casa y te voy a enseñar algo que es vital para el repertorio de cualquier amante –le dijo, rozándole los labios ligeramente.
Paula volvió a sentir esa peligrosa descarga de alegría a medida que el coche ascendía por la carretera de la montaña. Se decía una y otra vez que nada tenía fundamento real, por muy agradable que resultara, pero su corazón se negaba a escuchar lo que la cabeza le decía. Le había dicho que no buscaba aquello que buscaban la mayoría de las mujeres, que su deseo de amor había pasado a un segundo plano cuando se había propuesto llegar a ser médico. Sin embargo, poco a poco se estaba dando cuenta de que enamorarse de Pedro era tan fácil como caerse de una silla.
Él la llevó directamente a su dormitorio cuando llegaron a la casa. Era la primera vez que estaba en la habitación de Pedro, pero apenas tuvo tiempo de pensar en ello porque él cerró la puerta sin perder tiempo y fue hacia ella. Le quitó el vestido y lo colocó con cuidado sobre el respaldo de una silla. Debajo llevaba la lencería nueva que él había escogido para ella.
–Perfecta –le dijo, mirándola de arriba abajo.
–No soy perfecta –le dijo ella–. Gra… gracias.
–Mejor así –dijo Pedro, asintiendo con la cabeza al tiempo que le tocaba los pechos–. Porque ahora mismo eres absolutamente perfecta para mí.
La empujó hasta hacerla tumbarse sobre la sedosa alfombra y le quitó el picardías para colocarse entre sus piernas. Paula se puso tensa al sentir el calor de su lengua en el rincón más íntimo de su cuerpo. Comenzó a tocarle el pelo, tirando de él suavemente hasta hacerle levantar la cabeza.
–¿Pedro?
–Solo tienes que relajarte. No voy a hacerte daño.
Paula cerró los ojos, pero su mente se vació cuando él comenzó a lamerla de nuevo. Se aferró a él y se dejó llevar por las palabras que le susurraba en español. No mucho tiempo después gimió de placer al experimentar un poderoso orgasmo que la dejaría temblorosa y aturdida. ¿Cómo iba a vivir el resto de su vida sin volver a saborear esa clase de placer? ¿Cómo iba a vivir sin él?
Pedro le dio un beso en los labios en ese momento. Podía sentir el sabor del sexo en su boca.
–Bájame la cremallera –le dijo él.
Ella tragó con dificultad.
–¿Me vas a corromper más aún?
–Lo voy a intentar.
La enseñó a darle placer con la boca. Le mostró cómo darse placer a sí misma, mientras él la observaba. La llevó a Mónaco, a Antibes y a Saint-Paul-de-Vence, donde almorzaron en un famoso restaurante, lleno de cuadros de Picasso y de Miró. Comieron plateau de fruits de mer y bebieron champán en un diminuto lugar llamado Plan-du-Va, escondido entre las montañas.
Ya de vuelta en la mansión, la desnudaba por completo con manos hambrientas y le hacía el amor con frenesí, con desesperación. Y cuando ella volvía a gemir de placer, le acariciaba la piel y murmuraba cosas hermosas; le decía que su cuerpo era todo lo que un cuerpo de mujer debía ser. Al final de esa semana, Paula estaba en una nube. Sus sentidos estaban tan henchidos de gozo que apenas era capaz de comer o de dormir.
Y solo pensaba en Pedro Alfonso.
Era como si hubiera entrado en sus venas, igual que una droga poderosa. De repente comenzó a entender algo sobre la naturaleza de las adicciones. Era fácil engancharse a un sentimiento; un sentimiento que no era más que amor.
«Pero nada de esto es real», se decía Paula una y otra vez.
No era más que un cuento de hadas efímero que tarde o temprano llegaría a su fin. Las emociones que estaba sintiendo no eran reales y la situación tampoco lo era. Se había dejado seducir por su habilidad como amante y le había resultado demasiado fácil olvidar que también era su empleada, pero lo era. Nada había cambiado en realidad y no podía hacer más que preguntarse qué pasaría cuando se marcharan de Cannes.
–Has estado muy callada –le dijo él una tarde mientras tomaban el sol junto a la piscina.
Paula intentaba leer un libro, pero le era imposible.
–Es que tengo un poco de sueño.
–No te andes con evasivas. Pensaba que íbamos a ser sinceros el uno con el otro.
Paula dejó el libro sobre su vientre y le miró a los ojos. La angustia que crecía en su interior la hizo darse cuenta de que no podía seguir así. No podía seguir escondiéndose y fingiendo que el futuro no estaba a la vuelta de la esquina.
No podía seguir fingiendo que no sentía nada por él, porque no era cierto.
–He estado pensando.
–¿Sobre qué?
–Bueno, sobre un par de cosas. He estado pensando en qué va a pasar cuando volvamos a Inglaterra.
Pedro inclinó el sombrero que llevaba hacia delante para que le diera algo de sombra en los ojos. Pensó en su pregunta y en cómo iba a contestarle. Lo que acababa de decirle no era más que la misma inquietud que él había tenido durante días. Además, sabía que no podía seguir posponiendo los compromisos que tenía en otros sitios. Tenía una consulta con el médico en Londres, un sinfín de eventos y reuniones en Dublín y en Buenos Aires, y por si todo eso fuera poco, tenía una visita pendiente a Uruguay.
Pero lo más importante no era su apretada agenda, sino saber cómo iba a enfrentarse a la situación que él mismo había creado.
Suspiró. Paula le gustaba. Le gustaba mucho, pero cuanto más prolongara la relación, más daño le haría, porque eso era lo que él les hacía a las mujeres.
–No creo que eso vaya a ser un problema.
–A lo mejor no. Pero aun así tenemos que hacerle frente a los hechos, ¿no es así, Pedro? No tiene sentido fingir que no ha pasado nada, ¿no?
Pedro frunció el ceño. ¿Qué creía ella que había pasado?
Habían tenido sexo. Ella lo necesitaba y él se lo había dado.
La había liberado. Ese había sido el trato.
La miró. Se fijó en ese nuevo biquini naranja que llevaba y que se pegaba como un guante a sus exuberantes curvas.
Se había dejado el pelo suelto, tal y como a él le gustaba, y su piel había tomado un ligero bronceado. Le había hecho un favor, y le haría uno aún más grande dejándola ir.
–Creo que eso no va a ser un problema –le dijo con frialdad–. De hecho, tengo previsto marcharme en cuanto lleguemos a Inglaterra. Tengo unos cuantos proyectos que me mantendrán muy ocupado durante todo el invierno. Apenas nos veremos, seguramente hasta la primavera.
–Oh. Oh, claro.
No era capaz de esconder la sorpresa y la decepción. Pedro podía ver que estaba haciendo un gran esfuerzo para sonreír, pero conocía a las mujeres lo bastante bien como para saber que detrás de esas gafas oscuras se escondían unos ojos al borde de las lágrimas. Él hacía llorar a las mujeres. Esa era una de las cosas que mejor se le daban. Las hacía anhelar algo que no podía darles.
–Y muy pronto tú irás a la facultad de Medicina, ¿no? Vas a ser médico, el mejor médico del mundo.
Paula estuvo a punto de decirle que aún tendría que pasar todo un año antes de que pudiera permitirse las tasas de matrícula, pero entonces se dio cuenta de todas las implicaciones que se escondían en sus palabras. Todas las consideraciones prácticas se esfumaron de su mente en ese instante. Se dio cuenta de lo que estaba pasando y de repente sintió náuseas. Pedro estaba terminando con todo, con el mismo cinismo con que en otras ocasiones le había quitado la ropa para hacerle el amor. Estaba pasando el filo del escalpelo con esa precisión quirúrgica y esa frialdad que le caracterizaban. Tenía intención de marcharse. Viajaría por todo el mundo y al regresar se comportarían como si nada hubiera pasado.
Porque nada había pasado en realidad.
Habían tenido sexo. Eso era todo. Jamás pasaría de ahí. Era una locura pensar que alguien podía llegar a enamorarse a raíz de haber hecho el amor. Era una locura, pero ella había incurrido en ese error.
Paula cerró el libro que estaba leyendo lentamente.
–Eso es –dijo, rezando para que su rostro no la delatara–. Eso seré. El mejor médico del mundo.
Él la miró.
–¿Y qué era lo segundo?
–¿Lo segundo?
–Dijiste que querías hablar conmigo de un par de cosas.
Paula parpadeó y entonces lo recordó. Tan solo unos minutos antes, cuando aún albergaba algo de esperanza en su corazón, había estado a punto de decirle algo que creía necesitaba oír, pero afortunadamente la conversación había transcurrido por otros derroteros. Gracias a eso no había llegado a cometer una gran estupidez.
De repente oyó el ruido de un motor de un coche que se acercaba. Se oyó un portazo y un repiqueteo constante de tacones que cada vez sonaban más cercanos. Pero la intrusión no fue más que momentánea. El frío y el dolor eclipsaban todo lo demás. No había vuelta atrás, ni tampoco podían ir hacia delante. Lo que había ocurrido entre Pedro y ella había llegado a su fin. Todo había acabado.
Le miró a los ojos.
–Ya no tiene importancia –le dijo.
Simone acababa de abrir la puerta principal y se dirigía hacia ellos, seguida de alguien con una larga cabellera rubia y una diminuta falda vaquera, alguien que le resultaba vagamente familiar, pero que no debería haber estado allí.
Paula parpadeó. Era muy extraño. Era como ver un autobús de dos plantas en medio del desierto. Reconocía ambas cosas, pero una de ellas estaba en el lugar equivocado.
El rostro de Simone no albergaba expresión alguna.
–Su hermana ha llegado.
–¿Mi hermana? –dijo Paula, confundida.
La rubia de la minifalda apareció en ese momento.
EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 10
Paula no podía dormir, así que al final se cansó de intentarlo.
Lentamente se levantó de la cama, todavía deshecha e impregnada de ese olor a sexo que tan poco familiar le resultaba. Reparó en la marca de la otra almohada; la evidencia tangible de que por primera vez en su vida no había dormido sola. Un hormigueo le recorrió la piel al recordarlo.
Había dormido con Pedro. Se había entregado al playboy argentino con una avidez que aún la hacía sonrojarse.
Apartándose el pelo de la cara, se tocó las mejillas. Las tenía ardiendo. No habían dormido mucho. Había sido una larga noche de descubrimientos.
Tragó con dificultad al recordar lo nerviosa que se había puesto. Había caminado de un lado a otro por toda la habitación, asustada, temiendo el momento de bajar a cenar.
Pero, de alguna forma, él se lo había puesto todo fácil. Había ido a su dormitorio y había empezado a besarla sin más, como si todo fuera natural y normal.
Había hecho el amor con Pedro Alfonso y él parecía haberlo disfrutado tanto como ella. Se habían olvidado de la cena.
Alrededor de las diez, Pedro se había puesto los pantalones y había bajado a la terraza para buscar la comida que se había quedado allí. Habían comido uvas y queso en la cama y él había abierto una botella de vino llamado Petrus.
Con los primeros rayos de sol, él había vuelto a su dormitorio. Inclinándose sobre ella, le había dado un beso en la frente y le había dicho que todo sería más fácil si no estaba allí por la mañana.
En eso también tenía razón. Paula lo sabía. Era una estupidez desear que se hubiera quedado toda la noche. No era más que un anhelo peligroso y sin sentido, así que se obligó a concentrarse en lo práctico, que era lo que mejor se le daba.
Descalza, se dirigió hacia el cuarto de baño y se puso un albornoz mullido que estaba detrás de la puerta. No estaba dispuesta a torturarse a sí misma, echándose la culpa de todo. Aunque no volviera a pasar, siempre le estaría agradecida a Pedro Alfonso por cómo la había hecho sentir.
La había liberado del pasado. La había hecho darse cuenta de que era capaz de experimentar la misma clase de placer que cualquier otra persona.
¿Qué le había dicho antes de que pasara todo? ¿Cuál era la frase que se le había quedado grabada en la cabeza?
«Me gusta tu forma clara de pensar».
Sabía por qué le había dicho eso. Se lo había dicho porque ella le había dejado claro que no estaba interesada en el amor y en el matrimonio. Le había convencido de que era perfectamente capaz de tomarse esa experiencia sexual con total objetividad.
Pero, si era así, ¿por qué tenía ganas de bailar y dar vueltas por la habitación? ¿Por qué sonaba esa música en su cabeza?
El sol ya casi estaba en lo más alto y el mar había tomado una tonalidad rosada. En la terraza, el aire era puro y no había ni una sola nube. La casa estaba en silencio, pero Paula sentía cómo vibraba su propio cuerpo. No tenía ganas de estudiar en ese momento, así que decidió mirar el correo electrónico. Más tarde vería qué le deparaba el día. Y si Pedro había decidido que una noche era más que suficiente, tendría que aceptarlo como un adulto.
Entró en su cuenta de correo y encontró tres correos de su hermana. En el asunto delprimero se podía leer la pregunta: ¿Dónde estás? El segundo no era más que una larga lista de signos de interrogación y en el tercero su hermana le preguntaba con dramatismo qué estaba pasando.
Paula abrió el primero de los tres. Por primera vez en mucho tiempo el texto no estaba lleno de caritas sonrientes y de descripciones detalladas de sus últimos trabajos como modelo. Por una vez, todo el correo versaba sobre ella, y no sobre su hermana.
Vi una foto de tu jefe en el aeropuerto de Niza y había alguien que se parecía a ti detrás. Le dije a mamá que nadie que no fueras tú se pondría una camiseta como esa en la Costa Azul. ¿Estás en el sur de Francia con Pedro Alfonso? Y, si es así, ¿qué demonios pasa?
Paula sonrió. Se preguntaba cómo hubiera reaccionado Isabel si le hubiera dicho la verdad.
Sí. Estoy aquí con Pedro. De hecho, le conté toda mi vida y ha decidido enseñarme todo lo que necesito saber sobre el sexo, lo cual no es poca cosa, como ya te puedes imaginar.
Sonriendo, Paula presionó el botón de respuesta.
Sí. Es cierto. He estado ayudando a Pedro con su rehabilitación después del accidente que tuvo, y él pensó que sería mejor recuperarse en un sitio donde hiciera sol. Este es un sitio maravilloso. Soy una chica con suerte, ¿no crees? Un beso, Paula.
Apretó el botón de enviar justo en el momento en que alguien llamaba a la puerta. Paula no tuvo tiempo de levantarse. La puerta se abrió de repente y Pedro entró en la habitación. Se había afeitado y sus ojos negros estaban llenos de vitalidad, pero en ellos había también una chispa de otra cosa, algo que Paula había aprendido a identificar con el deseo
–Hola –le dijo, cerrando la puerta suavemente.
–Pensaba que habías decidido que era mejor que nadie te viera por aquí.
–A lo mejor es que he cambiado de idea.
–Ni siquiera me he lavado los dientes.
–Entonces ve y lávatelos ahora. Me gusta el sabor de tu pasta de dientes.
Paula se escabulló rumbo al aseo y cuando regresó descubrió que Pedro se había quitado toda la ropa. Se había tumbado en la cama, completamente desnudo, entre las sábanas arrugadas.
–¿Qué haces?
–¿No te parece obvio?
–Pero… ¿qué pasa con el personal?
–¿Qué pasa con ellos? El único miembro de mi personal que me interesa es el que tengo delante ahora mismo. Y lleva demasiada ropa –tocó el espacio vacío a su lado–. Ven aquí, querida, antes de que me ponga impaciente.
Paula tragó en seco y trató de calmar el miedo repentino que la atenazaba por dentro. Seguramente era mejor idea negarse. Los jardineros estaban a punto de llegar y el cocinero debía de haber mandado a su ayudante a Niza a por verduras y pescado fresco. Lo mejor era decirle que no era muy sensato repetir la experiencia en ese momento, que podían preparar algo más discreto por la noche.
Eso era lo mejor.
Sus piernas parecían tener otros planes, sin embargo, y no tardaron en echar a andar hacia la cama. Apartó las sábanas, pero Pedro sacudió la cabeza.
–No. Todavía no. Quítate el albornoz –le dijo–. Y no me digas que te da vergüenza. Ahora no. Conozco tu cuerpo mejor que cualquier otro hombre del planeta.
–Me alegra ver que no hay nada en este mundo que te pueda desinflar el ego –le dijo Paula, desatándose el albornoz y tirándolo al suelo. Rápidamente se metió entre las sábanas, chocando con él.
–No es solo mi ego –le dijo, guiando su mano hasta colocarla sobre su entrepierna. Se inclinó sobre ella y le dio un beso–. Mmm. Pasta de dientes.
La besó hasta hacerla relajarse, hasta que su cuerpo comenzó a reclamar algo más con avidez. Paula cerró los ojos y dejó que le tocara los pechos. Deslizaba las palmas de las manos rítmicamente sobre sus pezones duros y la hacía retorcerse de placer. Se colocó sobre ella, entre sus piernas, y la penetró con un movimiento rápido y firme. Echó atrás la cabeza y comenzó a moverse.Paula deslizaba las yemas de los dedos sobre su piel, explorando todas las texturas, sus muslos cubiertos de un fino vello, sus espaldas anchas…
Quería saborear esa sensación de intimidad con él, pero el orgasmo la alcanzó con la fuerza de un tren arrollador. Le oyó gritar inmediatamente después. Era ese extraño gemido que dejaba escapar mientras temblaba dentro de ella.
Le rodeó con ambos brazos y se acurrucó junto a él, apoyando la cabeza sobre su hombro.
Y entonces se quedó dormida.
Cuando despertó, él ya se había marchado, tal y como había hecho la noche anterior. Durante el desayuno Simone le dijo que había ido a Niza para ocuparse de unos negocios. La empleada no sabía a qué hora iba a regresar.
La mañana pasó a toda velocidad y Paula no fue capaz de concentrarse en nada. Él no volvió hasta última hora de la tarde. Cuando se presentó en su habitación,Paula ya estaba convencida de que se arrepentía profundamente de lo que había ocurrido entre ellos.
–¿Dónde has estado? –le preguntó, sin poder evitarlo.
Él arqueó las cejas.
–Lo siento. No es asunto mío.
Él dejó escapar una risotada al tiempo que la estrechaba entre sus brazos.
–Necesitaba algo de espacio, y tenía que ocuparme de unos asuntos sin distracciones. Pero ahora me apetece tener algo de distracción.
La empujó hasta hacerla tumbarse en la cama y le quitó toda la ropa con movimientos minuciosos. Al ver esos ojos brillantes y hambrientos con los que la miraba, Paula comprendió que el sexo también podía ser rápido y furioso.
Después, mientras yacía junto a Pedro, trazando círculos perezosos sobre su piel, se dio cuenta de que él sabía mucho más sobre ella de lo que ella sabía sobre él. Y en ese estado de absoluta felicidad en el que se encontraba sintió que podía preguntarle cualquier cosa.
–¿Pedro?
–¿Mmm?
Ella se volvió y se apoyó en el codo, dejando que el cabello le cayera sobre los hombros y le cubriera el pecho.
–¿Nunca has querido tener niños?
Pedro apretó los labios y apartó el mechón de pelo que le tapaba el pezón.
–Otro consejo… De entre todos los temas de conversación que existen para después del sexo, la paternidad no es el más idóneo. Te advierto que cualquier referencia a un bebé hará que todos tus amantes potenciales salgan huyendo despavoridos. Pueden pensar que estás empezando a enamorarte de ellos.
–¿Crees que si te pregunto si quieres tener niños automáticamente significa que me estoy enamorando de ti?
–Conozco muy bien las señales.
–Bueno, en mi caso las estás malinterpretando. Solo me interesa saberlo por pura curiosidad. La mayoría de los hombres quiere divertirse sin más. Lo llevan en el ADN. La perpetuación de la especie humana, esa clase de cosas… Tú has construido todo un imperio. Tienes muchos millones, así que imagino que querrás que alguien que lleve tu sangre herede todo eso, ¿no?
Pedro se tumbó boca arriba y miró al techo. Normalmente zanjaba ese tema con rapidez y contundencia. No le gustaba que las mujeres se pusieran a indagar y a ahondar en asuntos como ese, y le molestaba que buscaran sentimientos donde no los había. ¿Por qué lo estaba estropeando todo haciéndole esa clase de preguntas?
–Creo que la humanidad no tendrá problemas para sobrevivir sin una versión en miniatura de Pedro Alfonso –le dijo con sequedad.
–¿Alguna razón en particular?
–Ya veo que vas a ser un médico muy bueno –se volvió y la miró a los ojos–. Como insistes tanto con tus preguntas…
–No te andes con rodeos.
–Ya –dijo Pedro. Los ojos le brillaban–. ¿Qué quieres saber?
–Oh, no lo sé. Quiero saber algo de tu vida, dónde creciste, por qué estás tan empeñado en que no quieres tener hijos…
Pedro entrelazó las manos y las puso detrás de la cabeza.
Una larga lista de recuerdos desfiló por su mente.
–Crecí en un rancho grande a las afueras de Buenos Aires. Criábamos ganado en unos campos interminables, con el cielo más azul e intenso que puedas imaginar.
Paula se acercó un poco.
–¿Criábamos? –repitió.
–Mi madre, mi padre y yo. Éramos una familia poco usual porque no había un montón de niños correteando, pero creo que eso nos hizo estar muy unidos, y mis padres… –se encogió de hombros–. Bueno, ellos me querían mucho. La granja iba muy bien. Mi padre tenía negocios en la ciudad y también le iba muy bien.
–¿Entonces todo era perfecto?
–Durante un tiempo, sí.
La miró de nuevo y cuando habló de nuevo su voz se había endurecido.
–Mi madre tenía una amiga llamada Amelita. Ella y su marido tenían un hijo de mi edad. Vicente era como un hermano para mí, y las dos familias solían hacerlo todo juntas. En el invierno esquiábamos y en el verano íbamos a la playa. Cenábamos juntos en Navidad, alrededor de la misma mesa. Éramos como una gran familia.
Pedro hizo una pausa. No sabía por qué le estaba contando todo eso. ¿Era porque ella había compartido sus secretos con él, o porque sospechaba que iba a seguir insistiendo si no le decía nada?
–Sigue –le dijo ella.
Él le acarició el cabello.
–A mí me empezaron a gustar las carreras desde muy pronto y mi padre me construyó un pequeño circuito de karts en la finca para que practicara. Por aquella época era toda una novedad. Vicente y yo pasábamos horas corriendo por ese circuito polvoriento. Y entonces, cuando cumplí dieciséis años, me fui a la provincia de San Luis para poder usar el famoso circuito de Potrero de los Funes. No solía ir a casa muy a menudo, pero cuando regresé todo parecía distinto. Me dio la sensación de que mi padre y Amelita parecían ser… uña y carne de repente, pero se trataba de algo más. Recuerdo muy bien la forma en que le miraba, cómo le atendía. Durante un tiempo hice todo lo posible para convencerme de que estaba equivocado, porque quería equivocarme. Y ella era la mejor amiga de mi madre –Pedro tragó con dificultad.
Había intentado hablar con su padre, pero sus palabras habían sido recibidas con un exabrupto de furia repentina.
Su padre incluso había llegado a amenazarle con darle un puñetazo. Al final había abandonado el tema para no complicar más las cosas, pero en el fondo sabía que todas sus palabras no eran más que mentiras.
–Y entonces una tarde me levanté pronto de la siesta. Todo estaba en calma y hacía tanto calor que apenas podía respirar. Salí al exterior, buscando la sombra de los árboles, pero tampoco se estaba mejor allí. No había ningún sitio donde refugiarse. De repente oí algo, algo que parecía fuera de lugar en mi casa. Caminé hacia la casa de verano y allí los encontré. Mi padre y Amelita…
Paula se tapó la boca al hablar.
–¿Y estaban…?
–No del todo. Amelita estaba haciéndole una especie de striptease, y mientras tanto mi padre… –la voz de Pedro temblaba de rabia–. Y todo esto estaba ocurriendo mientras mi madre dormía en la casa de al lado. No fue solo la traición, sino también la falta de respeto lo que me hizo querer matarle.
Pedro se detuvo y Paula no dijo nada. Puso la mano sobre su mejilla y trató de consolarle, pero él la hizo apartarla.
–Todo salió a la luz. Claro. Estas cosas siempre salen a la luz. Sospecho que Amelita se aseguró de que así fuera, ya que mi padre era uno de los hombres más ricos de Argentina. Y como era de esperar, aquello destrozó muchas vidas. Mi madre nunca llegó a recuperarse de ello. Esa doble traición le hizo una herida incurable. No solo fue traicionada por su esposo, sino también por su mejor amiga. Se marchó del rancho y se compró una casa en la ciudad, pero dejó de comer. Supongo que todo dejó de importarle. Solía quedarse sola en casa, encerrada. Apenas salía porque tenía miedo de que la gente se le quedara mirando y se riera de ella. Daba igual lo que le dijéramos. Ella no quería escuchar, y murió tres años después.
–Oh, Pedro. Lo siento.
Él sacudió la cabeza y trató de contener la marea de emociones negras que había contenido durante tanto tiempo. Pero, por una vez, la marea siguió golpeándole, y tal vez era mejor así esa vez. Nunca se lo había dicho a nadie, y si se lo estaba contando a alguien a quien le era indiferente, entonces tal vez era el momento de aflojar esas negras cadenas con las que se había atado a sí mismo durante tanto tiempo.
–¿Quieres oír el resto de la historia? –le preguntó con acritud–. No es un cuento para irse a dormir precisamente.
–Quiero oírlo.
–El marido de la amante de mi padre también se sintió humillado. Se había convertido en el hazmerreír de todo el mundo, pero buscó otro remedio distinto al aislamiento autoimpuesto de mi madre. Tomó el único camino que creyó honorable en una situación como esa. Se puso un revólver en la cabeza y se voló la tapa de los sesos. Fue Vicente quien le encontró.
Paula respiró profundamente.
–Oh, Pedro.
Él levantó la vista hacia el techo.
–Bueno, ahí lo tienes. ¿Ahora entiendes por qué no creo en los finales felices y en la vida familiar?
Hubo una pausa. Casi podía oír sus pensamientos mientras trataba de encontrar las palabras adecuadas. Pero no había palabras adecuadas. Pedro lo sabía muy bien.
–En realidad, no –dijo Paula tentativamente–. Quiero decir que lo que pasó fue algo terrible, pero en realidad nada de eso tenía que ver contigo, ¿no? Nada fue culpa tuya. Que tu familia haya hecho esas cosas no quiere decir que tú vayas a hacerlas también. La infidelidad y la traición no son hereditarias, ¿sabes?
Él se volvió hacia ella y la miró de nuevo. Podía ver empatía en su mirada y le agradecía su amabilidad. Paula era una chica lista, lo bastante lista como para saber que había más.
–Pero he vivido la vida en los circuitos, y he visto lo que eso les hace a los hombres, sobre todo a los campeones.
–¿Qué quieres decir?
Él se encogió de hombros.
–Hay características que hacen que los hombres como yo tengan éxito. Somos gente muy decidida, gente que solo piensa en ganar. Pasamos años persiguiendo la vuelta perfecta, y cuando la conseguimos, queremos repetirla una y otra vez. No hay muchos en lo más alto, pero cuando llegas ahí te das cuenta de que es un sitio que seduce, pero también es un sitio peligroso. La gente te venera. Quieren una parte tuya, sobre todo las mujeres.
–Mujeres que son «iguales que los neumáticos que te cambian durante las carreras» –le dijo, citando sus propias palabras.
–Exactamente –el rostro de Pedro se endureció–. He visto cómo las parejas más sólidas sucumbían ante todas las tentaciones que ofrece este deporte. Cuando fluye la adrenalina y una criatura sexy con una falda diminuta pone los pechos contra el parabrisas, la mayoría de los hombres no puede decir que no.
–Entonces… –dijo Paula, incorporándose y cruzando los brazos–. Lo que me estás diciendo es que los campeones del mundo reciben tantas frutas prohibidas que para ellos es imposible subsistir con la dieta normal que tiene el resto de los mortales. ¿Es eso?
Pedro se encogió de hombros.
–Si quieres decirlo así.
–Pero tú ya no corres para ganarte la vida, Pedro. ¿Cómo es que aún sigue aplicándose esa norma?
–Mi padre no era corredor. Era un granjero que llevaba veintiún años casado. Era alguien que solía decir que mi madre era su alma gemela.
–¿Entonces me estás diciendo que crees que los hombres son incapaces de ser fieles?
–Es una forma de verlo. Sí. Creo que es así.
–¿Entonces los hombres son el sexo débil?
–O tal vez el más realista. ¿Cómo pueden hacerse promesas de fidelidad dos personas, cuando no tienen garantía alguna de que podrán mantenerlas?
Paula no contestó. Aunque no tuviera derecho a sentirse herida, sus palabras le habían golpeado el corazón. Él nunca le había prometido nada más allá de una noche de sexo. De hecho, le había lanzado una advertencia explícita.
Paula echó a un lado las sábanas y se levantó de la cama.
–Tengo que ir al servicio –dijo.
Cruzó el dormitorio y entró en el aseo, cerrando la puerta tras de sí. Se echó un poco de agua fría en la cara y practicó unas cuantas sonrisas convincentes ante el espejo. Cuando volvió a entrar en el dormitorio, casi había recuperado la calma, pero el sosiego no iba a durarle mucho. En cuanto le vio allí tumbado, apoyado contra las almohadas, con su rostro serio y sombrío, la incertidumbre se cernió sobre ella de nuevo.
–¿Quieres que salgamos a comer mañana?
–¿Comer? –le preguntó ella, parpadeando–. ¿Te refieres a salir fuera a comer?
Él esbozó un atisbo de sonrisa.
–No, aquí no. Tenemos toda una costa preciosa a nuestra disposición, querida, con muchos restaurantes famosos. Hay playas y montañas y pequeños pueblos en los que uno se siente como en otro siglo. Y como esta es tu primera visita a Francia, creo que es hora de que te muestre alguno de ellos.
–Pero… yo pensaba que creías que era mejor que no nos vieran juntos.
–Y a lo mejor he cambiado de idea. Yo no vivo mi vida intentando satisfacer a otra gente, y tú tampoco deberías hacerlo.
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