viernes, 16 de octubre de 2015

EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 10





Paula no podía dormir, así que al final se cansó de intentarlo. 


Lentamente se levantó de la cama, todavía deshecha e impregnada de ese olor a sexo que tan poco familiar le resultaba. Reparó en la marca de la otra almohada; la evidencia tangible de que por primera vez en su vida no había dormido sola. Un hormigueo le recorrió la piel al recordarlo.


Había dormido con Pedro. Se había entregado al playboy argentino con una avidez que aún la hacía sonrojarse. 


Apartándose el pelo de la cara, se tocó las mejillas. Las tenía ardiendo. No habían dormido mucho. Había sido una larga noche de descubrimientos.


Tragó con dificultad al recordar lo nerviosa que se había puesto. Había caminado de un lado a otro por toda la habitación, asustada, temiendo el momento de bajar a cenar. 


Pero, de alguna forma, él se lo había puesto todo fácil. Había ido a su dormitorio y había empezado a besarla sin más, como si todo fuera natural y normal.


Había hecho el amor con Pedro Alfonso y él parecía haberlo disfrutado tanto como ella. Se habían olvidado de la cena. 


Alrededor de las diez, Pedro se había puesto los pantalones y había bajado a la terraza para buscar la comida que se había quedado allí. Habían comido uvas y queso en la cama y él había abierto una botella de vino llamado Petrus.


Con los primeros rayos de sol, él había vuelto a su dormitorio. Inclinándose sobre ella, le había dado un beso en la frente y le había dicho que todo sería más fácil si no estaba allí por la mañana.


En eso también tenía razón. Paula lo sabía. Era una estupidez desear que se hubiera quedado toda la noche. No era más que un anhelo peligroso y sin sentido, así que se obligó a concentrarse en lo práctico, que era lo que mejor se le daba.


Descalza, se dirigió hacia el cuarto de baño y se puso un albornoz mullido que estaba detrás de la puerta. No estaba dispuesta a torturarse a sí misma, echándose la culpa de todo. Aunque no volviera a pasar, siempre le estaría agradecida a Pedro Alfonso por cómo la había hecho sentir. 


La había liberado del pasado. La había hecho darse cuenta de que era capaz de experimentar la misma clase de placer que cualquier otra persona.


¿Qué le había dicho antes de que pasara todo? ¿Cuál era la frase que se le había quedado grabada en la cabeza?


«Me gusta tu forma clara de pensar».


Sabía por qué le había dicho eso. Se lo había dicho porque ella le había dejado claro que no estaba interesada en el amor y en el matrimonio. Le había convencido de que era perfectamente capaz de tomarse esa experiencia sexual con total objetividad.


Pero, si era así, ¿por qué tenía ganas de bailar y dar vueltas por la habitación? ¿Por qué sonaba esa música en su cabeza?


El sol ya casi estaba en lo más alto y el mar había tomado una tonalidad rosada. En la terraza, el aire era puro y no había ni una sola nube. La casa estaba en silencio, pero Paula sentía cómo vibraba su propio cuerpo. No tenía ganas de estudiar en ese momento, así que decidió mirar el correo electrónico. Más tarde vería qué le deparaba el día. Y si Pedro había decidido que una noche era más que suficiente, tendría que aceptarlo como un adulto.


Entró en su cuenta de correo y encontró tres correos de su hermana. En el asunto delprimero se podía leer la pregunta: ¿Dónde estás? El segundo no era más que una larga lista de signos de interrogación y en el tercero su hermana le preguntaba con dramatismo qué estaba pasando.


Paula abrió el primero de los tres. Por primera vez en mucho tiempo el texto no estaba lleno de caritas sonrientes y de descripciones detalladas de sus últimos trabajos como modelo. Por una vez, todo el correo versaba sobre ella, y no sobre su hermana.


Vi una foto de tu jefe en el aeropuerto de Niza y había alguien que se parecía a ti detrás. Le dije a mamá que nadie que no fueras tú se pondría una camiseta como esa en la Costa Azul. ¿Estás en el sur de Francia con Pedro Alfonso? Y, si es así, ¿qué demonios pasa?


Paula sonrió. Se preguntaba cómo hubiera reaccionado Isabel si le hubiera dicho la verdad.


Sí. Estoy aquí con Pedro. De hecho, le conté toda mi vida y ha decidido enseñarme todo lo que necesito saber sobre el sexo, lo cual no es poca cosa, como ya te puedes imaginar.


Sonriendo, Paula presionó el botón de respuesta.


Sí. Es cierto. He estado ayudando a Pedro con su rehabilitación después del accidente que tuvo, y él pensó que sería mejor recuperarse en un sitio donde hiciera sol. Este es un sitio maravilloso. Soy una chica con suerte, ¿no crees? Un beso, Paula.


Apretó el botón de enviar justo en el momento en que alguien llamaba a la puerta. Paula no tuvo tiempo de levantarse. La puerta se abrió de repente y Pedro entró en la habitación. Se había afeitado y sus ojos negros estaban llenos de vitalidad, pero en ellos había también una chispa de otra cosa, algo que Paula había aprendido a identificar con el deseo


–Hola –le dijo, cerrando la puerta suavemente.


–Pensaba que habías decidido que era mejor que nadie te viera por aquí.


–A lo mejor es que he cambiado de idea.


–Ni siquiera me he lavado los dientes.


–Entonces ve y lávatelos ahora. Me gusta el sabor de tu pasta de dientes.


Paula se escabulló rumbo al aseo y cuando regresó descubrió que Pedro se había quitado toda la ropa. Se había tumbado en la cama, completamente desnudo, entre las sábanas arrugadas.


–¿Qué haces?


–¿No te parece obvio?


–Pero… ¿qué pasa con el personal?


–¿Qué pasa con ellos? El único miembro de mi personal que me interesa es el que tengo delante ahora mismo. Y lleva demasiada ropa –tocó el espacio vacío a su lado–. Ven aquí, querida, antes de que me ponga impaciente.


Paula tragó en seco y trató de calmar el miedo repentino que la atenazaba por dentro. Seguramente era mejor idea negarse. Los jardineros estaban a punto de llegar y el cocinero debía de haber mandado a su ayudante a Niza a por verduras y pescado fresco. Lo mejor era decirle que no era muy sensato repetir la experiencia en ese momento, que podían preparar algo más discreto por la noche.


Eso era lo mejor.


Sus piernas parecían tener otros planes, sin embargo, y no tardaron en echar a andar hacia la cama. Apartó las sábanas, pero Pedro sacudió la cabeza.


–No. Todavía no. Quítate el albornoz –le dijo–. Y no me digas que te da vergüenza. Ahora no. Conozco tu cuerpo mejor que cualquier otro hombre del planeta.


–Me alegra ver que no hay nada en este mundo que te pueda desinflar el ego –le dijo Paula, desatándose el albornoz y tirándolo al suelo. Rápidamente se metió entre las sábanas, chocando con él.


–No es solo mi ego –le dijo, guiando su mano hasta colocarla sobre su entrepierna. Se inclinó sobre ella y le dio un beso–. Mmm. Pasta de dientes.


La besó hasta hacerla relajarse, hasta que su cuerpo comenzó a reclamar algo más con avidez. Paula cerró los ojos y dejó que le tocara los pechos. Deslizaba las palmas de las manos rítmicamente sobre sus pezones duros y la hacía retorcerse de placer. Se colocó sobre ella, entre sus piernas, y la penetró con un movimiento rápido y firme. Echó atrás la cabeza y comenzó a moverse.Paula deslizaba las yemas de los dedos sobre su piel, explorando todas las texturas, sus muslos cubiertos de un fino vello, sus espaldas anchas…


Quería saborear esa sensación de intimidad con él, pero el orgasmo la alcanzó con la fuerza de un tren arrollador. Le oyó gritar inmediatamente después. Era ese extraño gemido que dejaba escapar mientras temblaba dentro de ella.


Le rodeó con ambos brazos y se acurrucó junto a él, apoyando la cabeza sobre su hombro.


Y entonces se quedó dormida.


Cuando despertó, él ya se había marchado, tal y como había hecho la noche anterior. Durante el desayuno Simone le dijo que había ido a Niza para ocuparse de unos negocios. La empleada no sabía a qué hora iba a regresar.


La mañana pasó a toda velocidad y Paula no fue capaz de concentrarse en nada. Él no volvió hasta última hora de la tarde. Cuando se presentó en su habitación,Paula ya estaba convencida de que se arrepentía profundamente de lo que había ocurrido entre ellos.


–¿Dónde has estado? –le preguntó, sin poder evitarlo.


Él arqueó las cejas.


–Lo siento. No es asunto mío.


Él dejó escapar una risotada al tiempo que la estrechaba entre sus brazos.


–Necesitaba algo de espacio, y tenía que ocuparme de unos asuntos sin distracciones. Pero ahora me apetece tener algo de distracción.


La empujó hasta hacerla tumbarse en la cama y le quitó toda la ropa con movimientos minuciosos. Al ver esos ojos brillantes y hambrientos con los que la miraba, Paula comprendió que el sexo también podía ser rápido y furioso.


Después, mientras yacía junto a Pedro, trazando círculos perezosos sobre su piel, se dio cuenta de que él sabía mucho más sobre ella de lo que ella sabía sobre él. Y en ese estado de absoluta felicidad en el que se encontraba sintió que podía preguntarle cualquier cosa.


–¿Pedro?


–¿Mmm?


Ella se volvió y se apoyó en el codo, dejando que el cabello le cayera sobre los hombros y le cubriera el pecho.


–¿Nunca has querido tener niños?


Pedro apretó los labios y apartó el mechón de pelo que le tapaba el pezón.


–Otro consejo… De entre todos los temas de conversación que existen para después del sexo, la paternidad no es el más idóneo. Te advierto que cualquier referencia a un bebé hará que todos tus amantes potenciales salgan huyendo despavoridos. Pueden pensar que estás empezando a enamorarte de ellos.


–¿Crees que si te pregunto si quieres tener niños automáticamente significa que me estoy enamorando de ti?


–Conozco muy bien las señales.


–Bueno, en mi caso las estás malinterpretando. Solo me interesa saberlo por pura curiosidad. La mayoría de los hombres quiere divertirse sin más. Lo llevan en el ADN. La perpetuación de la especie humana, esa clase de cosas… Tú has construido todo un imperio. Tienes muchos millones, así que imagino que querrás que alguien que lleve tu sangre herede todo eso, ¿no?


Pedro se tumbó boca arriba y miró al techo. Normalmente zanjaba ese tema con rapidez y contundencia. No le gustaba que las mujeres se pusieran a indagar y a ahondar en asuntos como ese, y le molestaba que buscaran sentimientos donde no los había. ¿Por qué lo estaba estropeando todo haciéndole esa clase de preguntas?


–Creo que la humanidad no tendrá problemas para sobrevivir sin una versión en miniatura de Pedro Alfonso –le dijo con sequedad.


–¿Alguna razón en particular?


–Ya veo que vas a ser un médico muy bueno –se volvió y la miró a los ojos–. Como insistes tanto con tus preguntas…


–No te andes con rodeos.


–Ya –dijo Pedro. Los ojos le brillaban–. ¿Qué quieres saber?


–Oh, no lo sé. Quiero saber algo de tu vida, dónde creciste, por qué estás tan empeñado en que no quieres tener hijos…


Pedro entrelazó las manos y las puso detrás de la cabeza. 


Una larga lista de recuerdos desfiló por su mente.


–Crecí en un rancho grande a las afueras de Buenos Aires. Criábamos ganado en unos campos interminables, con el cielo más azul e intenso que puedas imaginar.


Paula se acercó un poco.


–¿Criábamos? –repitió.


–Mi madre, mi padre y yo. Éramos una familia poco usual porque no había un montón de niños correteando, pero creo que eso nos hizo estar muy unidos, y mis padres… –se encogió de hombros–. Bueno, ellos me querían mucho. La granja iba muy bien. Mi padre tenía negocios en la ciudad y también le iba muy bien.


–¿Entonces todo era perfecto?


–Durante un tiempo, sí.


La miró de nuevo y cuando habló de nuevo su voz se había endurecido.


–Mi madre tenía una amiga llamada Amelita. Ella y su marido tenían un hijo de mi edad. Vicente era como un hermano para mí, y las dos familias solían hacerlo todo juntas. En el invierno esquiábamos y en el verano íbamos a la playa. Cenábamos juntos en Navidad, alrededor de la misma mesa. Éramos como una gran familia.


Pedro hizo una pausa. No sabía por qué le estaba contando todo eso. ¿Era porque ella había compartido sus secretos con él, o porque sospechaba que iba a seguir insistiendo si no le decía nada?


–Sigue –le dijo ella.


Él le acarició el cabello.


–A mí me empezaron a gustar las carreras desde muy pronto y mi padre me construyó un pequeño circuito de karts en la finca para que practicara. Por aquella época era toda una novedad. Vicente y yo pasábamos horas corriendo por ese circuito polvoriento. Y entonces, cuando cumplí dieciséis años, me fui a la provincia de San Luis para poder usar el famoso circuito de Potrero de los Funes. No solía ir a casa muy a menudo, pero cuando regresé todo parecía distinto. Me dio la sensación de que mi padre y Amelita parecían ser… uña y carne de repente, pero se trataba de algo más. Recuerdo muy bien la forma en que le miraba, cómo le atendía. Durante un tiempo hice todo lo posible para convencerme de que estaba equivocado, porque quería equivocarme. Y ella era la mejor amiga de mi madre –Pedro tragó con dificultad.


Había intentado hablar con su padre, pero sus palabras habían sido recibidas con un exabrupto de furia repentina.


Su padre incluso había llegado a amenazarle con darle un puñetazo. Al final había abandonado el tema para no complicar más las cosas, pero en el fondo sabía que todas sus palabras no eran más que mentiras.


–Y entonces una tarde me levanté pronto de la siesta. Todo estaba en calma y hacía tanto calor que apenas podía respirar. Salí al exterior, buscando la sombra de los árboles, pero tampoco se estaba mejor allí. No había ningún sitio donde refugiarse. De repente oí algo, algo que parecía fuera de lugar en mi casa. Caminé hacia la casa de verano y allí los encontré. Mi padre y Amelita…


Paula se tapó la boca al hablar.


–¿Y estaban…?


–No del todo. Amelita estaba haciéndole una especie de striptease, y mientras tanto mi padre… –la voz de Pedro temblaba de rabia–. Y todo esto estaba ocurriendo mientras mi madre dormía en la casa de al lado. No fue solo la traición, sino también la falta de respeto lo que me hizo querer matarle.


Pedro se detuvo y Paula no dijo nada. Puso la mano sobre su mejilla y trató de consolarle, pero él la hizo apartarla.


–Todo salió a la luz. Claro. Estas cosas siempre salen a la luz. Sospecho que Amelita se aseguró de que así fuera, ya que mi padre era uno de los hombres más ricos de Argentina. Y como era de esperar, aquello destrozó muchas vidas. Mi madre nunca llegó a recuperarse de ello. Esa doble traición le hizo una herida incurable. No solo fue traicionada por su esposo, sino también por su mejor amiga. Se marchó del rancho y se compró una casa en la ciudad, pero dejó de comer. Supongo que todo dejó de importarle. Solía quedarse sola en casa, encerrada. Apenas salía porque tenía miedo de que la gente se le quedara mirando y se riera de ella. Daba igual lo que le dijéramos. Ella no quería escuchar, y murió tres años después.


–Oh, Pedro. Lo siento.


Él sacudió la cabeza y trató de contener la marea de emociones negras que había contenido durante tanto tiempo. Pero, por una vez, la marea siguió golpeándole, y tal vez era mejor así esa vez. Nunca se lo había dicho a nadie, y si se lo estaba contando a alguien a quien le era indiferente, entonces tal vez era el momento de aflojar esas negras cadenas con las que se había atado a sí mismo durante tanto tiempo.


–¿Quieres oír el resto de la historia? –le preguntó con acritud–. No es un cuento para irse a dormir precisamente.


–Quiero oírlo.


–El marido de la amante de mi padre también se sintió humillado. Se había convertido en el hazmerreír de todo el mundo, pero buscó otro remedio distinto al aislamiento autoimpuesto de mi madre. Tomó el único camino que creyó honorable en una situación como esa. Se puso un revólver en la cabeza y se voló la tapa de los sesos. Fue Vicente quien le encontró.


Paula respiró profundamente.


–Oh, Pedro.


Él levantó la vista hacia el techo.


–Bueno, ahí lo tienes. ¿Ahora entiendes por qué no creo en los finales felices y en la vida familiar?


Hubo una pausa. Casi podía oír sus pensamientos mientras trataba de encontrar las palabras adecuadas. Pero no había palabras adecuadas. Pedro lo sabía muy bien.


–En realidad, no –dijo Paula tentativamente–. Quiero decir que lo que pasó fue algo terrible, pero en realidad nada de eso tenía que ver contigo, ¿no? Nada fue culpa tuya. Que tu familia haya hecho esas cosas no quiere decir que tú vayas a hacerlas también. La infidelidad y la traición no son hereditarias, ¿sabes?


Él se volvió hacia ella y la miró de nuevo. Podía ver empatía en su mirada y le agradecía su amabilidad. Paula era una chica lista, lo bastante lista como para saber que había más.


–Pero he vivido la vida en los circuitos, y he visto lo que eso les hace a los hombres, sobre todo a los campeones.


–¿Qué quieres decir?


Él se encogió de hombros.


–Hay características que hacen que los hombres como yo tengan éxito. Somos gente muy decidida, gente que solo piensa en ganar. Pasamos años persiguiendo la vuelta perfecta, y cuando la conseguimos, queremos repetirla una y otra vez. No hay muchos en lo más alto, pero cuando llegas ahí te das cuenta de que es un sitio que seduce, pero también es un sitio peligroso. La gente te venera. Quieren una parte tuya, sobre todo las mujeres.


–Mujeres que son «iguales que los neumáticos que te cambian durante las carreras» –le dijo, citando sus propias palabras.


–Exactamente –el rostro de Pedro se endureció–. He visto cómo las parejas más sólidas sucumbían ante todas las tentaciones que ofrece este deporte. Cuando fluye la adrenalina y una criatura sexy con una falda diminuta pone los pechos contra el parabrisas, la mayoría de los hombres no puede decir que no.


–Entonces… –dijo Paula, incorporándose y cruzando los brazos–. Lo que me estás diciendo es que los campeones del mundo reciben tantas frutas prohibidas que para ellos es imposible subsistir con la dieta normal que tiene el resto de los mortales. ¿Es eso?


Pedro se encogió de hombros.


–Si quieres decirlo así.


–Pero tú ya no corres para ganarte la vida, Pedro. ¿Cómo es que aún sigue aplicándose esa norma?


–Mi padre no era corredor. Era un granjero que llevaba veintiún años casado. Era alguien que solía decir que mi madre era su alma gemela.


–¿Entonces me estás diciendo que crees que los hombres son incapaces de ser fieles?


–Es una forma de verlo. Sí. Creo que es así.


–¿Entonces los hombres son el sexo débil?


–O tal vez el más realista. ¿Cómo pueden hacerse promesas de fidelidad dos personas, cuando no tienen garantía alguna de que podrán mantenerlas?


Paula no contestó. Aunque no tuviera derecho a sentirse herida, sus palabras le habían golpeado el corazón. Él nunca le había prometido nada más allá de una noche de sexo. De hecho, le había lanzado una advertencia explícita.


Paula echó a un lado las sábanas y se levantó de la cama.


–Tengo que ir al servicio –dijo.


Cruzó el dormitorio y entró en el aseo, cerrando la puerta tras de sí. Se echó un poco de agua fría en la cara y practicó unas cuantas sonrisas convincentes ante el espejo. Cuando volvió a entrar en el dormitorio, casi había recuperado la calma, pero el sosiego no iba a durarle mucho. En cuanto le vio allí tumbado, apoyado contra las almohadas, con su rostro serio y sombrío, la incertidumbre se cernió sobre ella de nuevo.


–¿Quieres que salgamos a comer mañana?


–¿Comer? –le preguntó ella, parpadeando–. ¿Te refieres a salir fuera a comer?


Él esbozó un atisbo de sonrisa.


–No, aquí no. Tenemos toda una costa preciosa a nuestra disposición, querida, con muchos restaurantes famosos. Hay playas y montañas y pequeños pueblos en los que uno se siente como en otro siglo. Y como esta es tu primera visita a Francia, creo que es hora de que te muestre alguno de ellos.


–Pero… yo pensaba que creías que era mejor que no nos vieran juntos.


–Y a lo mejor he cambiado de idea. Yo no vivo mi vida intentando satisfacer a otra gente, y tú tampoco deberías hacerlo.








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