viernes, 16 de octubre de 2015

EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 11




La llevó a Luan-les-Pins, a un restaurante situado a orillas de la playa. Era un sitio donde le reconocían de inmediato, pero Paula aún seguía demasiado ocupada pensando en todo lo que le había contado como para fijarse en todas las personas que se volteaban al verles pasar, rumbo a una mesa situada delante del mar, de cara a las olas. Paula pensó en su historia triste y en las conclusiones que había sacado, conclusiones que se habían visto reforzadas por su experiencia adulta como corredor de carreras.


Pensaba que los hombres no eran capaces de ser fieles. Era una afirmación dura, demasiado cruda para hacerla delante de alguien a quien acababa de seducir. El mensaje había sido claro, no obstante, incluso para alguien tan ingenuo como ella.


Pidieron ensaladas de marisco y zumo de lima y coco. Pedro devoró la comida como si no hubiera comido nada en días. Cuando terminó se dio cuenta de que ella apenas había probado bocado, no obstante. Dejó el tenedor sobre la mesa y la miró a los ojos.


–¿No te gusta la langosta?


Paula pinchó la carne rosada con el tenedor y forzó una sonrisa.


–La langosta está deliciosa.


–¿Es por eso que no te la comes? ¿O es porque estás molesta por lo que te dije ayer?


–No estoy molesta. Te agradezco que fueras tan sincero conmigo. Es que me siento un poco…


Él dejó el vaso sobre la mesa.


–¿Un poco qué?


Ella se encogió de hombros.


–Nada.


–Dímelo.


–Oh, no lo sé. Abrumada, supongo –miró a su alrededor. En todas las mesas parecía haber una chica sacada de las pasarelas–. Todas las chicas por aquí son impresionantes. Es como si hubieran pasado toda la mañana preparándose para comer en un restaurante chic, mientras que yo…


–¿Mientras que tú pareces una chica que ha pasado la mañana en la cama con un hombre que no puede quitarte las manos de encima? ¿Un hombre que se excita con solo mirarte?


Pedro… –Paula sintió que el aire se le atascaba en la garganta. Cuando él la miraba así, solo quería inclinarse sobre la mesa y besarle.


–¿No crees que muchas de ellas querrían estar en tus zapatos? –Pedro bajó la vista y sus labios se curvaron ligeramente–. O en tus chanclas, en este caso.


–No fueron compradas para ser usadas en un restaurante superchic de la Costa Azul.


Él levantó la mirada.


–Pero tú no te vistes para que te vean, ¿no es así, Paula? No te vistes para que te miren. Te vistes para ser invisible y para pasar desapercibida. Pensaba que ese era tu propósito.


La suave brisa del mar batía la sombrilla blanca sobre sus cabezas.


–Y te dije por qué.


–Pero ya no hay motivo para ello, ¿no? Si yo te he liberado de todas esas obsesiones que tenías con el sexo, ¿no crees que ya es hora de experimentar un poco con la ropa?


–Crees que tengo un aspecto horrible.


–Creo que esos colores pálidos que escoges no te favorecen mucho. Tu tez es muy clara y necesitas algo más dramático para sacarle partido. Si no te gusta tu apariencia, cámbiala, pero no sigas sin hacer nada, y quejándote todo el tiempo, porque me aburre –se echó hacia atrás en la silla y le dedicó una de sus miradas más frías–. Y no tienes por qué mirarme con esa cara de reproche. Fuiste tú quien preguntó.


–Y tú no te andas con chiquitas al contestar.


–¿Qué sentido tendría eso? Ya volvemos a la vieja historia de la sinceridad –Pedro se encogió de hombros–. A lo mejor ya es hora de que dejes de esconder algunas de tus armas más espectaculares y de que pruebes algo nuevo. Toma el bolso –hizo una señal con la mano para pedirle la cuenta al camarero–. Te voy a llevar de compras.


–No me gusta ir de compras.


–Pero vas a ir. Es como el aguacate. Al principio no te gusta, pero poco a poco empiezas a tomarle el gusto. Vamos, querida. Todavía no me encuentro en condiciones para cargarte sobre el hombro y llevarte a cuestas.


Paula reprimió una sonrisa. Cuando la miraba de esa manera no podía resistirse. Había empezado a sentirse como otra persona. Era como si se hubiera convertido en una de esas mujeres que aparecían en las comedias románticas, una de esas cuyas vidas cambiaban de la noche a la mañana gracias a un guapísimo millonario con mucho carácter.


El descapotable de Pedro Alfonso recorrió el Boulevard de la Croisette a toda velocidad y se detuvo frente a una boutique exclusiva de esas que abundaban en Cannes. Un hombre fornido vestido de uniforme tomó las llaves de Pedro y fue a aparcarle el coche.


Paula miró a través de las ventanas y su humor cambió de inmediato. Las glamurosas dependientas resultaban intimidantes.


–No puedo –susurró–. No puedo entrar ahí.


–Pensaba que ya habíamos dejado atrás eso de lamentarse todo el tiempo. Puedes hacer lo que quieras, y puedes empezar ahora mismo –la agarró de la mano–. Vamos.


Paula no daba crédito. La estaba agarrando de la mano, en público. Entró en la tienda como si fuera el dueño de todo y le dijo a una de las dependientas que quería verla con colores vivos.


–Rojo escarlata. Y creo que a lo mejor también podemos probar con el amarillo.


Se dirigió a la empleada con un francés perfecto, usando las manos para dibujar curvas voluptuosas en el aire. La empleada los llevó a un área privada situada en la parte de atrás de la tienda.


apasuls sintió que la garganta se le cerraba de tanta tensión y nervios. Se sentía grande y grotesca, como un gigante en una tierra de gente diminuta. Quería decirle a Pedro que había cambiado de opinión, pero entonces recordó que había sido ella misma quien había insistido en el tema. Le miró con disimulo desde detrás de la cortina del probador. 


Parecía tan relajado con su tacita de café. Era evidente que no era la primera vez que adoptaba ese rol. A lo mejor solo era un ritual por el que tenían que pasar todas las mujeres que desfilaban por su cama, pero las supermodelos con las que solía codearse sin duda le hubieran hecho más justicia a las delicadas prendas de lencería que acababan de llevarle al probador.


Sorprendentemente, no obstante, el sostén lo sujetaba todo en su sitio y el picardías transformaba sus caderas redondeadas, realzándolas y dándoles un toque seductor.


Después se probó un vestido de lunares de color amarillo y blanco, con una falda amplia y un cinturón de polipiel. Al mirarse en el espejo, Paula apenas fue capaz de reconocer su propio reflejo. Incluso la dependienta le dio su aprobación.


–Mais, elle est jolie –dijo en un tono de sorpresa.


Pedro sonrió lentamente al verla detenerse frente a él.


–Muy guapa –le dijo, agarrando un sombrero de paja con una cinta amarilla. Se lo puso con cuidado sobre la cabeza–. Bueno, ¿vas a empezar a creer en ti?


Paula sentía el exquisito roce de la seda sobre la piel. Se sentía gloriosa con aquel vestido de estilo años cincuenta. 


Asintió con la cabeza tímidamente.


Pedro sonrió y se fijó en un maniquí que tenía un cubo y una pala en las manos.


–Creo que vamos a echarle un vistazo a algunos biquinis.


Muy pronto terminaron cargados de bolsas atadas con lazos de color rosa brillante. Pedro logró persuadirla para que no se quitara el vestido amarillo.


–Me has comprado demasiadas cosas –le susurró ella con el corazón latiendo a toda velocidad.


Pedro le sujetaba las mejillas con ambas manos, haciendo que el sombrero se le tambaleara sobre la cabeza.


–Eso es cosa mía. Tú solo tienes que decir que sí. Y ahora te voy a llevar a casa y te voy a enseñar algo que es vital para el repertorio de cualquier amante –le dijo, rozándole los labios ligeramente.


Paula volvió a sentir esa peligrosa descarga de alegría a medida que el coche ascendía por la carretera de la montaña. Se decía una y otra vez que nada tenía fundamento real, por muy agradable que resultara, pero su corazón se negaba a escuchar lo que la cabeza le decía. Le había dicho que no buscaba aquello que buscaban la mayoría de las mujeres, que su deseo de amor había pasado a un segundo plano cuando se había propuesto llegar a ser médico. Sin embargo, poco a poco se estaba dando cuenta de que enamorarse de Pedro era tan fácil como caerse de una silla.


Él la llevó directamente a su dormitorio cuando llegaron a la casa. Era la primera vez que estaba en la habitación de Pedro, pero apenas tuvo tiempo de pensar en ello porque él cerró la puerta sin perder tiempo y fue hacia ella. Le quitó el vestido y lo colocó con cuidado sobre el respaldo de una silla. Debajo llevaba la lencería nueva que él había escogido para ella.


–Perfecta –le dijo, mirándola de arriba abajo.


–No soy perfecta –le dijo ella–. Gra… gracias.


–Mejor así –dijo Pedro, asintiendo con la cabeza al tiempo que le tocaba los pechos–. Porque ahora mismo eres absolutamente perfecta para mí.


La empujó hasta hacerla tumbarse sobre la sedosa alfombra y le quitó el picardías para colocarse entre sus piernas. Paula se puso tensa al sentir el calor de su lengua en el rincón más íntimo de su cuerpo. Comenzó a tocarle el pelo, tirando de él suavemente hasta hacerle levantar la cabeza.


–¿Pedro?


–Solo tienes que relajarte. No voy a hacerte daño.


Paula cerró los ojos, pero su mente se vació cuando él comenzó a lamerla de nuevo. Se aferró a él y se dejó llevar por las palabras que le susurraba en español. No mucho tiempo después gimió de placer al experimentar un poderoso orgasmo que la dejaría temblorosa y aturdida. ¿Cómo iba a vivir el resto de su vida sin volver a saborear esa clase de placer? ¿Cómo iba a vivir sin él?


Pedro le dio un beso en los labios en ese momento. Podía sentir el sabor del sexo en su boca.


–Bájame la cremallera –le dijo él.


Ella tragó con dificultad.


–¿Me vas a corromper más aún?


–Lo voy a intentar.


La enseñó a darle placer con la boca. Le mostró cómo darse placer a sí misma, mientras él la observaba. La llevó a Mónaco, a Antibes y a Saint-Paul-de-Vence, donde almorzaron en un famoso restaurante, lleno de cuadros de Picasso y de Miró. Comieron plateau de fruits de mer y bebieron champán en un diminuto lugar llamado Plan-du-Va, escondido entre las montañas.


Ya de vuelta en la mansión, la desnudaba por completo con manos hambrientas y le hacía el amor con frenesí, con desesperación. Y cuando ella volvía a gemir de placer, le acariciaba la piel y murmuraba cosas hermosas; le decía que su cuerpo era todo lo que un cuerpo de mujer debía ser. Al final de esa semana, Paula estaba en una nube. Sus sentidos estaban tan henchidos de gozo que apenas era capaz de comer o de dormir.


Y solo pensaba en Pedro Alfonso.


Era como si hubiera entrado en sus venas, igual que una droga poderosa. De repente comenzó a entender algo sobre la naturaleza de las adicciones. Era fácil engancharse a un sentimiento; un sentimiento que no era más que amor.


«Pero nada de esto es real», se decía Paula una y otra vez. 


No era más que un cuento de hadas efímero que tarde o temprano llegaría a su fin. Las emociones que estaba sintiendo no eran reales y la situación tampoco lo era. Se había dejado seducir por su habilidad como amante y le había resultado demasiado fácil olvidar que también era su empleada, pero lo era. Nada había cambiado en realidad y no podía hacer más que preguntarse qué pasaría cuando se marcharan de Cannes.


–Has estado muy callada –le dijo él una tarde mientras tomaban el sol junto a la piscina.


Paula intentaba leer un libro, pero le era imposible.


–Es que tengo un poco de sueño.


–No te andes con evasivas. Pensaba que íbamos a ser sinceros el uno con el otro.


Paula dejó el libro sobre su vientre y le miró a los ojos. La angustia que crecía en su interior la hizo darse cuenta de que no podía seguir así. No podía seguir escondiéndose y fingiendo que el futuro no estaba a la vuelta de la esquina. 


No podía seguir fingiendo que no sentía nada por él, porque no era cierto.


–He estado pensando.


–¿Sobre qué?


–Bueno, sobre un par de cosas. He estado pensando en qué va a pasar cuando volvamos a Inglaterra.


Pedro inclinó el sombrero que llevaba hacia delante para que le diera algo de sombra en los ojos. Pensó en su pregunta y en cómo iba a contestarle. Lo que acababa de decirle no era más que la misma inquietud que él había tenido durante días. Además, sabía que no podía seguir posponiendo los compromisos que tenía en otros sitios. Tenía una consulta con el médico en Londres, un sinfín de eventos y reuniones en Dublín y en Buenos Aires, y por si todo eso fuera poco, tenía una visita pendiente a Uruguay.


Pero lo más importante no era su apretada agenda, sino saber cómo iba a enfrentarse a la situación que él mismo había creado.


Suspiró. Paula le gustaba. Le gustaba mucho, pero cuanto más prolongara la relación, más daño le haría, porque eso era lo que él les hacía a las mujeres.


–No creo que eso vaya a ser un problema.


–A lo mejor no. Pero aun así tenemos que hacerle frente a los hechos, ¿no es así, Pedro? No tiene sentido fingir que no ha pasado nada, ¿no?


Pedro frunció el ceño. ¿Qué creía ella que había pasado? 


Habían tenido sexo. Ella lo necesitaba y él se lo había dado.


 La había liberado. Ese había sido el trato.


La miró. Se fijó en ese nuevo biquini naranja que llevaba y que se pegaba como un guante a sus exuberantes curvas. 


Se había dejado el pelo suelto, tal y como a él le gustaba, y su piel había tomado un ligero bronceado. Le había hecho un favor, y le haría uno aún más grande dejándola ir.


–Creo que eso no va a ser un problema –le dijo con frialdad–. De hecho, tengo previsto marcharme en cuanto lleguemos a Inglaterra. Tengo unos cuantos proyectos que me mantendrán muy ocupado durante todo el invierno. Apenas nos veremos, seguramente hasta la primavera.


–Oh. Oh, claro.


No era capaz de esconder la sorpresa y la decepción. Pedro podía ver que estaba haciendo un gran esfuerzo para sonreír, pero conocía a las mujeres lo bastante bien como para saber que detrás de esas gafas oscuras se escondían unos ojos al borde de las lágrimas. Él hacía llorar a las mujeres. Esa era una de las cosas que mejor se le daban. Las hacía anhelar algo que no podía darles.


–Y muy pronto tú irás a la facultad de Medicina, ¿no? Vas a ser médico, el mejor médico del mundo.


Paula estuvo a punto de decirle que aún tendría que pasar todo un año antes de que pudiera permitirse las tasas de matrícula, pero entonces se dio cuenta de todas las implicaciones que se escondían en sus palabras. Todas las consideraciones prácticas se esfumaron de su mente en ese instante. Se dio cuenta de lo que estaba pasando y de repente sintió náuseas. Pedro estaba terminando con todo, con el mismo cinismo con que en otras ocasiones le había quitado la ropa para hacerle el amor. Estaba pasando el filo del escalpelo con esa precisión quirúrgica y esa frialdad que le caracterizaban. Tenía intención de marcharse. Viajaría por todo el mundo y al regresar se comportarían como si nada hubiera pasado.


Porque nada había pasado en realidad.


Habían tenido sexo. Eso era todo. Jamás pasaría de ahí. Era una locura pensar que alguien podía llegar a enamorarse a raíz de haber hecho el amor. Era una locura, pero ella había incurrido en ese error.


Paula cerró el libro que estaba leyendo lentamente.


–Eso es –dijo, rezando para que su rostro no la delatara–. Eso seré. El mejor médico del mundo.


Él la miró.


–¿Y qué era lo segundo?


–¿Lo segundo?


–Dijiste que querías hablar conmigo de un par de cosas.


Paula parpadeó y entonces lo recordó. Tan solo unos minutos antes, cuando aún albergaba algo de esperanza en su corazón, había estado a punto de decirle algo que creía necesitaba oír, pero afortunadamente la conversación había transcurrido por otros derroteros. Gracias a eso no había llegado a cometer una gran estupidez.


De repente oyó el ruido de un motor de un coche que se acercaba. Se oyó un portazo y un repiqueteo constante de tacones que cada vez sonaban más cercanos. Pero la intrusión no fue más que momentánea. El frío y el dolor eclipsaban todo lo demás. No había vuelta atrás, ni tampoco podían ir hacia delante. Lo que había ocurrido entre Pedro y ella había llegado a su fin. Todo había acabado.


Le miró a los ojos.


–Ya no tiene importancia –le dijo.


Simone acababa de abrir la puerta principal y se dirigía hacia ellos, seguida de alguien con una larga cabellera rubia y una diminuta falda vaquera, alguien que le resultaba vagamente familiar, pero que no debería haber estado allí.


Paula parpadeó. Era muy extraño. Era como ver un autobús de dos plantas en medio del desierto. Reconocía ambas cosas, pero una de ellas estaba en el lugar equivocado.


El rostro de Simone no albergaba expresión alguna.


–Su hermana ha llegado.


–¿Mi hermana? –dijo Paula, confundida.


La rubia de la minifalda apareció en ese momento.














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