jueves, 15 de octubre de 2015
EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 7
El coche rodeó una curva y la mansión de Pedro apareció en el camino. Era una villa de estilo belle-époque. Según le había dicho, se la había comprado a un príncipe árabe, un amigo de un amigo que al parecer era sultán.
Paula y levantó la vista hacia la villa al tiempo que el vehículo atravesaba el portón exterior. Más bien parecía una fortaleza, suntuosa e imponente. Era de un color blanco deslumbrante y estaba flanqueada por enormes cipreses solemnes.
–¿Tienes mucho personal en la casa? –le preguntó Paula, repentinamente nerviosa.
–Lo necesario. Y tu homóloga francesa se llama Simone. Te caerá bien.
Simone les esperaba en el inmenso vestíbulo, del que salían muchos corredores en varias direcciones. Jarrones llenos de rosas de color naranja y de ramas de eucalipto decoraban toda la estancia, reflejándose una y otra vez en enormes espejos muy ornamentados. En un rincón había una estatua clásica de una mujer que se echaba agua encima.
Paula miró a su alrededor. Era como estar en un museo y el ama de llaves francesa asustaba un poco con ese aire tan chic. El vestido de Simone dibujaba su esbelta figura a la perfección y aunque la empleada rondara los cincuenta, Paula se sintió como una pordiosera de repente.
–Me voy directamente a mi estudio –dijo Pedro–. Tengo que contestar a los correos de Diego antes de que estalle como una bomba. Simone, esta es la primera vez que Paula visita Francia. Creo que deberíamos prepararle la habitación azul, la que da a la bahía.
Hubo una fracción de segundo de vacilación.
–Pero a lo mejor mademoiselle Chaves estaría más tranquila en una de las casas de huéspedes –la sonrisa de Simone parecía un dibujo sobre sus labios–. He preparado una. Tal vez sería más… apropiado.
–Paula no ha viajado mucho por Europa. Lo menos que podemos hacer es dejarla disfrutar de unas buenas vistas. No habrá problema, ¿no?
–Mais non! –Simone gesticuló con las manos–. Pas de problème.
Paula se dio cuenta de que Pedro la observaba atentamente y sus mejillas se enrojecieron.
–Muchas gracias por el detalle –le dijo, algo turbada.
–No es nada. Disfruta de las vistas. Te veo luego. ¿Un masaje después de la comida?
–Siempre y cuando no sea una comida muy pesada.
–¿Ves lo estricta que es, Simone? –dijo Pedro en un tono bromista–. No te preocupes, Paula. Dejaré que controles todo lo que como, si eso te hace sentir mejor.
Sus palabras no hicieron más que agravar la confusión de Paula. ¿Acaso estaba malinterpretando las señales de nuevo, pensando que estaba flirteando con ella?
Le vio alejarse por el pasillo en silencio. Había mejorado tanto… Seguramente no tardaría en prescindir del bastón que le acompañaba.
–Le enseñaré la casa –dijo Simone–. Puede resultar un tanto abrumadora al principio. No se preocupe por su maleta. Alguien se la subirá al dormitorio.
Paula siguió a la francesa por uno de los interminables corredores. Las puertas daban acceso a estancias de un puntal altísimo y desde muchas de ellas se divisaba el mar.
Había dos salones, uno de ellos con un techo de cristal retráctil. En la planta baja había un gimnasio desde el que se accedía al área de la piscina, dotada de terraza, y en el piso superior había otra terraza que ofrecía unas vistas extraordinarias de las montañas que se alzaban detrás de la mansión. Paula pensó que era el sitio más hermoso en el que había estado jamás.
Cuando el ama de llaves la llevó por fin a su habitación, no pudo evitar quedarse boquiabierta al contemplar aquel glorioso paisaje mediterráneo.
–Y esta será su habitación.
De repente Paula entendió las reservas que Simone había mostrado en un primer momento. Aquel dormitorio era digno de un rey.
–¿Quiere decir que me voy a quedar aquí?
–Sí, aquí –su voz sonaba suave, casi tierna–. La dejaré para que se cambie. La comida estará lista a las dos. La serviremos en la terraza pequeña. ¿Recuerda cómo llegar?
–Sí. Creo que sí.
Una vez sola, Paula deambuló por la habitación como alguien que está hechizado, deslizando los dedos sobre las blancas cortinas que enmarcaban las vistas sobrecogedoras.
Fuera, en la terraza, había una mesa, sillas e incluso una tumbona.
Por primera vez en toda su vida no se sintió como la segundona que siempre había sido. Dejó de ser la niña rara que siempre llevaba ropa práctica mientras que su hermana brillaba como una princesa con sus preciosos vestidos. Se preguntó qué hubieran dicho su madre e Isabela si la hubieran visto en ese momento.
Comenzó a deshacer la maleta, pero nada más hacerlo se dio cuenta de que ese cambio temporal de sus circunstancias no modificaba nada en realidad. Aunque la cubrieran de oro, seguiría siendo esa chica de siempre, apocada y gris.
«Oh, Paula ha sacado la inteligencia, pero Bella sacó la belleza».
Era evidente que para su madre la apariencia lo era todo.
Miró el reloj. Tenía que hacer algo para arreglarse un poco.
Por lo menos podía lavarse el pelo y ponerse algo más presentable para la comida.
Cuando se quitó la ropa para meterse debajo de la ducha fría, sin embargo, siguió sintiéndose como una extraterrestre, consciente en todo momento de su propio cuerpo rellenito mientras se echaba el jabón y el champú. Después se secó un poco el cabello y se puso unas braguitas y un sujetador.
Justo en ese momento llamaron a la puerta.
A lo mejor era Simone. Agarrando una toalla y sujetándola por delante, caminó hasta la puerta y abrió. No era Simone quien estaba allí, no obstante.
Paula sacudió la cabeza, intentando recuperarse del susto.
–No he oído la campanita –dijo, lamiéndose los labios.
Pedro Alfonso frunció el ceño.
–¿Qué campanita?
«Compórtate de una forma normal. Haz como si no pasara nada, porque no pasa nada en realidad».
–La campanita de la comida.
Él arrugó los párpados.
–Será porque nadie la ha tocado.
–Oh, claro. ¿Tú has… –Paula se encogió de hombros–. ¿Has podido contestar a todos tus correos?
–No.
–No creo que Diego esté muy contento.
–Supongo que no. Pero ahora mismo no estoy pensando en Diego.
–Oh. Muy bien.
A Pedro se le había secado la garganta de repente. Sabía que debía marcharse, pero no podía apartar la vista de ella.
No estaba especialmente sexy. Tenía las piernas muy pálidas y los tirantes de su sujetador parecían muy desgastados y viejos. Además, no era gran cosa saber que no llevaba nada más debajo de esa toalla. Estaba acostumbrado a ver a mujeres desnudas.
Pero se trataba de Paula y, por una vez, llevaba el cabello suelto. Por una vez se había quitado la coleta de siempre y apenas era capaz de resistir el impulso de tocarla y de enredar los dedos en uno de esos mechones de seda.
–Paula…
Ella abrió los ojos. Se lamió los labios de nuevo.
–¿Qué… pasa?
–No pasa nada –dijo bruscamente–. Quería acompañarte a la terraza, por si te perdías. Sé que es fácil perderse aquí, pero llegas tarde, como siempre. ¿Qué pasa contigo? –Pedro frunció el ceño–. Te veo en la terraza dentro de un cuarto de hora y, por favor, muévete.
miércoles, 14 de octubre de 2015
EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 6
Maldito arrogante, odioso», pensó Paula, cada vez más inquieta.
Ni siquiera la exuberante naturaleza que les rodeaba podía aplacar la indignación que había sentido antes de salir de Inglaterra.
La mañana había sido una auténtica locura. Habían subido a bordo de un jet privado que les había llevado a Niza. Allí se habían visto asaltados por un paparazzi solitario que debía de pasar los días al acecho en el aeropuerto, esperando la llegada de pasajeros famosos. El hombre había salido de la nada de repente y se había puesto a hacerles fotos sin parar.
–¿Me firmas un autógrafo,Pedro? –le preguntaban una y otra vez todas las mujeres que se agolpaban a su alrededor mientras caminaba por la terminal.
Todas eran clones preciosos, con sus mechas californianas y sus shorts vaqueros desgastados. No hacían más que ponerle pedazos de papel delante de los ojos.
–¿Quieres venir a una fiesta luego, Pedro? –le preguntó una que intentaba meterle una tarjeta en el bolsillo superior de la camisa.
Pedro no les hizo mucho caso, así que sacaron sus móviles y comenzaron a hacerle fotos.
–¿Esto te pasa muy a menudo? –le preguntó Paula al subir a un potente coche que les esperaba a la entrada del aeropuerto.
–¿Te refieres a caminar por la sala de llegadas al aterrizar?
–No hace falta hacer uso del sarcasmo. Ya sabes a qué me refiero.
Él se encogió de hombros.
–Me pasa en todas partes.
–¿Y no se te hace insoportable?
Pedro le regaló una mirada mordaz.
–¿A ti qué te parece?
Paula titubeó un segundo.
–Creo que tu vida es… extraña. Creo que tienes una vida muy pública y muy solitaria al mismo tiempo.
–Te doy un diez por esa afirmación –dijo Pedro con su ironía de siempre.
Paula se abrochó el cinturón de seguridad al tiempo que el coche arrancaba.
–Pero no has aceptado ninguna de las propuestas de esas chicas. Muchos otros hubieran hecho lo contrario.
Pedro dejó escapar una risotada.
–¿No crees que ya estoy cansado de esas cosas? Esas chicas son iguales a los neumáticos que me cambian durante las carreras.
–Lo que acabas de decir me resulta casi cruel.
–Pero es cierto.
–Bueno, en el pasado no parece que hayas tenido ningún reparo al respecto.
–¿Por qué iba a tenerlo? –Pedro arqueó las cejas–. Si un hombre tiene sed, bebe. ¿Crees que voy a rechazar a una preciosa rubia porque no tengo nada en común con ella más allá de un montón de hormonas en ebullición?
Paula sacudió la cabeza.
–Eres increíble.
Pedro esbozó una sonrisa y sus ojos relampaguearon.
–Pero eso ya lo sabes, Paula. Simplemente trato de contestar a tus preguntas con sinceridad.
–¿Entonces te gusta ser famoso? –le preguntó de repente.
–Lo dices como si tuviera elección al respecto, pero no es así –apoyó las palmas de las manos sobre los muslos y flexionó los dedos–. Yo no buscaba la fama. Lo único que quería era correr y ser el mejor del mundo. La fama fue una consecuencia inevitable de todo eso.
Mientras contemplaba esos ojos color ámbar, Pedro recordó que también había habido otras consecuencias. Le había dado la espalda a la responsabilidad. Había tomado todo lo que había querido de esas mujeres, pero jamás había dado nada a cambio. No le había hecho falta. Había llegado a tener una riqueza extraordinaria y la lluvia de halagos y adulación nunca cesaba. Nada había podido llenar ese gran vacío negro que tenía dentro, no obstante. A lo mejor ese era el precio que se pagaba por la fama.
–A lo mejor no debería haber hecho tanta publicidad, pero era joven y el éxito se me subió a la cabeza. Parecía una locura rechazar tanto dinero. Y mis patrocinadores querían que lo hiciera. Bueno, en realidad es una forma de hablar. Querían a alguien que vendiera deporte y sexo a la vez y yo debí de parecerles perfecto para cumplir con esa función.
–Y una vez te haces famoso, ya no hay vuelta atrás –le dijo ella–. No puedes volver a ser la persona que eras antes.
–No. No puedes. El mundo tiene una imagen de ti y no hay nada que puedas hacer para cambiar eso.
–Bueno, eso no es del todo cierto. Podrías… –las palabras se le escaparon de la boca.
Pedro arqueó las cejas.
–¿Hacer qué?
–Nada.
–Dime. Me interesa.
–Atraes más publicidad saliendo con esas mujeres que están en las portadas de las revistas todos los días cuando las dejas.
–¿Crees que debería obligarlas a firmar un acuerdo de confidencialidad antes de llevarlas a la cama?
–No lo sé, Pedro. Solo soy tu ama de llaves, no tu psicólogo –Paula se volvió y miró por la ventanilla.
El coche estaba ascendiendo por una estrecha carretera que subía por la falda de una montaña.
–Dios. Esto es precioso.
–¿Estás cambiando de tema deliberadamente, Paula?
–A lo mejor.
Él se rio.
–¿Nunca has salido de Inglaterra?
Un flamante deportivo rojo pasó en dirección contraria. Paula arrugó los párpados, preguntándose si no acabarían chocando.
–Una vez. Fui a España con mi madre y mi hermana, pero fueron unas vacaciones muy humildes.
–Bueno, entonces a lo mejor te mereces un capricho –le dijo Pedro.
Justo en ese momento comenzó a sonar su teléfono móvil.
Se lo sacó del bolsillo y contestó en español. El resto del viaje transcurrió en silencio y Paula se preguntó qué hubiera dicho su hermana si la hubiera visto en ese momento, en un coche con chófer, viajando por una de las fincas más lujosas del mundo. Seguramente no se lo hubiera creído.
EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 5
Pedro masculló una sarta interminable de juramentos en español. El viento soplaba con fuerza y la lluvia sacudía las ventanas. Numerosos arroyuelos corrían sobre la superficie del cristal. El rugido de la tormenta de verano era el ruido de fondo que inundaba el salón dorado y escarlata.
¿Nunca iba a parar de llover?
Su mirada se desvió hacia la mesa situada en el otro extremo de la estancia. En ese momento, Paula se inclinaba sobre una bandeja para servir un café en una taza diminuta.
Sintió otra inesperada punzada de deseo. Estaba aburrido.
La frustración le corroía por dentro.
Dejó que sus ojos la recorrieran lentamente, para resolver el misterio. Por una vez, el corte ancho de los vaqueros que llevaba realzaba su figura, pero no era algo deliberado.
Cuando se inclinaba de esa manera, el tejido se estiraba sobre su trasero, dibujando las curvas de sus nalgas.
–Juega a las cartas conmigo, Paula –le dijo de repente.
Ella se volvió hacia él. Su primera expresión fue de sorpresa, pero pronto se transformó en desconfianza.
–No juego a las cartas.
–Yo te enseño.
Ella vaciló de nuevo.
–¿Qué sucede? ¿Tienes miedo de que te corrompa? ¿Tienes miedo de terminar gastándote el sueldo en los casinos por jugar una simple partida de póquer conmigo?
Incapaz de soportar por más tiempo esa mirada tan inquietante, Paula se puso erguida y fue a llevarle la taza de café. La colocó sobre la mesa, delante de él.
–Creo que no tenemos cartas.
–Sí tenemos. Están en mi dormitorio, en el escritorio, en el segundo cajón a la izquierda. Ve a buscarlas.
Ella levantó las cejas.
–Por favor –añadió él, suspirando.
–¿Y si te digo que no quiero jugar a las cartas?
–Entonces a lo mejor me veo obligado a tener que abusar de mi autoridad.
–¿Es una orden entonces?
Él le dedicó una sonrisa arrogante.
–Ya lo creo que sí.
Paula dio media vuelta. Salió de la habitación sin decir ni una palabra más y comenzó a subir las escaleras con pies de plomo. Se sentía atrapada, como una mosca en una telaraña.
Abrió la puerta del dormitorio de par en par y entró. Había estado allí esa mañana. Le había hecho la cama, como siempre, y le había cambiado esas carísimas sábanas egipcias que usaba.
Al ir hacia el escritorio no pudo evitar fijarse en dos fotografías que estaban sobre la mesa. Una era de la madre de Pedro, con sus ojos tristes y su cabello negro azabache.
La otra era una foto de él mismo, tomada cuando se había convertido en campeón del mundo por primera vez. Tenía el pelo mojado por el champán y sostenía un enorme trofeo plateado con ambas manos.
–¡Paula!
La voz impaciente de Pedro retumbó por toda la casa. Paula tomó lo que buscaba rápidamente y corrió escaleras abajo.
–¿Por qué te entretienes tanto? –le preguntó él, fulminándola con la mirada.
–No sabía que me estaban cronometrando. Solo me quedé un poco ensimismada.
–¿Con qué te ensimismaste tanto?
Paula sintió el calor del rubor en las mejillas.
–Con nada.
Haciendo una mueca de dolor, Pedro se puso en pie y fue hacia ella. Extendió la mano para que le diera las cartas.
–¿A qué vamos a jugar? –le preguntó ella.
Pedro tardó unos momentos en contestar. De repente solo podía pensar en el roce de sus dedos al tomar las cartas de sus manos. No quería jugar a nada que tuviera que ver con corazones, tréboles o diamantes. Quería jugar a un juego adulto. Quería descubrir esas curvas misteriosas y poner las manos sobre ellas hasta haber saciado el hambre que le comía por dentro.
Sacudió la cabeza rápidamente y trató de ahuyentar esas imágenes.
–¿Quieres aprender a jugar al póquer?
–¿Es fácil?
–No mucho.
–En ese caso, me encantaría.
Él arqueó las cejas.
–Luego no me digas que no te lo advertí.
Barajó las cartas, las repartió y le explicó las reglas del juego. Ella fruncía el entrecejo, intentando concentrarse.
Sorprendentemente, no obstante, no tardó mucho en asimilar la esencia del juego. ¿Qué era lo que había esperado? ¿Acaso creía que iba a derrotarla fácilmente y que pronto se cansaría de jugar, tal y como pasaba siempre?
Poco después de comenzar la segunda partida, Pedro se dio cuenta de que era muy buena con las cartas. Se le daba muy bien y era necesario ponerse a pleno rendimiento para competir con ella.
–¿Seguro que no has jugado nunca? –le preguntó con sospecha.
–Si hubiera jugado antes, no tendrías que haberme explicado las reglas.
–Bueno, a lo mejor eso formaba parte de tu estrategia para ganar.
–Ese punto de vista es muy cínico, Pedro –le dijo ella mientras contemplaba las cartas que tenía en la mano.
–A lo mejor la vida me ha hecho cínico.
Ella levantó la vista y frunció los labios de manera exagerada.
–Oh, qué penita.
Pedro no pudo evitar reírse, a pesar de la creciente confusión que sentía. Las mujeres casi nunca le hacían reír.
Las mujeres tenían su lugar, pero el humor casi nunca formaba parte de su discurso. ¿De dónde había salido la extraña criatura mal vestida e increíblemente astuta que tenía delante?
–¿Te das cuenta de que no sé casi nada de ti?
Ella levantó la vista y la luz de la lámpara le iluminó la cara de repente. Sus ojos se volvieron del color de la miel.
–¿Por qué ibas a saber nada de mí? No es algo importante a efectos del trabajo que desempeño. No tienes por qué saber nada de mí.
–¿Una mujer que esquiva preguntas sobre sí misma? ¿Esto está pasando de verdad o estoy soñando?
–Esa generalización acerca de las mujeres me parece excesiva.
–Pero es cierta. Las generalizaciones suelen serlo –Pedro se recostó contra la silla y arrugó los párpados–. ¿Cuánto tiempo llevas trabajando para mí? Debe de andar cerca de un año.
–En realidad son dos y medio.
–¿Tanto?
–El tiempo vuela cuando lo pasas bien.
Pedro reparó en el tono frívolo que acompañaba a sus palabras.
–Ser ama de llaves no es un trabajo normal para mujeres de tu edad, ¿no?
–Supongo que no. Pero es un buen trabajo si no tienes estudios, o si necesitas un sitio donde vivir.
Pedro dejó las cartas sobre la mesa, boca abajo.
–¿No tienes estudios? Eso me sorprende. Eres muy lista, teniendo en cuenta lo que has tardado en entender un juego de cartas bastante complejo.
Paula no contestó de inmediato.
–He intentado recuperar el tiempo perdido, y es por eso que asistía a esas clases de tarde y que he hecho un par de exámenes de ciencias que debería haber hecho en el colegio.
–¿Has estado estudiando ciencia?
Paula oyó la sorpresa que teñía sus palabras.
–Sí. ¿Qué tiene de malo? A algunos nos gustan esas asignaturas.
–Pero normalmente suelen ser hombres.
–Otra vez tengo que decirte que acabas de generalizar injustamente –sacudió la cabeza–. Esa es la segunda cosa más sexista que te he oído decir en dos minutos, Pedro.
–¿Pero cómo va a ser sexista si es cierto? Mira las estadísticas si no me crees. Los hombres dominan el campo de las ciencias y las matemáticas.
–Bueno, puede que eso tenga que ver con los métodos de enseñanza y las expectativas, y no con unos supuestos cerebros superiores y más aptos para las ciencias.
Los ojos de Pedro brillaron.
–Creo que no estoy de acuerdo contigo en eso.
Paula sintió un calor repentino que se extendía por su cuerpo bajo la intensa e insistente mirada de Pedro.
«Peligro, peligro…», decía una vocecilla desde algún rincón.
–Como quieras.
–¿Qué ciencia es la que se te da mejor?
–Todas. Biología, química, matemáticas también. Me encantan todas.
–Entonces ¿por qué…?
–¿Por qué suspendí los exámenes? –Paula dejó las cartas. No quería contestar, pero conocía a Pedro lo suficiente como para saber que no dejaría el tema–. Porque mi padre… Bueno, se puso muy enfermo cuando yo era pequeña y perdí muchas clases.
–Lo siento.
–Oh, esas cosas pasan.
–¿Qué pasó exactamente? ¿Qué es lo que no me estás contando, Paula? La gente tiene padres enfermos, pero aun así aprueban.
–Fue una enfermedad larga, crónica. No podía salir mucho de casa, así que yo llegaba a casa después del colegio y me sentaba con él y le contaba todo lo que había hecho durante el día. A veces le leía cosas. Eso le gustaba mucho. Después de preparar la cena venía la enfermera para acostarle, pero yo ya estaba demasiado cansada como para hacer los deberes. O a lo mejor es que era demasiado vaga –añadió, intentando aligerar la atmósfera.
La expresión de Pedro permaneció igual de seria y sombría, no obstante.
–¿Se recuperó?
–No. Me temo que no. Murió cuando yo tenía diecinueve años.
–¿Y tu madre? ¿Ella no estaba con vosotros?
–No se le daban muy bien… No llevaba muy bien las enfermedades. Algunas personas son así –dijo, imprimiendo ese carácter ligero de siempre a sus palabras.
Había dominado el arte de restarle importancia a las cosas mucho tiempo atrás, en gran parte gracias a su madre. En algún momento había terminado aceptando que su madre viviría sus propios sueños a través de su preciosa hija pequeña. Recordaba muy bien todas aquellas veces cuando le decía que Isabel podía llegar a ser una gran supermodelo.
Su madre tenía la cabeza llena de ilusiones y fuegos artificiales, pero también le decía que había que invertir para ganar, y por ello había terminado gastándose todos sus ahorros. Había sido una gran apuesta que había salido mal.
–Mi madre estaba demasiado ocupada ayudando a mi hermana con su carrera. Es modelo.
–Oh –Pedro arqueó las cejas–. Esa palabra suele abarcar una gran variedad de pecados. ¿La conozco?
–A lo mejor sí, o no. Trabaja mucho para catálogos. Y el año pasado la contrataron para la inauguración de un centro comercial en Dubai.
–Oh.
Paula oyó un sutil rastro de sarcasmo en su voz.
–En este momento está haciendo muchas fotos de trajes de baño y de lencería. Es muy guapa.
–¿Ah, sí?
Pedro parecía tener dudas al respecto. ¿Acaso creía que alguien como ella no podía tener una hermana guapa?
–Sí –le contestó con brusquedad. Es la mujer más exquisita y hermosa que verás en toda tu vida.
Pedro guardó silencio durante unos segundos. Aunque quisiera aparentar otra cosa, era evidente que intentaba esconder sus emociones a toda costa, y no podía evitar sentir algo de empatía por ella. Esa vez era distinto. No era una de esas chicas que rompían a llorar cuando engordaban un par de kilos o cuando un hombre se negaba a comprarles un anillo de diamantes.
La chica que tenía delante era alguien a quien se le daban bien las ciencias, alguien que había suspendido todos sus exámenes porque tenía que cuidar de su padre, pero…
¿Quién había cuidado de ella?
De repente recordó aquellos primeros momentos en el hospital, justo después del accidente. ¿Quién le había acariciado la frente aquella noche? Recordaba una suave voz de mujer, un bálsamo que le había calmado en aquellos instantes de delirio. Al día siguiente le había preguntado a la enfermera si había tenido alucinaciones, y ella le había dicho que era la chica de la coleta, la que llevaba el viejo chubasquero.
Pedro había fruncido el ceño, confundido, sin saber a quién se refería.
«Una chica muy amable», había añadido la enfermera.
Y entonces se había dado cuenta de que había sido Paula.
Le había ido a ver unas cuantas veces después de aquello y, por alguna extraña razón, había terminado deseando esas visitas. Ella se sentaba a su lado y le decía que respirara profundamente, que moviera los tobillos. En realidad, se había vuelto bastante dictatorial entonces, pero él había respondido bien a todas sus órdenes. Y de pronto, un buen día, había dejado de ir al hospital, así, sin más.
Pedro agarró su taza de café y bebió un sorbo. Se fijó en sus manos. Eran manos de trabajadora. Llevaba las uñas muy cortas, sin pintar. Su rostro estaba libre de todo maquillaje y su corte de pelo no tenía ninguna forma definida. ¿Cuáles eran sus heridas, esas que no parecían haber cicatrizado?
–Hace muy mal tiempo –le dijo, ahuyentando esos pensamientos que lo perseguían.
–No podía ser de otra manera. Estamos en Inglaterra.
–Pero no tendríamos por qué estar aquí –Pedro dejó la taza sobre la mesa y la miró–. ¿Tienes pasaporte?
–Sí. Claro.
–Bien –Pedro volvió a agarrar las cartas–. Entonces prepárate para salir mañana a primera hora.
–¿Adónde? ¿Adónde vamos?
–St Jean Cap Ferrat. Tengo una casa allí.
–Quieres decir… –Paula le miró, confundida–. ¿Cap Ferrat, en el sur de Francia?
Pedro arqueó las cejas.
–¿Es que hay algún otro?
–¿Por qué quieres ir allí, y por qué así, de repente?
–Porque me aburro.
Paula le miró con inquietud. Había oído muchas historias acerca de su casa del Mediterráneo, y sabía muy bien cómo era. Por allí paraba la jet set. Alguien como ella jamás podría encajar en un sitio así.
–Creo… creo que prefiero quedarme, si no te importa.
–Pues resulta que sí me importa –dijo Pedro en un tono afilado y cargado de arrogancia–. Te pago una jugosa suma para que me hagas la vida más fácil, y eso significa que tienes que hacer lo que yo quiera. Y mi prioridad ahora mismo es huir de esta maldita lluvia y sentir algo de calor en la piel, así que… ¿Por qué no dejas de mirarme con esos ojos de incredulidad y empiezas a hacer la maleta?
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