miércoles, 14 de octubre de 2015
EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 5
Pedro masculló una sarta interminable de juramentos en español. El viento soplaba con fuerza y la lluvia sacudía las ventanas. Numerosos arroyuelos corrían sobre la superficie del cristal. El rugido de la tormenta de verano era el ruido de fondo que inundaba el salón dorado y escarlata.
¿Nunca iba a parar de llover?
Su mirada se desvió hacia la mesa situada en el otro extremo de la estancia. En ese momento, Paula se inclinaba sobre una bandeja para servir un café en una taza diminuta.
Sintió otra inesperada punzada de deseo. Estaba aburrido.
La frustración le corroía por dentro.
Dejó que sus ojos la recorrieran lentamente, para resolver el misterio. Por una vez, el corte ancho de los vaqueros que llevaba realzaba su figura, pero no era algo deliberado.
Cuando se inclinaba de esa manera, el tejido se estiraba sobre su trasero, dibujando las curvas de sus nalgas.
–Juega a las cartas conmigo, Paula –le dijo de repente.
Ella se volvió hacia él. Su primera expresión fue de sorpresa, pero pronto se transformó en desconfianza.
–No juego a las cartas.
–Yo te enseño.
Ella vaciló de nuevo.
–¿Qué sucede? ¿Tienes miedo de que te corrompa? ¿Tienes miedo de terminar gastándote el sueldo en los casinos por jugar una simple partida de póquer conmigo?
Incapaz de soportar por más tiempo esa mirada tan inquietante, Paula se puso erguida y fue a llevarle la taza de café. La colocó sobre la mesa, delante de él.
–Creo que no tenemos cartas.
–Sí tenemos. Están en mi dormitorio, en el escritorio, en el segundo cajón a la izquierda. Ve a buscarlas.
Ella levantó las cejas.
–Por favor –añadió él, suspirando.
–¿Y si te digo que no quiero jugar a las cartas?
–Entonces a lo mejor me veo obligado a tener que abusar de mi autoridad.
–¿Es una orden entonces?
Él le dedicó una sonrisa arrogante.
–Ya lo creo que sí.
Paula dio media vuelta. Salió de la habitación sin decir ni una palabra más y comenzó a subir las escaleras con pies de plomo. Se sentía atrapada, como una mosca en una telaraña.
Abrió la puerta del dormitorio de par en par y entró. Había estado allí esa mañana. Le había hecho la cama, como siempre, y le había cambiado esas carísimas sábanas egipcias que usaba.
Al ir hacia el escritorio no pudo evitar fijarse en dos fotografías que estaban sobre la mesa. Una era de la madre de Pedro, con sus ojos tristes y su cabello negro azabache.
La otra era una foto de él mismo, tomada cuando se había convertido en campeón del mundo por primera vez. Tenía el pelo mojado por el champán y sostenía un enorme trofeo plateado con ambas manos.
–¡Paula!
La voz impaciente de Pedro retumbó por toda la casa. Paula tomó lo que buscaba rápidamente y corrió escaleras abajo.
–¿Por qué te entretienes tanto? –le preguntó él, fulminándola con la mirada.
–No sabía que me estaban cronometrando. Solo me quedé un poco ensimismada.
–¿Con qué te ensimismaste tanto?
Paula sintió el calor del rubor en las mejillas.
–Con nada.
Haciendo una mueca de dolor, Pedro se puso en pie y fue hacia ella. Extendió la mano para que le diera las cartas.
–¿A qué vamos a jugar? –le preguntó ella.
Pedro tardó unos momentos en contestar. De repente solo podía pensar en el roce de sus dedos al tomar las cartas de sus manos. No quería jugar a nada que tuviera que ver con corazones, tréboles o diamantes. Quería jugar a un juego adulto. Quería descubrir esas curvas misteriosas y poner las manos sobre ellas hasta haber saciado el hambre que le comía por dentro.
Sacudió la cabeza rápidamente y trató de ahuyentar esas imágenes.
–¿Quieres aprender a jugar al póquer?
–¿Es fácil?
–No mucho.
–En ese caso, me encantaría.
Él arqueó las cejas.
–Luego no me digas que no te lo advertí.
Barajó las cartas, las repartió y le explicó las reglas del juego. Ella fruncía el entrecejo, intentando concentrarse.
Sorprendentemente, no obstante, no tardó mucho en asimilar la esencia del juego. ¿Qué era lo que había esperado? ¿Acaso creía que iba a derrotarla fácilmente y que pronto se cansaría de jugar, tal y como pasaba siempre?
Poco después de comenzar la segunda partida, Pedro se dio cuenta de que era muy buena con las cartas. Se le daba muy bien y era necesario ponerse a pleno rendimiento para competir con ella.
–¿Seguro que no has jugado nunca? –le preguntó con sospecha.
–Si hubiera jugado antes, no tendrías que haberme explicado las reglas.
–Bueno, a lo mejor eso formaba parte de tu estrategia para ganar.
–Ese punto de vista es muy cínico, Pedro –le dijo ella mientras contemplaba las cartas que tenía en la mano.
–A lo mejor la vida me ha hecho cínico.
Ella levantó la vista y frunció los labios de manera exagerada.
–Oh, qué penita.
Pedro no pudo evitar reírse, a pesar de la creciente confusión que sentía. Las mujeres casi nunca le hacían reír.
Las mujeres tenían su lugar, pero el humor casi nunca formaba parte de su discurso. ¿De dónde había salido la extraña criatura mal vestida e increíblemente astuta que tenía delante?
–¿Te das cuenta de que no sé casi nada de ti?
Ella levantó la vista y la luz de la lámpara le iluminó la cara de repente. Sus ojos se volvieron del color de la miel.
–¿Por qué ibas a saber nada de mí? No es algo importante a efectos del trabajo que desempeño. No tienes por qué saber nada de mí.
–¿Una mujer que esquiva preguntas sobre sí misma? ¿Esto está pasando de verdad o estoy soñando?
–Esa generalización acerca de las mujeres me parece excesiva.
–Pero es cierta. Las generalizaciones suelen serlo –Pedro se recostó contra la silla y arrugó los párpados–. ¿Cuánto tiempo llevas trabajando para mí? Debe de andar cerca de un año.
–En realidad son dos y medio.
–¿Tanto?
–El tiempo vuela cuando lo pasas bien.
Pedro reparó en el tono frívolo que acompañaba a sus palabras.
–Ser ama de llaves no es un trabajo normal para mujeres de tu edad, ¿no?
–Supongo que no. Pero es un buen trabajo si no tienes estudios, o si necesitas un sitio donde vivir.
Pedro dejó las cartas sobre la mesa, boca abajo.
–¿No tienes estudios? Eso me sorprende. Eres muy lista, teniendo en cuenta lo que has tardado en entender un juego de cartas bastante complejo.
Paula no contestó de inmediato.
–He intentado recuperar el tiempo perdido, y es por eso que asistía a esas clases de tarde y que he hecho un par de exámenes de ciencias que debería haber hecho en el colegio.
–¿Has estado estudiando ciencia?
Paula oyó la sorpresa que teñía sus palabras.
–Sí. ¿Qué tiene de malo? A algunos nos gustan esas asignaturas.
–Pero normalmente suelen ser hombres.
–Otra vez tengo que decirte que acabas de generalizar injustamente –sacudió la cabeza–. Esa es la segunda cosa más sexista que te he oído decir en dos minutos, Pedro.
–¿Pero cómo va a ser sexista si es cierto? Mira las estadísticas si no me crees. Los hombres dominan el campo de las ciencias y las matemáticas.
–Bueno, puede que eso tenga que ver con los métodos de enseñanza y las expectativas, y no con unos supuestos cerebros superiores y más aptos para las ciencias.
Los ojos de Pedro brillaron.
–Creo que no estoy de acuerdo contigo en eso.
Paula sintió un calor repentino que se extendía por su cuerpo bajo la intensa e insistente mirada de Pedro.
«Peligro, peligro…», decía una vocecilla desde algún rincón.
–Como quieras.
–¿Qué ciencia es la que se te da mejor?
–Todas. Biología, química, matemáticas también. Me encantan todas.
–Entonces ¿por qué…?
–¿Por qué suspendí los exámenes? –Paula dejó las cartas. No quería contestar, pero conocía a Pedro lo suficiente como para saber que no dejaría el tema–. Porque mi padre… Bueno, se puso muy enfermo cuando yo era pequeña y perdí muchas clases.
–Lo siento.
–Oh, esas cosas pasan.
–¿Qué pasó exactamente? ¿Qué es lo que no me estás contando, Paula? La gente tiene padres enfermos, pero aun así aprueban.
–Fue una enfermedad larga, crónica. No podía salir mucho de casa, así que yo llegaba a casa después del colegio y me sentaba con él y le contaba todo lo que había hecho durante el día. A veces le leía cosas. Eso le gustaba mucho. Después de preparar la cena venía la enfermera para acostarle, pero yo ya estaba demasiado cansada como para hacer los deberes. O a lo mejor es que era demasiado vaga –añadió, intentando aligerar la atmósfera.
La expresión de Pedro permaneció igual de seria y sombría, no obstante.
–¿Se recuperó?
–No. Me temo que no. Murió cuando yo tenía diecinueve años.
–¿Y tu madre? ¿Ella no estaba con vosotros?
–No se le daban muy bien… No llevaba muy bien las enfermedades. Algunas personas son así –dijo, imprimiendo ese carácter ligero de siempre a sus palabras.
Había dominado el arte de restarle importancia a las cosas mucho tiempo atrás, en gran parte gracias a su madre. En algún momento había terminado aceptando que su madre viviría sus propios sueños a través de su preciosa hija pequeña. Recordaba muy bien todas aquellas veces cuando le decía que Isabel podía llegar a ser una gran supermodelo.
Su madre tenía la cabeza llena de ilusiones y fuegos artificiales, pero también le decía que había que invertir para ganar, y por ello había terminado gastándose todos sus ahorros. Había sido una gran apuesta que había salido mal.
–Mi madre estaba demasiado ocupada ayudando a mi hermana con su carrera. Es modelo.
–Oh –Pedro arqueó las cejas–. Esa palabra suele abarcar una gran variedad de pecados. ¿La conozco?
–A lo mejor sí, o no. Trabaja mucho para catálogos. Y el año pasado la contrataron para la inauguración de un centro comercial en Dubai.
–Oh.
Paula oyó un sutil rastro de sarcasmo en su voz.
–En este momento está haciendo muchas fotos de trajes de baño y de lencería. Es muy guapa.
–¿Ah, sí?
Pedro parecía tener dudas al respecto. ¿Acaso creía que alguien como ella no podía tener una hermana guapa?
–Sí –le contestó con brusquedad. Es la mujer más exquisita y hermosa que verás en toda tu vida.
Pedro guardó silencio durante unos segundos. Aunque quisiera aparentar otra cosa, era evidente que intentaba esconder sus emociones a toda costa, y no podía evitar sentir algo de empatía por ella. Esa vez era distinto. No era una de esas chicas que rompían a llorar cuando engordaban un par de kilos o cuando un hombre se negaba a comprarles un anillo de diamantes.
La chica que tenía delante era alguien a quien se le daban bien las ciencias, alguien que había suspendido todos sus exámenes porque tenía que cuidar de su padre, pero…
¿Quién había cuidado de ella?
De repente recordó aquellos primeros momentos en el hospital, justo después del accidente. ¿Quién le había acariciado la frente aquella noche? Recordaba una suave voz de mujer, un bálsamo que le había calmado en aquellos instantes de delirio. Al día siguiente le había preguntado a la enfermera si había tenido alucinaciones, y ella le había dicho que era la chica de la coleta, la que llevaba el viejo chubasquero.
Pedro había fruncido el ceño, confundido, sin saber a quién se refería.
«Una chica muy amable», había añadido la enfermera.
Y entonces se había dado cuenta de que había sido Paula.
Le había ido a ver unas cuantas veces después de aquello y, por alguna extraña razón, había terminado deseando esas visitas. Ella se sentaba a su lado y le decía que respirara profundamente, que moviera los tobillos. En realidad, se había vuelto bastante dictatorial entonces, pero él había respondido bien a todas sus órdenes. Y de pronto, un buen día, había dejado de ir al hospital, así, sin más.
Pedro agarró su taza de café y bebió un sorbo. Se fijó en sus manos. Eran manos de trabajadora. Llevaba las uñas muy cortas, sin pintar. Su rostro estaba libre de todo maquillaje y su corte de pelo no tenía ninguna forma definida. ¿Cuáles eran sus heridas, esas que no parecían haber cicatrizado?
–Hace muy mal tiempo –le dijo, ahuyentando esos pensamientos que lo perseguían.
–No podía ser de otra manera. Estamos en Inglaterra.
–Pero no tendríamos por qué estar aquí –Pedro dejó la taza sobre la mesa y la miró–. ¿Tienes pasaporte?
–Sí. Claro.
–Bien –Pedro volvió a agarrar las cartas–. Entonces prepárate para salir mañana a primera hora.
–¿Adónde? ¿Adónde vamos?
–St Jean Cap Ferrat. Tengo una casa allí.
–Quieres decir… –Paula le miró, confundida–. ¿Cap Ferrat, en el sur de Francia?
Pedro arqueó las cejas.
–¿Es que hay algún otro?
–¿Por qué quieres ir allí, y por qué así, de repente?
–Porque me aburro.
Paula le miró con inquietud. Había oído muchas historias acerca de su casa del Mediterráneo, y sabía muy bien cómo era. Por allí paraba la jet set. Alguien como ella jamás podría encajar en un sitio así.
–Creo… creo que prefiero quedarme, si no te importa.
–Pues resulta que sí me importa –dijo Pedro en un tono afilado y cargado de arrogancia–. Te pago una jugosa suma para que me hagas la vida más fácil, y eso significa que tienes que hacer lo que yo quiera. Y mi prioridad ahora mismo es huir de esta maldita lluvia y sentir algo de calor en la piel, así que… ¿Por qué no dejas de mirarme con esos ojos de incredulidad y empiezas a hacer la maleta?
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