jueves, 15 de octubre de 2015

EL AMOR NO ES PARA MI: CAPITULO 7





El coche rodeó una curva y la mansión de Pedro apareció en el camino. Era una villa de estilo belle-époque. Según le había dicho, se la había comprado a un príncipe árabe, un amigo de un amigo que al parecer era sultán.


Paula y levantó la vista hacia la villa al tiempo que el vehículo atravesaba el portón exterior. Más bien parecía una fortaleza, suntuosa e imponente. Era de un color blanco deslumbrante y estaba flanqueada por enormes cipreses solemnes.


–¿Tienes mucho personal en la casa? –le preguntó Paula, repentinamente nerviosa.


–Lo necesario. Y tu homóloga francesa se llama Simone. Te caerá bien.


Simone les esperaba en el inmenso vestíbulo, del que salían muchos corredores en varias direcciones. Jarrones llenos de rosas de color naranja y de ramas de eucalipto decoraban toda la estancia, reflejándose una y otra vez en enormes espejos muy ornamentados. En un rincón había una estatua clásica de una mujer que se echaba agua encima.


Paula miró a su alrededor. Era como estar en un museo y el ama de llaves francesa asustaba un poco con ese aire tan chic. El vestido de Simone dibujaba su esbelta figura a la perfección y aunque la empleada rondara los cincuenta, Paula se sintió como una pordiosera de repente.


–Me voy directamente a mi estudio –dijo Pedro–. Tengo que contestar a los correos de Diego antes de que estalle como una bomba. Simone, esta es la primera vez que Paula visita Francia. Creo que deberíamos prepararle la habitación azul, la que da a la bahía.


Hubo una fracción de segundo de vacilación.


–Pero a lo mejor mademoiselle Chaves estaría más tranquila en una de las casas de huéspedes –la sonrisa de Simone parecía un dibujo sobre sus labios–. He preparado una. Tal vez sería más… apropiado.


–Paula no ha viajado mucho por Europa. Lo menos que podemos hacer es dejarla disfrutar de unas buenas vistas. No habrá problema, ¿no?


–Mais non! –Simone gesticuló con las manos–. Pas de problème.


Paula se dio cuenta de que Pedro la observaba atentamente y sus mejillas se enrojecieron.


–Muchas gracias por el detalle –le dijo, algo turbada.


–No es nada. Disfruta de las vistas. Te veo luego. ¿Un masaje después de la comida?


–Siempre y cuando no sea una comida muy pesada.


–¿Ves lo estricta que es, Simone? –dijo Pedro en un tono bromista–. No te preocupes, Paula. Dejaré que controles todo lo que como, si eso te hace sentir mejor.


Sus palabras no hicieron más que agravar la confusión de Paula. ¿Acaso estaba malinterpretando las señales de nuevo, pensando que estaba flirteando con ella?


Le vio alejarse por el pasillo en silencio. Había mejorado tanto… Seguramente no tardaría en prescindir del bastón que le acompañaba.


–Le enseñaré la casa –dijo Simone–. Puede resultar un tanto abrumadora al principio. No se preocupe por su maleta. Alguien se la subirá al dormitorio.


Paula siguió a la francesa por uno de los interminables corredores. Las puertas daban acceso a estancias de un puntal altísimo y desde muchas de ellas se divisaba el mar. 


Había dos salones, uno de ellos con un techo de cristal retráctil. En la planta baja había un gimnasio desde el que se accedía al área de la piscina, dotada de terraza, y en el piso superior había otra terraza que ofrecía unas vistas extraordinarias de las montañas que se alzaban detrás de la mansión. Paula pensó que era el sitio más hermoso en el que había estado jamás.


Cuando el ama de llaves la llevó por fin a su habitación, no pudo evitar quedarse boquiabierta al contemplar aquel glorioso paisaje mediterráneo.


–Y esta será su habitación.


De repente Paula entendió las reservas que Simone había mostrado en un primer momento. Aquel dormitorio era digno de un rey.


–¿Quiere decir que me voy a quedar aquí?


–Sí, aquí –su voz sonaba suave, casi tierna–. La dejaré para que se cambie. La comida estará lista a las dos. La serviremos en la terraza pequeña. ¿Recuerda cómo llegar?


–Sí. Creo que sí.


Una vez sola, Paula deambuló por la habitación como alguien que está hechizado, deslizando los dedos sobre las blancas cortinas que enmarcaban las vistas sobrecogedoras. 


Fuera, en la terraza, había una mesa, sillas e incluso una tumbona.


Por primera vez en toda su vida no se sintió como la segundona que siempre había sido. Dejó de ser la niña rara que siempre llevaba ropa práctica mientras que su hermana brillaba como una princesa con sus preciosos vestidos. Se preguntó qué hubieran dicho su madre e Isabela si la hubieran visto en ese momento.


Comenzó a deshacer la maleta, pero nada más hacerlo se dio cuenta de que ese cambio temporal de sus circunstancias no modificaba nada en realidad. Aunque la cubrieran de oro, seguiría siendo esa chica de siempre, apocada y gris.


«Oh, Paula ha sacado la inteligencia, pero Bella sacó la belleza».


Era evidente que para su madre la apariencia lo era todo.


Miró el reloj. Tenía que hacer algo para arreglarse un poco. 


Por lo menos podía lavarse el pelo y ponerse algo más presentable para la comida.


Cuando se quitó la ropa para meterse debajo de la ducha fría, sin embargo, siguió sintiéndose como una extraterrestre, consciente en todo momento de su propio cuerpo rellenito mientras se echaba el jabón y el champú. Después se secó un poco el cabello y se puso unas braguitas y un sujetador.


Justo en ese momento llamaron a la puerta.


A lo mejor era Simone. Agarrando una toalla y sujetándola por delante, caminó hasta la puerta y abrió. No era Simone quien estaba allí, no obstante.


Paula sacudió la cabeza, intentando recuperarse del susto.


–No he oído la campanita –dijo, lamiéndose los labios.


Pedro Alfonso frunció el ceño.


–¿Qué campanita?


«Compórtate de una forma normal. Haz como si no pasara nada, porque no pasa nada en realidad».


–La campanita de la comida.


Él arrugó los párpados.


–Será porque nadie la ha tocado.


–Oh, claro. ¿Tú has… –Paula se encogió de hombros–. ¿Has podido contestar a todos tus correos?


–No.


–No creo que Diego esté muy contento.


–Supongo que no. Pero ahora mismo no estoy pensando en Diego.


–Oh. Muy bien.


Pedro se le había secado la garganta de repente. Sabía que debía marcharse, pero no podía apartar la vista de ella. 


No estaba especialmente sexy. Tenía las piernas muy pálidas y los tirantes de su sujetador parecían muy desgastados y viejos. Además, no era gran cosa saber que no llevaba nada más debajo de esa toalla. Estaba acostumbrado a ver a mujeres desnudas.


Pero se trataba de Paula y, por una vez, llevaba el cabello suelto. Por una vez se había quitado la coleta de siempre y apenas era capaz de resistir el impulso de tocarla y de enredar los dedos en uno de esos mechones de seda.


–Paula…


Ella abrió los ojos. Se lamió los labios de nuevo.


–¿Qué… pasa?


–No pasa nada –dijo bruscamente–. Quería acompañarte a la terraza, por si te perdías. Sé que es fácil perderse aquí, pero llegas tarde, como siempre. ¿Qué pasa contigo? –Pedro frunció el ceño–. Te veo en la terraza dentro de un cuarto de hora y, por favor, muévete.








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