sábado, 10 de octubre de 2015

QUIERO UN HIJO PERO NO UN MARIDO :CAPITULO 8





—¡Tío Reynaldo! —exclamó Paula—. No has podido venir en un mejor momento. Es la segunda visita en tres días. No puedo ser más afortunada.


—La verdad, querida, es que me he dejado caer por tu casa para hablar contigo…


—¿Es algo que pueda esperar? A Pedro se le ha ocurrido una idea estupenda y sería maravilloso que te incorporaras al grupo. Vamos a realizar una práctica de entrevista con Vilma, Daría y Carmela. Habitualmente trabajamos eso con Leonardo, pero ayer Pedro sugirió que lo hiciéramos de esta manera para que las demás adquirieran también alguna experiencia. Rosario aceptó cuidar de los niños y necesito que tú hagas de observador, para identificar los errores que puedan producirse —le sonrió, zalamera—. Tienes una capacidad de observación tan maravillosa… ¿Querrás ayudarnos?


—Será un placer.


—Sabía que lo harías. Eres tan bueno… —lo abrazó—. El hecho de contar con la ayuda de los demás hará que Vilma recupere la confianza en sí misma. Estamos intentando que responda a las preguntas de la entrevista con voz clara y firme, y no con murmullos.


—Vilma es un tanto tímida.


—Pero tú siempre logras sacar lo mejor que hay en ella, tío Rey —le plantó un beso en la mejilla—. Si tú estás presente, no dudo de que el efecto se hará notar.


—Acerca de esa conversación…


—Cuando quieras… —lo tomó del brazo—. Excepto ahora mismo. Vamos, Pedro está esperando. Será mejor que nos demos prisa antes de que aterrorice a todo el mundo y Vilma se niegue a abrir la boca.


—Estupendo, ya estás aquí —comentó Pedro en el instante en que los vio aparecer por la puerta—. Necesito tu ayuda, Paula.


—¿Por qué no me sorprende eso?


—A mí no deja de asombrarme —bromeó Pedro—. En cualquier caso, me pareció que podría ser una buena idea que tú y yo realizáramos antes un rápido ensayo. Vilma y los demás podrán dedicarse a observarnos —asintió con la cabeza en dirección a Reynaldo—. Me alegro de verlo, señor Chaves. ¿Sería tan amable de prestarse a hacer un comentario crítico sobre nuestra sesión de prácticas?


—Me encantaría —respondió, sentándose junto a Vilma.


Frotándose las manos, Paula se acercó a Pedro.


—Fenomenal. Si me haces el favor de levantarte de ahí, yo ocuparé mi lugar detrás del escritorio y…


—Hey, no tan rápido —se repantigó en el sillón, tamborileando con los dedos sobre la mesa—. Esta vez yo seré el empleador. Quiero que representes el papel de futura empleada.


—No es así como solemos hacerlo —protestó Paula.


—Probablemente sea por eso por lo que sale mal. Como empleadora, eres demasiado amable. Así que hoy nos mostrarás la otra cara del proceso.


—Vale, vale. ¿Qué quieres que haga?


—Que entres en la sala como si estuvieras en una entrevista de verdad —con la más encantadora de sus sonrisas, Pedro se volvió hacia las tres mujeres que contemplaban la escena—. Esta vez observaréis la demostración que Paula y yo vamos a haceros. Luego os tocará a vosotras pasar por la entrevista.


—¿Has hecho esto alguna vez antes? —le preguntó Paula—. ¿Sabes lo que hay que decir?


—¿Dudas acaso de mis habilidades?


—No exactamente…


—Bien —señaló la puerta—. Muéstrales entonces cómo se hace.


Resignándose a lo inevitable, Paula salió de la habitación, esperó un instante y luego abrió la puerta. Pero antes de que pudiera pronunciar una sola sílaba, Pedro la interrumpió.


—No has tocado a la puerta.


—¿Qué?


—Tengo entendido que es la costumbre, tratándose de la puerta cerrada de una oficina —luego se dirigió a Vilma—. Si no eres introducida antes por una recepcionista o una secretaria, siempre se llama primero.


Pedro tiene razón, Paula —apuntó Reynaldo.


Gruñendo entre dientes, Paula salió nuevamente de la habitación y cerró de un portazo. Después de contar hasta diez, llamó antes de entrar.


—No te he dicho que entraras —le dijo Pedro.


—Pues finge que sí.


—No esperar a que te inviten a entrar es un movimiento muy arriesgado.


—Y jugar al tipo listo lo es más todavía.


—Discutir con el jefe es aún peor. Oh, y un pequeño detalle —le regaló a Paula una falsa sonrisa de inocencia—. Asegúrate de presentarte con zapatos a una entrevista —vio que Paula bajaba la mirada a sus pies, con las uñas pintadas de azul neón—. Bien, se supone que se te ha invitado a entrar. ¿Qué es lo que sigue ahora?


—¿Cómo se encuentra usted, señor Alfonso? —avanzó hacia él, con la mano tendida—. Me llamo Paula Chaves.


Detrás del escritorio, Pedro se levantó y le estrechó la mano.


—Me alegro de conocerla, señorita Chaves. Tome asiento.


—Gracias.


—¿Es chicle eso que está usted mascando, señorita Chaves? —le preguntó, frunciendo el ceño.


—Claro. Con sabor a frambuesa, para ser exactos. ¿Quiere uno?


—Tíralo.


—Esto no es el colegio, ¿sabes?


—Tienes razón. Es una entrevista de trabajo de la que depende que puedas pagar el alquiler de tu vivienda el próximo mes.


Paula hizo un mohín, indecisa entre sacarse el chicle y tirárselo a la cara o bien pegárselo en el centro de la carpeta que tenía sobre el escritorio. Pero antes de que pudiera tomar una decisión, Pedro levantó un dedo con un gesto de advertencia; evidentemente, había adivinado sus intenciones. Al momento Loner se incorporó y aulló, asustándola.


—¿Te lo has tragado, verdad? —le preguntó él, riendo.


—Sí —masculló.


—Mejor —se volvió para mirar a los demás, que estaban haciendo todo lo posible por contener la risa—. Hasta ahora esta práctica os está proporcionando una buena lección de lo que precisamente no hay que hacer. Si no la conociera mejor, yo diría que lo está haciendo a propósito.


—¡Hey!


—Desgraciadamente, tengo que asumir que Paula vale mucho más como instructora que como empleada —la miró, enarcando una ceja—. ¿Podemos continuar?


—Quizá no debiéramos.


Ignorándola mientras se ponía sus gafas de lectura, Pedro abrió una carpeta.


—Aquí dice que no ha podido conservar un trabajo estable durante los últimos cinco años. ¿Le importaría explicarme eso?


—Soy rica.


—¡Señorita Chaves!


—Oh, lo siento. Supongo que debo inventarme alguna explicación, ¿no?


Pedro ignoró su pregunta y se dirigió a Daría:
—¿Cómo habrías respondido tú a esa pregunta? Daría lanzó una divertida mirada a Paula antes de responder.


—Supongo que habría explicado que durante los cinco últimos años he tenido que criar a cinco hijos mientras trabajaba mi marido. Pero que él falleció recientemente y que necesito el empleo para mantener a mi familia.


—Esa es una buena respuesta, Daría, porque deja saber a tu futuro empleador que estás seriamente decidida a trabajar.


—Bueno, ¿se puede saber cuál es la próxima práctica que voy a fallar? —preguntó entonces Paula, con tono irónico—. Estoy ansiosa por saberlo.


—Esta podría ser una buena ocasión para hablar de nuestras técnicas de entrevista —empezó a tamborilear sobre la mesa con un bolígrafo—. A solas.


Las mujeres captaron la indirecta y se levantaron para salir de la habitación. El tío Reynaldo las siguió, sacudiendo la cabeza. Incluso Loner los abandonó.


—¿Así es como enseñas a las mujeres a comportarse en una entrevista?


—Habitualmente soy yo la que hace las entrevistas.


—Eso ya lo sé —tiró a un lado el bolígrafo—. Creía que ibas en serio con este proyecto.


—¡Claro que voy en serio!


—¿Entonces soy yo el culpable de que lo hagas tan mal?


—Solo puedo decir que haces que reaccione de una manera extraña.


—El sentimiento es mutuo —musitó Pedro—. Sugiero que lleguemos a un acuerdo.


—Estoy abierta a todo tipo de sugerencias.


—¿Acordamos no torturarnos el uno al otro mientras no estemos solos?


—¿Torturarnos? —repitió, nerviosa.


—Quizá «tortura» —sonrió —sea una palabra un poquito fuerte.


Paula se quedó paralizada. La sonrisa de Pedro la privaba de cualquier pensamiento excepto de uno: el recuerdo de su beso.


—¿Paula?


Aspiró profundamente, esforzándose por concentrarse en la realidad.


—¿Te importaría repetirme la última parte?


—Tienes razón —esbozó una mueca—. Quizá debería haber utilizado la palabra «provocación», en lugar de tortura. Necesitamos dejar de provocarnos mutuamente durante estas semanas de práctica. No es justo para las mujeres.


—El mes que viene va a ser un difícil período de prueba, ¿verdad? —«para ambos», añadió en silencio Paula—. ¿Quieres que te devuelva a Barbara?


—¿Es por eso por lo que te estás comportando así? —le preguntó, tenso—. ¿Para que abandone?



—No —se encogió de hombros, experimentando una punzada de culpa—. La verdad es que suelo comportarme así todo el tiempo. Lo siento.


—Temía que fueras a decir eso.


—Confía en mí, creo que llegaré a gustarte. Solo es una cuestión de tiempo.


Pedro apoyó entonces las manos en el escritorio y se inclinó hacia ella, acercándose mucho.


—Cariño, ya has empezado a gustarme.


—¿No vas a soltarme ninguna grosería? —lo miró con los ojos muy abiertos.


—¿Por qué habría de hacer algo así? —susurró—. Me gusta tu sentido del humor. Me gusta tu personalidad. Y me vuelve loco tu boca.


Paula procuró conservar la compostura. Habría resultado fácil dejarse arrastrar por sus palabras, creer en lo que veía brillar en las profundidades de sus ojos.


—¿Pero? Porque tu comentario iba a terminar con un «pero», ¿verdad?


—Me temo que sí. Esas mujeres necesitan tu ayuda. Ellas no son ricas. No pueden permitirse tu mismo sentido del humor. Esos empleos son vitales para ellas, como tú bien sabes.


—Tienes razón —reconoció Paula, cerrando los ojos—. No sé qué es lo que me ha pasado.


—Claro que lo sabes —algo en su tono la hizo abrir los ojos de nuevo, sintiéndose irremediablemente atraída hacia él. Luego salvó la distancia que los separaba y le acarició tiernamente los labios con los suyos—. Porque a mí me ha pasado exactamente lo mismo.


—Se suponía que no debíamos hacer esto.


—Detenme entonces.


—No quiero hacerlo.


—Ni yo —pero finalmente Pedro logró controlarse, y se dejó caer en el sillón con un despliegue de fuerza de voluntad que Paula no pudo menos que envidiar—. Va a ser un mes interesante, ¿no te parece? Por si no lo sabías, soy un producto no retornable. Barbara me ordenó que no me marchara de aquí hasta que no terminara con mi trabajo.


—¿Terminar tu trabajo? Extraña expresión para tratarse de un «chico para todo».


—Así son las cosas —su voz contenía un inequívoco tono de advertencia—. Barbara solo me contrató por un corto período de tiempo. Cuando termine, tú serás la primera en saberlo.


Su comentario hizo que Paula abriera uno de los cajones del escritorio para sacar su caja de bombones.


—Creo que esta situación impone una dosis de chocolate.


—¿Tienes guardadas cajas de bombones en todas y cada una de las habitaciones? —le preguntó Pedro, divertido.


—Absolutamente. Estoy preparada para cualquier emergencia.


—¿Y qué es exactamente lo que ha provocado esta emergencia?


Paula tragó saliva, sintiendo un nudo en la garganta.


—No me gusta hablar de los finales de las cosas —susurró al fin—. No se me dan muy bien.


—¿Y eso exige una dosis de chocolate?


—Sí, si es que quieres sobrellevar las cosas malas. O aumentar tu placer por las buenas —se llevó un bombón a la boca—. El chocolate hace que todo sea mejor.


Pedro se echó hacia atrás en su sillón, cerrando los ojos.


—En ese caso, pásame la caja.


Paula se la entregó, y no pudo evitar reírse ante lo absurdo de aquella situación. Allí estaban, consumidos ambos por un deseo mutuo, pero demasiado prudentes para dar libre cauce a su atracción.


—Hacemos una buena pareja, ¿no te parece?


Pedro no abrió los ojos, pero por la leve sonrisa que curvó sus labios, resultó evidente que había comprendido lo que ella había querido decirle.


—Cariño, hacemos una pareja condenadamente buena. Y uno de estos días te lo demostraré.


Dicho eso, Paula decidió que necesitaba comerse otro bombón.







QUIERO UN HIJO PERO NO UN MARIDO :CAPITULO 7






«No enfado lo suficiente a la gente como para inspirar sentimiento de venganza alguno», le había dicho Paula. Casi en el mismo instante en que la puerta se cerró a su espalda, Pedro sacó un sobre del bolsillo trasero del pantalón y lo estudió. Lo había encontrado encima de una mesa, a la vista de todo el mundo, en el vestíbulo central. No dudaba de que su contenido desmentiría la afirmación de Paula. Estaba seguro de que era el autor del primer anónimo quien lo había dejado allí. Era el mismo tipo de papel color crema, con el nombre de su destinataria escrito a mano en el dorso, que el que le había mostrado Barbara.


Después de ponerse sus gafas de lectura, rasgó el sobre, sacó la única hoja y leyó: El tiempo sigue corriendo. Paga ahora o tomaré medidas. Pronto.


El texto no podía ser más sucinto. Aquellas palabras le provocaron un estremecimiento que le llegó hasta lo más profundo del alma. ¿Qué diablos podía haberle hecho Paula a esa persona para enfurecerla tanto? Porque ella tenía razón. Por mucho que provocara y desconcertara a la gente, también era la persona más dulce y generosa que había conocido. Y estrecharla entre sus brazos, saborear aquellos labios…


Cerró los ojos. Algo en aquella nota lo había alterado sobremanera. Compartir aquel beso con Paula lo había dejado tan confundido, que no podía descubrir el motivo. 


Como si percibiera su irritación, Loner se le acercó, gimiendo preocupado. Pedro le acarició la cabeza. Maldijo en silencio. 


Barbara ya se lo había advertido. Se había dado cuenta de ello desde el principio, reconociendo a un hombre que, como el lobo al que estaba acariciando, sería para siempre fiel a su compañera, amándola durante el resto de su vida. 


Durante años Pedro había sabido que su destino sería la soledad hasta que encontrara a la otra mitad de su alma. 


¿Cómo diablos podía haber sospechado que ese ser podría tomar la forma de una mujer como Paula? ¿Una mujer ajena al peligro que se cernía sobre ella?


Tensó la mandíbula.


—Nos aseguraremos de que no sufra ningún daño, ¿de acuerdo, chico?


Loner meneó el rabo y se dirigió hacia la puerta del dormitorio, impaciente.


—Vale, vayamos a buscar a Paula. No queremos dejarla mucho tiempo sola —hizo a Loner una nueva señal con la mano—. Guarda a Paula. ¿Entiendes, compañero? Guarda a Paula.


Abrió la puerta, dejando que Loner siguiera sus instrucciones. Volviendo a examinar el texto del anónimo, Pedro tomó una decisión. Esa sería la última nota que recibiría. Si llegaba otro mensaje, se lo entregaría a la policía y al diablo con Barbara. Quienquiera que fuese aquel chantajista, conocía bien a Paula. Tenía acceso a la casa.


O eso o ella se había olvidado de cerrar con llave la puerta principal, lo que constituía una posibilidad bastante probable. 


Paula caía bien a todo el mundo. Nadie tenía por qué vengarse de ella.


Nadie… excepto aquel tipo.






viernes, 9 de octubre de 2015

QUIERO UN HIJO PERO NO UN MARIDO :CAPITULO 6




«Ay, diablos… ».


—Maldito seas, Pedro. Sabía que no te lo ibas a tomar bien 
—Paula empezó a pasear por la habitación—. Por eso no quería decírtelo.


—¿La pequeña y tímida Vilma te robó el bolso?


—Fue un acto desesperado —se detuvo, esbozando una sonrisa—. ¿No te sientes orgulloso de que se atreviera a hacer algo tan decidido?


—¿Orgulloso?


—De acuerdo, quizá «orgulloso» no sea la palabra más adecuada. Pero ese comportamiento quiere decir que es capaz de arreglárselas sola en caso necesario.


—¿Y qué hiciste tú cuando te robó el bolso? —Pedro levantó una mano antes de que pudiera contestar—. No. Déjame adivinar. No llamaste a la policía.


—Pues claro que no. ¿Por qué habría de hacer algo tan cruel?


—No lo sé. ¿Quizás porque donde tiene que estar un ladrón es en la cárcel?


—¿Crees que nuestra pobrecita Vilma debería estar en la cárcel?


—Te corrijo: «tu» pobrecita Vilma.


—Oh, no —Paula se le acercó cada vez más, agitando sus pulseras—. No vas a evadirte de tus responsabilidades tan fácilmente. Tú también has estado trabajando con ella, lo que significa que ahora es «tuya». Por cierto, ella me robó el bolso porque se estaba muriendo de hambre y porque tenía un hermanito del que cuidar y además no podía encontrar trabajo.


—Así que te la llevaste a casa, con su hermanito Patricio, y les diste de comer.


—¿Tengo que deducir por tu tono que tú nunca habrías hecho lo mismo? —inquirió Paula, levantando la barbilla.


—Por supuesto.


—¿Qué habrías hecho tú? —en esa ocasión fue ella la que levantó la mano, impidiéndole contestar—. Oh, no. Déjame adivinar. Habrías llamado a la policía.


—Inmediatamente.


—¿De qué forma crees que eso la habría ayudado?


—Habría evitado que le hubiera robado el bolso a otra persona.


—Para tu información, no le ha robado el bolso a nadie más. Solamente cometió ese error una vez. Ahora mismo se está preparando para conseguir un empleo en vez de para ingresar en una cárcel, y se siente fatal porque cometió un delito y porque con su acto pudo haber enviado a Patricio a un hogar de acogida.


—¿Tiene alguna cualificación laboral?


—Ninguna —lo detuvo antes de que pudiera añadir algún otro comentario ofensivo—. Pero pretendo cambiar todo eso. Ya lo verás. Ese va a ser uno de mis mayores éxitos.


—Y mientras tanto su hermano y ella viven a tu cargo, junto con Rosario, Daría, Carmela, sus hijos y demás parientes, ¿no?


—Trabajan para mí, no viven a mi cargo. Y aunque lo hicieran, podría permitírmelo.


—Cariño, a mi padre le habría encantado conocerte.


Paula dejó escapar un gruñido de exasperación.


—Ya sé cuál es tu problema. Eres un cínico. Has perdido la fe en la bondad de los seres humanos.


—Creo en la bondad. Lo que pasa es que no creo que esa bondad dure mucho al lado de la desesperación o de la venganza.


—¿Venganza? Extraño, ¿no?


—¿Por qué? —Pedro la miró curioso—. ¿Es que no has conocido a nadie que quisiera vengarse de un error cometido en su contra, o de lo que esa persona percibió como un error?


—No, en absoluto. Quizá deberíamos hablar del tipo de personas con las que te codeas, en lugar de preocuparte por mí.


—¿Así que jamás inadvertidamente te comportaste de una manera que pudiera enfurecer a alguien?


—Bueno, sí. Sospecho que lo hago todo el tiempo. Mira nosotros, por ejemplo. Solo hace unas horas que nos conocemos y ya me las he arreglado para disgustarte varias veces.


—Cierto —la expresión de Pedro se iluminó—. Pero nada de lo que has hecho habría podido inspirar una apasionada necesidad de venganza.


—Menos mal —repuso ella con sinceridad—, porque si no, ahora mismo me encontraría en serios problemas…


—¿Recuerdas a alguna otra persona a la que hayas podido disgustar de una manera especial? —insistió—. ¿Alguien a quien hayas hecho enfadar seriamente?


—Esto es absurdo, Pedro. ¿Cómo hemos podido acabar hablando de esto?


—No has respondido a mi pregunta.


—Porque es ridícula.


—Por favor…


—¡Oh, diablos! —Paula se dejó caer en la cama—. No. ¿Ya estás contento? Nunca le he hecho a nadie algo tan horrible que haya podido inspirar un intenso sentimiento de venganza. Para tu información, me gustan todas las personas que conozco, y también tiendo a caerle bien a la gente —se incorporó y lo miró fijamente—. Aunque no pareces muy convencido.


—¿Qué hay del fabricante de niños al que echaste con cajas destempladas esta mañana? ¿Cómo se llama? ¿Griffith?


—¿Qué pasa con él?


—¿No te preocupa que tu rechazo haya podido enfurecerlo?


—En absoluto. No creo que se haya resentido mucho su ego. Lo superará. ¿Pero qué pasa contigo? ¿Has llegado alguna vez a irritar tanto a alguien como para provocar su venganza?


—Probablemente.


—¿Sí? —lo miró fascinada—. ¿Y qué?


—¿Qué quieres saber?


—¿Qué es lo que te hicieron?


—Nada.


—Oh —intentó no parecer demasiado decepcionada—. ¿Por qué no?


—¿Te parece acaso que soy del tipo de persona que se queda quieta mientras la atacan?


—No —un súbito pensamiento asaltó a Paula—. ¿Y yo sí?


—Me parece que eres del tipo de persona que no vería el ataque cuando se produjera, que incluso ni lo notaría y que, para colmo, terminaría haciendo las paces con esa persona —respondió Pedro, sonriendo.


—Pues te equivocas de medio a medio —sonrió Paula a su vez, con expresión triunfante.


—No lo creo.


—Yo sí —cruzó las piernas y lo señaló con el dedo índice—. Y te diré por qué.


—Esto tengo que escucharlo.


—Te equivocas porque, en primer lugar, esa situación nunca se produciría. Yo no enfado tanto a la gente como para que quiera vengarse de mí. Hablo en serio: puedo irritarlos, pero no de manera deliberada. Los frustro, pero es como una especie de divertida exasperación. Fastidio, provoco, me enfrento a la lógica. Incluso desconcierto y apabullo a la gente —sonrió—. Pero aun así, me llevo bien con todo el mundo.


La mirada de Pedro se había suavizado.


—Eres una de esas personas que caen bien a todo el mundo, ¿es eso?


—Aja.


—Casi puedo llegar a creerlo —musitó.


—Y ahora que ya hemos aclarado este punto —Paula recogió su muñeco de peluche y se levantó de la cama—, ¿estás dispuesto a empezar a trabajar o te gustaría mantener otra conversación filosófica? ¿O vas a pasar el resto del día como te sugerí para familiarizarte con la casa?


—Dame unos minutos para arreglarme y después me reuniré contigo y con Vilma en el edificio contiguo.


—Estupendo. Allí te veré —se detuvo ante la puerta y le regaló la más radiante de sus sonrisas—. ¿Te das cuenta de lo encantadora que soy? ¿Cómo podrías enfadarte con alguien como yo, y mucho menos querer vengarte? —y sin darle tiempo a contestar, salió de la habitación.






QUIERO UN HIJO PERO NO UN MARIDO :CAPITULO 5




—¡Qué rápido! —comentó sorprendida Paula cuando vio a Pedro entrar en la cocina, seguido de Loner—. No esperaba que volvieras hasta dentro de un par de horas.


—¿Quieres que me vaya otra vez?


—Puedes quedarte —se sentía orgullosa de sí misma por haber adoptado un tono natural y ligero, disimulando sus verdaderos sentimientos. Miró la bolsa de viaje negra que llevaba—. ¿Ese es tu único equipaje, cuando te vas a quedar aquí por lo menos un mes?


—Esto es todo lo que necesito, a no ser que esperes que lleve un uniforme.


—¿Te parezco que soy del tipo de gente que le guste rodearse de uniformes?


—No —se encogió de hombros—. Solo quería asegurarme de que no eras así.


—¿Tienes hambre? —señaló el plato de fruta y verduras que estaba picando—. ¿Te gustaría comer algo?


—Ya comí antes de venir.


—Oh.


Paula se preguntó cómo podía arreglárselas aquel hombre para desconcertarla con tanta facilidad. Ya tenía veintinueve años… por tercera vez. A su edad no debería perder la compostura ante un empleado tan increíblemente sexy y atractivo. Pero en lugar de eso, cada vez que se le acercaba Pedro su imaginación se le amotinaba, presentándole todo tipo de tentadoras posibilidades que incluían ardientes caricias y dulces y apasionadas palabras.


—¿Quieres que te enseñe tu habitación?


—Estupendo.


—Podrás deshacer el equipaje y descansar durante el resto del día. Hasta mañana no necesitas empezar a trabajar.


—Primero desharé el equipaje. Luego hablaremos de mis obligaciones. Después de eso, comenzaré a trabajar.


—Oh, vaya —sonrió Paula, entre divertida y frustrada—. ¿Sabes una cosa? Eres desesperante. ¿Por qué diablos tienes que ser tan testarudo?


—¿Soy testarudo porque quiero deshacer el equipaje? ¿O es porque te he pedido que me resumas mis obligaciones?


—Vamos, Pedro, sabes a lo que me refiero —señaló una puerta, en la cocina, que llevaba al segundo piso por una empinada escalera, y lo precedió—. ¿Por qué te resulta tan necesario empezar a trabajar hoy?


Pedro la siguió escaleras arriba. Para sorpresa de Paula, Loner no los acompañó, sino que salió de la cocina para dirigirse al vestíbulo delantero. Sin duda alguna, había decidido explorar solo su nuevo hábitat.


—Tu madre me está pagando por hacer un trabajo —explicó Pedro—. Y yo pretendo asegurarme de que da por bien empleado ese dinero.


—Vale, de acuerdo —Paula levantó las manos. ¿Para qué discutir por algo tan ridículo?—. Cedo. Si comenzar a trabajar hoy te resulta tan importante, adelante.


—Gracias. Pensé que podría emplear algunas horas más en ayudarte con tu proyecto laboral.


—Ahora eres tú quien tendrá que ser más preciso. ¿A qué proyecto laboral te refieres?


—Me refería a Vilma —su vibrante risa resonó en el estrecho pasillo—. En cuanto a tu otro proyecto, espero que acabes pronto de entrevistar a tus potenciales fabricantes de hijos y eso deje de constituir un problema.


—Oh, no es ningún problema —sonrió Paula—. Al menos, por ahora. Afortunadamente, mañana dispongo de todo el día para ello.


De pronto Pedro la agarró de un brazo, deteniéndola y obligándola a que lo mirara.Paula fue muy consciente de su contacto: demasiado. Tenía unas manos increíbles, las de un hombre acostumbrado al trabajo duro, de dedos largos y fuertes. No podía verlo bien en medio de la penumbra, vestido todo de negro como iba, pero distinguía perfectamente el brillo de sus ojos claros, de mirada directa y penetrante. No podía desviar la mirada; ni siquiera quería hacerlo.


Aquel hombre no era para ella, se esforzó por recordarse. 


Ella quería un hijo, no un amante. Podía incluso imaginarse a su hijo, un chico de pelo oscuro y ondulado y ojos grises… 


Durante una milésima de segundo, logró vislumbrar el futuro, un futuro radiante de posibilidades. Tendría un marido que la amara y un matrimonio para toda la vida, con niños… Todo lo que tenía que hacer era extender la mano para agarrar ese futuro. Todo lo que tenía que hacer era…


—¿Quieres decir que has dejado más entrevistas para mañana? —le preguntó Pedro.


—Por supuesto —su fantasía se rompió en mil pedazos—. ¿Creías acaso que iba a abandonar porque no me fue bien en el primer día?


—Diablos, sí.


—Para nada. Quiero un bebé, y esa decisión no ha cambiado porque tu lobo haya ahuyentado hoy a los candidatos. Por lo demás, esto ni siquiera es asunto tuyo —añadió, subrayando las palabras.


—Muy bien —le soltó el brazo, suspirando—. ¿Cuál es mi dormitorio?


—Este —abrió la primera puerta del pasillo—. Lo elegí porque de niña era mi favorito. Pensé que a ti también te gustaría.


La habitación era amplia y aireada, con unas enormes ventanas que daban al puente del Golden Gate. Paula descorrió las cortinas para que pudiera admirar aquel impresionante paisaje de la bahía de San Francisco.


—Preciosa vista. Pero esta habitación parece más apropiada para un invitado que para un empleado.


—Puedo instalarte en las mazmorras, si lo prefieres —repuso Paula con una maliciosa sonrisa.


Pedro se pasó una mano por la nuca.


—Puede que esto sea más seguro —musitó—. ¿Está muy lejos tu habitación de aquí?


—¿Perdón? —aquella pregunta la tomó absolutamente por sorpresa.


—En caso de que surgiera algún problema, ¿dónde está tu habitación?


—Tres puertas más abajo. También da al puente.


—Bien. En ese caso esta habitación será estupenda.


Paula no se atrevió a preguntarle por qué la proximidad a su dormitorio parecía importarle tanto. Su respuesta podría derivar hacia terrenos poco seguros.


—¿Sabes? Cuando era pequeña, me escapaba a esta habitación cuando quería estar sola.


—¿Por qué?


—La ventana tenía un alféizar donde podía sentarme, y cubierta por las cortinas, solía esconderme detrás. Me encantaba contemplar el mar e imaginarme todo tipo de criaturas míticas viviendo en la niebla. A veces creía ver una aleta gigante, o la cola de una sirena. En otras ocasiones un animal gigantesco asomaba la cabeza, exhalando humo… 
—sonrió, rezando para no parecer tan vulnerable como se sentía por dentro—. Y también hacía deseos.


—¿Qué tipo de deseos?


Las palabras de Pedro le provocaron el efecto de una tierna caricia, y le dio la espalda para contemplar la vista, intentando adoptar un tono desinteresado.


—Oh, ya sabes. Los deseos más comunes que suelen tener los niños. Deseos de suplir las carencias que uno suele tener.


Pedro le puso las manos sobre los hombros, susurrándole muy cerca:
—¿Deseos sobre padres que se marcharon un día para no volver?


—Sí —la palabra escapó de los labios de Paula en un penoso murmullo, y ladeó la cabeza para apoyar la mejilla sobre el dorso de su mano cálida, fuerte—. Ese tipo de deseos.


—Supongo que no se vieron realizados.


—Con el tiempo descubrí que no puedes cambiar el pasado. Fue una lección muy dura de aprender.


—No, no puedes cambiarlo. Pero puedes optar por darle la espalda y construirte un futuro.


Cerró los ojos, impelida a confesarle la verdad.


—No es del todo cierto que mi padre se marchara. Falleció en un accidente de coche.


—Dios mío, Paula. Lo siento.


—Fue algo terrible. Un día formaba parte de una familia, cuando al siguiente esa familia quedó destrozada. Barbara y yo… —se estremeció—. Buscamos y buscamos. Pero nunca pudimos encontrar lo que habíamos perdido.


Pedro permaneció en silencio durante un buen rato; luego le apretó cariñosamente los hombros.


—Al menos tú conociste una verdadera familia. Eso es más de lo que yo tuve. Nunca conocí a mi madre. Abandonó a mi padre cuando yo era pequeño.


Paula se giró dentro del círculo de sus brazos, deslizando las manos por su cintura.


—¿Tu padre… intentó reemplazarla?


—Mi padre estaba mucho más interesado en llenarse los bolsillos de la manera más rápida, y fácil posible —respondió, apoyando suavemente la barbilla sobre su cabeza—. Sospecho que mi padre no le anduvo a la zaga a tu madre en lo que a número de matrimonios se refiere. La diferencia estriba en que tu madre estaba buscando amor, mientras que mi padre buscaba alguien que le financiara todos sus caprichos. Y puedo asegurarte que tenía caprichos muy caros.


—Oh, Pedro. Lo lamento tanto…


—No podemos hacer nada para cambiar nuestro pasado, Paula. Pero podemos decidir seguir adelante.


Paula se dijo que Pedro no conocía el resto, todo lo que había seguido a aquella experiencia, pero ya había desnudado suficientemente su alma en un solo día.


—Eso es lo que estoy intentando: seguir adelante. ¿Es que no te das cuenta?


—Supongo que te referirás a tus intentos de concebir un bebé —repuso Pedro —. ¿Pero no crees que tu hijo lamentará carecer de un padre? Tú lo lamentaste.


Paula no se atrevió a mirarlo, demasiado temerosa de acabar llorando. Se esforzó por mantener el control. Las lágrimas no eran su estilo.


—Lo siento, Pedro —se apartó de él—. En esta casa no hay ninguna habitación reservada para un papá. Lo que mis padres tuvieron era único, la muerte de mi padre estuvo a punto de destrozar a mi madre. No tengo intención de pasar por lo mismo que ella, pero eso no quiere decir que tenga que resignarme a no tener hijos. Me encantan los críos y además se me dan muy bien. Desde siempre he querido tener un hijo.


—¿Y ahora vas a hacer algo al respecto? ¿Por qué? ¿Por qué ahora?


—¿Tienes alguna idea de lo mayor que seré cuando mi hijo o mi hija se gradúen en el instituto? —le preguntó, furiosa.


—¿Cuánto de mayor? —una leve sonrisa se dibujó en sus labios


—Seré… Eso no importa. El asunto es que quiero ser lo suficientemente joven como para disfrutar de mi maternidad, para no tener que jugar con mi bebé sentada en una silla de ruedas.


—No creo que eso llegue a suceder si decides esperar algunos años más para desarrollar tu plan.


—¡Ya estoy madura ahora! Dentro de un par de años más me habré secado y caído del árbol.


—Tienes razón: estás madura —convino Pedro con voz baja y ronca—. Madura para que se aprovechen de ti. Madura para resultar herida.


—Sigue siendo una elección mía, Pedro.


Antes de que él pudiera responder, Loner irrumpió en la habitación con un muñeco de peluche en los dientes, meneando alegremente el rabo. Era el cachorrillo de lobo que antes había visto Pedro en la habitación de las entrevistas.


—¡Señor Woof! ¡Mi lobito de peluche! ¡Pedro, haz algo! —exclamó, aterrada—. ¡Se está comiendo al señor Woof!


A una rápida orden de su amo, Loner dejó el muñeco en el suelo y retrocedió con el rabo entre las piernas. Pedro atravesó la habitación y recogió el peluche, examinándolo.


—Tiene un pequeño descosido en una oreja. Aparte de eso, parece que no ha sufrido mucho. Lo siento, Paula. ¿Quieres que te compre otro?


—No —para su propio horror, se le quebró la voz.


—¿Estás llorando?


De inmediato Pedro acudió junto a ella, estrechándola en sus brazos.


—Ay, diablos. Por favor, no llores. No soporto las lágrimas.


—Lo mismo me pasa a mí —repuso Paula, terminando la frase con un sollozo—. Detesto a la gente que llora. ¿Es que no saben que lo que deberían hacer es reírse de sus problemas?


—Oh, maldita sea. Sí que estás alterada. ¡Por favor, corazón! —le enjugó las lágrimas con un dedo—. Dime qué puedo hacer para arreglarlo.


—Estoy intentando contenerme. Te lo juro —aspiró profundamente, esforzándose por controlarse—. Mira, incluso Loner está hecho un manojo de nervios —a la mención de su nombre, el perro se reunió con ellos, gimiendo patéticamente; eso le proporcionó la excusa perfecta para reírse—. Vaya, está en peor forma aún que nosotros —se arrodilló de pronto, abrazándose al cuello del animal—. Lo sientes mucho, ¿verdad, chico? No sabías lo mucho que el señor Woof significaba para mí, ¿eh? —cuando Loner empezó a lamerle la cara, Paula levantó la mirada hacia Pedro, sonriendo—. ¿Ves? Ya me encuentro bien.


Pero Pedro no parecía muy convencido.


—¿Seguro? ¿Te importaría decirme por qué la mención de un descosido en la oreja de un muñeco de peluche ha provocado esa reacción por tu parte? Soy todo oídos.


Paula se sintió tentada de confesárselo. Muy tentada.


—Quizá en otra ocasión.


—Espero que lo hagas algún día.


—Bueno, ya está —tomó el muñeco que él le tendía y se sentó en la cama—. ¿Por qué no nos atenemos a tu programa de actividades? ¿Qué es lo siguiente?


—De acuerdo, tú ganas —Pedro sacudió la cabeza—. Lo siguiente es deshacer el equipaje —se acercó a la cómoda y abrió un cajón; luego empezó a sacar ropa de su bolsa de viaje—. ¿Piensas quedarte a mirar?


—Pensé que podría —curioseó el interior de su bolsa—. Dios mío, Pedro. ¿Toda la ropa que llevas es negra?


—Es un color cómodo.


—¿Por qué?


—Porque combina bien con todo.


—Oh —volvió a meter la nariz en su bolsa de viaje—. ¿Qué guardas en esa pequeña bolsa de cuero que está debajo de tus calzoncillos? Tiene una forma muy extraña; no parece que lleves ahí una máquina de afeitar. Es como triangular…


—No te importa —con un rápido movimiento, recogió el objeto y lo guardó en el cajón superior de la cómoda.


—Oh.


Pedro sabía que había cometido un error al esconderlo. Y a Paula la consumía la curiosidad. ¿Qué podría llevar allí dentro? Algo que no quería que ella viera, eso era seguro. 


Le recordaba la pistola de bolsillo que solía llevar Barbara. 


Pero eso no podía ser. ¿Para qué podría necesitar un asistente personal, un «chico para todo», una pistola?


—Mientras te dedicas a invadir mi intimidad… —Pedro interrumpió de pronto sus reflexiones—, ¿por qué no hablamos de las que serán mis futuras tareas?


No era una pregunta. Una vez más Paula tenía la inequívoca impresión de que era su empleado quien daba las órdenes. 


¿Cómo se las arreglaba para hacerlo?


—De acuerdo —le lanzó una mirada cargada de falsa inocencia—. ¿Te importaría que me dijeras tú mismo cuáles van a ser?


Pedro se apoyó en la cómoda, contemplándola con una expresión tan intimidante como la de Loner.


—¿Qué se supone que quiere decir eso?


—Dado que eres mi regalo de cumpleaños, es un poco difícil saber para qué actividades te han contratado. Quizá deberías preguntárselo a Barbara.


—Ya te lo he explicado. He sido instruido para satisfacer todos tus deseos.


—Deseo tener un bebé —al momento, Paula se preguntó si habría hablado en serio. ¿Era la verdad o, por alguna razón, no había podido evitar provocarlo?—. ¿También vas a ofrecerme tus servicios en ese aspecto en particular?


Pedro no dejó de mirarla a los ojos con ominosa expresión mientras se le acercaba. Paula se preguntó por qué Barbara había tenido que contratar a alguien tan agresivamente masculino.


—Quizá no he debido haber dicho eso —se disculpó con el tono más conciliatorio posible.


—¿Quieres que te lleve a la cama, Paula? —le preguntó en voz baja.


Pedro


—Porque si es así, podríamos empezar con algo como esto.


Paula esperó lo inevitable. Porque el beso de Pedro era inevitable. En el instante en que terminó de pronunciar la última palabra, su boca se reunió con la suya. Y cuando el beso terminó, tanto sus pensamientos como sus emociones estaban absolutamente fuera de control.


Aquello la inquietaba. O, más bien, la aterrorizaba.


«¡No pienses!», se ordenó a sí misma. Aquel no era un momento adecuado para pensamientos racionales, sino para apreciar aquella deliciosa explosión de los sentidos. Los labios de Pedro eran cálidos y firmes, y habían capturado los suyos con férrea decisión. Fue entonces cuando hizo un increíble descubrimiento. Pedro sabía mejor que el chocolate, lo cual significaba mucho dada su inveterada obsesión por el mismo. Y le echó los brazos al cuello para sumergirse en aquella novedosa obsesión.


Había estado esperando aquel beso casi desde el momento en que Pedro entró en su vida y se dejó entrevistar. 


Teniendo en cuenta su formidable apariencia, debió de haberla intimidado desde el principio; en lugar de ello, Paula lo encontró fascinante. Era un lobo solitario vestido de negro, de ojos de un gris plateado que parecían penetrar directamente en su alma, con una clara comprensión de las más secretas pasiones de una mujer. Musitó unas palabras incomprensibles y deliciosas, haciéndola temblar de emoción. Su lengua se enredó nuevamente con la suya, mientras sus labios se fundían, se separaban y volvían a fundirse. Paula gimió; el deseo corría como un torrente ardiente por sus venas.


—Mira lo bien que nos estamos comunicando. ¿No te parece que quizá deberíamos hacer esto en vez de hablar? —le preguntó ella.


—Ya lo estamos haciendo. O lo estábamos haciendo hasta que tú has empezado a hablar.


—Oh —lo miró con expresión seductora—. En ese caso, ¿vamos a discutir? ¿Ó vamos a besarnos?


—Creo que eso depende de si vas a quedarte callada o no —repuso Pedro, riendo.


—Creo que podré mantener la boca cerrada si luego va a haber más besos.


Pedro volvió a besarla con la misma pasión. Paula deslizó las manos por sus hombros, bajando luego por los definidos músculos de su pecho y de su vientre plano. Muy a su pesar, no se atrevió a explorar más abajo. En lugar de ello, le delineó la cuadrada línea de la mandíbula y los pómulos salientes. Era una pena que no hubiera participado en la entrevista de la paternidad, porque habría sido el candidato perfecto…


—Hum… ¿Pedro?


—¿Qué pasa ahora?


—Creo que no deberíamos estar haciendo esto.


—¿Crees que eres la única en haber pensado eso? —le preguntó secamente.


—Si no me hubieras distraído, lo habría pensado antes.


—¿Siempre eres tan fácil de distraer? —inquirió Pedro, riendo.


—No te creas. Quizá no haya conocido antes a nadie con tanta capacidad de distracción. Puedes tomártelo como un cumplido —se apresuró a añadir—. Pero eso no cambia un pequeño pero fundamental detalle.


—¿Te refieres al pequeño pero fundamental detalle de que Barbara me contrató para que trabajara para ti?


—Ese mismo —empezó a acariciarle el pecho con la punta de los dedos—. Eres mi empleado, ¿recuerdas? —esperaba que fuera así, dado que ella misma estaba teniendo muchas dificultades para asimilar ese hecho.


—Lo recuerdo —le capturó la mano—. Supongo que eso quiere decir que no sueles besar a todos tus empleados…


—Ni siquiera a algunos.


—Pero sí te habrías sentido legitimada para besarme si hubiera contestado al anuncio que pusiste en el periódico, ¿no?


—Sí, en ese caso habría sido diferente.


—¿Es que no te das cuenta de lo retorcido de la situación? Le habrías pagado a un hombre para que mantuviera relaciones sexuales contigo.


—En absoluto. Habría pagado por el mismo producto final que habría recibido en una clínica de fertilidad.


—Existe una gran diferencia, y eres consciente de ello. Ni siquiera estoy seguro de que lo que estás haciendo sea legal.


—Te estás pasando.


—Sé sincera —la miró arqueando una ceja—. Esta es una situación absolutamente desquiciada.


—Quiero tener un hijo.


—Prueba a casarte


Paula liberó inmediatamente su mano.


—Yo no quiero casarme. Nunca. Ya te lo he explicado.


—Pues prueba con la adopción.


—Lo haré si no encuentro al hombre adecuado. Pero eso no es asunto tuyo.


—Lo es cuando me lo has propuesto a mí.


—¿Cuando yo…? —lo miró confundida.


—Me preguntaste si trabajaría como empleado a tiempo completo, ¿recuerdas?


Paula se dijo que debía de referirse a la pregunta que le hizo sobre si querría ayudarla con su dilema del bebé. Quizá algún día aprendiera a no soltar la primera idea que se le pasara por la cabeza.


—¡No hablaba en serio! —protestó—. Lo dije porque tú me ofreciste darme lo que quisiese.


Para decepción de Paula, Pedro recuperó el control de sí mismo y de la conversación.


—Quizá deberíamos pasar a hablar de mis tareas, antes de que sigamos internándonos en aguas más peligrosas.


—Eso sería ciertamente más seguro.


Pedro retrocedió un paso, proporcionándole un respiro. Eso no la ayudó demasiado. Él parecía ocupar la habitación con la fuerza de su personalidad.


—Tengo una sugerencia.


—Una sugerencia. Excelente —comentó Paula—. ¿Y cuál es?


—¿Qué te parecería que no me separara de tu lado durante la próxima semana? Así los dos podríamos decidir acertadamente qué tareas me convendrán más. Hasta que elaboremos una lista precisa con mis obligaciones, te ayudaré en todo lo que pueda.


—¿Cómo hiciste ayer con Vilma?


—Sí. Eso funcionó, ¿no te parece?


—Pecaste un poquito de autoritario —le comentó Paula.


—Ya te acostumbrarás.


—No cuentes con ello. Me gusta hacer las cosas a mi manera.


—¿Esa es otra razón para no casarte?


—Pensé que íbamos a evitar ese tema.


—Es cierto —Pedro metió su bolsa vacía de viaje en el armario—. Háblame de Vilma. ¿Dónde la encontraste?


Paula se dijo que ese era otro tema de conversación que habría preferido evitar.


—Ella me encontró a mí.


Pedro se volvió para mirarla detenidamente. Paula tuvo la incómoda sensación de que estaba ocupado en analizar todo lo que había dicho y hecho hasta aquel instante.


—Cuéntame más.


—Lo estás haciendo otra vez. Darme órdenes.


—Es un talento natural.


—Muy ingenioso —algo en su expresión la impulsó a explicarle—. Puede decirse que tropezamos accidentalmente la una con la otra un día.


—¿Puede decirse? —al ver que se mantenía callada, insistió—. Paula.


—No quiero hablar de ello.


—Soy consciente. Y también soy consciente de que estás intentando cambiar de tema. Eso quiere decir que las circunstancias de ese encuentro no debieron de ser muy agradables —asintió satisfecho—. Veo por tu expresión que he acertado.


—¿Cómo lo haces?


—Eso no te va a dar resultado, cariño. No conseguirás distraerme. Vamos, confiesa. ¿Cómo os encontrasteis? ¿O fue más bien un encontronazo?


—No.


—¿Chocasteis los carritos de la compra en un supermercado?


—Oh, por favor…


—¿Más interesante que eso? De acuerdo, veamos… Ambas os caísteis en un tanque de chocolate en Ghiradelli Square. Chocasteis mientras patinabais sobre hielo —chasqueó los dedos—. Ya lo tengo. Estuvisteis encerradas en la misma celda del penal de Alcatraz. ¿Me acerco?


—Para nada.


—Ya podrías decírmelo. Porque no pienso cambiar de tema.


—¡De acuerdo entonces! —exclamó Paula, atreviéndose a decírselo por fin—. Conocí a Vilma cuando me robó el bolso. Ya está. ¿Satisfecho?