lunes, 7 de septiembre de 2015

ATADOS: CAPITULO 29




A la mañana siguiente Paula se despertó con una sensación de paz indescriptible. Sintió una presencia a su lado y supo sin necesidad de girarse de quién se trataba. Se separó con sumo cuidado y se quedó un rato observándole. Sus labios emitían un leve suspiro cada vez que respiraba. Sus mejillas estaban empezando a cubrirse por la sombra de una barba incipiente, y sus largas pestañas… ¡Oh, no! Las suyas debían estar ennegrecidas y no quería pensar en dónde estaría su rímel. Con sigilo salió y se horrorizó al ver su reflejo en el espejo. Se desmaquilló, se dio una ducha rápida, se puso el albornoz y tras confirmar que él seguía durmiendo, bajó a preparar el desayuno.


Quince minutos después volvía a la habitación con una bandeja enorme con zumo de naranja, café, tostadas, mantequilla, mermelada, magdalenas y galletas. Él la esperaba despierto. Le sonrió con calidez.


—¿Todo esto es para mí?


—Noooo. Yo todavía no he desayunado.


Se sintió tímida de repente. La miraba con atención, como si quisiera memorizarla.


—¿Has hecho todo esto sin desayunar tú primero? —Cuando asintió continuó juguetón—. ¿Quién eres y qué has hecho con mi chica?


«Mi chica». Esas dos palabras la llenaron de esperanza.


—¿Paula la gruñona? ¿Esa cobardica? Le he dado el finiquito. No era digna de nadie.


Se colocó frente a él, cogió una tostada y se dispuso a untarla esperando que él hiciera lo mismo y dejara el tema un poco más. Pedro prefirió tener el desayuno en paz y hablar después. Disfrutó mirándola mientras engullía. La forma en que cerraba los ojos mientras se comía las magdalenas o el placer con el que suspiraba al beberse el café. Sintió que se excitaba imaginándola en trance por él.


Cuando acabaron fue él quien apartó la bandeja, le acarició la mejilla e intentó reflejar en su mirada todo el amor que sentía.


—Paula, tenemos que hablar.


Oír aquella frase hizo que tomara las sábanas entre sus manos y las retorciera, nerviosa. Había preparado el discurso un montón de veces y de repente no recordaba nada. Cualquier palabra se le atascaba en la garganta. Era como si todo su raciocinio se estuviera hecho una pelota en la boca de su estómago y ningún sonido lograra escalar hasta sus labios. Pasó un minuto, y luego dos, y el gesto impasible de Pedro la ponía cada vez más nerviosa. 


Tan concentrada estaba en no enfadarse, en no culparle a él de su inmovilidad, que soltó sin pensar.


Pedro… ¿Tú has visto El diario de Bridget Jones?


No sabía qué esperaba que le dijera, pero desde luego eso era toda una sorpresa. Tratando de mantenerse impertérrito solo dijo:
—No.


La cara de Paula fue de desolación.


—Pues es una lástima porque explica muy bien mi situación. —Alzó la vista alarmada—. No es que me mida los muslos ni ponga gilipolleces en un diario cuando me emborracho. 
Claro que a ti eso te da igual porque no la has visto. Aunque no escribo tonterías en un diario pero cuando voy pedo las digo, en realidad…


—Paula —Ahora parecía impacientarse. Se centró.


—Sí, vale. La cuestión es que Bridget se enamora de un tío que parece un capullo estirado…


—¡¡¿¿Me estás llamando capullo estirado??!!


Mierda, mierda, mierda. Pero él tenía que entender, ella tenía que hacerse entender.


—Noooo, lo que quiero decir es que al principio parecen estar en mundos distintos, como lo de «Las mujeres son de Venus y los hombres de Marte». Claro, que tampoco sabes lo que es eso. —No esperó confirmación, estaba lanzada. Era como si de repente tuviera un ataque de incontinencia verbal—. La cuestión es que al principio ella no apuesta por su relación porque no cree que tenga futuro pero al final él le demuestra que sí pueden estar juntos y ella se da cuenta de que ha sido una idiota y de que casi lo pierde. Y entonces él va a su casa y se encuentra el diario que te he dicho que está lleno de gilipolleces y se va a la calle y ella cree que la ha dejado y sale tras él con una bragas de tigresa y un suéter a buscarlo en plena nevada, y…


—¡Paula!


Su grito la calmó misteriosamente.


—De acuerdo, lo que quiero decir es que nunca pensé que lo nuestro funcionaría. Ahora sé que fui una estúpida, pero cuando empezamos tenía un montón de razones para no encariñarme contigo porque estaba convencida de que me dejarías con el corazón destrozado. En realidad esas razones que ahora no logro recordar siquiera las tengo grabadas en mi cabeza y en mi corazón desde siempre. Pedro, te conozco desde niña, desde que éramos bebés, supongo. No soy capaz de saber cuándo te conocí, siempre has estado ahí, cerca pero no a mi lado. Eras y sigues siendo maravilloso. Correcto, formal, educado, coherente… bueno, ya sabes cómo eres, todo el mundo dice que eres la mejor persona del mundo. Y luego estoy yo, una cabeza loca en el mejor de los casos. Me gustaba contarle a quien quisiera escuchar mis ideas, mis motivaciones, mis idas y venidas. Me gustaba trasgredir ciertas normas y me pavoneaba de ser más salvaje que el resto. Y me encantaba. Pero entonces llegabas tú y sentía que no estaba haciendo lo correcto. Tú me hacías desear ser alguien distinto y yo odiaba esa sensación. Era como negarme a mí misma.


Pedro no habría podido hablar ni aunque le hubiera ido la vida en ello. Era él el que nunca se había sentido bueno para ella, no al revés. Paula continuó su discurso.


—Por eso nunca te hablaba, porque en cuanto abriera la boca te habrías dado cuenta de que no era quien creías. Y siempre creí que entre nosotros había cierta química, química que yo estropearía. Así que te ignoraba, y si me hablabas me enfadaba contigo porque me hacías sentir insuficiente. Sé que esto no tiene ningún sentido para ti aunque te juro que para mí sí lo tiene. —Le miró, suplicante, necesitaba que la creyera—. Pero Pedro, te prometo que me he dado cuenta de que es una tontería. Tu familia, la mía, mis amigos, a todo el mundo le ha parecido perfecto que estemos juntos. Todo el mundo se ha alegrado de corazón y ha apostado por nosotros. Parece que yo, que se supone que soy tan lista, he sido la última en darme cuenta de que estamos hechos el uno para el otro. —Pedro seguía atónito—. Porque lo estamos. Te quiero como nunca he querido a nadie, como sé que nunca podré querer a nadie. Y tú tienes que quererme porque eres un tío coherente que solo aguantaría esto por alguien de quien esté enamorado; y porque eres tan buena persona que vas a perdonarme por mi estupidez; y porque eres tan justo que olvidarás todo lo que hice; y tan caballeroso que nunca, ¿me oyes?, nunca me recordarás esta conversación, y tan…


Paula sonreía abiertamente, ambos lo hacían ahora.


—¿Estás adulándome para que te diga que te quiero? Porque te quiero con locura, ya que hay que estar loco para amar a alguien como tú, para intentar conquistar tu amor.


Lo besó sonoramente.


—En realidad ya sabía que me amabas. Te adulaba para ablandarte. ¿Funciona?


Él le puso la mano en su entrepierna, donde un bulto creciente asomaba.


—Bueno, blando, blando…


Paula lo sedujo con todo su corazón.


Un buen rato después, ya descansados, él recordó su monólogo y rio.


—Te ríes porque te hago el hombre más feliz del mundo.


—No, lo cierto es que no. —La besó en la cabeza—. Me río de tu discursito de Bridget Jones. Darcy le dice de niños que se bañaban juntos en una piscina y que pensaba que era algo casi pornográfico. Yo siempre he preferido pensar que nos conocimos en la cuna un día de verano y que mientras tú dormías yo te metía mano por debajo del body.


—¡Pedro Alfonso! Eso es…


—¿Muy de Mark Darcy?


—Espera… tú… ¡¡Tú has visto la película!!


—Por Dios, tengo cuatro hermanas. La he visto cada vez que la han dado por televisión mientras viví con mis padres. —Le atrapó las manos, que iban directas a pellizcarle—. Pero no podía detenerte, estabas tan adorable en tu incoherencia. Y luego comenzaste a decir…


—Shhhhh. Hemos quedado que no me lo recordarás.


—Si no hablamos de ello ¿cómo voy a decirte que no imaginabas la química? Siempre existió. —Ahora era ella quien le miraba sin saber qué decir—. Creo que me colgué de ti en la cuna, en serio. Siempre traté de hablarte, de acercarme, pero era como pegarse cabezazos contra una pared. Así que asumí que nunca me verías a tu altura y me aparté. Cuando te encontré en Las Vegas y me dijiste de casarnos yo no iba borracho. O no tanto como tú. Pero para mí fue como el mejor día de Navidad y no pude negarme. Lo de formalizarlo te prometo que fue sin querer.


Paula no cabía en sí de gozo.


—Al parecer no soy la única estúpida.


—La única estúpida enamorada, no lo olvides.


—Pues eso. ¿Seguro que no dices esto para hacer que me sienta mejor?


—En realidad, no. Para hacer que te sientas mejor prefiero otros métodos.


Ella se estiró coqueta.


—¿Ah sí? Te recuerdo que soy muy exigente para eso.


—Y yo estoy a la altura, pregunta a tus vecinos si no me crees. Deben haberte oído jadear y gritar desde hace algunos meses.


La risa de Paula inundó la habitación. Ella era su verano, pensó mientras se disponía a demostrarle la magnífica pareja que hacían.








ATADOS: CAPITULO 28




Cuando llegaron a la casa de ella, Pedro rebuscó en su bolso hasta dar con las llaves y se las dio al taxista. Este les abrió la puerta. Pidió al conductor que le esperara, dejó lo poco que traía Paula en el mueble del recibidor y la subió a su habitación.


La tendió sobre la cama y le quitó los zapatos. Como ya hiciera en el aeropuerto abrió los ojos.


—¿Qué hora es?


—Shhh, es muy tarde. Sigue durmiendo.


El sueño quería vencerla, pero se esforzó en mantenerse despierta. Llevaba una semana descansando muy poco, pensando qué decir y qué hacer cuando lo viera y al fin había llegado el momento. Él estaba en su habitación mirándola como si fuera lo mejor que le había pasado. Le había quitado los zapatos y se dedicaba ahora a sus pantalones. Lo ayudó cimbreando las caderas. La miró y le sonrió y el deseo pareció querer desasirse también del sueño porque se despertó y comenzó a correr por sus venas. Ajeno a lo que estaba provocando en ella le desabrochó los tres botones del escote de la blusa con dedos hábiles.


Paula no podía dejar de mirar sus manos. Le encantaban sus manos.


—Incorpórate un segundo —le pidió con voz ronca.


Y cuando le quitó la camisa y el sujetador se quedó fascinado con sus pechos durante unos segundos. ¿Cómo había podido creer que podría desvestirla y marcharse? 


Dormiría en el sofá, decidió. Si se acostaba a su lado su cuerpo no atendería a razones y le haría el amor. Pero dormiría allí. Tenían mucho de qué hablar. Y ya no podía mantenerse alejado. La había echado tanto de menos…


—Eres tan hermosa.


Para decepción de Paula no hizo ademán de acariciarle los pechos. Pero el ardor con que los miraba le dijeron que no era la única que deseaba que se perdieran el uno en el otro.


Sí, era cierto que tenía mucho que decirle, pero eso sería al día siguiente por la mañana. Esa noche sería su cuerpo quien le susurrara cuánto le amaba.


Pedro le pasó el camisón por la cabeza y los brazos, le dio un beso en la frente y la tapó.


—Buenas noches, preciosa.


Y se dispuso a irse. Eso terminó de despejarla.


Pedro.


Se volvió.


—¿Qué? —La miraba con fijeza, concentrado. Parecía querer registrar su alma con los ojos.


—¿No vas a quedarte?


Se pasó la mano por el pelo y suspiró.


—Si me quedo te haré el amor.


—Lo sé —le respondió con voz suave. Valiente continuó. Valiente, decidida y segura—: ¿No vas a quedarte?


—¿Quieres que me quede y hagamos el amor, Paula?


Esa pregunta era sencilla de responder. Y aunque le preguntaba mucho más que eso, esa pregunta era sencilla y podía tener una contestación abierta que diera pie a más. 


Porque cada vez estaba más convenida de que él quería tanto como ella de su relación. Y de que tenían una relación.


—Quiero que te quedes. Quiero que hagamos el amor y que te quedes a dormir conmigo.


—Tenemos una conversación pendiente.


—Lo sé. —Su voz sonaba cansada pero firme—. Lo sé y podemos hablar. Por favor, baja, dile al taxista que saque tu equipaje del maletero y quédate. Y hablemos.


La miró dubitativo.


—Debes llevar más de seis horas en el aeropuerto, estás agotada. No creo que sea el mejor momento para una conversación.


—Y tú llevas horas en un avión y no sé cuántas en otro aeropuerto. Más el cambio horario. Por eso te pido que te quedes a dormir, que hagamos el amor, nos quedemos dormidos el uno en brazos del otro y hablemos mañana. Pero si te ves con fuerzas para tener una charla ahora, me doy una ducha, me despejo —se desperezó, estaba agotada— y hablamos.


—No estoy seguro de que estés en condiciones para nada.


—Estoy en perfectas condiciones de hacer el amor contigo suavemente, de forma casi perezosa, y abrazarte después y quedarme dormida sobre tu pecho que es donde quiero estar. —Sonrió con todo el amor que sentía—. Y postergar la conversación a mañana por la mañana.


Pedro no necesitó pensarlo. Su sonrisa, su mirada, le decían todo lo que necesitaba saber.


Por si acaso, Paula continuó hablando, deseosa de convencerle. Estaba cansada de malos entendidos, de pensar por el otro e intentar adivinar qué tenía en mente, de confusiones por no hablar las cosas. Estaba harta de lo que ella había provocado desde el primer día.


—Te estoy pidiendo que hagamos el amor y que te quedes a dormir y que mañana hablemos. Quiero hablar contigo, quiero explicarte un montón de cosas, pero más allá de lo agotada que esté lo que más quiero ahora es tocarte. Más allá del placer que sé que sentiré cuando nuestras pieles se encuentren y se fundan lo que necesito es sentirte cerca de mí, saberte a mi lado. —La miraba hechizado—. No te estoy diciendo que peguemos un polvo y te largues. Te pido que hagamos el amor. —Nunca había usado aquella expresión, no hasta ahora—. Y que te quedes a mi lado esta noche. Y todas las que quieras. Pero esta noche, especialmente, para poder hablar mañana cuando nos despertemos. Juntos.


Sin decir nada dio media vuelta para marcharse. Paula temió por un momento que la dejara. Pedro llegó a la puerta de la habitación, allí se volvió y regresó a la cama, le dio un beso suave, tierno, dulce, lleno de promesas y esperanzas, y se separó.


—Ahora mismo vuelvo.


Llegó muy poco después.


—¿Tus maletas?


—En la entrada.


Se detuvo a mirarla. Parecía no creer lo que estaba  ocurriendo. Paula se quitó el camisón y el tanga sin dejar de mirarle.


—Quítate la ropa, Pedro.


Sonrió con lascivia y se sacó el suéter por la cabeza, se quitó los zapatos empujando con un pie y otro y se bajó la cremallera. Se quitó también los pantalones, despacio, sabiendo cuánto le excitaba ver cómo se desvestía poco a poco. Los hizo a un lado y siguió observándola, sus ojos ardiendo de expectación.


—Los calzoncillos también.


—¿No te gustan? —bromeó.


Lo miró con pasión.


—Me gusta más lo que esconden.


—Creí que tenías sueño.


Y se los quitó. Y quedó claro que la tranquilidad de su voz contrastaba con la dureza de su miembro. Miró precisamente allí y dijo con lujuria:
—Y yo que querías hablar ahora.


Sonrió.


—Mañana tendremos tiempo.


—Tenemos todo el tiempo del mundo, Pedro. Toda la vida si quieres.


Aquella confesión rompió cualquier serenidad. Subió a la cama y se lanzó sobre ella. Y aunque ambos estaban ya preparados y hacía siete semanas que no se tocaban Pedro se lo tomó con calma y no dejó un centímetro de piel por acariciar o besar. A ella en cambio no le permitió tocarle.


Un tiempo después Paula se recostó en su hombro y se quedó dormida.







ATADOS: CAPITULO 27




Era jueves. Esa tarde Pedro regresaba de los Emiratos Árabes. Paula llevaba días en blanco, buscando demostrarle cuánto lo amaba aunque sin encontrar el modo. Había pensado en algo público, pero no terminaba de convencerle la idea. La suya había sido una historia privada y no quería compartirla con nadie. No al menos de forma notoria. 


Formaba parte de su intimidad. Además, Pedro era un hombre discreto y no estaba segura de que quisiera hacer de su reconciliación un bando.


Ni tampoco estaba segura de que él fuera a aceptarla. Pero esa idea no iba a impedirle luchar por él. Ya había cometido errores de sobra. La rendición no sería otro más que añadir a su lista. Si Pedro quería librarse de ella lo iba a tener complicado.


Había pedido a Gómez que le diera el viernes libre sabiendo que él tampoco iría a la oficina. De algo tenía que servir ser la chica del jefe, o eso esperaba. Iba camino del aeropuerto a recogerle con el coche de la empresa.


El conductor estacionó en el parking del aeropuerto y Paula miró la hora. Había salido con tiempo de sobra, así que pidió al chófer que esperara hasta que llegara su vuelo y decidió ir a la terminal dando un paseo a pesar de los tacones. Se había arreglado para recibirle. Solo esperaba que se sintiera feliz de verla. Incluso se había maquillado para la ocasión aunque se había puesto vaqueros por miedo a exagerar. 


Aunque esperarle en la puerta de Llegadas era una declaración de intenciones en toda regla, ya fuera con un vestido de firma o en pijama.


El paseo le resultó vigorizante y le ayudó a templar los nervios. Buscó las escaleras que daban a la primera planta y una vez allí miró con atención los paneles. La decepción fue enorme al ver que el avión que venía directo del país árabe venía con retraso. Preguntó en el mostrador, pero le dijeron que el vuelo llegaría al menos dos horas más tarde de lo programado. Miró su reloj: las siete y media. Bueno, había esperado siete semanas para verle. ¿Qué significaban ciento veinte minutos más?


Pedro cenaba en el avión. En qué mala hora había dilatado su estancia. Hacía ocho días que había conseguido la inyección de capital que buscaba pero como no quería volver antes de tiempo para evitar que Paula se sintiera presionada había decidido ir al país vecino a visitar a uno de sus socios de otra de las empresas del holding.


El avión de vuelta había hecho escala en un país del norte de África y por razones que ningún miembro de la tripulación explicaba habían cerrado el espacio aéreo. Dado que no les permitían bajar de la aeronave, Pedro quería pensar que en breve podrían volver. Miró su reloj: las nueve. En España debían ser las once de la noche. Llegaría tardísimo.


Paula había vuelto al mostrador varias veces en busca de noticias, pero nadie había sabido o querido explicarle nada. 


Había cenado, había dado aviso al conductor que esperaba de que podía marcharse, había comprado un libro bien grueso, pues se había acabado hacía un buen rato el que llevaba en el bolso, y se había resignado a esperar.


Las doce y media de la noche. Esa fue la última vez que miró el reloj.


El avión llegó a las tres de la madrugada a Valencia. Pedro había avisado al coche de la empresa para que no le esperara, que cogería un taxi. El conductor le había dicho que doña Paula le había dado la misma orden y se había quedado a esperarle en el aeropuerto.


Esa pequeña casualidad hizo que la buscara al traspasar la puerta de llegadas e hizo por tanto que Paula no se pasara la noche durmiendo en la sala de espera de la terminal.


Una profunda emoción inundó a Pedro al verla acurrucada en una silla y tapada con un echarpe. Tenía el rímel corrido y una cara de incomodidad que le hacía torcer los labios. 


Sonrió al pensar en despertarla. Paula tenía un genio de mil demonios recién levantada.


Salió a la calle, pidió a un taxista que cargara su equipaje en el maletero y mantuviera abierta la puerta y regresó a por ella. Cuando la tomó en brazos Paula gimió y abrió apenas los ojos, desorientada.


—Estás aquí —le susurró, haciendo un esfuerzo por mantener los párpados abiertos.


—Siempre estaré aquí —le prometió con voz dulce—, así que puedes volver a dormirte.


—¿Me lo prometes? —le preguntó con los ojos ya cerrados, arrebujándose contra él, buscando el calor de su cuerpo.


—Te lo prometo. —Le besó la coronilla y la llevó hasta el taxi.


Entró con ella como si cargara el más preciado de los tesoros. Era su amor lo que portaba en brazos.


¿Cómo había podido sobrevivir siete semanas sin ella? No volverían a separarse. Si se ponía terca sobre su relación la raptaría y le haría el amor hasta que entrara en razón. Sintió cómo se relajaba entre sus brazos y se reafirmó en la idea del secuestro si era necesaria.






domingo, 6 de septiembre de 2015

ATADOS: CAPITULO 26




Pedro había tenido un día arduo pero productivo. Hacía una semana que podría haberlo dejado todo en las eficientes manos de Gómez y haber vuelto a Valencia, pero no confiaba en sí mismo lo suficiente como para regresar. Se moría por verla. Llevaba semanas sufriendo su ausencia y solo la esperanza de que Paula entrara en razón lo mantenía en su postura. Aquella noche soñaría con ella como cada noche. Soñaba con sus abrazos, sus besos, su risa… con todas las cosas que se volvían hermosas solo con su presencia.


No era capaz de entenderla. Al principio había esperado que fuera ella quien llamara pero una semana sin noticias suyas le dijeron que no cedería. Confiaba en que cuando volviera siguiera esperándole. En realidad seguiría con ella si lo aceptaba y aguantaría el tiempo que fuera necesario hasta que estuviera preparada. La otra opción, dejarla atrás, no se la planteaba siquiera.


Se metió en la ducha, se frotó con vigor y salió con una toalla enrollada en la cintura. Le entró un mensaje en el móvil y su estómago se contrajo como cada vez que oía el bip-bip de los WhatsApp. Miró la pantalla: era su madre. Le decía que su padre iba a hacer el domingo unos gazpachos manchegos con caza y que tendrían más de treinta invitados. Eso no era una novedad, su padre adoraba cazar y cada vez que se abría la veda iba con algunos amigos a un coto privado y preparaban después una comida multitudinaria. La novedad era que Paula acudiría. 


Sorprendido, y temeroso de que la hubieran forzado, llamó a casa.


Después de diez minutos colgó algo más tranquilo y esperanzado. Su madre, ignorante de cuál era la situación real entre ambos, había llamado a la madre de Paula para invitarla a la comida como cada año y esa vez había extendido la invitación a su hija aduciendo que aunque él no estuviera era bienvenida a esa casa, como siempre lo había sido, incluso antes de haberlos visto juntos. Y al parecer ella había aceptado encantada.


Se acostó tratando de averiguar cómo se sentiría.


****


Era domingo e Paula iba en el coche con su madre camino a casa de Pedro y Carmen. Tres días antes la habían llamado invitándola a unos gazpachos. Era la última de un montón de llamadas sobre Pedro, todas en el mismo sentido y todas igual de sorprendentes.


Desde luego nadie había sospechado que pudieran estar juntos. En todos los años que los conocían nunca habían dado indicio alguno de estar interesados el uno en el otro.


Paula era muy consciente de que nada en su actitud había dado pie a que Pedro pudiera acercarse y ella misma le había huido como si se tratara del mismísimo diablo.


Pero tanto su hermana como todas sus primas se habían alegrado muchísimo por la relación. Era tan maravilloso como increíble. ¿Acaso solo ella se daba cuenta de lo diferentes que eran? ¿Nadie había caído en que él podía aspirar a una mujer mejor? Todos sin excepción habían dicho que hacían una pareja magnífica y que no había nadie mejor para el otro. Paula no sabía de qué hablaban, pero sonreían y se dejaba llevar por la esperanza. Si todos lo creían, quizá Pedro terminara también por creerlo.


Había cogido el teléfono mil veces para llamarle, para contarle las reacciones de todo el mundo, para decirle lo mucho que le echaba de menos, para explicarle sus miedos y prometerle que intentaría superar sus complejos. Pero había colgado cada vez antes de marcar. Había sido muy claro: no quería saber de ella hasta que regresara, hasta la boda, de hecho. Y ella merecía el sufrimiento de su ausencia. Así que se autocastigaba no llamándole.


Además, tampoco sabría muy bien qué decirle. «Pedro, lamento parecer paranoica pero no quería que nadie supiera de lo nuestro porque alguien terminaría por decirte que mereces a alguien mejor, pero al parecer todos me miran con buenos ojos». Porque ¿y si nadie se lo decía? ¿Y si su gente era discreta y prefería no opinar? Pedro no sabría que podía aspirar a otra persona. Y ella se prometía que le haría feliz para siempre.


Hasta entonces nunca había creído en el «felices para siempre».


Llegaron a la casa casi los últimos. Toda la vivienda estaba invadida y la actividad era frenética así que dejaron el vino que habían traído en una mesa y saludaron a todo el mundo.


Pedro estaba en los fogones y no atendía a ningún ser que no estuviera muerto y en la cazuela. Carmen, en cambio, encontró un momento para saludarla con cariño y decirle cuánto se alegraba de que hubiera decidido acudir a comer.


Pero lo más maravilloso de la tarde llegó después del café. 


Paula se excusó y salió a dar un paseo por el jardín de la casa, sola. Llegó a la balsa que usaban en verano y no pudo evitar sonreír. Cuando tenían catorce años todos los Chaves habían acudido un verano a comer paella y se habían estado bañando allí. Ya vestidos y preparados para comer Pedro había caído al agua provocando la hilaridad del resto. Había recibido una buena bronca por estropearse la ropa además de un montón de burlas de las chicas.


—Mi hijo cayó aquí hace ahora veinte años, un día que vinisteis a comer paella.


El padre de Pedro estaba detrás de ella, fumándose un cigarro. Paula lo miró con una sonrisa cómplice.


—Precisamente estaba recordando eso.


—Cayó por mirar donde no debía. —Ante su curiosidad prosiguió—. Lo recuerdo como si fuera ayer. Tú llevabas un vestido blanco, te agachaste a recoger tu toalla y mi hijo en lugar de mirar dónde pisaba clavó sus ojos en tu escote tratando de ver más allá de la tela. Y debió ver algo que le gustó porque tropezó y cayó al agua.


Paula se sonrojó, incrédula. Pedro continuó con una sonrisa mayor.


—Mi hijo, que ya por entonces era un muchacho serio y cabal, se volvía loco cada vez que estabas cerca. Aquel día supe que eras la mujer de su vida. —Calló evaluándola con la mirada—. Pero jamás creí que él fuera el hombre de la tuya. Siempre le ignoraste.


No sabía qué decir, así que se encogió de hombros. Al ver que estaba azorada Pedro se acercó y le tomó las manos.


—Me alegro de que le dieras una oportunidad. Sé que nadie le hará más feliz que tú, con tu alegría y espontaneidad. Eso es lo que mi hijo necesita: una mujer fuerte a su lado que le guíe y le sacuda la sobriedad. Y sé que él se esforzará por hacerte feliz.


Y dándole un beso en la mejilla se marchó, dejándola sola con sus pensamientos.


De camino a casa no dejaba de darle vueltas a lo ocurrido. 


Al parecer todo el mundo pensaba que Pedro y ella hacían una gran pareja. Solo Paula tenía dudas.


«Quizá, después de todo, esté equivocada.»


«Quizá he estado haciendo el gilipollas durante años.»


Solo deseaba no haberse dado cuenta demasiado tarde.


 Pero él le había dado de plazo hasta la boda de Amadeo, ¿no? Tenía tiempo para preparar algo grande.








ATADOS: CAPITULO 25





Permanecieron todo el trayecto en silencio. Ella porque temía echarse a llorar si intentaba hablar, él porque no confiaba en sí mismo. Porque si le decía lo que pensaba, si le explicaba lo que sentía en ese momento, definitivamente le dejaría.


Llegaron frente a su casa y aprovechó un hueco para aparcar el coche.


—No te molestes en aparcar, Pedro


—Paula, cállate. Creo que ya has dicho más que suficiente por esta noche.


Bajó del coche dando un portazo. Ella bajó después. Por primera vez no rodeó el vehículo y la ayudó a salir. Llegaron al umbral y rebuscó en el bolso con impaciencia hasta dar con las llaves. Se las cogió de la mano, abrió, la dejó entrar y pasó después.


Pedro, sinceramente…


—Sinceramente insisto en que mantengas la boca cerrada y me escuches. Pero no aquí. Arriba. En el comedor. Y sentados civilizadamente.


Detestaba que le dijeran que se callara, pero Pedro tenía razón. Ya había hablado de más. Subió las escaleras en silencio sintiendo los ojos de él clavados en su espalda. Se sentaron, ella en el sofá, él en el sillón de enfrente. 


Fue Pedro quien contó hasta diez antes de hablar.


—Paula, que mis padres aparecieran en el local ha sido casualidad. —Viendo que iba a interrumpirle alzó la mano exigiendo que no le impidiera continuar—. Mira, puedes creerme o no, no voy a insistir más en mi inocencia. O confías en mí o no lo haces. Lo que sí puedo garantizarte es que no ha sido casualidad que se marcharan cinco minutos después de llegar. Tu actitud, más bien, ha sido la responsable.


Sintió cómo su cara se ruborizaba ante el reproche. Incluso las orejas le ardían. ¿Por qué se sentía culpable si eran sus padres quienes habían aparecido, según él, por casualidad?


Quizá porque él tenía razón y había tenido una reacción exagerada. Maldita sea, hablaba de inocencia como si aquello fuera un juicio y ella su verdugo. Definitivamente se había excedido en las formas. Tal vez en el fondo no, pero desde luego sí en las formas. O quizá «además» en el fondo y hubiera sido de veras una casualidad. Ni si quiera se había planteado la posibilidad y, si los dueños del restaurante eran amigos de Pedro, sería lógico que sus padres también los conocieran. Y la suya no era una gran urbe, la gente se conocía. Por favor, que no fuera el caso porque hacía media hora le había dejado.


¡¿Cómo había podido hacer algo tan estúpido? Ni siquiera se atrevía a mirarle.


Viendo que se avergonzaba de su actitud y no decía nada se calmó un poco y trató de razonar con ella.


—Paula, ¿cuál es el problema?


¿El problema? ¿Cómo le iba a explicar cuál era el puñetero problema? No podía decir… «Mira, es que no estoy a la altura y el único que no lo sabe eres tú. En cuanto llegues a casa tus padres te van a decir que cómo se te ocurre montártelo con una tía como yo en vez de buscar a una mujer más culta, con más tablas, más católica, más moderada… y así hasta completar una lista eterna». No podía. Sencillamente no podía contárselo. Torció el gesto empecinada en guardar silencio.


Pedro, sabiendo que ella no iba a contestar pero que estaba arrepentida presionó un poco más.


—Esto no puede ser siempre así, Paula. Entiendo tus reservas —se rectificó—: No, espera, borra eso porque no las entiendo en absoluto. Diré mejor que respeto tus reservas. No obstante, me niego a que sea siempre así. Mis padres ya lo saben así que dudo que pasen más de veinticuatro horas antes de que tu buzón de voz vuelva a llenarse.


Ya podía imaginar los mensajes. Y no serían de enhorabuena precisamente. Seguro que la llamaban loca. 


Que a él lo llamarían loco. Siguió con el ceño fruncido. Tenía razón y el daño ya estaba hecho, pero no estaba segura de saber asumir las consecuencias. La noche estaba yendo tan bien... Pedro no había dejado de mimarla y sus amigos y ella se habían entendido de maravilla. Ojalá no hubieran aparecido Pedro y Carmen.


—Paula, necesito entenderte, necesito saber qué pasa. Por favor, dime qué ocurre.


Negó con la cabeza despacio. Pedro comenzó a preocuparse de veras.


—De acuerdo. Me vale de momento. Pero dime qué tengo que decirles a mis padres mañana cuando me pregunten por qué estábamos juntos.


Sintió que lágrimas de impotencia le llenaban los ojos. La noche no tendría que haber acabado así. Cuando hubieran salido del restaurante, horas después, habrían ido directamente a la cama a hacer el amor hasta quedarse dormidos. Se encogió de hombros acongojada.


—Paula, cariño. —Se acercó, se agachó hasta que sus cabezas estuvieron a la misma altura y le tomó de la barbilla con suavidad—. ¿Puedo decirles que estamos juntos, que lo estamos intentando, al menos?


Esta vez una lágrima corrió por su mejilla, solitaria. Él se la secó con el pulgar con mucha delicadeza.


—¿Puedo? —le preguntó con la voz cargada de ternura.


Cobarde. Cobarde. Cobarde.


—No, por favor.


Se apartó de ella como si le hubiera golpeado. Se puso en pie y comenzó a caminar por la sala, incapaz de estarse quieto. No quería hablar, no quería dejarse llevar por la furia que amenazaba con robarle la cordura y decir una barbaridad.


Pasaron los minutos. Paula miraba al vacío, concentrada en no llorar. Pedro se sintió derrotado.


—De acuerdo. Les diré a mis padres que no pregunten, que les contaré lo que tenga que contarles cuando me sea posible. ¿Está bien así?


Asintió llorosa de nuevo. No la dejaba. A pesar de todo seguía con ella.


—Pero esto es apenas una tregua. —Respiró hondo y volvió a sentarse frente a ella. Su voz sonó fría, distante—. Hace algunas semanas que debía haberme ido a la península arábiga a buscar capital privado para la Caja.


Paula asintió, habían hablado de ello varias veces. Sabía que tendría que hacerlo, y deseaba fervientemente que la invitara a ir con él.


—Lo sé —se vio obligada a responderle, a decir algo.


—Bien, partiré mañana hacia Madrid a la sede Central y de allí a Abu Dhabi. Estaré durante siete semanas, hasta la boda de Amadeo. —No la dejaba, pero la abandonaba. Se lo merecía, pero no por ello dolía menos. Todo el dolor se le agolpaba en la garganta, impidiéndole decir nada—. Durante ese tiempo tendrás que decidir qué quieres de mí, qué quieres para nosotros. No te llamaré, no te presionaré en ningún sentido. Cuando vuelva, me contarás cómo acaba esta historia. O, espero, como continúa nuestra historia.


Paula seguía asintiendo, concentrada en no llorar, perdida ya la batalla contra el habla.


Fue a marcharse pero cuando la miró de nuevo y la vio tan sola y asustada rebajó el tono y se acercó. Le acarició la mejilla con infinita ternura.


—Durante ese tiempo te seré fiel. Y no solo porque deba hacerlo sino porque no concibo estar con otra mujer que no seas tú. No te llamaré, pero pensaré en ti todos los días, a cada minuto. Solo espero que tú me añores tanto como yo a ti y puedas superar lo que sea que te impide quererme.


Le rozó los labios con amor una, dos, tres veces, y entonces sí, se fue.


Cuando oyó la puerta cerrarse dejó de contener el llanto y este se derramó durante horas hasta dejarla vacía.


Pedro, por su parte, se pasó todo el camino rogando a Dios una oportunidad con ella.