lunes, 7 de septiembre de 2015

ATADOS: CAPITULO 27




Era jueves. Esa tarde Pedro regresaba de los Emiratos Árabes. Paula llevaba días en blanco, buscando demostrarle cuánto lo amaba aunque sin encontrar el modo. Había pensado en algo público, pero no terminaba de convencerle la idea. La suya había sido una historia privada y no quería compartirla con nadie. No al menos de forma notoria. 


Formaba parte de su intimidad. Además, Pedro era un hombre discreto y no estaba segura de que quisiera hacer de su reconciliación un bando.


Ni tampoco estaba segura de que él fuera a aceptarla. Pero esa idea no iba a impedirle luchar por él. Ya había cometido errores de sobra. La rendición no sería otro más que añadir a su lista. Si Pedro quería librarse de ella lo iba a tener complicado.


Había pedido a Gómez que le diera el viernes libre sabiendo que él tampoco iría a la oficina. De algo tenía que servir ser la chica del jefe, o eso esperaba. Iba camino del aeropuerto a recogerle con el coche de la empresa.


El conductor estacionó en el parking del aeropuerto y Paula miró la hora. Había salido con tiempo de sobra, así que pidió al chófer que esperara hasta que llegara su vuelo y decidió ir a la terminal dando un paseo a pesar de los tacones. Se había arreglado para recibirle. Solo esperaba que se sintiera feliz de verla. Incluso se había maquillado para la ocasión aunque se había puesto vaqueros por miedo a exagerar. 


Aunque esperarle en la puerta de Llegadas era una declaración de intenciones en toda regla, ya fuera con un vestido de firma o en pijama.


El paseo le resultó vigorizante y le ayudó a templar los nervios. Buscó las escaleras que daban a la primera planta y una vez allí miró con atención los paneles. La decepción fue enorme al ver que el avión que venía directo del país árabe venía con retraso. Preguntó en el mostrador, pero le dijeron que el vuelo llegaría al menos dos horas más tarde de lo programado. Miró su reloj: las siete y media. Bueno, había esperado siete semanas para verle. ¿Qué significaban ciento veinte minutos más?


Pedro cenaba en el avión. En qué mala hora había dilatado su estancia. Hacía ocho días que había conseguido la inyección de capital que buscaba pero como no quería volver antes de tiempo para evitar que Paula se sintiera presionada había decidido ir al país vecino a visitar a uno de sus socios de otra de las empresas del holding.


El avión de vuelta había hecho escala en un país del norte de África y por razones que ningún miembro de la tripulación explicaba habían cerrado el espacio aéreo. Dado que no les permitían bajar de la aeronave, Pedro quería pensar que en breve podrían volver. Miró su reloj: las nueve. En España debían ser las once de la noche. Llegaría tardísimo.


Paula había vuelto al mostrador varias veces en busca de noticias, pero nadie había sabido o querido explicarle nada. 


Había cenado, había dado aviso al conductor que esperaba de que podía marcharse, había comprado un libro bien grueso, pues se había acabado hacía un buen rato el que llevaba en el bolso, y se había resignado a esperar.


Las doce y media de la noche. Esa fue la última vez que miró el reloj.


El avión llegó a las tres de la madrugada a Valencia. Pedro había avisado al coche de la empresa para que no le esperara, que cogería un taxi. El conductor le había dicho que doña Paula le había dado la misma orden y se había quedado a esperarle en el aeropuerto.


Esa pequeña casualidad hizo que la buscara al traspasar la puerta de llegadas e hizo por tanto que Paula no se pasara la noche durmiendo en la sala de espera de la terminal.


Una profunda emoción inundó a Pedro al verla acurrucada en una silla y tapada con un echarpe. Tenía el rímel corrido y una cara de incomodidad que le hacía torcer los labios. 


Sonrió al pensar en despertarla. Paula tenía un genio de mil demonios recién levantada.


Salió a la calle, pidió a un taxista que cargara su equipaje en el maletero y mantuviera abierta la puerta y regresó a por ella. Cuando la tomó en brazos Paula gimió y abrió apenas los ojos, desorientada.


—Estás aquí —le susurró, haciendo un esfuerzo por mantener los párpados abiertos.


—Siempre estaré aquí —le prometió con voz dulce—, así que puedes volver a dormirte.


—¿Me lo prometes? —le preguntó con los ojos ya cerrados, arrebujándose contra él, buscando el calor de su cuerpo.


—Te lo prometo. —Le besó la coronilla y la llevó hasta el taxi.


Entró con ella como si cargara el más preciado de los tesoros. Era su amor lo que portaba en brazos.


¿Cómo había podido sobrevivir siete semanas sin ella? No volverían a separarse. Si se ponía terca sobre su relación la raptaría y le haría el amor hasta que entrara en razón. Sintió cómo se relajaba entre sus brazos y se reafirmó en la idea del secuestro si era necesaria.






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