lunes, 7 de septiembre de 2015
ATADOS: CAPITULO 28
Cuando llegaron a la casa de ella, Pedro rebuscó en su bolso hasta dar con las llaves y se las dio al taxista. Este les abrió la puerta. Pidió al conductor que le esperara, dejó lo poco que traía Paula en el mueble del recibidor y la subió a su habitación.
La tendió sobre la cama y le quitó los zapatos. Como ya hiciera en el aeropuerto abrió los ojos.
—¿Qué hora es?
—Shhh, es muy tarde. Sigue durmiendo.
El sueño quería vencerla, pero se esforzó en mantenerse despierta. Llevaba una semana descansando muy poco, pensando qué decir y qué hacer cuando lo viera y al fin había llegado el momento. Él estaba en su habitación mirándola como si fuera lo mejor que le había pasado. Le había quitado los zapatos y se dedicaba ahora a sus pantalones. Lo ayudó cimbreando las caderas. La miró y le sonrió y el deseo pareció querer desasirse también del sueño porque se despertó y comenzó a correr por sus venas. Ajeno a lo que estaba provocando en ella le desabrochó los tres botones del escote de la blusa con dedos hábiles.
Paula no podía dejar de mirar sus manos. Le encantaban sus manos.
—Incorpórate un segundo —le pidió con voz ronca.
Y cuando le quitó la camisa y el sujetador se quedó fascinado con sus pechos durante unos segundos. ¿Cómo había podido creer que podría desvestirla y marcharse?
Dormiría en el sofá, decidió. Si se acostaba a su lado su cuerpo no atendería a razones y le haría el amor. Pero dormiría allí. Tenían mucho de qué hablar. Y ya no podía mantenerse alejado. La había echado tanto de menos…
—Eres tan hermosa.
Para decepción de Paula no hizo ademán de acariciarle los pechos. Pero el ardor con que los miraba le dijeron que no era la única que deseaba que se perdieran el uno en el otro.
Sí, era cierto que tenía mucho que decirle, pero eso sería al día siguiente por la mañana. Esa noche sería su cuerpo quien le susurrara cuánto le amaba.
Pedro le pasó el camisón por la cabeza y los brazos, le dio un beso en la frente y la tapó.
—Buenas noches, preciosa.
Y se dispuso a irse. Eso terminó de despejarla.
—Pedro.
Se volvió.
—¿Qué? —La miraba con fijeza, concentrado. Parecía querer registrar su alma con los ojos.
—¿No vas a quedarte?
Se pasó la mano por el pelo y suspiró.
—Si me quedo te haré el amor.
—Lo sé —le respondió con voz suave. Valiente continuó. Valiente, decidida y segura—: ¿No vas a quedarte?
—¿Quieres que me quede y hagamos el amor, Paula?
Esa pregunta era sencilla de responder. Y aunque le preguntaba mucho más que eso, esa pregunta era sencilla y podía tener una contestación abierta que diera pie a más.
Porque cada vez estaba más convenida de que él quería tanto como ella de su relación. Y de que tenían una relación.
—Quiero que te quedes. Quiero que hagamos el amor y que te quedes a dormir conmigo.
—Tenemos una conversación pendiente.
—Lo sé. —Su voz sonaba cansada pero firme—. Lo sé y podemos hablar. Por favor, baja, dile al taxista que saque tu equipaje del maletero y quédate. Y hablemos.
La miró dubitativo.
—Debes llevar más de seis horas en el aeropuerto, estás agotada. No creo que sea el mejor momento para una conversación.
—Y tú llevas horas en un avión y no sé cuántas en otro aeropuerto. Más el cambio horario. Por eso te pido que te quedes a dormir, que hagamos el amor, nos quedemos dormidos el uno en brazos del otro y hablemos mañana. Pero si te ves con fuerzas para tener una charla ahora, me doy una ducha, me despejo —se desperezó, estaba agotada— y hablamos.
—No estoy seguro de que estés en condiciones para nada.
—Estoy en perfectas condiciones de hacer el amor contigo suavemente, de forma casi perezosa, y abrazarte después y quedarme dormida sobre tu pecho que es donde quiero estar. —Sonrió con todo el amor que sentía—. Y postergar la conversación a mañana por la mañana.
Pedro no necesitó pensarlo. Su sonrisa, su mirada, le decían todo lo que necesitaba saber.
Por si acaso, Paula continuó hablando, deseosa de convencerle. Estaba cansada de malos entendidos, de pensar por el otro e intentar adivinar qué tenía en mente, de confusiones por no hablar las cosas. Estaba harta de lo que ella había provocado desde el primer día.
—Te estoy pidiendo que hagamos el amor y que te quedes a dormir y que mañana hablemos. Quiero hablar contigo, quiero explicarte un montón de cosas, pero más allá de lo agotada que esté lo que más quiero ahora es tocarte. Más allá del placer que sé que sentiré cuando nuestras pieles se encuentren y se fundan lo que necesito es sentirte cerca de mí, saberte a mi lado. —La miraba hechizado—. No te estoy diciendo que peguemos un polvo y te largues. Te pido que hagamos el amor. —Nunca había usado aquella expresión, no hasta ahora—. Y que te quedes a mi lado esta noche. Y todas las que quieras. Pero esta noche, especialmente, para poder hablar mañana cuando nos despertemos. Juntos.
Sin decir nada dio media vuelta para marcharse. Paula temió por un momento que la dejara. Pedro llegó a la puerta de la habitación, allí se volvió y regresó a la cama, le dio un beso suave, tierno, dulce, lleno de promesas y esperanzas, y se separó.
—Ahora mismo vuelvo.
Llegó muy poco después.
—¿Tus maletas?
—En la entrada.
Se detuvo a mirarla. Parecía no creer lo que estaba ocurriendo. Paula se quitó el camisón y el tanga sin dejar de mirarle.
—Quítate la ropa, Pedro.
Sonrió con lascivia y se sacó el suéter por la cabeza, se quitó los zapatos empujando con un pie y otro y se bajó la cremallera. Se quitó también los pantalones, despacio, sabiendo cuánto le excitaba ver cómo se desvestía poco a poco. Los hizo a un lado y siguió observándola, sus ojos ardiendo de expectación.
—Los calzoncillos también.
—¿No te gustan? —bromeó.
Lo miró con pasión.
—Me gusta más lo que esconden.
—Creí que tenías sueño.
Y se los quitó. Y quedó claro que la tranquilidad de su voz contrastaba con la dureza de su miembro. Miró precisamente allí y dijo con lujuria:
—Y yo que querías hablar ahora.
Sonrió.
—Mañana tendremos tiempo.
—Tenemos todo el tiempo del mundo, Pedro. Toda la vida si quieres.
Aquella confesión rompió cualquier serenidad. Subió a la cama y se lanzó sobre ella. Y aunque ambos estaban ya preparados y hacía siete semanas que no se tocaban Pedro se lo tomó con calma y no dejó un centímetro de piel por acariciar o besar. A ella en cambio no le permitió tocarle.
Un tiempo después Paula se recostó en su hombro y se quedó dormida.
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