Apretando la carta de Paula, Pedro entró en su antigua casa y se dirigió al cenador del jardín, donde sus padres solían pasar las tardes.
Encontró a su padre dormitando en un sillón, con el periódico sobre las rodillas, las gafas deslizándosele por el puente de la nariz.
–¿Dónde está mamá? Tengo que hablar con los dos.
Su padre abrió los ojos.
–Hola, hijo. Tu madre ha ido a comer con sus amigas y no volverá hasta más tarde. ¿Qué pasa? Pareces enfadado.
Lo estaba.
Pedro le mostró la carta.
–Esta carta es de Paula, la escribió hace cinco años. Estaba en una caja con la correspondencia que no me enviaste nunca.
Su padre se colocó las gafas en el puente de la nariz y dobló el periódico.
–Lo siento, Pedro. ¿Era algo importante?
–Yo diría que sí. Paula dice que intentó ponerse en contacto conmigo… ¿llamó a casa alguna vez?
Su padre hizo una mueca.
–Sí, llamó en una ocasión.
Pedro apretó los dientes.
–¿Y no le diste mi nueva dirección? –le preguntó, intentando no levantar la voz–. ¿O mi nuevo número de teléfono, el correo electrónico? ¿No le dijiste dónde estaba?
–No quería que una camarera te robase la concentración, hijo. Estabas empezando tu carrera y quería que tuvieras éxito. Sé que ahora tiene una nueva vida…
–¿Y no se te ocurrió preguntarme a mí? –lo interrumpió Pedro, dando un paso adelante–. Tú ni siquiera querías que estudiase ingeniería geológica. Me querías aquí para que fuera tu sombra.
Claudio Alfonso frunció el ceño.
–No, eso no es verdad. Yo…
–¿Sabes lo que has hecho, papá? –Pedro arrugó la carta y la tiró al suelo, a sus pies–. Le diste la espalda a Paula cuando estaba embarazada.
Él palideció, pero, tan testarudo como siempre, replicó:
–¿Me estás diciendo que intentó atraparte con esa vieja engañifa?
–Te estoy diciendo que sufrió un aborto. Un aborto que yo podría haber impedido de haber estado a su lado –Pedro intentó llevar oxígeno a sus pulmones–. Entiendo que pudieras haber olvidado la carta, pero esa llamada de teléfono… la trataste como si no fuera nadie y era alguien, papá. Alguien que me importaba mucho, alguien que me sigue importando. Paula estaba sola, embarazada de un hijo mío. Era mi responsabilidad.
–Pero yo…
–Lo que hiciste podría haberte costado tu única oportunidad de ser abuelo –lo interrumpió Pedro, golpeando el quicio de la puerta antes de salir.
*****
Ver a Pedro en la puerta de su casa cuando se había ido un par de horas antes fue una sorpresa para Paula.
No quería escuchar esa voz que la noche anterior había murmurado que iba a besarla por todas partes… y lo había hecho.
–Voy a ver a Mariza y al niño –le dijo.
Pero Pedro no dio un paso atrás.
–Yo también pensaba pasar por el hospital para ver a Mariza.
Paula no intentó leer su expresión ni entender por qué parecía tan ansioso por hablar con ella.
–Quiero ver a mi hermana a solas.
–Muy bien, de acuerdo –dijo Pedro, cerrando la puerta tras él–. Pero antes quiero que me escuches. Tengo algo que decirte.
Estaba tan cerca que podía notar el calor de su cuerpo y tuvo que hacer un esfuerzo para mirarlo disimulando la emoción.
–Te pregunté si habías llamado a casa de mis padres y me dijiste que no.
Paula apretó las llaves.
–No me lo preguntaste directamente, no con esas palabras. Sugeriste que podría haber llamado.
–Y tú no dijiste nada –dijo él, claramente agitado–. ¿Por qué no me lo dijiste, Pau?
–No tenía sentido, ya que no iba a cambiar nada –respondió ella.
–¿Cómo que no?
–Estabas intentando volver a conectar con tus padres después de cinco años y yo no quería interferir. Además, todo eso fue hace mucho tiempo, y entonces nuestra relación no era nada serio.
–Sí, lo sé. Eres soltera y te encanta, me lo has dicho muchas veces –Pedro sacudió la cabeza–. No lo entiendes, ¿verdad? Yo no quiero algo temporal, quiero una familia.
El corazón de Paula se derritió, pero intentó disimular.
–Yo también quiero una familia –susurró.
Pedro la miró con cara de sorpresa.
–Pero también quiero a alguien que sea sincero conmigo, alguien que no guarde secretos, por duro que sea contarlos, y tú me ocultaste información, Pau. Primero sobre nuestro embarazo… Y luego sobre la llamada a mi padre –tuvo que hacer una pausa, suspirando como si hubiera perdido una batalla–. Somos demasiado diferentes, Paula.
Después de decir eso salió de la casa y cerró la puerta.
Apoyándose en la pared, Pau oyó que arrancaba el coche y esperó hasta que el ruido se perdió al final de la calle.
Entonces, algo en el suelo llamó su atención… un papel doblado. Debía haber caído del bolsillo de la chaqueta de Pedro, pensó. Era una lista de cosas que hacer.
Confirmado: 5 de agosto a las seis.
Sacar el esmoquin.
Llamar a Eleanora.
Ir a buscarla.
En diez días, Pedro acudiría a un evento con su antigua novia de apellido aristocrático. Sabiendo que era su cumpleaños. Porque lo sabía.
Agosto 5, cumpleaños de Paula.
Pau arrugó la nota con los dientes apretados de rabia y decepción.
Y él hablaba de sinceridad. ¡Ella le mostraría sinceridad!
Después de ir a ver a Mariza le haría una visita.
*****
Mariza estaba en la cama, con Roberto dormido en sus brazos mientras Benja los miraba con gesto protector. Un montón de globos de helio atados a los pies de la cama alegraban la habitación.
–¡Hola! –el corazón de Paula se encogió ante aquella hermosa imagen familiar–. Tienes mejor cara, Mary –dijo, inclinándose para besar a su hermana–. Pero la próxima vez no lo dejes para tan tarde, si no te importa.
–¿La próxima vez?
–Yo estaba de los nervios y Pedro… –solo mencionar su nombre la llenaba de un anhelo amargo y tuvo que hacer un esfuerzo para seguir sonriendo.
–Estaba blanco cuando se marchó –dijo Benja.
–Y tú también, si no recuerdo mal –replicó Mariza, mirando a su hijo–. Es precioso, ¿verdad?
–¿Puedo tomarlo en brazos un momento? –preguntó Paula.
–Sí, claro.
Paula tomó al bebé en brazos, con cuidado, admirando esos ojitos que la miraban directamente mientras se metía el puñito en la boca y empezaba a chuparlo.
–Qué preciosidad. Se parece a Benja.
Él se irguió, encantado.
–Eso es lo que dice mi mujer.
–Cariño, ¿te importa traerme algo de la cafetería? –le preguntó Mariza–. Y tómate tu tiempo.
–Muy bien, uno sabe cuando no es querido.
–Sobre Pedro… –empezó a decir cuando se quedaron solas.
–No estábamos hablando de Pedro.
–Pasó por aquí hace diez minutos. Él ha traído los globos y parecía tener prisa –dijo su hermana–. Tenía un aspecto horrible, por cierto.
Paula no quería contarle nada porque no era el momento, pero Mariza insistió y, al fin y al cabo, era su única familia y su mejor amiga.
–Hemos roto –dijo por fin–. Y esta vez se ha terminado de verdad.
Mariza frunció el ceño.
–¿Eso lo ha dicho él?
–No tenía que hacerlo –Paula pensó en la nota que llevaba en el bolso–. Tengo que irme, cariño –dijo luego, besando a su hermana y su sobrino–. Vendré a verte mañana, lo prometo.
Un ruido la despertó; un golpeteo insistente que, por fin, hizo que abriese los ojos. Alguien llamaba a la puerta y Pedro no estaba a su lado en la cama. Apartándose el pelo de la cara, Paula miró el despertador sobre la mesilla. ¡Las once cuarenta y cinco! Nerviosa, se vistió a toda prisa.
–¡Ya voy!
Abrió la puerta y tuvo que guiñar los ojos para evitar el sol.
–Ah, hola, Pedro… ¿dónde estabas? Tengo que hacerte una llave…
No terminó la frase al ver que tenía los puños apretados y el ceño fruncido
–¿Qué pasa?
–¿Qué ha sido de nuestro hijo?
Durante un segundo Paula solo pudo mirarlo en silencio, atónita. Luego, de repente, se quedó sin oxígeno, las rodillas le temblaban.
¿Cómo se había enterado?
–Iba a contártelo anoche –dijo por fin.
Intentó hablar de nuevo, pero lo único que salió de su garganta fue un patético gemido, el sonido de su corazón rompiéndose en pedazos.
–Estabas embarazada, Paula… he encontrado una carta tuya en una caja. Mi padre olvidó enviármela.
Ella negó con la cabeza.
–Yo no…
–¿Cuando no respondí decidiste que era demasiado difícil? ¿Que un hijo, nuestro hijo, sería una molestia?
Pau lo miró, horrorizada y furiosa. Después de tanto dolor, de tanta angustia…
–¿Cómo te atreves a pensar eso? Tú no estabas aquí. No tienes idea de lo que sentí, no sabes lo que es estar sola y embarazada. Pero no, no aborté.
Pedro dejó escapar un largo suspiro. Sabía que estaba portándose como un idiota, pero no era capaz de controlarse.
Sacudiendo la cabeza, Paula fue al dormitorio. Notó que Pedro iba tras ella, pero no se volvió.
–Estás temblando como una hoja. Siéntate –dijo él por fin, tomándola por la cintura–. Perdona, no sé qué me ha pasado… no sabía qué pensar.
Ella se apartó.
–Deberías haberlo imaginado.
–Cuéntame qué pasó.
Paula cerró los ojos.
–Sufrí un aborto espontaneo en el segundo trimestre. Estaba llevando una bandeja con copas y resbalé en un charco de agua…
–¿Estabas trabajando? –exclamó Pedro.
–Sí, Pedro, estaba trabajando como millones de mujeres embarazadas –Paula suspiró. No iba a entenderlo, nunca entendería lo que era tener que trabajar para sobrevivir–. No tenía opción, necesitaba el dinero.
Pedro apretó su mano y ese simple gesto amenazó con romper el dique de sus lágrimas, de modo que apartó la mirada.
–Vamos a dar un paseo –sugirió.
Salieron de la casa sin decir una palabra y se dirigieron a un parque cercano. Pasearon durante cinco minutos.
–No me lo contaste hace cinco años.
–Lo intenté, Pedro.
–Pero llevamos juntos varias semanas y no me habías dicho nada.
–Quería decírtelo, de verdad. Iba a hacerlo, estaba esperando el momento.
–¿No sabes que hubiera vuelto por ti?
Ella negó con la cabeza.
–¿Por qué iba a pensar eso? Aceptaste el trabajo sin pensar en mí. No me incluiste en tus planes.
–¿Qué? Tú tenías tanta prisa por marcharte esa última noche que apenas tuve tiempo de vestirme, y menos preguntarte si querías arriesgarte a venir conmigo –Pedro golpeó el tronco de un árbol–. ¿Y qué hacemos ahora, Paula?
No parecía esperar una respuesta y no la recibió porque ella no sabía qué decir.
Volvieron a casa en silencio. Pau casi esperaba que la dejase en la puerta y se fuera, pero la acompañó al interior.
Se quedaron de pie en medio del salón como dos extraños.
Le temblaban los labios, pero se los mordió para disimular.
Lo había perdido. Aunque nunca había sido suyo en realidad. Pedro Alfonso, el hijo del millonario, y la hija de una empleada de su padre.
No le dijo adiós. Sencillamente se dio la vuelta y salió de la casa sin decir nada, cerrando la puerta a su relación. Su relación sin compromisos.
¿Por qué iba a esperar otra cosa?
El ruido de la lluvia golpeando el cristal de la ventana despertó a Pedro, pero Paula seguía dormida.
Un día estupendo para quedarse en la cama, pensó, girando la cabeza para mirarla a placer.
Tenía los ojos cerrados, el cabello despeinado sobre la almohada, el ceño fruncido como si estuviera salvando pacientes en sueños. O luchando contra demonios, pensó, recordando que la noche anterior le había dicho que quería hablar.
De repente, Paula levantó un brazo, golpeándolo en la nariz.
Muy típico de ella. Nunca se quedaba quieta durante demasiado tiempo. De hecho, era sombroso que hubiese dormido de un tirón sin dar vueltas y vueltas en la cama.
«Abajo, chico», le ordenó a su rebelde miembro. Hora de dormir, nada de sexo. Pero no pudo resistir la tentación de apartar un poco el edredón para ver cómo sus pechos subían y bajaban suavemente, los pezones de color chocolate a la luz del amanecer.
Muy bien, opción uno: podía quedarse allí y torturarse a sí mismo mirándola; y opción dos: podía irse a casa para sacar las cosas de las cajas y volver unas horas más tarde con el desayuno.
Luego, por la tarde, le demostraría a Paula lo que era pasar el día en la cama… ah, no, ella querría ir a visitar a Mariza y al pequeño Roberto Jamieson. Podían ir juntos, pensó, saltando de la cama. También él quería ver si el pequeñajo había cambiado desde el día anterior.
De repente, empezó a pensar en niños y familias. Y Paula.
Sonriendo, se acercó a la cama y le apartó el pelo de la cara.
Y su corazón se lleno de… algo grande. Algo tan grande que tuvo que salir de la habitación para respirar. Había intentado ignorar esos sentimientos porque Paula no quería nada permanente, lo había dejado bien claro.
Pedro salió de la casa y cerró la puerta tras él. Tal vez era hora de hacer que cambiase de opinión.
*****
De vuelta en su apartamento empezó a sacar cosas de las cajas, cosas de su antigua vida, pensó, mirando viejos papeles y revistas.
Había cartas con sus diferentes direcciones escritas con la letra de su padre, cartas de cinco años atrás: un recordatorio del dentista, la suscripción a una revista, una carta sin remite. Pedro abrió el sobre y en cuanto sacó la hoja de papel de inmediato reconoció la letra.
Era una carta de Paula.
Leyó la primera línea y tuvo que parpadear varias veces, incrédulo: »Pedro, estoy embarazada…».
Las letras se mezclaban y no pudo seguir leyendo. Incapaz de seguir sujetando el papel, la carta cayó al suelo. No tenía fuerzas, no podía respirar, su corazón latía como si quisiera salírsele del pecho.
No podía ser.
Pau había estado embarazada.
De él.
Y en alguna parte de su cerebro, la única que seguía funcionando, se formuló una pregunta: ¿dónde estaba el niño?
–¿Pau no ha llegado aún? –preguntó Pedro, aceptando la cerveza que le ofrecía una mujer… ¿Sofia? ¿Silvia?
–No –dijo Sofia/Silvia con una sonrisa–. ¿Quieres esperarla en el salón?
–Se supone que salía de trabajar a la siete –dijo Mariza–. Llegará enseguida, no te preocupes.
–¿Ha trabajado anoche y esta mañana? Estará agotada –dijo Pedro, sorprendido de que el hospital permitiera eso y mirando hacia la puerta para ver si llegaba Benjamin o algún otro hombre.
Como si su deseo le hubiera sido concedido, Benja apareció en ese momento.
–¿Te encuentras bien, cariño? ¿No has tenido más contracciones?
–No, estoy bien –respondió Marizaa–. No te preocupes por mí.
–Hola, Pedro. Ven conmigo.
Pedro, que estaba deseando salir de allí, siguió a Ben hasta el jardín.
–Muy bonito –comentó, mirando los árboles frutales y los eucaliptos.
–Será estupendo para los niños –dijo Benjamin.
–¿Piensas tener más de uno? –le preguntó Pedro, sorprendido. Benjamin Jamieson había sido una leyenda de la música rock y no lo imaginaba como un hombre familiar.
–Desde luego que sí. Queremos tener al menos tres.
–Vaya –Pedro tuvo que disimular un escalofrío al imaginar a Paula embarazada.
Sacudió la cabeza mientras tomaba un trago de cerveza para mojar su reseca garganta. Pero Paula no era precisamente maternal. Era soltera y estaba encantada, ella misma lo había dicho. ¿Y no se lo había demostrado siempre?
–¿Cómo puedes soportarlo?
–¿A qué te refieres? –preguntó Benjamin.
–Ver a tu mujer así y saber lo que va a pasar.
Benjamin se puso serio de repente.
–No estaba a su lado cuando perdió a nuestro primer hijo, así que es la primera vez para mí, pero verlo crecer dentro de ella, ver los progresos del bebé… de verdad es una experiencia que no me perdería por nada del mundo.
Pedro asintió con la cabeza, aunque todo aquello era territorio extraño para él.
–Mariza está encantada –siguió Benja–. Bueno, casi todo el tiempo. Ahora que solo quedan dos semanas es más difícil, porque le cuesta moverse, pero las mujeres lo aguantan todo. Están hechas para eso y nunca la había visto más guapa. No puedo dejar de tocarla, ¿sabes?
No, Pedro no lo sabía y no quería saberlo.
–A mí me da pánico.
–Cuando encuentres una mujer con la que quieras pasar el resto de tu vida cambiarás de opinión. El miedo es algo natural, como es natural que no quieras ver a la mujer de tu vida sufriendo, pero querrás compartir a ese hijo, querrás esa conexión.
–Tendré que aceptar tu palabra –intentó bromear Pedro–. Bueno, cuéntame, ¿qué es eso? –le preguntó, señalando una construcción de madera en medio del jardín.
–Algún día será una casita en el árbol para el niño.
–Un poco pronto, ¿no?
–Eso me han dicho –Benjamin tomó un trago de cerveza–. De niño siempre quise tener una, pero a mi padre le daba igual. En fin, seguramente me hará más ilusión a mí que al niño.
Pedro miró a Benja con interés. A juzgar por su tono amargo, no se había llevado bien con su padre.
–Bueno, si Mariza te echa de casa siempre podrías dormir allí.
Benjamin soltó una carcajada.
–Espero que no. Tengo la intención de ser un buen padre.
¿Qué era ser un buen padre?, se preguntó Pedro a sí mismo. ¿Estaba juzgando al suyo de manera injusta? ¿Las presiones de su padre serían solo por motivos egoístas?
–¿Pau y tú tenéis planes? –le preguntó Benjamin.
¿Planes? Pau vivía el momento, no hacía planes. Pedro se encogió de hombros, extrañamente incómodo con una pregunta que lo hacía sentir… dolido, solo.
–Ya conoces a Pau.
–Sí, desde luego. Es divertida, pero adicta al hospital. Trabaja tantas horas que no tiene tiempo para pasarlo bien.
–Bueno, encontramos algún rato para hacerlo.
Pedro recordó la última vez, en la biblioteca de sus padres.
Oh, sí, claro que lo pasaban bien.
¿Pero era eso suficiente?
No tuvo tiempo de seguir pensando porque Pau apareció de repente con un plato de magdalenas.
Su corazón dio un vuelco al verla con unas botas rojas, una falda vaquera y un jersey rojo con lunares amarillos. Era como un rayo de sol en un día de invierno.
–Has venido.
–Por supuesto. No iba a perderme la fiesta de tu hermana.
–Qué bien. Acabo de hacer magdalenas y si no os traigo unas cuantos esos buitres las devorarán todas. Paula le ofreció la bandeja.
–Estábamos hablando de pasarlo bien –dijo Pedro, tomando una magdalena–. Benja y yo estamos de acuerdo en que tú nunca tienes tiempo libre.
–Podemos pasarlo bien más tarde –dijo Paula–. Ahora tengo que ofrecer magdalenas a las demás.
–¿Era así cuando os conocisteis? –le preguntó Benja cuando se quedaron solos.
–Sí –respondió Pedro–. Llena de energía hasta que cae al suelo de agotamiento.
–¿Seguro que no quieres más vino? –Benja le ofreció una botella de Merlot, pero Pedro tapó su copa con la mano.
–No, gracias. Tengo que conducir.
La fiesta había terminado una hora antes. Solo quedaban Paula y Pedro y no pensaba irse sin ella.
–¿Tú tampoco quieres, Pau?
–No, gracias.
–El vino es estupendo y me ha costado un dineral, no me digáis que voy a tener que tirarlo.
–Lo siento, si bebo más no llegaré a casa –dijo Pau.
Pedro quería llegar a casa para meterse en la cama con ella.
–Yo conduciré.
–Estupendo –Paul esbozó una sonrisa cargada de promesas.
Su casa o la de ella, daba igual. La dejaría dormir el tiempo que quisiera porque cuando despertase la quería ansiosa por él. De hecho, estaba prácticamente salivando.
–¿Mary, cómo estás?
–Bien –Mariza sonrió mientras miraba el reloj.
–¿Por qué miras tanto el reloj?
–No es nada, unas contracciones…
–¿Contracciones? –Pedro sintió que el pulso se le aceleraba.
Benjamin llegó a su lado en un segundo para ponerle una mano en el abdomen a su mujer.
–Cariño, ¿necesitas algo?
–Estoy bien, de verdad. No pasa nada, no te asustes. Las contracciones no son dolorosas y no significan que me haya puesto de parto.
–Por favor, no digas esa palabra –Pedro tuvo que apartar la mirada.
–No sabía que fueses tan cobarde.
–¿Cada cuánto tiempo tienes esas contracciones? –preguntó Paula.
–Cada… no sé, ocho minutos.
–Si empiezan a ser más frecuentes, dímelo. ¿Quieres que llamemos al hospital?
–No me pondré de parto hasta dentro de doce días.
–Eso es lo que te ha dicho el médico, cariño, pero es habitual que los partos se adelanten. Ven, siéntate en el sofá, ponte cómoda.
–Si me siento no podré volver a levantarme.
–Benjamin te ayudará, los hombres tienen que servir para algo. Además, esto es culpa suya.
Mariza sonrió a su marido mientras se dejaba caer en el sofá.
–Levanta los pies.
Pedro vio a Paula dándole un masaje a su hermana en las piernas.
–¿Has visto lo que Paula le ha comprado al bebé, Benja? –Mariza señaló una cesta encima del piano–. Es el trajecito más bonito que he visto nunca. Y el koala de peluche es precioso.
–Rojo, por supuesto –Benjamin sonrió.
–Mi color favorito… ¿Mary, qué pasa?
–Necesito… Benja, ayúdame, creo que…
–¡Mary!
–Creo que acabo de romper aguas –Mariza dejó escapar un gemido mientras apretaba la mano de su hermana.
Y Pedro sintió que se quedaba sin sangre.
–Benja, llama al hospital y diles que vamos para allá. ¿Cada cuánto son las contracciones, Mariza?
–Dos minutos… un minuto. Antes no me dolían y pensé que… ¡ay!
–Benja, cambio de planes. Llama a una ambulancia.
****
Unos minutos después, por fin, llegó la ambulancia. Paula podría haber llorado de alivio. Benja subió con su mujer y, de repente, después de la conmoción, todo quedó en silencio.
–Bueno… –Paula se volvió hacia Pedro, apoyado en la pared, pálido–. Pobrecito, lo estás pasando fatal.
Él hizo una mueca, herido en su orgullo, con un gesto que la enterneció.
–Vamos al hospital.
Pasaron varias horas antes de que Pedro y ella pudiesen entrar en la habitación de Mariza.
Paula vio a su hermana sentada en la cama, con un recién nacido en los brazos y los ojos llenos de lágrimas de felicidad. Y ella también se sentía feliz, a pesar del poso de tristeza al que ya se había acostumbrado.
–Hola –susurró.
Mariza la miró con los ojos brillantes.
–Hola, cariño.
Benja no dejaba de mirar a su mujer y a su hijo.
–¿Cómo estás?
–Ven aquí ahora mismo –dijo su hermana.
Paula se acercó para abrazar a su hermana y mirar a aquel pequeño milagro en sus brazos.
–Has estado a punto de nacer en casa, precioso.
–Pero todo ha salido bien.
–Tenemos un hijo –dijo Benja, con voz ronca, acariciando el pelito oscuro del bebé.
Ver a un hombre tan grande derritiéndose por una cosita tan pequeña hizo que a Paula se le encogiese el corazón. Y pensar en Pedro abrazando a un bebé la dejó sin aliento.
–Te presento a Roberto Jamieson.
–Pedro, ven.
Estaba en la puerta de la habitación y, por un momento, le pareció ver algo en su expresión… ¿felicidad, esperanza, tristeza?
Las mismas emociones que ella experimentaba. Le gustaría hablarle de sus penas, de sus esperanzas de futuro… un futuro con él. Pero la alegría de aquel nacimiento haría más triste para él saber de su propia pérdida.
Pedro vaciló.
–Este es un momento para la familia.
–Tú eres parte de esto –dijo Paula–. Ven a conocer a mi sobrino.
–Enhorabuena, chicos –dijo Pedro con voz ronca mientras tocaba la diminuta cabecita.
–¿A que tiene unos ojos preciosos?
–Y dedos de pianista –bromeó Paula.
La celebración duró cinco minutos, hasta que entró una enfermera para comprobar si todo iba bien; esa fue la señal para que Paula y Pedro salieran de la habitación.
En cuanto entraron en casa, Paula se dejó caer en el sofá.
Su cerebro no parecía funcionar. No había dormido en veinticuatro horas y estaba flotando en una especie de euforia. Era tía y, lo más maravilloso, Mariza era madre por fin.
–Vamos, Pau, es hora de dormir.
Pedro estaba apoyado en la puerta, pero no era deseo lo que había en sus ojos. Aunque estaba agotada, seguramente no habría podido negarle nada porque esa noche lo necesitaba desesperadamente. Pero en sus ojos había algo profundo, respeto tal vez. ¿Por las madres, por las enfermeras o era sencillamente por ella, Paula Chaves?
–¿No es maravilloso? Un hijo.
–No sé cómo lo hacen las mujeres. ¿Por qué sufrís de ese modo? Es como si no os importara.
–Por amor, Pedro.
–Yo no creo que pudiera soportar verte a ti… si alguna vez te dejase embarazada.
Sus palabras fueron como un puñal en el corazón. ¿Por qué había tenido que decir eso?
Sin embargo, entendió entonces que lo amaba con todo su corazón. Por fin admitía la verdad, lo que siempre había sabido, por qué nunca había habido nadie para ella más que ese hombre que buscaba sus ojos con tanta ternura.
No había sido sincera con él. Debería haber insistido, haber vuelto a escribir. Debería haber sabido que Pedro no era la clase de hombre que abandonaría a un hijo suyo sin decir una palabra, aunque esa palabra fuera de rechazo.
Aunque hubiese rechazado una relación, la habría ayudado… al menos económicamente.
Lo había juzgado mal y, por eso, le había negado la oportunidad.
–Estás llorando –Pedro se secó las lágrimas con las yemas de los dedos.
–No estoy llorando
Pero maldita fuera, quería seguir haciéndolo.
–Estás agotada, tienes que irte a la cama –Pedro la tomó en brazos y buscó sus labios en un beso suave, comprensivo.
No, él no comprendía porque no sabía lo que había pasado.
Tenía que contárselo, esa misma noche, pero antes tenía que demostrarle cuánto lo amaba.
La habitación estaba a oscuras mientras apartaba el edredón y la tumbaba sobre las sábanas, la luz de la luna entrando por la ventana, la brisa moviendo las cortinas de encaje.
Había luz suficiente para verlo mientras se quitaba la ropa sin decir nada. Los dos sabían sin decir una palabra que iba a quedarse.
Era tan hermoso, un hombre perfectamente proporcionado en todos los sentidos. A la luz de la luna sus duros contornos masculinos parecían los de una estatua griega.
–Paula–susurró mientras le quitaba el jersey y la falda–. ¿Morado? –Pedro sonrió mientras le quitaba el conjunto de ropa interior.
–Rojo –dijo ella.–Hazme el amor –susurró, deseando estar piel con piel, corazón con corazón, sabiendo que todo había cambiado y que pronto volvería a hacerlo.
Esa noche era diferente. Para él, para ella.
–¿No estás cansada?
–¿Después de ver ese milagro? –Paula negó con la cabeza–.No, no estoy cansada, estoy eufórica.
Pedro tomó sus manos, enredando los dedos con los suyos.
–Eres asombrosa. Lo he dicho otras veces, pero ahora más, mucho más –murmuró, besándole las muñecas–. Voy a besarte hasta que no quede un centímetro de tu piel que no haya probado.
Paula gimió mientras besaba su cuello, sus pechos. ¿Notaría que estaba temblando?
¿Podría oír cómo su corazón latía mientras trazaba sus hombros con los dedos?
Se le puso la piel de gallina mientras le besaba las rodillas, los tobillos, los dedos de los pies… para luego seguir hacia arriba.
Mientras se colocaba entre sus piernas Pedro la miró a los ojos y en ellos Paula vio algo profundo, real, sincero. El corazón se le hinchó de amor, temblando cuando él inclinó la cabeza casi con reverencia.
De rodillas sobre ella, con sus atributos iluminados por la luz de la luna, era la perfección que había admirado la primera mañana, cuando volvió a su vida. Pero en aquel momento podía tocarlo, amarlo.
Pedro se inclinó sobre ella para acariciarla con los labios y sus lenguas se encontraron en un tango de ricas texturas hasta que besarse no era suficiente.
Unos segundos después lo recibió en su interior, dejando escapar un suspiro de alivio, de placer. Se sentía completa y arqueó las caderas hacia arriba para recibirlo profundamente, tanto que parecía como si estuviera tocando cada célula de su cuerpo.
Nunca se habían amado así antes, disfrutando de cada caricia, absorbiendo cada suspiro, saboreando el momento como si fuera el último. El tiempo se detuvo, se volvió irrelevante.
–Mírame –murmuró Pedro–. Quiero ver esos ojos de plata hasta el final.
Paula abrió los ojos y se encontró con los suyos, oscuros, cargados de pasión. También Pedro experimentaba esa sensación maravillosa, la magia que hacían juntos.
Algo más fuerte que el magnetismo, que la atracción, los unía, pensó Pedro. Su piel brillaba bajo sus dedos. No era la luna, era Paula brillando por dentro.
La vio abrirse como una flor mientras se enterraba profundamente en su oscuro terciopelo y se apartaba despacio, deliberadamente, para volver a entrar con más fuerza.
Temblaba de deseo, pero contuvo el gemido que amenazaba con escapar de su garganta. Quería ir despacio, hacerla disfrutar.
Y eso le dio tiempo para descubrir cosas nuevas. Por ejemplo, cómo gemía de placer cuando le acariciaba las rodillas o cómo suspiraba cuando usaba los dedos o los labios sobre alguna de sus zonas erógenas.
Hasta que se hundió en ella por última vez, viendo cómo los ojos se le oscurecían mientras se dejaba ir.
–Pedro –susurró.
–Nada de hablar. Duerme.
–Tenemos que hablar. Debo contarte algo.
Pedro le puso un dedo en los labios.
–Lo que quieras decirme puede esperar hasta mañana.
–Pero…
–No.
Un minuto después la oyó respirar suavemente. Y, sin embargo, cuando la había mirado a los ojos antes había visto una extraña vulnerabilidad, algo la perturbaba. Pero fuera lo que fuera, podía esperar hasta el día siguiente.
Fuera lo que fuera, él la ayudaría a superarlo.