Los días fueron pasando. Pedro se marchó a vivir a Londres y un día, al volver a casa, Paula se encontró con que se había llevado todas sus cosas. Aquello le produjo un shock.
Había desaparecido todo rastro de él. Pero era algo temporal, recordó. A finales de enero, cuando naciera el niño, lo tendría de nuevo en su cama.
Paula tardó dos semanas en encontrar a una persona que la sustituyera en el trabajo y marcharse. Entonces el tiempo comenzó a transcurrir más lento porque, excepto por los obreros, pasaba el día sola en Deep Dene. Pedro llenaba todas sus noches. Ella lo echaba muchísimo de menos, y esperaba con ansia sus dos llamadas diarias.
—¿Paula? Soy yo.
—Hola —murmuró ella por teléfono, seductora.
—¿Qué tal estás?
—Estupendamente.
—¿No echas de menos... el trabajo?
—Es curioso, pero no —contestó Paula—. Me siento como si acabara de salir de la cárcel. Puedo concentrarme por completo en el bebé y en la casa, estoy leyendo cosas increíbles sobre la maternidad.
—Además, con los obreros, no te falta entretenimiento en casa, supongo.
—No, mantenemos largas conversaciones —rió Paula—. No hago más que prepararles té y galletas; están tan agradecidos, que trabajan más. Son muy amables. No me dejan hacer nada en el jardín. En cuanto me ven, salen a ayudarme.
—No me sorprende, serías capaz de engatusar a toda Inglaterra. Además, les pedí que te vigilaran.
—¿En serio, Pedro?
—Sí, no quiero que te esfuerces y que el bebé salga perjudicado. Pero, dime — continuó él—, ¿comes bien, o sigues con tus comidas apresuradas?
—No, tengo la nevera llena de fruta y verdura, estoy hasta arriba de vitaminas —aseguró Paula—. Me siento más saludable que nunca. ¿Y tú?, ¿sigues con los sandwiches?
—No te preocupes por mí. ¿Qué hay del escáner de mañana?
—No es un escáner, sino una ecografía —informó ella—. ¡Estoy tan nerviosa, Pedro! Por fin veré al bebé, incluso tendré una foto. ¡Estoy impaciente! Pero supongo que no podrás acompañarme, ¿no?
—No, estoy en York, es imposible. Pero guarda una copia de esa foto para mí. Ahora debo colgar. Hablaremos mañana. Adiós.
El hospital estaba a media hora de camino. Paula llegó tarde porque le habían dicho que siempre había que esperar.
Bebió mucha agua y se sentó junto a otra mujer embarazada, con otros tres hijos. Después de observarla luchar con ellos, volvió a plantearse la idea de tener cuatro.
Quizá bastara con dos. La enfermera la llamó y Paula la siguió.
—Mi santuario —comentó la enfermera cerrando la puerta de la consulta tras ellas.
—¿Es siempre así?, ¿con tanto alboroto?
—No, a veces es peor —admitió la enfermera—. Bien, vamos a examinarte. ¿Vienes sola?
—Sí —asintió ella—. Mi marido está en York.
—¡Qué suerte!
Paula se tumbó sobre la camilla, contenta, pensando que pronto vería a su hijo. Ni siquiera el nervioso doctor, con sus gestos apresurados, logró arrebatarle el entusiasmo. Hasta el instante de ver con claridad la pantalla. Entonces se quedó helada. Las enfermeras y el médico le hablaban, pero ella apenas los oyó. Con los ojos muy abiertos, horrorizada, asintió como si entendiera, solo para que la dejaran en paz.
Alguien la hizo levantarse de la camilla, le dio las fotos y le dijo que se vistiera. Paula lo hizo con manos temblorosas, luchando con los botones del vestido amarillo. Tenía que volver a casa, llamar por teléfono a Pedro.
—¡Oh, Dios! —gimió en voz baja, saliendo de la consulta a toda prisa.
Atónita, con un fuerte shock, esperó en la parada del autobús. ¿Qué hacer? Necesitaba a Pedro. Cuanto antes. Desesperadamente.
Pedro jamás había conducido de manera tan alocada en toda su vida pero en aquella ocasión, al escuchar los gritos y llantos de Paula, estuvo a punto de saltarse unas cuantas normas de tráfico. No controlaba del todo sus movimientos, sus reflejos no respondían como debían y estaba muerto de pánico. Eso fue lo único que lo obligó a mantener la velocidad al límite permitido. Le llevó horas llegar a Deep Dene y no alcanzó su destino hasta el anochecer. Pedro sabía que ella se había hecho una prueba aquel día, y no hacía falta ser muy inteligente para comprender que algo iba mal. Por teléfono, Paula no había podido explicarle lo sucedido; solo había pronunciado unas cuantas palabras incoherentes.
—¡Paula! —gritó abriendo de golpe la puerta de casa.
Dentro, el silencio era total. El corazón de Pedro dio un vuelco. La buscó y la encontró en el salón. Muda, con el rostro lleno de lágrimas. Él se paró en seco. La observó ponerse en pie y tratar de hablar. La expresión de su rostro lo paralizó.
—¡Eres un bruto! ¿Cómo has podido hacerme esto?
—¿El qué?
—¡Esto!
Al borde de la histeria, Paula le tendió algo con brusquedad.
Pedro se acercó a grandes pasos. Era una copia de la fotografía de la ecografía, en blanco y negro. Él se quedó boquiabierto. Todas las células de su cuerpo se congelaron al instante. No era un bebé, sino dos.
EL CORAZÓN de Paula no dudaba en perdonar, pero la razón sí. Por otro lado era más que evidente, desde hacía tiempo, que su cuerpo se había rendido. En su confusión, ella se concentró en el bien de su hijo y dio con la solución: amor y estabilidad emocional. Ese era el camino. Pero, ¿y si Pedro volvía a abandonarla a ella y al bebé? Si él estaba decidido a volver, pero por razones erróneas, por el niño... entonces jamás funcionaría, y volvería a abandonarla. ¿Cómo adivinar sus motivos?
—No me niegues esto solo por rencor —rogó Pedro.
Sorprendida por ese último comentario, Paula alzó la cabeza hacia él. Cuando sus miradas se encontraron, ella se estremeció. Pedro lo deseaba ardientemente. Pero ella necesitaba saber por qué.
—Supón que te vuelves y luego... luego cambias de parecer.
—¿Cómo puedes pensar una cosa así? Es imposible. Me comprometería al cien por cien —afirmó él—. Seré constante, puedes confiar en mí. Sabes cómo me siento.
Paula sonrió con debilidad. Pedro estaba tan confuso como ella, comprendió. Tenía tanto miedo de que ella lo rechazara, que ni siquiera se atrevía a mirarla. Ella se sintió feliz por un instante.
—Sí, creo que sí —murmuró Paula tratando de mantener la calma, cuando deliraba de felicidad. Pedro le pediría disculpas y ella lo perdonaría—. Tienes razón, debes formar parte de la vida de nuestro hijo. Parte importante.
—Bien.
Paula esperó en suspenso a que él la tomara en sus brazos y le pidiera perdón. Entonces, todo se arreglaría. Pero él se puso en pie con brusquedad y comenzó a caminar de un lado a otro como un animal salvaje. Según parecía, le costaba. Ella no vacilaría en perdonarlo, si él estaba arrepentido de verdad. Le llevaría un tiempo volver a confiar en él, pero merecería la pena.
Lo amaba, más de lo que había imaginado jamás, antes de que todo sucediera. La vida sin él le resultaba insoportable.
Ella había experimentado amargura y odio, pero por fin podría olvidarlos. No había otro hombre para ella: Pedro, el padre de su hijo. Paula sintió el corazón embargado de amor, y lo vació de dolor. Sonrió con una felicidad delirante.
—Te propongo lo siguiente —continuó Pedro—: que sigamos casados.
Ella cerró los ojos, agradecida. Todo saldría bien. ¡Qué gracioso resultaba, que Pedro hablara dando todos aquellos rodeos, solo para decirle que la amaba! Deseaba alentarlo, pero al mismo tiempo debía parecer perfectamente inconsciente de sus intenciones. Él necesitaba sentir que la reconciliación era obra suya, formaba parte de su arrepentimiento.
—Me parece una buena idea.
—Bien, dejarás de trabajar en cuanto puedas...
—¡Pero yo no...!
—¿No querías cambiar, evitar el estrés y la polución?, ¿no querías evitar todo riesgo para nuestro hijo?
—Sí, por supuesto, pero otras mujeres trabajan y...
—Tú no eres como las otras. Tu trabajo es agotador, y lo sabes.
—Sí —reconoció Paula, considerándolo. La idea le resultaba cada vez más atractiva. Dejar de correr, relajarse y crear un hogar en Deep Dene—. Pero en cuanto a la cuestión económica...
—Eso no es problema —aseguró Pedro recuperando toda la seguridad en sí mismo—. Mis negocios marchan bien; puedo mantenerte sin problemas para que seas independiente.
—Quizá sea injusto que te lo cargues tú todo a los hombros —comentó Paula.
—No, tú criarás a nuestro hijo, eso es mucho más importante —contestó él—. Mi intención es vivir en Londres hasta que nazca el niño. Así podré concentrarme en el trabajo pero, por supuesto, te llamaré a diario. De esa forma estaremos separados una temporada, cosa que, estoy seguro, nos vendrá bien a los dos.
Eso no era lo que Paula había imaginado. Pedro parecía haber llegado a una solución muy distinta de la que ella esperaba.
—Continúa...
—Cuando nazca el niño, claro está, volveré a Deep Dene —dijo él—. Para entonces, los obreros habrán terminado. Me haré un pequeño apartamento para mí con el despacho, la biblioteca y el baño de la planta de abajo. Incluso podría construir una pequeña cocina en el lavadero y hacer un jardín para mí en el ala oeste de la casa. Apenas nos veremos —Paula se quedó sin habla. Pedro la miró de reojo.
La cabeza le daba vueltas. Había cometido un terrible error.
Él continuó—: La casa será de los dos. Yo tengo tanto derecho a vivir en ella como tú.
—¿Un... apartamento?
—Hay sitio de sobra —contestó él, frío.
—Sí, hay sitio.
—Es la mejor solución, ¿no te parece? —insistió él.
—Dijiste que serías constante, que podría confiar en ti...
—Eso no hace falta ni mencionarlo. Jamás abandonaré a mi hijo. Siempre formaré parte de su vida. —¡Ahí Por fin comprendía. Pedro no había pensado en ella ni por un segundo. Paula se sintió desfallecer.
—¿Y cómo crees que funcionarán las cosas en la práctica?
—Muy sencillo. Cuando nazca el niño, seguiré visitando a los clientes como siempre, pero trataré de realizar todo el trabajo posible desde casa. Podemos organizar la rutina diaria de modo que haya ciertas horas o días en los que yo me ocupe del bebé. De ese modo tú podrás descansar.
Saldrás de casa, irás a la peluquería, de compras, buscarás un trabajo a media jornada... lo que quieras. Podemos hacerlo, Paula. Por el bien de nuestro hijo. Tenemos que comportarnos de un modo civilizado, como adultos. Debemos tratarnos con amabilidad y cortesía, ser amigos. No debe haber tensión entre ambos, ni reproches o rencores. Nuestro hijo debe sentir que lo amamos, debe sentirse seguro.
Pedro no podía estar hablando en serio. Paula trató de hacerse a la idea de lo que él estaba sugiriendo, y lo miró.
Entonces sintió que todas sus esperanzas se hacían añicos.
Una vez más. Y gimió. ¿Por qué seguía torturándose? Pero sabía la respuesta: porque lo amaba.
—¿Quieres que... que vivamos en la misma casa pero... separados... que nos comportemos como si fuéramos dos niñeras distintas para nuestro hijo?
—No, como niñeras no, como padres. ¡Quiero vivir con mi hijo! ¡Quiero que mi hijo me conozca, no que me vea solo los sábados! Quiero que pueda acudir a mí si tiene un problema, que confíe en mí. Que se sienta amado, realmente amado.
—¡Pedro!
—No me mires así.
Él la deseaba, comprendió Paula sorprendida. No, era más que eso. La necesitaba. ¿O se equivocaba una vez más?
Ella se estremeció. Bajó los párpados y observó el cuerpo de Pedro. No había error. Los pantalones vaqueros lo apretaban. Entonces, Paula recuperó el optimismo. Quizá no todo estuviera perdido. Después de todo, quizá la idea de volver juntos no fuera tan descabellada. Tenían una historia, demasiados años compartidos, demasiados recuerdos felices. Y ella poseía algo mucho más valioso de lo que poseía Celina: el hijo de Pedro. Una breve duda cruzó su mente, pero debía aferrarse a lo que tenía, seguir adelante. Paso a paso. Con precaución. Sin lanzar las campanas al vuelo, ni espantarlo.
Lo conseguirían. Con el tiempo, lograría vencer los celos.
Volverían a ser amigos, luego amantes, luego... sobre todo viviendo en la misma casa. Ella le pediría que arreglara algo roto... un roce, una sonrisa, y el deseo crecería... Se vestiría para él, con amplios escotes. Lo invitaría a cenar, llamaría a su puerta para pedirle azúcar...
El corazón de Paula se aceleró. Volverían juntos, estaba segura. Y cuando él se sintiera confiado, lo convencería para que admitiera su falta y lo perdonaría. Además, tendrían un hijo. El recién nacido les proporcionaría tal felicidad, que Dan olvidaría a Celina y se daría cuenta de lo que había perdido: a una familia, lo que siempre había añorado. Triunfaba la esperanza. El amor lo conquistaría todo. Paula se aseguraría de ello. Celina había roto su matrimonio, pero solo porque su unión carecía ya antes de algo vital. Se prometió enmendar la situación, crear un hogar tal y como Pedro y ella siempre habían deseado. Sí, eso bastaría para convencerlo. Él deseaba gozar del amor de su hijo, pero también necesitaba el amor de un adulto. Y ella se lo proporcionaría. Dispuesta a arriesgarlo todo, Paula respiró hondo y contestó:
—Creo que es una idea maravillosa. Tú te ocuparás de todo, Pedro. Yo avisaré en mi trabajo. En cuanto encuentren quien me sustituya, me marcharé —afirmó poniéndose en pie decidida—. Quiero que sigamos siendo amigos por el bien de nuestro hijo. Tenemos que comportarnos como adultos. Te prometo que haré todo cuanto esté en mi mano para... conseguir que funcione.
Paula besó a Pedro en ambas mejillas y sintió el ardor de su rostro. Era capaz de cualquier cosa por él, reflexionó en silencio mientras se dirigía de vuelta al coche. Si tenía que vivir seis meses sin él, lo haría... si así conseguía que volvieran a estar juntos para el resto de sus vidas. El era suyo y, con el tiempo, la vida volvería a ser perfecta. Solo necesitaba un poco de paciencia.
Pedro estaba tenso, era obvio. Por supuesto, la idea no le gustaba. Los hombres siempre se mostraban muy posesivos, incluso con las ex esposas. Además, él detestaba la idea de que un padrastro pudiera tener más influencia sobre su hijo que él.
—Sé que la situación es violenta, pero no podemos fingir que nuestras vidas siguen igual —añadió ella suavizando el tono de voz, con cierta simpatía hacia él.
—Soy perfectamente consciente de ello. Dame un minuto, estoy pensando —musitó Pedro sacudiendo impaciente una mano, haciéndola callar.
Paula se encogió de hombros y esperó. El mero hecho de que no se dieran la mano, de que no se agarraran el uno al otro, la ponía triste. Ella tenía treinta años, Pedro treinta y cuatro. Durante los últimos dieciséis habían sido amigos, amantes, compañeros, almas gemelas. De pronto, era como si todos aquellos años no existieran. Resultaba demasiado cruel que el destino los hubiera separado precisamente en aquel momento tan especial. Pero debía aceptar lo ocurrido y seguir adelante. No era la primera mujer que se hallaba en esa situación, y tampoco sería la última.
—¡Buenos días!
Sorprendidos, Paula y Pedro observaron el rostro sonriente de un extraño que los saludaba. Estaban en el centro del pueblo. Más allá del estanque de patos se levantaba una iglesia, en un alto. Era antigua, serena, un santuario de paz.
Reconfortada, ella decidió que haría suya esa iglesia, que su hijo sería bautizado allí. Y que ella también sobreviviría.
Como fuera. Paula se aferró a la débil esperanza de un futuro mejor, feliz. Gozaría de muchas alegrías con su hijo.
De pronto pensó que, durante años, había vivido con prisas, trabajando, ciega ante aquellas pequeñas cosas al alcance de la mano.
—Allí hay un banco, sentémonos —sugirió Pedro—. Este niño es muy importante para mí.
Paula desvió la vista hacia él. Seguía rígido. Se sentía incapaz de adivinar su estado de humor, sus intenciones. Y eso le daba miedo. ¿Lucharía contra ella para obtener la custodia del niño?
—¡Y para mí!
—Tú sabes cómo fue mi infancia.
—Sí, Pedro. Lo sé.
—Entonces comprenderás por qué no quiero que nuestro hijo sufra a causa de nuestra situación.
—No, no sufrirá —afirmó ella parpadeando, incapaz de comprender a dónde quería llegar—. Ahora estamos enfadados, pero cuando nazca el niño estaremos más tranquilos. Estoy segura de que para entonces seremos amigos...
—Eso no es lo que quiero.
—¿Es que quieres que sigamos enfadados, luchando?
Pedro miró a lo lejos. Era evidente que se sentía muy desgraciado. Paula sintió lástima por él. Lo sentía tan cercano, y al mismo tiempo tan lejano... Pero la distancia que los separaba era infranqueable.
—Quiero que mi hijo tenga padre y madre —afirmó él.
—¡Por supuesto!
—No me refiero a padres biológicos, sino a padres que lo compartan todo en la vida.
—¿Tú y yo? ¡Sabes que eso es imposible!
—Hay un modo —afirmó Pedro girándose hacia ella—. Tiene que haberlo. No estoy dispuesto a conformarme con menos.
—Pedro...
—¿Es que necesitas que te lo diga palabra por palabra? ¡No quiero que mi hijo sufra lo que sufrí yo! Es tan simple como eso.
Él no podía soportarlo. Su mente estaba plagada de dolorosos recuerdos. Paula lo había obligado a recordar cosas enterradas mucho tiempo atrás: la ausencia de su padre, que había abandonado a su madre al quedarse embarazada... Pedro jamás había conocido a su padre, ni jamás lo había deseado. Sin embargo, sí había deseado el amor de un padre. Durante su triste y silenciosa infancia, había visto envejecer a su madre, trabajando día y noche para mantenerlos a ambos. A veces, por las noches, se había despertado al oírla llorar, sin poder hacer nada excepto portarse bien, lavarse, preparar la cena, evitar ser un estorbo y sacar buenas notas. Durante años. Pedro había echado de menos los abrazos de su madre, su atención, sus alabanzas. Sin embargo, jamás se lo había dicho, porque ella vivía como una autómata. Él solo era un estorbo. Debía quedarse en un rincón, marcharse a su habitación, mantener la boca cerrada. Entonces conoció a Paula, De pronto Pedro se dio cuenta de que ella estaba hablando.
—... excepto porque no es la misma situación, Pedro. No es como cuando eras niño. Yo sí tendré dinero, no como tu madre. Tengo ahorros, y tú también tienes seguridad financiera...
—¡No comprendes! —gritó él con apasionamiento—. Jamás comprenderás porque no lo has vivido. ¡Yo quería tener padre! Quería tener una madre, no una colección de familias de acogida. Quería amor, alguien que se preocupara por mí. El dinero no es importante, es la seguridad emocional lo que cuenta.
—Yo puedo dársela —replicó Paula con cabezonería.
—¡En lo que a mí respecta, jamás será suficiente para mi hijo! —aseguró Pedro—. Yo lo he vivido, ¿recuerdas? Escúchame, trata de entenderme. Cuando murió mi madre y me vi obligado a vagar de familia en familia, no hacía más que soñar con lo que tenían otros niños: un padre, una madre que me escuchara día a día, que me apoyara, que me quisiera, aunque discutiéramos... Supongo que no tiene nada que ver con la realidad, que muchos niños crecen felices con un solo padre, pero no es eso lo que quiero para mi hijo. No puedo permitirlo, Paula —afirmó él con voz trémula—. Lo último que querría en mi vida sería que mi hijo tuviera que crecer sin dos padres...
—¡No será así! —protestó ella—. Te repito que tú estarás allí. Puedes venir a verlo siempre que quieras...
—No es eso lo que quiero.
—¿Qué estás sugiriendo, Pedro? —preguntó Paula abriendo enormemente los ojos, aprensiva.
—Comencemos por el principio. Dices que quieres evitar la polución y el estrés, que quieres criar a nuestro hijo de la manera más saludable posible.
—Sí, ¿y?
—Yo también. Por eso Deep Dene es el lugar ideal —afirmó Pedro.
—No podría estar más de acuerdo —aseguró Paula—. Además, tengo que confesarte algo. Hace tiempo pensaba que Deep Dene era el último lugar del mundo en el que querría vivir. Lo detestaba, en serio. Trataba de acostumbrarme porque sabía que era lo que tú deseabas, pero ahora lo adoro. Es justo lo que deseo para nuestro hijo —sonrió ella—. Me encanta este pueblo, esta forma de vida... no sé cómo voy a compaginarla con el trabajo, pero...
—A eso quería llegar —la interrumpió Pedro—. Quiero que vivas en Deep Dene porque deseo que nuestro hijo crezca aquí. Es lo que siempre he soñado.
—Pues te va a costar marcharte —observó Paula, vacilante.
—Me costaría si tuviera que hacerlo —contestó él—. Paula, yo quiero entablar un lazo con mi hijo mucho más fuerte de lo que tú imaginas. Lo que te estoy sugiriendo evitaría tener niñeras y todo eso. No quiero ser una simple visita para mi hijo, ¿comprendes? Quiero compartir su rutina, sus problemas diarios, los momentos importantes de su vida.
Ella se quedó mirándolo. Poco a poco comenzó a comprender. Pedro solo podía estar sugiriendo una cosa: que comenzaran de nuevo, que salvaran la distancia que los separaba y volvieran a formar una familia. Pero por mucho que ella lo deseara, no estaba segura de que fuera a funcionar. Él la había engañado, y quizá volviera a hacerlo una segunda vez. El riesgo era innegable. A pesar de todo, quizá Pedro estuviera arrepentido de verdad. Paula se mordió el labio tratando de controlarse, de no dejarse llevar por su corazón, que la urgía a aceptar la oferta y perdonarlo.
—No estoy segura.
—Deseo esto más que ninguna otra cosa en la vida —afirmó Pedro con voz ronca.
Si ella rechazaba sus disculpas, seguirían siendo enemigos para siempre, porque él jamás perdonaría su cobardía. El futuro de Pedro, el de su hijo, el suyo, estaban enteramente en sus manos.
Una hora más tarde, perpleja y llena de preguntas, Paula salió con Pedro de la consulta. Tras contestar con detalle a las cuestiones que el doctor Taylor le había planteado, y escuchar la información que él le había ido revelando, ella había llegado a respetarlo y admirarlo. Estaba embarazada. Iba a ser madre... era madre. Apenas podía contenerse.
—Espera un momento —rogó mientras Pedro, inconsciente por completo de su estado, tiraba de ella.
—Claro —contestó él apoyándose en la barandilla del porche, sin soltar su mano.
Por su forma paciente de esperar, ella observó que Pedro comprendía la importancia del momento. Las vidas de ambos cambiarían de forma radical, pero debía calmarse y volver a la normalidad. ¿La normalidad? Paula se mordió el labio. En realidad, era ya otra persona. Ser madre significaba anteponer al bebé a cualquier otra cosa. Siempre había sido independiente, saliendo y entrando cuando quería, tomando decisiones... ¿Cómo se las arreglaría? Alzó el rostro al cielo, mirando hacia un futuro en el que era inexperta. Tras años de confianza en sí misma, de éxito, sentirse inexperta era toda una novedad, y no precisamente halagüeña. No sabía nada acerca de bebés, y no tenía a nadie para ayudarla a salir adelante.
—Mira, ¿qué te parece? El arco iris —musitó Pedro alzando la vista al horizonte—. Es de lo más apropiado, un símbolo de esperanza en el futuro.
Para él era fácil. Solo tenía que aparecer cada sábado con un regalo. Unos cuantos arrullos sobre el cochecito y hasta la semana siguiente. Ella, en cambio, pasaría las noches sin dormir, rodeada de pañales, temerosa de cometer un error...
Pero tenía que superar el miedo. Al fin y al cabo, se llevaría la mejor parte. Su hijo confiaría en ella, lo sostendría en sus brazos, tendría alguien a quien amar... De pronto, el cuerpo de Paula se relajó, inundándose de serena felicidad. Estaba feliz de su embarazo y aprendería a ser madre, como el resto de las mujeres del mundo.
No, esa no era su mayor preocupación. Su mayor preocupación era él. Lo echaba de menos, y con el tiempo sería cada vez peor. Pedro la hizo volverse con un gesto amable y paciente, cargado de dolor, posando las manos sobre sus hombros y diciendo:
—Pobre Paula. Te has llevado un buen susto, ¿verdad? Ha sido tan inesperado... y precisamente ahora. ¿Te encuentras bien?
—No, estoy inquieta.
—¿Estás... contenta?
Por un segundo, la expresión de Pedro fue de tal vulnerabilidad que Paula sintió el corazón rebosante de amor por él. Incapaz de contenerse, cerró los ojos y alzó el rostro hacia él. Su boca le rogaba que la besara, que la abrazara, que fuera el padre de su hijo... Paula sintió que algo se movía y abrió los ojos. Él la tomó con fuerza de la barbilla.
Ella protestó, pero después se dejó llevar por el jardín hasta la puerta.
—Tengo cosas que decirte —anunció él de forma escueta—. Hace mucho que no hace tan buen tiempo, así que sugiero que demos un paseo y aclaremos las cosas. Tenemos mucho que discutir.
—¿Por ejemplo?
—Creía que era obvio. Lo fundamental es que debemos separarnos —explicó Pedro con frialdad, haciendo una pausa y esperando a que ella cerrara la puerta.
—Creía que ya nos habíamos separado.
—Aún seguimos atados el uno al otro.
Paula se detuvo en seco, de espaldas a la puerta. Él hablaba de divorcio, de los detalles de la separación... El corazón le dio un vuelco. De pronto, observó la placa de bronce sobre la puerta.
—Es extraño, este médico es además homeópata —comentó Paula, sorprendida.
—Sí, no sé cómo no nos hemos marchado antes de entrar en la consulta. Lo siento, no me di cuenta. Te pediré hora con otro médico...
—No, no importa —aseguró ella—. Me gusta. Tengo la impresión de que le preocupa lo que siento, y eso es toda una novedad. Además, me interesa mucho su opinión. Quiero que este niño nazca sano y salvo —añadió llevándose la mano al vientre—. De ahora en adelante, quiero evitar riesgos. Y confío en el doctor Taylor, en los remedios naturales que me ha sugerido. ¿Sabes una cosa? Me siento mejor.
—¿Y qué me dices respecto a la nutrición? —preguntó Pedro, vacilante.
—¿Comida fresca?, ¿sin colorantes ni conservantes? Tiene sentido.
—Um... pero necesitarás medicamentos durante el parto...
—No, tengo fe en el tratamiento del doctor Taylor, Pedro, creo que tiene razón cuando habla de utilizar remedios naturales. No quiero que mi hijo nazca con el cuerpo repleto de productos químicos —declaró Paula.
—Lo que tú digas, pero te lo advierto: si ocurre algo en el parto, si nuestro hijo corre peligro, intervendré.
—¿Tú... ?, ¿es que piensas estar presente... ?
—¿En el parto? ¡Por supuesto! Tengo un interés personal, ¿recuerdas?
Ella parpadeó y echó a caminar en dirección al pueblo, tratando de hacerse a la idea. Aquel sería un momento muy íntimo, y para entonces Pedro estaría viviendo con Celina.
Paula sintió celos. El parto estaba previsto para la tercera semana del mes de enero. Él dejaría a Celina para observar a su hinchada ex mujer gritar y respirar con esfuerzo, tumbada en una posición humillante.
—Puedes esperar en el pasillo. ¿No quiero que estés presente!
—¿Por qué?
Por vanidad. Era una humillación. Además, su presencia le recordaría lo que podría haber sido en un momento de gran vulnerabilidad. Quizá, en un instante de desesperación, incluso fuera capaz de rogarle que volviera con ella. Y él observaría horrorizado su cuerpo, con un gesto de repugnancia, acabando de una vez por todas con su orgullo y su confianza en sí misma.
—Porque para entonces tú ya no serás mi marido. Quiero que la persona que esté conmigo en ese momento sea alguien que esté muy cerca de mí.
—¿Como quién, por ejemplo?
—¿Y cómo voy a saberlo? Mi madre, quizá. O un amigo, si es que para entonces me he enamorado...
—¡Estás embarazada!, ¡no puedes hacer eso! —gritó Pedro, atónito.
Paula gruñó. ¿Cómo era posible que hubieran acabado discutiendo semejante tontería? De pronto, se veía en la necesidad de mantener su posición.
—Los sentimientos son inevitables, Pedro, es algo que ocurre. No puedes manejarme. Es posible que conozca a alguien, y no voy a echar a perder esa oportunidad solo porque esté embarazada.
—No sabía que pudieras cambiar tus sentimientos con tanta facilidad —alegó él—. Tu forma de hablar dice mucho sobre la superficialidad de tu supuesto amor por mí.
La situación era intolerable. Paula estaba acorralada, decía cosas que ni siquiera pensaba. Jamás había amado a nadie como amaba a Pedro. Y le molestaba que él la malinterpretara y juzgara, solo por el hecho de imaginar un amor futuro en su vida. Era él quien le había sido infiel.
—Yo podría decir lo mismo de ti. Tu aventura con Celina no encaja precisamente con la idea de un amor profundo y de un fuerte compromiso matrimonial.
—Yo no he tenido ninguna aventura —negó él.
—Sigues negándolo, ya veo. Bien, lo admitas o no, hemos terminado. Soy realista. Voy a seguir adelante. El pasado queda atrás, estoy dispuesta a buscar la felicidad en otra parte.
—En otro hombre.
—Sí —afirmó Paula alzando la cabeza desafiante—... algún día.
—Comprendo.