lunes, 10 de agosto de 2015

EL ENGAÑO: CAPITULO 1





TENÍA una amante su marido? Pálida, horrorizada, Paula permaneció inmóvil, atónita, en el vestíbulo, sin darse cuenta de que estaba poniendo perdida la alfombra nueva. Atravesó la puerta principal con la mirada fija en la prenda interior rosa, tirada sobre el primer escalón. No quería moverse, temerosa de descubrir más ropa decorando la escalera de madera, que desaparecía haciendo una curva. El corazón le retumbaba. Aquellas braguitas eran muy seductoras, y definitivamente no eran suyas. Era el tipo de prenda que lucían las modelos en las revistas, y estaba en su casa. Pero, ¿cómo había llegado allí? 


Paula abrió inmensamente los ojos grises y se quedó en blanco, observando el ridículo lazo que adornaba los bordes de seda de la prenda. ¿Quién podía llevar algo tan incómodo y poco práctico? ¿Y qué hacía ahí, tirado en medio de la escalera? La sospecha comenzó a embargarla. 


Había demasiados cabos sueltos. Apenas podía respirar. Cada vez que lo hacía, sentía un intenso dolor en el pecho. Se sentía fatal. Gimió y cerró con fuerza los ojos, luchando contra la sensación de náusea y de debilidad que había estado padeciendo durante toda la mañana. 


Ladeó la cabeza y escuchó con atención, tratando de oír los ruidos que la orgía debía producir. 


Al menos, risas femeninas sofocadas. 


Pero los albañiles se habían ausentado durante un par de semanas, y solo oyó el ruido de la lluvia torrencial sobre el tejado. ¿Sería una buena señal? 



Paula se estremeció y se desabrochó el abrigo mojado. No era el catarro lo que la hacía sentirse mal, sino el miedo y la decepción. Estaba tiritando. Las pruebas del delito comenzaban a asustarla. Número uno: una mujer, sexualmente activa, había dejado caer aquella prenda íntima en la escalera de su casa. Paula se mordió el labio inferior, comprendiendo por qué había llegado a aquella conclusión en primer lugar. Ella no era una mujer sexualmente activa. Pedro y ella llegaban tan cansados del trabajo, que apenas se veían. Y menos aún hacían el amor. Por eso usaba ropa interior práctica, no prendas de revista. 


Número dos: minutos antes, mientras se ponía las botas en el coche, imprescindibles en aquel lluvioso mes de junio, había visto que las cortinas del dormitorio principal estaban echadas, cosa increíble en pleno día. El hecho la había sorprendido tanto, que se había olvidado del paraguas en el coche. Por eso se había calado el pelo mientras, atónita, observaba la ventana como una idiota, tratando de comprender qué estaba sucediendo. 


Debía de haber ladrones, había pensado al principio. Pero la ocurrencia era una estupidez. 


Ningún ladrón se habría molestado en echar sólo las cortinas del dormitorio principal únicamente mientras saqueaba toda la casa. Eso la había llevado al punto tres. Solo una persona tenía llaves de la casa, aparte de ella: su marido.Paula desvió entonces la vista hacia el granero, delante del cual aparcaba siempre Pedro el coche. Fue un alivio verlo allí, en lugar de la camioneta de los ladrones. Entonces pensó que Pedro debía haber vuelto a casa antes de tiempo, como ella, por culpa del mismo constipado. En sus prisas por atender a Pedro, Paula había tropezado y caído de bruces al barro, maldiciendo el día en que decidieron mudarse a vivir al campo. Pero eso último no era ninguna novedad. Ella se había puesto en pie y había seguido corriendo, soñando con acurrucarse junto a él frente a la chimenea, mientras ambos se sonaban la nariz. 


¡Ah! Lo más probable era que Pedro no tuviera ningún constipado. Los ojos de Paula brillaron resentidos y rabiosos. Quizá fuera otra cosa lo que lo hubiera tumbado. Otra persona, de hecho. 


Ella hizo una mueca, y sus ojos se llenaron de lágrimas. Lo amaba. Adoraba todo en él. Y, como siempre, se precipitaba a sacar conclusiones cuando lo más probable era que hubiera una explicación perfectamente sencilla e inocente. 


Pero... la prenda íntima sobre las escaleras, su marido en casa, las cortinas echadas... todo resultaba desalentador. Paula se apartó el pelo de la cara y, por fin, las gotas de agua dejaron de resbalar por su rostro, nublándole la vista. Tenía que averiguar la verdad. 


Consciente apenas de que no se había quitado las botas llenas de barro, y de que estaba manchando la casa, Paula se acercó al pie de la escalera y se agarró a la barandilla nueva evitando desmayarse. Tenía un nudo en la garganta, era incapaz de razonar y arrojar alguna luz sobre lo que estaba ocurriendo. Pero estaba segura de que debía haber una explicación. Él jamás la traicionaría. «No, Pedro no», se repetía una y otra vez, estrujándose los sesos. 


Quizá se hubiera puesto enfermo. Quizá, antes de volver a casa, le hubiera comprado ropa interior erótica para animar su inexistente vida sexual y, por accidente, alguna prenda se hubiera caído de la bolsa, mientras subía las escaleras. Le dolía la cabeza. Paula se detuvo un momento, esperando que se le pasara el mareo. El constipado la hacía sentirse débil. Le había costado un gran esfuerzo volver de Londres, tras sentir que se desmayaba de camino al trabajo.


Y el viaje había sido agotador: dos largas caminatas, dos estaciones de metro, una hora de viaje en tren, y veinte minutos conduciendo. 


Por lo general, ella pasaba todo el día fuera de casa. Era ejecutiva financiera de uno de los más importantes almacenes de moda de Knightsbridge, en Londres. Aquel día, Paula había decidido volver a casa antes de tiempo. Y ojalá no lo hubiera hecho, pensaba mientras las dudas la carcomían, aterrorizada ante la posibilidad de que Pedro estuviera en el dormitorio con otra mujer. Ella alzó la cabeza y, para su desesperación, observó de pronto otra prenda, unos cuantos escalones más arriba. Era una media de seda. Su pareja estaba enrollada de manera erótica sobre la barandilla de la escalera. 


—¡Oh, Pedro! —exclamó Paula en un tono trágico, esperando aún que hubiera una explicación racional para todo aquello—. ¡Por favor, no estés en el dormitorio! ¡No podría soportarlo! 


Pedro lo era todo para ella. Por él, había accedido incluso a mudarse a aquella horrible casa, rodeada de barro, con un ático lleno de ardillas que no dejaban de correr durante toda la noche.Paula había tratado de hacer caso omiso de las arañas, que aparecían por los rincones más inconcebibles de la casa. Cualquier cosa, con tal de hacerlo feliz. Porque habían sido felices, ¿o no? Dos años antes, el día de su boda, él le había jurado amor eterno y había atravesado el umbral de la puerta de aquella casa campestre de Deep Dene con ella en brazos, señalando orgulloso las enormes posibilidades del lugar, mientras Paula solo veía en ella abandono y aislamiento. Pero, por él, ella había funcionamiento de la cocina y el horno. 


Criada en la ciudad, Paula soñaba con calles pavimentadas, carreteras alquitranadas llenas de tráfico e inhalaciones de monóxido de carbono. Pedro, en cambio, adoraba Deep Dene y sus vigas antiguas de madera, sus chimeneas y los cinco acres de jardín, por lo que ella había acabado cediendo, horrorizada. Y así, tras contratar a un constructor, ambos habían comenzado sus viajes diarios a Londres, al trabajo, desde su futura casa de ensueño en Sussex Downs. Aquello era una pesadilla. 


Paula se quedó pensativa. Quizá el problema fueran aquellos largos viajes diarios al trabajo. 


Apenas se veían. Hacía siglos que no se abrazaban, semanas y semanas que no hacían el amor. 


Ella llegaba tarde a casa y metía algo en el microondas. Pedro volvía a altas horas de la noche, a veces demasiado cansado incluso para pronunciar palabra. Y era demasiado viril, demasiado masculino como para permanecer célibe durante mucho tiempo. Era justo en esos momentos cuando los hombres se extraviaban. 


—¡Pedro, no me hagas esto! —susurró Paula suplicante, sintiendo un insoportable dolor en el estómago que no sabía si achacar al resfriado o al miedo. 


Ella subió con lentitud las escaleras. Su frente sudaba, fría. Estaba más enferma de lo que creía. 


Fue entonces cuando oyó voces. Eran débiles, distantes, y procedían del dormitorio principal.


De inmediato, la hipótesis de la vuelta a casa de Pedro, con compras de lencería, quedó descartada. Paula pudo identificar su voz firme, profunda, y enseguida escuchó la de una mujer desconocida. 


—¡No, no! —negó inútilmente. 


Había una mujer en el dormitorio. Sin ropa interior. Con su marido. Paula tragó. No había que ser un genio para imaginar lo que estaba ocurriendo. Ella se quedó paralizada a causa del shock, mientras la cabeza le daba vueltas, escuchando aquellas voces en su mente. No podía soportarlo. 


Amaba a Pedro. Confiaba plenamente en él. No podía ser cierto. Tenía que haber un error. 


Quizá hubiera alguna otra explicación, quizá quedara otra alternativa: la salida del cobarde. 


Paula se imaginó a sí misma atosigada por las explicaciones de él acerca de reuniones de trabajo, de preparativos de fiestas sorpresa... Pero luego imaginó las dudas que corroían su interior, silenciadas para siempre ante el miedo a la verdad. No, jamás podría vivir consigo misma, ni con Pedro, a menos que supiera a ciencia cierta si le había sido infiel. Debía saber si la había engañado en su propia casa, en su propio dormitorio. Y, por supuesto, no tenía más alternativa que subir. Ella alzó la cabeza y observó aterrada las escaleras, deseando encontrar una explicación. Quizá aquella mujer fuera diseñadora de interiores, experta en tapicerías, y hubiera corrido las cortinas para... para... 


Paula se llevó el puño a la boca desesperada, tratando de ahogar un grito. ¿Y la ropa interior?, ¿para qué, por qué iba nadie a quitárselas? Ella siguió subiendo y vio otras... cosas más allá, cosas de las que no fue capaz de apartar el ojo. Era imposible, Pedro la amaba. Pero quizá no la amara ya más. Quizá la hubiera amado, hacía tiempo. ¿Cuánto tiempo hacía que no hacían el amor, que no se procuraban afecto? Demasiado. En realidad, llevaban vidas separadas. 


Paula comenzó a sentirse culpable. Había estado demasiado ocupada, demasiado cansada... pero hacían falta dos para bailar el tango. También él había alegado cansancio y agotamiento. 


Pero agotamiento, ¿de qué?, preguntó una voz suspicaz en su mente. 


Pedro siempre llegaba cansado a casa. Era como estar casada con un hombre invisible. Algunos días, lo más cerca que estaba de él era cuando se levantaba de madrugada para plancharle la camisa. Él utilizaba dos camisas limpias al día, a veces tres. Tras quemar un par él, una mañana con la plancha, ella había decidido ocuparse de esa tarea. En aquel momento se preguntaba si no habría estado preparándolo para su amante. 


Paula se armó de valor y siguió subiendo, sin mirar los zapatos rojos de tacón. Eran zapatos de fulana. Más arriba un sujetador, un liguero y una camiseta. Luego una camisa azul de ejecutiva, una falda y una chaqueta, tiradas de forma artística encima del último escalón. Tenía la boca seca. Cada escalón era como la cima de una alta montaña, acercándola cada vez más a la temida verdad. Apenas oía las voces de Pedro y aquella mujer; no podía oír lo que decían, tal era el retumbar de su corazón. El cuerpo le pesaba. Rogaba por que todo fuera un sueño, una alucinación. Soñaba con despertar y reír a carcajadas, junto a él, mientras la abrazaba, juraba que jamás miraría a otra mujer, y reconocía que en los últimos tiempos la tenía muy abandonada... 


Había llegado el momento, se lamentó ella. Había alcanzado el final de las escaleras.Paula sollozaba y jadeaba sin control mientras observaba un par de piernas femeninas desnudas. 







EL ENGAÑO: SINOPSIS





Paula estaba locamente enamorada de Pedro, su guapísimo marido; pero acababa de pillarlo in fraganti con su secretaria. 


Ahora que su matrimonio había acabado, ¡Paula descubría que estaba embarazada! 


Pedro jamás habría hecho nada que pudiera poner en peligro su matrimonio; todo había sido un malentendido y ahora no sería capaz de hacer que su relación funcionara si no conseguía que su mujer confiara en él. Fue entonces cuando supo que Paula estaba esperando gemelos y se dio cuenta de que no tenía otro remedio que convertirse en un padre a tiempo completo. 





domingo, 9 de agosto de 2015

LA TENTACIÓN: CAPITULO FINAL




Como ultimátum, era el colmo. ¿Lo quería allí invadiendo su vida otra vez? ¿Quería que la encandilara con palabras bonitas y volviera a acostarse con ella porque el asunto seguía sin resolverse? Sin embargo, vaciló porque le aterraba lo concluyente de su oferta. Quizá no hubiera creído que volvería a verlo, pero, en ese momento, se daba cuenta de que lo había esperado porque su amor era tan intenso que le parecía increíble que pudiera dejarla sin más. En ese momento, sabía que, si le daba la espalda, no volvería a verlo y esa débil esperanza quedaría aniquilada.


—¿Y bien? —insistió Pedro con voz temblorosa.


—¡Sí! ¡Te he echado de menos! Vaya cosa. ¿Acaso cambia algo?


—Eres la primera mujer a la que he echado de menos.


—¿Debería sentirme halagada?


Sin embargo, lo estaba y no quería estarlo, como no quería sentir el corazón acelerado, como no quería sentirse ridículamente conmovida porque la miraba con unos ojos desvalidos. No quería nada de eso porque nada de eso iba a cambiar a ese hombre incapaz de dar.


—No puedes dar nada, Pedro. Tampoco tienes derecho a engatusar a mi amiga para que te deje entrar y puedas sentarte ahí inventándote cuentos chinos solo porque no te di lo que querías.


—No estoy aquí para inventarme cuentos chinos.


Sin embargo, ella no podía olvidarse de lo mucho que había dado y lo poco que había recibido.


—¡Estás vacío por dentro, Pedro! Bastó una absurda conversación de tres segundos con una persona que te encontraste en el pueblo para que salieras corriendo. Bastó la más leve insinuación de que podría esperarse que ofrecieras algo más que sexo imaginativo para que huyeras como alma que lleva el diablo. Y, encima, tienes el valor de venir a decirme que me echas de menos.


—Lo entiendo, Paula. Debería haberlo entendido antes, pero lo entiendo ahora.


—¡Ni se te ocurra intentar congraciarte conmigo por tu propio interés! Repítelo. ¡No puedes comprometerte! ¡Ni siquiera puedes planear nada que dure más de un mes con una mujer porque podrías tener que salir corriendo antes! ¡No solo no quieres echar raíces, ni siquiera quieres dejar huella! —exclamó ella temblando como una hoja por la rabia.


—Paula, ¿crees que no sé que todo lo que has dicho es verdad? —él se inclinó hacia delante para apoyar los brazos en los muslos—. Tenías razón cuando me acusaste de ser sentimentalmente vago. Lo soy. Lo era. Siempre lo he sido.


«¿Lo era?». La esperanza brotó con la tenacidad de la hiedra. Exhausta por el arrebato y por el torbellino de emociones que se había adueñado de ella, se quedó en silencio y con la respiración entrecortada como si hubiese corrido un maratón. Quería apartar la mirada de él, pero no podía, como tampoco podía evitar que el corazón le sangrara como una herida abierta.


—Quiero que te vayas —susurró ella—. Tienes que irte.


—Por favor, déjame que… Es complicado para mí, pero escúchame. Hay algo que seguramente no sepas de mí… No, hay algo que no sabes de mí…


Volvió a sentirse en el borde del precipicio, pero le dio igual si se caía o no. Nada podía ser peor que las semanas que había pasado sin ella.


—Me crié en casas de acogida. Tú me contaste tu historia y yo, quizá, debería haber correspondido a tu confianza, pero nunca he sabido confiar. Es algo que te arrebatan cuando eres un niño en acogida. Enseguida aprendes a ser duro. Por eso, nunca le he contado mi historia a nadie —él esbozó una sonrisa torcida—. Hasta ahora.


—¿Casas de acogida? —preguntó ella sacudiendo la cabeza lentamente.


—Sí. No tuve una infancia privilegiada. En realidad, no tuve una infancia. Solo tuve ambición y, afortunadamente, un cerebro capaz de convertir esa ambición en éxito profesional, pero también fui alguien devorado por esa ambición, alguien que tuvo que luchar para salir de ese pasado lúgubre. ¿Qué puedo decir? No me quedó sitio dentro para compartir, quería dinero y todo lo que supone porque me hacía invencible. Eso fui durante mucho tiempo, invencible —la miró leyéndole el pensamiento—. Nada de palabras bonitas,Paula. Solo soy yo.


—¿Qué pasó entonces? Eras invencible…


Intentó imaginarse a un Pedro joven, desafiante y airado. Se le encogió el corazón. Él había levantado las mismas defensas que ella, pero las suyas habían sido de acero y nunca las había bajado, y podía entenderlo.


—No vas a enredarme otra vez en una relación inexistente con una historia triste.


—No quiero enredarte otra vez en una relación inexistente.


—Ah…


La decepción la quemó como un hierro candente. Había ido a explicarse. Que hubiese pensado en ella lo bastante como para contarle su pasado era algo, pero ella quería mucho más.


—Necesito que entiendas que, para mí, era imposible meterme en una relación. Solo dependía de mí mismo y no estaba dispuesto a que nadie compartiera ese espacio. Hasta que apareciste, Paula, y, poco a poco, fuiste abriéndote paso…


—Nunca insinuaste siquiera que querías algo que no fuera una relación sexual.


—Me negaba a creerlo. He sido un necio, Paula —alargó una mano y tembló por el alivio cuando ella le permitió tomarle la mano—. Debería haber sabido que eras distinta, y no solo porque fueras más alta que las mujeres con las que solía salir. Fui así de torpe.


Él volvió a esbozar una sonrisa torcida y ella volvió a sentir todo lo que sentía cuando él estaba cerca


—Pasé de mirarte a fantasear y a desearte más de lo que había deseado a ninguna mujer en mi vida. Además, por el camino, llegó todo lo demás.


—¿Qué es todo lo demás?


—El deseo… el anhelo… la necesidad y el amor.


—¿Me amas?


—Sí, y nunca me di cuenta de lo que era —contestó él con la voz temblorosa—. No he venido para retomar una relación inexistente, como tú la llamas. He venido para pedirte que te cases conmigo y podamos empezar una historia de compromiso, de cuento de hadas y de ir al altar como nunca me había imaginado que viviría porque, Paula Chaves, me doy cuenta de que no puedo vivir sin ti. Si no puedes contestarme ahora, y lo entendería porque he sido un enamorado nefasto, puedes pensártelo.


Él se levantó y ya estaba en la puerta de la cocina cuando ella salió corriendo.


—Ni se te ocurra marcharte —dijo ella mientras lo rodeaba con los brazos y lo abrazaba con todas sus fuerzas—. Te amo, Pedro Alfonso. ¡Sí, sí y sí! Quiero casarme contigo, quiero estar contigo el resto de mi vida.


—¿No son palabras bonitas?


Ella se rio, sollozó y volvió a reírse.


—Yo también tenía mis barreras —reconoció ella llevándolo a la mesa otra vez y sentándose en sus rodillas—. Ya sabes todo lo de mi padre y supongo que creía que lo más seguro era no dejarse llevar, no exponerme a que me hicieran daño. Estaba decidida a no enamorarme de ti. Te catalogué a los pocos días de empezar a trabajar contigo y creí que eso me daba seguridad.


Le acarició el pelo, le besó la mejilla y cayó rendida cuando él también la besó cariñosamente.


—Quieres decir que, si era un malnacido, nunca te enamorarías de mí.


—Sí, pero esa imagen empezó a esfumarse poco a poco, y luego llegó París.


—Y luego llegó París.


—Yo… me dejé arrastrar por ti. Fue como si te adueñaras de mi corazón y me sentí aterrada porque habías dejado claras tus reglas, porque sabía lo que pensabas del compromiso. Decidí que la única forma de sobrellevarlo era echarme atrás completamente, que, si lo hacía, desaparecería el sentimiento que me mantenía pegada a ti, pero era demasiado tarde.


—Paula, también fue demasiado tarde para mí. Estabas todo el rato en mi cabeza y, como era un idiota, no me paré a pensar que era porque te amo, señorita Chaves, y estoy impaciente de que te conviertas en la señora de Alfonso.


—Yo también estoy impaciente.


Su mundo se había abierto el día que él entró en él y se sintió flotando en el aire cuando pensó en el porvenir que se presentaba ante ella.


—Quiero que me abraces y que nunca me sueltes, porque yo no voy a soltarte







LA TENTACIÓN: CAPITULO 21





Pedro había tenido que buscarla. El mes pasado había sido la peor pesadilla posible. No había podido concentrarse y había estado de un humor de perros. La gente se marchaba en dirección contraria en cuanto lo oían por la oficina. 


Incluso, había batido su récord personal y había salido con seis mujeres, con ninguna de las cuales había llegado más allá de una conversación cordial durante la cena. Esa condenada mujer lo había calcinado dos veces y, además, tampoco había encontrado una sustituta adecuada. Ya iba por la tercera secretaria y los presagios no eran buenos. Más de una vez se había reprochado haberle permitido que se despidiera sin cumplir con los trámites. Debería haberla obligado a que cumpliera las dos semanas exigidas.


Las noches no habían sido mejores que los días. El trabajo no había conseguido librarlo de unos pensamientos que no quería ni buscaba. La echaba de menos. Echaba de menos que dijera lo que pensaba, cómo se reía y cómo lo miraba. Incluso, echaba de menos cómo olía. Por todo eso estaba donde estaba, sentado en su cocina después de haber echado a su amiga, quien le había dejado entrar después de un interrogatorio inquisitorial.


—Creía que no ibas a volver. ¿Puede saberse dónde te habías metido?


Él lo preguntó en tono desenfadado para disimular sus emociones nada desenfadadas. Ella, que iba a tomar una botella de agua de la nevera para aliviar la sed que le habían dado las tres copas de vino, estuvo a punto de desmayarse al oír esa voz que la había perseguido durante el mes pasado. Muda, se dio media vuelta para mirar a la persona que estaba en la silla. Le flaquearon las piernas, se dejó caer en otra silla y se quedó mirándolo sin dar crédito a lo que estaba viendo.


—Llevo más de una hora esperando.


¿Había estado con un hombre? No. En ese caso, no habría vuelto tan pronto. Quizá hubiese salido con uno que había sido un desastre. Le gustaba esa idea. Él también había salido con muchas mujeres desastrosas.


Pedro


Ella no pudo decir nada más. Tenía la boca seca y el corazón le latía con tanta fuerza que parecía que le iba a explotar.


—Tu compañera de casa me ha dejado entrar.


—Lucia.


Era una conversación absurda. No podía dejar de mirarlo.


Estaba… desmejorado. Todavía llevaba el traje, pero se había quitado la corbata y se había desabrochado dos botones de la camisa. Para ser un hombre que siempre iba despreocupadamente elegante, estaba desaliñado.


—Efectivamente.



—¿Por qué has venido?


Ella sabía que tendría que parecer más tajante y enfadada, pero la voz le salía débil y vacilante. Se aclaró la garganta y siguió mirándolo en la penumbra. Aunque estaba distinto, seguía siendo ese hombre tan guapo que se le había clavado como una espina que no podía quitarse. Entonces, toda la rabia brotó. No podía olvidarse de que era el hombre sentimentalmente vago que se había alejado de ella sin mirar atrás porque se le había metido en la cabeza que ella podría, solo podría, querer algo más que un revolcón. Era el hombre que no tenía nada que ofrecer.


—No —siguió ella con frialdad—. A ver si adivino por qué has venido. Las secretarias que me han sustituido no te sirven. Si crees que voy a ceder y a hacer una buena obra, estás equivocado. Has perdido el tiempo y puedes marcharte. Ya sabes dónde está la puerta.


A él nunca le había faltado la seguridad en sí mismo. Eso le había dado el impulso para dejar atrás el pasado y la confianza de que podía hacerlo. En ese momento, la seguridad en sí mismo brillaba por su ausencia. Tenía la sensación de que estaba al borde de un precipicio con un pie colgando y sin una red que lo recogiera si se caía.


—No he venido para intentar que vuelvas al trabajo —replicó él con aspereza—. Aunque es verdad que tus sustitutas no me han servido.


—Entonces, ¿qué haces aquí, Pedro?


—Estoy aquí… porque… porque…


Estaba balbuceando. ¿Desde cuándo balbuceaba Pedro Alfonso el invencible? Sin embargo, ella no iba a permitir que la más mínima esperanza se abriera paso entre los muros que había intentado levantar a su alrededor.


—Olvídalo —Paula apretó los dientes y lo miró a los ojos sin inmutarse—. No pienso volver a tener una relación contigo.


Ella se rio al darse cuenta de la tontería que acababa de decir. Nadie normal habría llamado a eso una relación.


—Una relación —siguió ella burlándose de sí misma—. Vaya chiste. Como me has dicho con orgullo, tú no tienes relaciones, ¿verdad, Pedro?


—Lo dije, pero ¿cómo iba a saber que el destino tiene la mala costumbre de reírse de tus buenas intenciones?


—Olvídalo, Pedro. Olvida las palabras bonitas. ¿Has salido con algunas de tus amigas de bolsillo y has decidido que todavía no has acabado conmigo?


—Te he echado de menos. ¿Me has echado de menos? Dime que no y me marcharé de esta casa y no volverás a verme.







LA TENTACIÓN: CAPITULO 20




Había pasado de trabajar en uno de los edificios simbólicos de Londres a la normalidad con un golpe ensordecedor. Un mes después de haber dejado a Pedro, estaba trabajando como secretaria en un pequeño despacho de abogados de los alrededores de Londres. Había pasado de ver toda la ciudad a sus pies a ver el aparcamiento de un supermercado. Había pasado de trabajar con uno de los hombres más apasionantes del mundo a trabajar con un hombre de mediana edad que se ocupaba de casos insignificantes y que, al parecer, se tomaba libres dos días a la semana para jugar al golf. Los reflejos del pelo le habían desaparecido y París y todo lo demás parecían un sueño. No sabía nada de Pedro y, aunque no lo había esperado, la esperanza con la que se despertaba todas las mañanas se convertía en una amarga decepción cuando se acostaba.


Estaba volviendo a su casa cuando sonó el móvil. Contestó y era su madre.


Pamela Chaves estaba recuperándose a pasos agigantados y la terapia se había reducido a una vez al mes. Además, no podía hablar de otra cosa que no fuese su aventura amorosa y ella, que había conocido al hombre en cuestión, tenía que reconocer que su madre estaba en buenas manos. Su madre le había dicho que el tiempo había avanzado y que ya no estaba donde estaba cuando se casó. Con eso quería decirle que ella debería haber llegado a la misma conclusión, que ya no era la chica que se había criado en una familia disfuncional y aterradora ni la chica que había tenido una aventura con alguien que había resultado que no era el adecuado. Quería decirle que ya llegaría el momento de tener cuidado y que era lo suficientemente joven para tomar el control de su vida y para correr riesgos. Ella podría haberle replicado que ya había corrido bastantes riesgos con Pedro, pero no había dicho nada.


En ese momento, su madre estaba hablándole sobre las vacaciones que había pensado tomarse y se maravillaba del giro que había dado su vida. Ella escuchó y comentó algo de vez en cuando mientras se bajaba del autobús y se dirigía hacia su casa. Hacía un día nublado y pegajoso y, aunque no había anochecido, le sorprendió que las luces de la casa estuviesen apagadas porque sabía que Lucia tenía que estar preparándose para pasar un ardiente fin de semana con el hombre que había conocido hacía unos meses. Eran poco más de las ocho. Se había quedado en el trabajo hasta las seis y luego había ido a beber algo con otras dos chicas del despacho que la habían incluido enseguida en sus salidas del viernes por la tarde. Estaba agotada.


Entró en la casa, dejó el bolso junto a la puerta y fue a la cocina mientras se quitaba la liviana chaqueta veraniega. El piso inferior estaba en una penumbra que le pareció reconfortante. No encendió las luces, pero subió cantando para que su compañera supiera que estaba en casa. La última vez que entró sin avisar, se encontró a Lucia y a su tortolito en la sala en una situación comprometedora. Desde entonces, siempre entraba haciendo todo el ruido que podía.


La última persona del mundo que había esperado ver estaba en una silla de la cocina, y llevaba allí una hora.







sábado, 8 de agosto de 2015

LA TENTACIÓN: CAPITULO 19







Pamela Chaves se levantó temprano, pero el café seguía caliente cuando Paula bajó. Seguía dándole vueltas a la cabeza. Había dormido con él. Él no sabía lo profundos que eran sus sentimientos, que ya era algo, pero sí sabía lo mucho que lo deseaba y le había revelado toda su vida para que él pudiera analizarla. No contento con lo que tenían en Londres, había invadido su vida en Devon. Además, le había contado cosas que ella ni siquiera sospechaba. Lo cual, era una prueba de lo bien que había conseguido llevarse con su madre. Claro, era el hombre que no tenía que hacer esfuerzos, que podía mover montañas con una sonrisa, con una mirada.


—¡Paula, cariño! ¿Qué tal la cena de anoche? —le preguntó su madre con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Nunca me dijiste lo encantador que es tu jefe! Y muy guapo…


—Mamá, tenemos que hablar.


—¿De verdad?


Sin embargo, se sentó enfrente de su hija con un rubor muy delator y jugó con la taza de café.


—¿Un hombre? ¿Un pretendiente? Nunca dijiste nada.


Cuando Pedro se lo contó sin querer, le había dolido, pero fue un dolor que no le duró mucho. Cómo iba a dolerle si a su madre le brillaban los ojos mientras hablaba con alivio de Robin, el primo de una amiga que se había mudado al pueblo para crear una pequeña empresa de paisajismo. Era maravilloso y tenían muchas cosas en común. Solo se habían visto algunas veces, pero gracias a él había conseguido acercarse más por el pueblo. Incluso, la había llevado a ver su empresa, aunque todavía estaba organizándola. Paula estaba aturdida.


—¿Y por qué no me has contado nada durante todo este tiempo? —preguntó ella, aunque sabía la respuesta.


—Solo han sido unas semanas —contestó su madre con incomodidad—. Además, sabía que intentarías disuadirme, cariño. Yo lo habría entendido, pero…


Pero ella, su querida hija, lo habría criticado, la habría advertido con seriedad, le habría dado un montón de consejos y, al final, habría asfixiado cualquier cosa que hubiese tenido la posibilidad de brotar. Su madre había querido aprovechar esa ocasión y había tenido miedo de que su hija la hubiese aniquilado. No estaba dolida, estaba humillada. Había pasado años ayudando a su madre para que se levantara y se había convertido en una joven inflexible que había permitido que su propio desengaño dictara su forma de ser.


Pedro entró media hora más tarde y le mitigó la sombría introspección en la que se había metido. Además, mientras estaban saliendo de la casa, fue certeramente al grano.


—Estás alterada. Has hablado con tu madre ¿y…?


Todavía no eran las nueve y media, pero el sol ya calentaba y los campos estaban bañados por esa luz transparente del campo, donde los edificios y la contaminación no estropeaban la vista y el aire. Él se dio cuenta de que no le importaba y de que, en realidad, le gustaba. Era un cambio.


—¿Te importa de verdad? —le preguntó ella.


La brisa le despeinaba el pelo. Era esbelta y tenía un aire desenfadado con unos vaqueros desteñidos, un jersey amplio y viejo y unas botas de caminar.


—Claro que me interesa.


Pedro no entró a calificar lo que sentía. Claro que le importaba si estaba alterada. No era un monstruo, pero ¿cuándo fue la última vez que le importó si una mujer estaba alterada? ¿Le había importado que Georgia entrara en su oficina como una furia porque no podía aceptar un «no» por respuesta?


Lo habían irritado, pero no lo habían alterado. Ni siquiera había sentido curiosidad por lo que le pasaba o dejaba de pasar a una mujer en su vida. Se conformaba con que le dieran lo que quería y siempre era absolutamente sincero con ellas para tener la conciencia tranquila. La vida era mucho más sencilla cuando no se metía en complicaciones sentimentales que siempre acabarían llevando a callejones sin salida. No tenía nada que ofrecer ni le interesaba romper ese molde.


Sin embargo, tenía la sensación de que ella quería que le contestara la pregunta y sabía que debería ser sincero y repetirle eso de que no debería esperar nada más que sexo y diversión, por si lo había olvidado. Lo haría, pero más tarde.


Le interesaba. No le importaba, pero le interesaba. Para ella, eran dos cosas muy distintas.


—Y tiene un novio.


—Me alegro por ella.


Él le pasó un brazo por los hombros y aspiró el olor floral de su pelo. ¿Qué tenía esa mujer que le volvía loco?


—Te deseo tanto en este momento que me duele.


Paula se apartó de él, lo miró fijamente, puso los ojos en blanco y se rio.


—¿Solo piensas en el sexo, Pedro?


—No hay ni un alma por aquí…


—¡Estaba hablando de mi madre!


—Y estoy escuchando. Solo quiero tocarte un poco mientras hablas —introdujo una mano por debajo del jersey y le agarró la cintura—. Dime que no te gusta. Umm… No llevas sujetador.


—No suelo llevarlo cuando estoy aquí. No tengo tanto pecho que justifique llevarlo a todas horas.


—Tienes la cantidad justa.


Le levantó el jersey a pesar de los poco convincentes intentos de ella de impedirlo y le miró los pechos pequeños, altos y rematados por unos pezones muy rosas. Se los acarició con los pulgares hasta que estuvieron duros y a ella se le aceleró la respiración.


Esa era su aventura disparatada. Se había enamorado del hombre equivocado y había tirado la prudencia por la borda porque el corazón dominaba a la cabeza. Sabía que él solo quería sexo, pasárselo bien, pero era muy complicado acallar a la parte de ella que quería descubrir a dónde iban, si existía la más mínima posibilidad de que él quisiera algo más que sexo.


Él le bajó el jersey, pero llevó la mano a los botones de los vaqueros y le bajó la cremallera. Ella dejó escapar un leve grito de asombro cuando también empezó a bajarle los pantalones.


—No podemos…


—¿Por qué? Podemos encontrar un sitio más íntimo entre esos árboles, pero no hay nadie. ¿Siempre está tan desierto?


—Tienes que salir de Londres más a menudo.


Estaba húmeda y ardiente mientras se dirigían, agarrados de la mano, hacia la arboleda más cercana.


—Hay muchos sitios como este por aquí. Es tranquilo y silencioso. Por eso mi madre decidió mudarse aquí. Le parecía apacible después de haber vivido en Birmingham. Creo que también quería vivir lo más lejos posible de los recuerdos de su matrimonio.


Lo estrechó contra sí y se puso de puntillas para besarlo agarrándolo de la nuca y con los cuerpos tan juntos que podía notar la turgencia ávida de su erección.


—Tumbarse puede ser un poco incómodo —comentó Pedro.


Sin embargo, no quería el remedio de su mano o su boca. 


Necesitaba estar dentro de ella.


—Entonces, olvidémoslo y vayamos al pueblo —bromeó ella mientras le acariciaba una mejilla y miraba el brillo abrasador de sus ojos oscuros—. Podemos tomar té con pastas. El té puede ser muy refrescante… podría aplacarnos…


—Eres una bruja —replicó él con una voz vacilante que no reconoció.


Le bajó los vaqueros y le dijo que terminara de quitárselos. 


Ella se dejó puesto el jersey y le pareció un poco degenerado estar desnuda de cintura para abajo.


—Ahora, separa las piernas —le ordenó él.


Estar de pie e inmóvil cuando quería desmoronarse porque las piernas no la sujetaban era una tortura deliciosa. Él la acarició sin prisas. Le sorprendió darse cuenta de que nunca había hecho el amor al aire libre y pensó que la próxima vez llevaría una manta. ¿La próxima vez? Sí, habría más veces porque no se cansaba de ella.


Hicieron el amor de una forma elemental y desenfrenada. La levantó para que le rodeara la cintura con las piernas y le pareció ligera como una pluma.


La sensación fue muy intensa. La tenía agarrada del trasero mientras la bajaba para entrar y alcanzó un clímax detrás de otro hasta que quedó deshecha en mil pedazos deslumbrantes.


Luego, pasearon hasta el pueblo como flotando en una nube. Paula, saciada, nunca se había sentido tan feliz. Era casi como si fuesen una pareja normal que entraba en tiendas, que se reía con algunos souvenirs, que se compraba un helado. Eran como don Cualquiera y doña Cualquiera que daban una vuelta. ¡Ja! No eran ni don ni doña Cualquiera. No eran ni don ni doña Nada. Él, desde luego, no era cualquiera. Su imponente y singular presencia resaltaba con la de las personas tan blancas que había en las tiendas. La gente lo miraba. Él parecía no darse cuenta, pero ella, sí. Las mujeres de todas las edades lo miraban con más o menos disimulo. Quizá se preguntaran si era alguien famoso. Por primera vez en su vida, ella se sintió como si hubiese salido de las sombras y fuese una persona por sí misma, alguien que no estaba rodeada de barreras, que podía ser libre.


Almorzaron en un pub y, cuando estaban saliendo, se dio de bruces con una de las mujeres que visitaba periódicamente a su madre. No había tratado mucho a Maggie Fray, pero sí se habían visto un par de veces y la mujer miró a Pedro con un brillo en los ojos muy elocuente.


—Vaya, este es ese joven del que hablas tanto según tu madre.


Tendió una mano con una sonrisa mientras Paula, abochornada, intentó eludir sus penetrantes ojos grises.


—Es mi jefe… —le explicó ella con un hilo de voz.


Sin embargo, unos minutos antes habían estado agarrados de la mano y eso haría que se preguntara qué relación entre jefe y secretaria era esa. Los ojos sonrientes de la mujer indicaban que estaba haciendo las suposiciones acertadas.


—Bueno, parece que formáis una buena pareja y sé que a tu madre le encantaría oír campanas de boda en un futuro no muy lejano.


A Paula le pareció la conversación más atroz que había tenido en su vida y no oyó casi nada de lo que Maggie dijo después. ¿Qué le había contado a su madre durante todas las semanas que había estado trabajando con Pedro


Mucho. Estaban acostumbradas a contarse las cosas. 


Aunque había intentado disimular lo que sentía, su madre sabía interpretarla como nadie. Habría podido interpretar sus silencios, la expresión de su rostro cuando decía su nombre, la cantidad de veces que hablaba de él y las que se callaba… Su arrogante, egocéntrico e irritante jefe también era estimulante, inteligente, atractivo y divertido. Además, que se hubiese presentado en su casa sin avisar habría dado crédito a cualquier historia que su madre se hubiese inventado.


—La gente tiende a cotillear en los pueblos pequeños —intentó explicar Paula mientras Maggie se alejaba—. Es muy fastidioso porque, la mayoría de las veces, lo que dicen no tiene… fundamento.


Ella no podía repetir en voz alta lo que había dicho esa mujer. Decir la palabra «boda» sería como abrir una lata de lombrices y ella no sabía cómo podría meterlas otra vez.


Pedro mantenía un silencio amenazador. Debería haberlo previsto. Se lo había advertido a ella, pero él también debería haber captado que ella tenía algo muy vulnerable. 


Eso vulnerable debería haber trazado inmediatamente un límite infranqueable, pero, por algún motivo, había bajado la guardia. La novedad y el deseo formaban una mezcla letal.


—¿Puede saberse de qué estaba hablando esa mujer?


Abrió la puerta del coche con el mando a distancia y se montó en el asiento del conductor, pero no encendió el motor. Esperó a que estuviese sentada y la miró con una expresión indescifrable.


—Ya te lo he dicho —contestó ella en un tono algo desafiante—. En los pueblos se cotillea. Maggie es amiga de mi madre y, por el motivo que sea, ha entendido mal las cosas.


—Porque tu madre, erróneamente y sin fundamento, ha sacado la conclusión de que nosotros vamos… ¿a qué, Paula? ¿A ir al altar? ¿A empezar a creer en cuentos de hadas y a construir castillos en el aire?


—¡Eres un incrédulo! No le he dicho nada a mi madre. ¡No soy tan estúpida como para creer que estás aquí por algo que no sea a corto plazo, Pedro!


—No voy a entrar en una discusión estéril por esto.


Él encendió el motor y empezó a salir lentamente del pueblo. 


Ella no podía creerse que, hacía muy poco tiempo, hubiesen estado haciendo el amor. No podía creerse que hubiese sido tan necia de creer que, aparte de que estuviese enamorada de él, todo habría seguido tranquilamente hasta… ¿cuándo? ¿Hasta que se hubiese cansado? ¿Estaba tan desesperada que estaba dispuesta a renunciar a sus principios por estar un poco más con él? ¿Podía extrañarle que hubiese llegado a ser tan vago cuando las mujeres como ella le permitían que hiciese lo que le daba la gana? Había quedado hechizada e hipnotizada. Había dormido con él en París y se había engañado para creer que podía alejarse y seguir trabajando con él sin consecuencias. Sin embargo, había habido consecuencias. Su presencia la había alterado tanto que le había costado mucho hacer algo. Él se había abierto camino hasta su esencia y se había quedado allí. Nunca había sido adicta a nada, menos a él. ¿Se había acostado con él porque se había presentado en su casa y le había dicho con esa voz sexy y peligrosa que no podía sacársela de la cabeza? ¿Le había entrado una urgencia disparatada porque su vacilante y temerosa madre, a la que había insistido en que no tuviera una relación con un hombre, había tenido el valor de sí tener una relación con un hombre? ¿Sería una combinación de cosas que la habían llevado a tomar la peor decisión de su vida? Podía encontrar un millón de motivos para justificar lo que había hecho, pero, en definitiva, se había montado en una montaña rusa y era el momento de bajarse. Pedro Alfonso era el equivalente a un deporte extremo y ella no estaba hecha para eso. Intentó no pensar en los interminables días y noches sin él. Tendría que despedirse y buscarse otro empleo.


—¡Sería una discusión estéril porque no quieres tenerla! Además, para que lo sepas, me despediré el martes en cuanto llegue a la oficina.


—¡Estás siendo ridícula!


—Siendo así, también te diré que es posible que creas que eres justo al advertir a las mujeres que no vayan a creerse que tienes un corazón escondido en alguna parte, pero no lo eres. Solo te limitas preservar tu conciencia. No quieres intentar nada que no sea trabajo. ¡Acabarás siendo un hombre triste y solo con montones de dinero y nadie con quien compartirlo!


Ella miraba su perfil, que podía estar esculpido en piedra.


Nada lo afectaba. ¿Por qué no había tenido la fuerza de caer en la cuenta antes? No había nada debajo del atractivo, la belleza y la inteligencia descomunal. Esos atisbos de amabilidad, cariño y vulnerabilidad habían sido una ilusión. 


Estaba temblando como una hoja y se mantuvo rígida como una tabla para que los sentimientos no se le desbordaran.


—Dicho eso —replicó Pedro lentamente—, te dejaré en tu casa. No hace falta que vuelvas al trabajo. Puedes considerar que ese discurso ha sido tu carta de dimisión.


Ya estaban en su casa y ella no se había dado cuenta. Él se inclinó para abrir su puerta y ella se echó hacia atrás espantada de la reacción de su cuerpo incluso en ese momento, cuando todo estaba desmoronándose.


—Si tienes que recoger algo personal de tu despacho, puedes ponerte en contacto con Personal. Ellos te lo harán llegar.


Sus miradas se encontraron, pero ella fue la primera en apartarla. No encontraba sitio en la cabeza para meter todo lo que sentía; el espanto por el final, la tristeza abrumadora, los reproches a sí misma.


—No quiero recoger nada.


Ella lo dijo con una voz que no delataba lo que sentía. Se bajó del coche y se dirigió hacia su casa sin mirar atrás.