domingo, 9 de agosto de 2015

LA TENTACIÓN: CAPITULO 20




Había pasado de trabajar en uno de los edificios simbólicos de Londres a la normalidad con un golpe ensordecedor. Un mes después de haber dejado a Pedro, estaba trabajando como secretaria en un pequeño despacho de abogados de los alrededores de Londres. Había pasado de ver toda la ciudad a sus pies a ver el aparcamiento de un supermercado. Había pasado de trabajar con uno de los hombres más apasionantes del mundo a trabajar con un hombre de mediana edad que se ocupaba de casos insignificantes y que, al parecer, se tomaba libres dos días a la semana para jugar al golf. Los reflejos del pelo le habían desaparecido y París y todo lo demás parecían un sueño. No sabía nada de Pedro y, aunque no lo había esperado, la esperanza con la que se despertaba todas las mañanas se convertía en una amarga decepción cuando se acostaba.


Estaba volviendo a su casa cuando sonó el móvil. Contestó y era su madre.


Pamela Chaves estaba recuperándose a pasos agigantados y la terapia se había reducido a una vez al mes. Además, no podía hablar de otra cosa que no fuese su aventura amorosa y ella, que había conocido al hombre en cuestión, tenía que reconocer que su madre estaba en buenas manos. Su madre le había dicho que el tiempo había avanzado y que ya no estaba donde estaba cuando se casó. Con eso quería decirle que ella debería haber llegado a la misma conclusión, que ya no era la chica que se había criado en una familia disfuncional y aterradora ni la chica que había tenido una aventura con alguien que había resultado que no era el adecuado. Quería decirle que ya llegaría el momento de tener cuidado y que era lo suficientemente joven para tomar el control de su vida y para correr riesgos. Ella podría haberle replicado que ya había corrido bastantes riesgos con Pedro, pero no había dicho nada.


En ese momento, su madre estaba hablándole sobre las vacaciones que había pensado tomarse y se maravillaba del giro que había dado su vida. Ella escuchó y comentó algo de vez en cuando mientras se bajaba del autobús y se dirigía hacia su casa. Hacía un día nublado y pegajoso y, aunque no había anochecido, le sorprendió que las luces de la casa estuviesen apagadas porque sabía que Lucia tenía que estar preparándose para pasar un ardiente fin de semana con el hombre que había conocido hacía unos meses. Eran poco más de las ocho. Se había quedado en el trabajo hasta las seis y luego había ido a beber algo con otras dos chicas del despacho que la habían incluido enseguida en sus salidas del viernes por la tarde. Estaba agotada.


Entró en la casa, dejó el bolso junto a la puerta y fue a la cocina mientras se quitaba la liviana chaqueta veraniega. El piso inferior estaba en una penumbra que le pareció reconfortante. No encendió las luces, pero subió cantando para que su compañera supiera que estaba en casa. La última vez que entró sin avisar, se encontró a Lucia y a su tortolito en la sala en una situación comprometedora. Desde entonces, siempre entraba haciendo todo el ruido que podía.


La última persona del mundo que había esperado ver estaba en una silla de la cocina, y llevaba allí una hora.







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