domingo, 9 de agosto de 2015

LA TENTACIÓN: CAPITULO 21





Pedro había tenido que buscarla. El mes pasado había sido la peor pesadilla posible. No había podido concentrarse y había estado de un humor de perros. La gente se marchaba en dirección contraria en cuanto lo oían por la oficina. 


Incluso, había batido su récord personal y había salido con seis mujeres, con ninguna de las cuales había llegado más allá de una conversación cordial durante la cena. Esa condenada mujer lo había calcinado dos veces y, además, tampoco había encontrado una sustituta adecuada. Ya iba por la tercera secretaria y los presagios no eran buenos. Más de una vez se había reprochado haberle permitido que se despidiera sin cumplir con los trámites. Debería haberla obligado a que cumpliera las dos semanas exigidas.


Las noches no habían sido mejores que los días. El trabajo no había conseguido librarlo de unos pensamientos que no quería ni buscaba. La echaba de menos. Echaba de menos que dijera lo que pensaba, cómo se reía y cómo lo miraba. Incluso, echaba de menos cómo olía. Por todo eso estaba donde estaba, sentado en su cocina después de haber echado a su amiga, quien le había dejado entrar después de un interrogatorio inquisitorial.


—Creía que no ibas a volver. ¿Puede saberse dónde te habías metido?


Él lo preguntó en tono desenfadado para disimular sus emociones nada desenfadadas. Ella, que iba a tomar una botella de agua de la nevera para aliviar la sed que le habían dado las tres copas de vino, estuvo a punto de desmayarse al oír esa voz que la había perseguido durante el mes pasado. Muda, se dio media vuelta para mirar a la persona que estaba en la silla. Le flaquearon las piernas, se dejó caer en otra silla y se quedó mirándolo sin dar crédito a lo que estaba viendo.


—Llevo más de una hora esperando.


¿Había estado con un hombre? No. En ese caso, no habría vuelto tan pronto. Quizá hubiese salido con uno que había sido un desastre. Le gustaba esa idea. Él también había salido con muchas mujeres desastrosas.


Pedro


Ella no pudo decir nada más. Tenía la boca seca y el corazón le latía con tanta fuerza que parecía que le iba a explotar.


—Tu compañera de casa me ha dejado entrar.


—Lucia.


Era una conversación absurda. No podía dejar de mirarlo.


Estaba… desmejorado. Todavía llevaba el traje, pero se había quitado la corbata y se había desabrochado dos botones de la camisa. Para ser un hombre que siempre iba despreocupadamente elegante, estaba desaliñado.


—Efectivamente.



—¿Por qué has venido?


Ella sabía que tendría que parecer más tajante y enfadada, pero la voz le salía débil y vacilante. Se aclaró la garganta y siguió mirándolo en la penumbra. Aunque estaba distinto, seguía siendo ese hombre tan guapo que se le había clavado como una espina que no podía quitarse. Entonces, toda la rabia brotó. No podía olvidarse de que era el hombre sentimentalmente vago que se había alejado de ella sin mirar atrás porque se le había metido en la cabeza que ella podría, solo podría, querer algo más que un revolcón. Era el hombre que no tenía nada que ofrecer.


—No —siguió ella con frialdad—. A ver si adivino por qué has venido. Las secretarias que me han sustituido no te sirven. Si crees que voy a ceder y a hacer una buena obra, estás equivocado. Has perdido el tiempo y puedes marcharte. Ya sabes dónde está la puerta.


A él nunca le había faltado la seguridad en sí mismo. Eso le había dado el impulso para dejar atrás el pasado y la confianza de que podía hacerlo. En ese momento, la seguridad en sí mismo brillaba por su ausencia. Tenía la sensación de que estaba al borde de un precipicio con un pie colgando y sin una red que lo recogiera si se caía.


—No he venido para intentar que vuelvas al trabajo —replicó él con aspereza—. Aunque es verdad que tus sustitutas no me han servido.


—Entonces, ¿qué haces aquí, Pedro?


—Estoy aquí… porque… porque…


Estaba balbuceando. ¿Desde cuándo balbuceaba Pedro Alfonso el invencible? Sin embargo, ella no iba a permitir que la más mínima esperanza se abriera paso entre los muros que había intentado levantar a su alrededor.


—Olvídalo —Paula apretó los dientes y lo miró a los ojos sin inmutarse—. No pienso volver a tener una relación contigo.


Ella se rio al darse cuenta de la tontería que acababa de decir. Nadie normal habría llamado a eso una relación.


—Una relación —siguió ella burlándose de sí misma—. Vaya chiste. Como me has dicho con orgullo, tú no tienes relaciones, ¿verdad, Pedro?


—Lo dije, pero ¿cómo iba a saber que el destino tiene la mala costumbre de reírse de tus buenas intenciones?


—Olvídalo, Pedro. Olvida las palabras bonitas. ¿Has salido con algunas de tus amigas de bolsillo y has decidido que todavía no has acabado conmigo?


—Te he echado de menos. ¿Me has echado de menos? Dime que no y me marcharé de esta casa y no volverás a verme.







No hay comentarios.:

Publicar un comentario